Archivo por meses: febrero 2011

DOMINGO IX ORDINARIO “A”



 «Creyente puede ser quien sólo cree; cristiano, quien cree y vive lo creído»

Dt 11,18.26-28: «Mirad, os pongo delante bendición y maldición»
Sal 30: «Sé la roca de mi refugio, Señor»
Rm 3,21-25.28: «El hombre es justificado por la fe, sin las obras de la ley»
Mt 7, 21-27: «La casa edificada sobre roca y la casa edificada sobre arena».


I. LA PALABRA DE DIOS

En la primera lectura, del libro del Deuteronomio, Dios nos dice: «Métanse en su corazón y en sus almas estas palabras». Es decir, Dios no sólo quiere que escuchemos con amor su Palabra, sino también que la hagamos vida. La fe tiene que ser el principio y el fundamento de todo nuestro obrar cristiano. No basta la fe para salvarse, son necesarias las obras, y éstas deben estar de acuerdo con la fe.

Lo dicho anteriormente no está, de ninguna manera, en contradicción con lo que sostiene San Pablo: «el hombre es justificado por la fe, no por las obras de la Ley». La Ley divina nos hace conocedores del pecado, pero no nos hace justos ante Dios. Aún cumpliéndola, esa Ley, por sí misma, es incapaz de justificar al pecador. Aquí Lutero cambió el texto y añadió por su cuenta: «Solamente por la fe»; pero san Pablo no dice eso. El contraste no está entre «fe» y «obras», sino entre «fe» y «Ley» (obras de la Ley de Moisés).

Somos salvados (justificados) por la amorosa actuación salvífica de Dios (la «justicia» de Dios), que «se ha manifestado» plenamente en Jesucristo; y también en nosotros, mediante la fe en Él, gracias a su obra redentora. 

«Justicia» y «justificación» son como el anverso y el reverso de una misma moneda: Dios actúa gratuitamente en nosotros, (nos da la «justificación», nos «justifica»), y, en nuestra respuesta de fe, nos hace pasar de pecadores a justos (es decir, «santos»); es, por tanto, mucho más que un «indulto», que dejaría al pecador siendo interiormente pecador. Esa gracia de Dios (la justificación), si no la rechazamos por el pecado, permanece en nosotros y nos impulsa a actuar justamente (es decir, a vivir conforme a la justicia de Dios). 

Somos salvados «por medio de la fe en Jesucristo». Creer en Cristo consiste en adherirse a Jesucristo redentor en su entrega a la voluntad del Padre. Somos justificados por la fe, porque la fe es el comienzo de la salvación del hombre, el fundamento y la raíz de toda justificación; sin ella es imposible agradar a Dios y llegar a compartir la suerte de sus hijos. Y somos justificados gratuitamente, porque nada de lo que precede a la justificación (sean la fe o las obras) merecen la gracia misma de la justificación.

El hombre «sensato», «prudente» o «sabio» es el que escucha la Palabra de Dios y la pone en práctica, es decir, el que «hace la voluntad del Padre»: ese es el que «edifica su casa sobre roca». En cambio, el que escucha la Palabra y no la pone por obra, no la vive, es un «necio» o un «imprudente» que «edifica su casa sobre la arena». Ha tomado el nombre de Dios en vano.  Hay muchos que pueden tener a Dios en la boca todo el día «Señor, Señor…»; pueden profetizar, pueden echar demonios, pueden incluso hacer milagros, creyendo que lo hacen en nombre de Dios, pero a estos, un día Dios «les dirá en su cara: «Nunca los he conocido. Aléjense de mí, ustedes, los que han hecho el mal»».

En resumen: somos salvados gratuitamente por la fe en Cristo, y la fe en Cristo consiste en obrar como Cristo, cumpliendo la voluntad del Padre. La carta de Santiago es muy clara en esto: «La fe sin obras, está muerta»; y la fe no consiste en palabras (Señor, Señor…), sino en obras (Hacer la voluntad del Padre): «muéstrame tu fe sin obras, y yo, por las obras, te mostraré mi fe». «También los demonios creen, y tiemblan» (cf. St 2,14ss).  

La vida misma del hombre avala la eficacia del obrar por encima del decir. Al hombre que actúa y lo hace de acuerdo con sus convicciones, se le admira, incluso sin compartir sus ideas. Al que cifra su vida en grandes palabras, solemnes discursos y nulas acciones, al principio se le escucha; poco después, ni eso.

