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DOMINGO XXIII ORDINARIO “C”



«Déjalo todo… Sígueme»

Sb 9, 13-19: ¿Quién comprende lo que Dios quiere?
Sal 89, 3 – 17 Señor, tú has sido nuestro refugio de generación en generación.
Flm 9b-10.12-17: Recíbelo no como esclavo, sino como hermano querido.

Lc 14, 25-33: El que no renuncia a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío.

I. LA PALABRA DE DIOS

Sólo en este domingo del año se lee un pasaje de la carta a Filemón, la más breve de San Pablo; que sabiendo que Filemón tiene derechos sobre su esclavo huido, invoca su caridad y su buena voluntad. Legalmente, Onésimo es esclavo de Filemón, pero en la fe es su hermano, por ser los dos –amo y criado– hijos de Dios por el bautismo. Este principio evangélico en los primeros siglos de la Iglesia fue socavando lentamente la secular institución social de la esclavitud; que, aunque legalmente abolida y socialmente reprobada, desgraciadamente sigue existiendo en nuestro mundo de forma más o menos encubierta.

En el Evangelio, durante el transcurso de su larga subida a Jerusalén para sufrir la pasión y entrar así en la gloria, Jesús quiere dejar muy claras las condiciones para ser discípulo suyo: debían estar dispuestos a renunciar a todo: familia, riquezas y al propio egoísmo. ¡Que nadie se llame a engaño! Ya desde el primer paso hay que estar dispuesto a hacer «renuncia a todos sus bienes» y a «posponer al padre y a la madre, a la mujer y a los hijos, a los hermanos …y así mismo». Dura renuncia para quienes confiaban en Jesús como el futuro rey que los llenaría de honores, poder, prosperidad y autonomía. Sin estar dispuesto a jugárselo todo por Cristo, ni se construirá la Iglesia, ni se vencerá en la batalla contra las fuerzas del mal. El texto de este versículo pertenece a la esfera del primer Mandamiento, porque contiene una declaración implícita de la divinidad de Jesucristo: sólo Dios puede exigir una adhesión a Él tan inaudita.

Lo que Cristo dice parece duro y exigente. Por eso es necesario que Dios «nos dé sabiduría enviando su santo Espíritu desde el cielo» (1ª lectura) para que estas palabras nos resulten atractivas y encontremos en ellas nuestro gozo. Esta sabiduría, que es don del Espíritu, no sólo nos hace entender las palabras de Cristo, sino que suscita en nosotros el deseo de cumplirlas en totalidad y con perfección.

Es sólo el amor apasionado a Jesucristo el que nos hace estar dispuestos a perderlo todo por Él, a no poner condiciones, a no anteponer a Él absolutamente nada. Ni aun los amores más santos y bendecidos por Dios deben anteponerse al amor de Cristo. Cuando no existe el amor a Cristo o se ha enfriado, todo son excusas, «peros» y dificultades, se calcula cada renuncia, se recorta la generosidad, se frena la entrega, se disimula o justifica el pecado…

Y esta de Jesús, no es una invitación sólo para los consagrados. Cada cristiano, según su vocación y situación, ha de vivir como Cristo, en Cristo y para Cristo, sin más intereses absolutos: riquezas, reconocimiento social, proyectos propios, gratificaciones afectivas…

Seguir a Jesucristo es la ley del cristiano, ley nueva o ley evangélica que cumple, supera y lleva a su perfección la ley antigua. Es ley de amor, de gracia y de libertad. Exige renuncia al egoísmo y vivir en Cristo.

En la pluralidad de carismas, ministerios y servicios en la Iglesia se expresa una comunidad que sigue al Señor, único Camino, Verdad y Vida.

II. LA FE DE LA IGLESIA

La ley moral
(1950 – 1964)

La Ley divina es una instrucción paternal de Dios que prescribe al hombre los caminos que llevan a la bienaventuranza prometida y proscribe los caminos del mal. La ley divina se compone de la Ley natural y de la Ley revelada.

