DOMINGO XXXIII ORDINARIO “C”


Creo en la vida eterna

Ml 3,19-20a: Les iluminará un sol de justicia.

Sal 97, 5-9: El Señor llega para regir los pueblos con rectitud.

2 Ts 3, 7-12: El que no trabaja, que no coma.

Lc 21,5-19: Con su perseverancia, salvarán sus almas.


I. LA PALABRA DE DIOS

Malaquías y los últimos profetas anteriores a la venida de Jesucristo anunciaron «el día del Señor», grande y terrible. Las descripciones bíblicas del «último día» hablan de destrucción de lo que es pasajero, y de revelación del único Señor y Dios. ¿Producen temor, o más bien alimentan la esperanza en el Señor que viene?.

El apóstol Pablo critica en la segunda lectura a los que viven sin trabajar, a costa de los demás, con la excusa de esperar la venida del Señor. Él, con su ejemplo de vida, les enseña a mantenerse vigilantes, pero con serenidad y laboriosidad.

En el Evangelio, a pesar de la brillantez de la entrada de Jesús en Jerusalén, el presagio de la Pasión ya cercana oscureció los últimos días del Maestro en la ciudad santa. Jesús aprovechó para instruir a los discípulos acerca de la próxima destrucción del Templo y de la ciudad, así como sobre las persecuciones que acompañarían al nacimiento de la Iglesia, teniendo como perspectiva última el final de los tiempos.

«No quedará piedra sobre piedra». Jesús anuncia a todos la ruina de lo que más amaban. Pero el peligro más serio no era la caída de Jerusalén, ni la destrucción del Templo, sino la falta de fidelidad por cansancio en la larga espera, llena de persecuciones y dificultades, antes de entrar en la “gloria”. «Perseverancia» es paciencia, constancia, capacidad de resistir.

«Cuidado con que nadie os engañe». Son muchas veces las que el Nuevo Testamento nos advierte que surgirán falsos maestros y profetas (1 Tim 1,3-7; 6,3-5; 2 Tim 4,3-4; 2 Pe 2,1-3…) y que hemos de estar atentos para no dejarnos embaucar. En estos tiempos de confusión es necesaria más que nunca una fe firme y vigilante, una fe consciente y bien formada que sea capaz de discernir para detectar y denunciar estos falsos mesías: «muchos vendrán usando mi nombre, diciendo: “Yo soy”». Al final se pondrá de manifiesto su falsedad, pues desaparecerán como la paja, «no quedará de ellos ni rama ni raíz » (primera lectura). Pero mientras tanto pueden causar estragos.

«Todos os odiarán por causa de mi nombre». La persecución no debe sorprender al cristiano. Está más que avisada por Cristo. Más aún, está asegurada al que le es fiel a Él y a su evangelio. «Así tendréis ocasión de dar testimonio». Jesús y su Espíritu no abandonarán nunca a sus mártires (= testigos); les darán la capacidad de hablar con sabiduría elocuente. Por lo demás, nada más falso que concebir la vida en este mundo como un remanso de paz. La vida nos ha sido dada para combatir, para luchar por Cristo y por los hermanos. El que renuncia a luchar ya está derrotado. La seguridad nos viene de la protección fiel de Cristo, que ha luchado y sufrido antes que nosotros y más que nosotros.

Con la mirada puesta en las cosas últimas y definitivas, la Palabra de Dios quiere liberarnos de falsas ilusiones y espejismos. Lo mismo que aquellos judíos deslumbrados por la belleza exterior del templo, también nosotros nos deslumbramos por cosas que son pura apariencia, que son efímeras y pasajeras. Frente a tanta falsedad que nos acecha en el mundo en que vivimos, frente a tantas ofertas vanas e inconsistentes, sólo la Palabra de Dios es la verdad, sólo ella «permanece para siempre».

La enseñanza de la Iglesia sobre el juicio final y el último día es un mensaje esperanzador. Quien vive en Cristo, espera y ansía ver a Dios.

II. LA FE DE LA IGLESIA

El juicio final
(1020, 1038 – 1041)

El cristiano que une su propia muerte a la de Jesús ve la muerte como una ida hacia Él y la entrada en la vida eterna. La resurrección de todos los muertos, de los justos y de los pecadores, precederá al Juicio final. Esta será «la hora en que todos los que estén en los sepulcros oirán su voz y los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la condenación» (Jn 5, 28‑29). Entonces, Cristo vendrá «en su gloria acompañado de todos sus ángeles… y serán congregadas delante de él todas las naciones, y él separará a los unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de las cabras. Pondrá las ovejas a su derecha, y las cabras a su izquierda… E irán éstos a un castigo eterno, y los justos a una vida eterna» (Mt 25, 31ss).

Frente a Cristo, que es la Verdad, será puesta al desnudo definitivamente la verdad de la relación de cada hombre con Dios. El Juicio final revelará hasta sus últimas consecuencias lo que cada uno haya hecho de bien o haya dejado de hacer durante su vida terrena.