La Ley natural es una participación en la sabiduría y la bondad de Dios por parte del hombre, formado a imagen de su Creador. Expresa la dignidad de la persona humana y constituye la base de sus derechos y sus deberes fundamentales. La ley natural es inmutable, permanente a través de la historia. Las normas que la expresan son siempre substancialmente válidas. Es la base necesaria para la edificación de las normas morales y la ley civil.

La Ley revelada se compone de la Ley Antigua y de la Ley Nueva.

La Ley antigua es la primera etapa de la Ley revelada. Sus prescripciones morales se resumen en los diez Mandamientos. La Ley antigua es una preparación al Evangelio.

La ley nueva o ley evangélica
(1965 – 1972)

La Ley nueva o Ley evangélica es la perfección aquí abajo de la ley divina, natural y revelada. La Ley nueva es la gracia del Espíritu Santo dada a los fieles mediante la fe en Cristo. Actúa por la caridad, utiliza el Sermón de la Montaña del Señor para enseñarnos lo que hay que hacer, y los sacramentos para comunicarnos la gracia de realizarlo.

La Ley evangélica «da cumplimiento», purifica, supera, y lleva a su perfección la Ley antigua. En las «Bienaventuranzas» da cumplimiento a las promesas divinas elevándolas y ordenándolas al Reino de los cielos. No añade preceptos exteriores nuevos, pero llega a reformar la raíz de los actos, el corazón, donde el hombre elige entre lo puro y lo impuro, donde se forman la fe, la esperanza y la caridad, y con ellas las otras virtudes. Se dirige a los que están dispuestos a acoger con fe esta esperanza nueva: los pobres, los humildes, los afligidos, los limpios de corazón, los perseguidos a causa de Cristo, trazando así los caminos sorprendentes del Reino.

La Ley evangélica entraña la elección decisiva entre«los dos caminos» (Mt 7, 1314) y la práctica de las palabras del Señor (Mt 7, 2127); está resumida en la regla de oro: «Todo cuanto queráis que os hagan los hombres, hacédselo también vosotros; porque ésta es la Ley y los profetas» (Mt 7, 12; Lc 6, 31).

Toda la Ley evangélica está contenida en el «Mandamiento Nuevo» de Jesús: amarnos los unos a los otros como Él nos ha amado (cf. Jn 15, 12).

La Ley nueva es llamada ley de amor, porque hace obrar por el amor que infunde el Espíritu Santo más que por el temor; ley de gracia, porque confiere la fuerza de la gracia para obrar mediante la fe y los sacramentos; ley de libertad, porque nos libera de las observancias rituales y jurídicas de la Ley antigua, nos inclina a obrar espontáneamente bajo el impulso de la caridad y nos hace pasar de la condición del siervo «que ignora lo que hace su señor», a la de amigo de Cristo, «porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer» (Jn 15, 15), y también a la condición de hijo heredero (Ga 4, 17. 2131; Rm 8, 15).

Los consejos evangélicos
(1973 – 1974; 915 – 919)

Más allá de sus preceptos, la Ley nueva contiene los consejos evangélicos. La distinción tradicional entre mandamientos de Dios y consejos evangélicos se establece por su relación a la caridad, perfección de la vida cristiana. Los preceptos están destinados a apartar de lo que es incompatible con la caridad. Los consejos tienen por fin apartar de lo que, incluso sin serle contrario, puede constituir un impedimento al desarrollo de la caridad.

Los consejos evangélicos manifiestan la plenitud viva de una caridad que nunca se sacia. Atestiguan su fuerza y estimulan nuestra prontitud espiritual. La perfección de la Ley nueva consiste esencialmente en los preceptos del amor de Dios y del prójimo. Los consejos indican vías más directas, medios más apropiados, y han de practicarse según la vocación de cada uno.

Los consejos evangélicos están propuestos en su multiplicidad a todos los discípulos de Cristo. La perfección de la caridad a la cual son llamados todos los fieles implica, para quienes asumen libremente el llamamiento a la vida consagrada, la obligación de practicar la castidad en el celibato por el Reino, la pobreza y la obediencia. La profesión de estos consejos en un estado de vida estable reconocido por la Iglesia es lo que caracteriza la «vida consagrada» a Dios.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Dios no quiere que cada uno observe todos los consejos, sino solamente los que son convenientes según la diversidad de las personas, los tiempos, las ocasiones, y las fuerzas, como la caridad lo requiera. Porque es ésta la que, como reina de todas las virtudes, de todos los mandamientos, de todos los consejos, y en suma de todas las leyes y de todas las acciones cristianas, la que da a todos y a todas rango, orden, tiempo y valor» (San Francisco de Sales).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

A Ti, sumo y eterno Sacerdote
de la nueva alianza, Jesucristo,
se ofrecen nuestros votos y se elevan
los corazones en acción de gracias.

Desde el seno del Padre, descendiste
al de la Virgen Madre;
te haces pobre, y así nos enriqueces;
tu obediencia, de esclavos libres hace.

Tú eres el Ungido, Jesucristo,
al Sacerdote único;
tiene su fin en ti la ley antigua,
por ti la ley de gracia viene al mundo.

Al derramar tu sangre por nosotros,
tu amor complace al Padre;
siendo la hostia de tu sacrificio,
hijos de Dios y hermanos Tú nos haces.

Para alcanzar la salvación eterna,
día a día se ofrece
tu sacrificio, mientras, junto al Padre,
sin cesar por nosotros intercedes.

A ti, Cristo pontífice, la gloria
por los siglos de los siglos;
tú que vives y reinas y te ofreces
al Padre en el amor del santo Espíritu.

Amén.

LECTIO DIVINA: Evangelio del domingo XXII ordinario, ciclo C, 1 de septiembre de 2013


Lc 14,1.7-14

«Orar y vivir con humildad y audacia» 

Cena en casa de Leví, Paolo Veronese 1573

Cena en casa de Leví, Paolo Veronese 1573

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OL Domingo XXII Ordinario C, PDF

Beethoven – String Quartet, F major, op. 18 no. 1 – Adagio affettuoso ed appassionato

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LECTURAS DEL SIGUIENTE DOMINGO, 8 de septiembre,
Domingo XXII Ordinario, ciclo C

Sb 9, 13-19: ¿Quién comprende lo que Dios quiere?

Sal 89, 3 – 17 Señor, tú has sido nuestro refugio de generación en generación.

Flm 9b-10.12-17: Recíbelo no como esclavo, sino como hermano querido.

Lc 14, 25-33: El que no renuncia a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío.

DOMINGO XXII ORDINARIO “C”



Orar y vivir con humildad y audacia

Si 3, 19-21.30-31: Hazte pequeño y alcanzarás el favor de Dios.
Sal 67 Dios da libertad y riqueza a los cautivos.
Hb 12, 18-19. 22-24: Os habéis acercado al monte Sión, ciudad del Dios vivo.

Lc 14,1.7-14: Todo el que se enaltece será humillado; y el que se humilla será enaltecido.

I. LA PALABRA DE DIOS

La antigua sabiduría del pueblo de Israel, recogida en el libro de Sirácida (o “Eclesiástico”), recomendaba con frecuencia la práctica de la humildad.

La carta a los Hebreos nos recuerda que en la asamblea litúrgica cristiana no se dan los prodigios del Sinaí, pero se está en comunicación verdadera con Dios por la presencia real de Jesucristo y de la Iglesia celeste.

En el Evangelio, Jesús invita a sus discípulos a la virtud de la humildad y a hacer el bien desinteresadamente. Cristo siempre va a lo esencial. Él, que «conoce el corazón del hombre», sabe que, desde Adán, nuestro más grave mal es el deseo de sobresalir. Sin embargo, nunca es más grande el hombre que cuando se sabe pequeño delante de Dios. La humildad es su lugar, pues no puede exhibir delante de Dios ningún derecho. Todo lo que es y tiene lo ha recibido: ¿De qué enorgullecerse?. Y, por otra parte, ¿qué son todas las grandezas humanas al lado del puesto en que hemos sido colocados por gracia junto a los santos, los ángeles y el mismo Dios?