El Juicio final sucederá cuando vuelva Cristo glorioso. Sólo el Padre conoce el día y la hora en que tendrá lugar; sólo Él decidirá su advenimiento. Entonces, Él pronunciará por medio de su Hijo Jesucristo, su palabra definitiva sobre toda la historia. Nosotros conoceremos el sentido último de toda la obra de la creación y de toda la economía de la salvación, y comprenderemos los caminos admirables por los que su Providencia habrá conducido todas las cosas a su fin último. El Juicio final revelará que la justicia de Dios triunfa de todas las injusticias cometidas por sus criaturas y que su amor es más fuerte que la muerte.

El mensaje del Juicio final llama a la conversión mientras Dios da a los hombres todavía «el tiempo favorable, el tiempo de salvación». Inspira el santo temor de Dios (respeto a Dios). Compromete para la justicia del Reino de Dios. Anuncia la «bienaventurada esperanza» de la vuelta del Señor que «vendrá para ser glorificado en sus santos y admirado en todos los que hayan creído».

La esperanza de los cielos nuevos y la tierra nueva
(1042 – 1048)

Al fin de los tiempos el Reino de Dios llegará a su plenitud. Después del Juicio final, los justos reinarán para siempre con Cristo, glorificados en cuerpo y alma, y el mismo universo será renovado.

Ignoramos el momento de la consumación de la tierra y de la humanidad, y no sabemos cómo se transformará el universo. Ciertamente, la figura de este mundo, deformada por el pecado, pasa, pero se nos enseña que Dios ha preparado una nueva morada y una nueva tierra en la que habita la justicia y cuya bienaventuranza llenará y superará todos los deseos de paz que se levantan en los corazones de los hombres.

La Sagrada Escritura llama «cielos nuevos y tierra nueva» a esta renovación misteriosa que transformará la humanidad y el mundo. Esta será la realización definitiva del designio de Dios de «hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra». En este “universo nuevo” Dios tendrá su morada entre los hombres. «Y enjugará toda lágrima de su ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado».

Frutos para la vida eterna
(1049 – 1050)

No obstante, la espera de una tierra nueva no debe debilitar, sino más bien avivar la preocupación de cultivar esta tierra, donde crece aquel cuerpo de la nueva familia humana, que puede ofrecer ya un cierto esbozo del siglo nuevo. Por ello, aunque hay que distinguir cuidadosamente el progreso terreno del crecimiento del Reino de Cristo, sin embargo, el primero, en la medida en que puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa mucho al Reino de Dios. La vocación del hombre a la vida eterna no suprime, sino que refuerza su deber de poner en práctica las energías y los medios recibidos del Creador para servir en este mundo a la justicia y a la paz.

Todos estos frutos buenos de nuestra naturaleza y de nuestra diligencia, tras haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del Señor y según su mandato, los encontraremos después de nuevo, limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno y universal.

Venga a nosotros tu Reino
(2816 – 2821)

Marana Tha”, es el grito del Espíritu y de la Esposa: “ven, Señor Jesús”: es a Cristo en persona a quien llamamos con nuestras voces todos los días y de quien queremos apresurar su advenimiento por nuestra espera. Pero este deseo no distrae a la Iglesia de su misión en este mundo, más bien la compromete.

«El Reino de Dios es justicia y paz y gozo en el Espíritu Santo». Sólo un corazón puro puede decir con seguridad: «¡venga a nosotros tu Reino!» Es necesario haber estado en la escuela de Pablo para decir: «Que el pecado no reine ya en nuestro cuerpo mortal» (Rm 6, 12). El que se conserva puro en sus acciones, sus pensamientos y sus palabras, puede decir a Dios: «¡venga tu Reino!».

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

Todo el mal que hacen los malos se registra –y ellos no lo saben–. El día en que «Dios no se callará» … Se volverá hacia los malos: «Yo había colocado sobre la tierra, dirá El, a los pobrecitos para ustedes. Yo, su cabeza gobernaba en el cielo a la derecha de mi Padre, pero en la tierra mis miembros tenían hambre. Si hubieran dado a mis miembros algo, eso habría subido hasta la cabeza. Cuando coloqué a mis pequeñuelos en la tierra, los constituí comisionados de ustedes para llevar sus buenas obras a mi tesoro: como no han depositado nada en sus manos, no poseen nada en Mí” (San Agustín).

«A la tarde [de la vida] te examinarán en el amor» (San Juan de la Cruz).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

Recuerde el alma dormida,
avive el seso y despierte
contemplando
cómo se pasa la vida,
cómo se viene la muerte
tan callando;
cuán presto se va el placer,
cómo, después de acordado,
da dolor;
cómo, a nuestro parecer,
cualquiera tiempo pasado
fue mejor.

Este mundo es el camino
para el otro, que es morada
sin pesar;
más cumple tener buen tino
para andar esta jornada
sin errar.

Partimos cuando nacemos,
andamos mientras vivimos,
y llegamos
al tiempo que fenecemos;
así que cuando morimos
descansamos.

Este mundo bueno fue
si bien usásemos de él
como debemos,
porque, según nuestra fe,
es para ganar aquel
que atendemos.

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