«El que se humilla, será ensalzado». Como tantas otras palabras del evangelio, esta frase nos da un verdadero retrato del propio Cristo. Él es quién verdaderamente se ha humillado, despojándose totalmente, hasta el extremo de la muerte en cruz. Por eso precisamente Dios Padre le ha exaltado sobremanera y le ha concedido una gloria impensable. Él nos enseña por dónde se alcanza ese oculto deseo de gloria que todos llevamos dentro: la humillación voluntaria y sincera es el único camino, no hay otro. Cristo quiere desengañarnos y lo hace convirtiéndose Él en modelo y caminando por delante.

La última parte del evangelio nos recuerda: ¡Cuántos actos inútiles y sin provecho para la vida eterna porque buscamos de mil maneras recompensa y paga de los hombres!

La humildad es una actitud de vida frente a Dios y con los hermanos, que se alimenta y se expresa en la oración, especialmente en el Padrenuestro. Actitudes, virtudes, comportamientos morales y oración son inseparables.

II. LA FE DE LA IGLESIA

El cristiano debe acercarse al Padre Dios
con toda confianza y humildad
(2777-2785).

En la Misa, se invita a la asamblea eucarística a rezar el Padre Nuestro con una “audacia filial”. Ante la zarza ardiendo, se le dijo a Moisés: «No te acerques aquí. Quita las sandalias de tus pies» (Ex 3, 5). Este umbral de la santidad divina, sólo lo podía franquear Jesús, el que «después de llevar a cabo la purificación de los pecados» (Hbr 1, 3), nos introduce en presencia del Padre: «Henos aquí, a mí y a los hijos que Dios me dio» (Hbr 2, 13). La conciencia que tenemos de nuestra condición de esclavos nos haría meternos bajo tierra, nuestra condición terrena se desharía en polvo, si la autoridad de nuestro mismo Padre y el Espíritu de su Hijo, no nos empujasen a proferir este grito: «Abbá, Padre». “¿Cuándo la debilidad de un mortal se atrevería a llamar a Dios Padre suyo, sino solamente cuando lo íntimo del hombre está animado por el Poder de lo alto?” (San Pedro Crisólogo).

«¡PADRE!«. Antes de hacer nuestra esta primera exclamación de la Oración del Señor, conviene purificar humildemente nuestro corazón de ciertas imágenes falsas de Dios. La humildad nos hace reconocer que «nadie conoce al Padre, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar», es decir «a los pequeños». La purificación del corazón también concierne a las imágenes paternales o maternales, correspondientes a nuestra historia personal y cultural, y que impregnan nuestra relación con Dios. Dios nuestro Padre transciende las categorías del mundo creado; también las categorías de “padre” o “madre” de la tierra. Transferir a Él, o contra Él, nuestras ideas en este campo sería fabricar ídolos para adorar o demoler. Orar al Padre es entrar en su misterio, tal como Él es, y tal como el Hijo nos lo ha revelado:

Podemos invocar a Dios como «Padre» porque Él nos ha sido revelado por su Hijo hecho hombre y su Espíritu nos lo hace conocer. Cuando oramos al Padre estamos en comunión con Él y con su Hijo, Jesucristo. Entonces le conocemos y lo reconocemos con admiración siempre nueva. La primera palabra de la oración del Señor es una bendición de adoración, antes de ser una imploración. Porque la Gloria de Dios es que nosotros le reconozcamos como «Padre», Dios verdadero. Le damos gracias por habernos revelado su Nombre, por habernos concedido creer en Él y por haber sido habitados por su presencia. Podemos adorar al Padre porque nos ha hecho renacer a su vida al adoptarnos como hijos suyos en su Hijo único: por el Bautismo nos incorpora al Cuerpo de su Cristo, y, por la Unción de su Espíritu que se derrama desde la Cabeza a los miembros, hace de nosotros «cristos»:

Así pues, por la Oración del Señor, hemos sido revelados a nosotros mismos al mismo tiempo que nos ha sido revelado el Padre.

Este don gratuito de la adopción exige por nuestra parte una conversión continua y una vida nueva. Orar a nuestro Padre debe desarrollar en nosotros dos disposiciones fundamentales:

1º- El deseo de la voluntad de asemejarnos a Él. Creados a su imagen, la semejanza se nos ha dado por gracia y tenemos que responder a ella.

“Es necesario acordarnos, cuando llamemos a Dios «Padre nuestro», de que debemos comportarnos como hijos de Dios” (San Cipriano).

“No podéis llamar Padre vuestro al Dios de toda bondad si mantenéis un corazón cruel e inhumano; porque en este caso ya no tenéis en vosotros la señal de la bondad del Padre celestial” (San Juan Crisóstomo).

“Es necesario contemplar continuamente la belleza del Padre e impregnar de ella nuestra alma” (San Gregorio de Nisa).

2º- Un corazón humilde y confiado que nos hace volver a ser como niños; porque es a «los pequeños» a los que el Padre se revela:

“Es una mirada a Dios y sólo a Él, un gran fuego de amor. El alma se hunde y se abisma allí en la santa dilección y habla con Dios como con su propio Padre, muy familiarmente, en una ternura de piedad en verdad entrañable” (San Juan Casiano).

“Padre nuestro: este nombre suscita en nosotros todo a la vez, el amor, el gusto en la oración…, y también la esperanza de obtener lo que vamos a pedir… ¿Qué puede Él, en efecto, negar a la oración de sus hijos. cuando ya previamente les ha permitido ser sus hijos?” (San Agustín).

Padre «Nuestro» se refiere a Dios. Este adjetivo, por nuestra parte, no expresa una posesión, sino una relación totalmente nueva con Dios. El adjetivo «nuestro» al comienzo de la Oración del Señor, así como el «nosotros» de las cuatro últimas peticiones no es exclusivo de nadie. Para que se diga en verdad, debemos superar nuestras divisiones y los conflictos entre nosotros.

III. TESTIMONIO CRISTIANO

“La expresión «Dios Padre» no había sido revelada jamás a nadie. Cuando Moisés preguntó a Dios quién era Él, oyó otro nombre. A nosotros este nombre nos ha sido revelado en el Hijo, porque este nombre implica el nuevo nombre del Padre” (Tertuliano).

“El hombre nuevo que ha renacido y vuelto a su Dios por la gracia dice primero: «Padre», porque ha sido hecho hijo” (San Cipriano).

“Tú, hombre, no te atrevías a levantar tu cara hacia el cielo, tu bajabas los ojos hacia la tierra, y de repente has recibido la gracia de Cristo: todos tus pecados te han sido perdonados. De siervo malo, te has convertido en buen hijo… Eleva, pues, los ojos hacia el Padre que te ha rescatado por medio de su Hijo y di: Padre nuestro… Pero no reclames ningún privilegio. No es Padre, de manera especial, más que de Cristo, mientras que a nosotros nos ha creado. Di entonces también por medio de la gracia: Padre nuestro, para merecer ser hijo suyo” (San Ambrosio).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Alabemos a Dios que, en su Palabra,
nos revela el designio salvador,
y digamos en súplica confiada:
«Renuévame por dentro, mi Señor.»

No cerremos el alma a su llamada
ni dejemos que arraigue el desamor,
aunque dura es la lucha, su palabra
será bálsamo suave en el dolor.

Caminemos los días de esta vida
como tiempo de Dios y de oración;
Él es fiel a la alianza prometida:
«Si eres mi pueblo, yo seré tu Dios.»

Tú dijiste, Jesús, que eras camino
para llegar al Padre sin temor;
concédenos la gracia de tu Espíritu
que nos lleve al encuentro del Señor.

Amén.