 II. LA FE DE LA IGLESIA

La Ley nueva o ley evangélica
(1965 – 1986)

La Ley antigua se resume en los Diez mandamientos. Fue revelada por Dios a Moisés y contiene muchas verdades accesibles a la razón. Dios las reveló porque los hombres no las leían en su corazón. Esta Ley de Moisés o Ley antigua es una preparación para la Ley evangélica o Ley nueva, que es la perfección aquí abajo de la ley divina, natural y revelada.

La Ley nueva o Ley evangélica es obra de Cristo y se expresa particularmente en el Sermón de la montaña. Es también obra del Espíritu Santo, y por Él viene a ser la ley interior de la caridad.

La ley nueva es la gracia del Espíritu Santo dada a los fieles mediante la fe en Cristo. Obra por la caridad, utiliza el Sermón del Señor para enseñarnos lo que hay que hacer, y los sacramentos para comunicarnos la gracia de hacerlo.

La Ley evangélica lleva a plenitud los mandamientos de la Ley. Lejos de abolir o devaluar las prescripciones morales de la Ley antigua, extrae de ella las virtualidades ocultas y hace surgir de ella nuevas exigencias.

La Ley nueva practica los actos de la religión: la limosna, la oración y el ayuno, ordenándolos al «Padre que ve en lo secreto» por oposición al deseo «de ser visto por los hombres». Su oración es el Padre Nuestro. 

La Ley evangélica entraña la elección decisiva entre «los dos caminos» y la práctica de las palabras del Señor; está resumida en la regla de oro: «Todo cuanto queráis que os hagan los hombres, hacédselo también vosotros; porque esta es la Ley y los profetas».

Toda la Ley evangélica está contenida en el «mandamiento nuevo» de Jesús: amarnos los unos a los otros como Él nos ha amado.

La Ley nueva es llamada ley de amor, porque hace obrar por el amor que infunde el Espíritu Santo, más que por el temor; ley de gracia, porque confiere la fuerza de la gracia para obrar mediante la fe y los sacramentos; ley de libertad, porque nos libera de las observancias rituales y jurídicas de la Ley antigua, nos inclina a obrar espontáneamente bajo el impulso de la caridad y nos hace pasar de la condición del siervo «que ignora lo que hace su señor», a la de amigo de Cristo, «porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer», y también a la condición de hijo heredero.

III. El testimonio cristiano

«Toda la pretensión de quien comienza oración (y no se olvide esto, que importa mucho), ha de ser trabajar y determinarse y disponerse, con cuantas diligencias pueda a hacer su voluntad conformar con la de Dios; estad muy ciertos que en esto consiste toda la mayor  perfección que se puede alcanzar en el camino espiritual» (Santa Teresa de Jesús).

«El que quiera meditar con piedad y perspicacia el Sermón que nuestro Señor pronunció en la montaña, según lo leemos en el Evangelio de San Mateo, encontrará en él sin duda alguna la carta perfecta de la vida cristiana… Este Sermón contiene todos los preceptos propios para guiar la vida cristiana» (S. Agustín).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

Este es el tiempo en que llegas,
Esposo, tan de repente,
que invitas a los que velan
y olvidas a los que duermen

Salen cantando a tu encuentro
doncellas con ramos verdes
y lámparas que guardaron
copioso y claro el aceite

¡Cómo golpean las necias
las puertas de tu banquete!
¡Y cómo lloran a oscuras
los ojos que no han de verte!

Mira que estamos alerta,
Esposo, por si vinieres,
y está el corazón velando,
mientras los ojos se duermen

Danos un puesto a tu mesa,
Amor que a la noche vienes,
antes que la noche acabe
y que la puerta se cierre. Amén

DOMINGO VIII ORDINARIO “A”



 «Los que buscan el Reino de Dios no olvidan las añadiduras, pero no viven de ellas»
Is 49,14-15: «Yo no te olvidaré»
Sal 61: «Descansa sólo en Dios, alma mía»
1Cor 4,1-5: «El Señor manifestará los designios del corazón»

Mt 6,24-34: «No os angustiéis por el mañana»


I. LA PALABRA DE DIOS

Isaías nos invita a descubrir la ternura del amor de Dios, que tiene el signo más acabado en el amor de la madre a su hijo.

En el evangelio, Jesucristo no rechaza el trabajo y el esfuerzo personal para mejorar la vida personal, familiar y social; no invita al desinterés ni a la despreocupación, sino que fija el orden de prioridades entre el afán por lo material y la búsqueda de lo trascendente, dejando bien sentado que el Reino de Dios tiene precedencia y valor absoluto. Preocuparse en exceso por lo material hasta inquietarse y perder el sosiego puede apartarnos de Dios.

«A Dios y al dinero». Dos fuerzas entorpecen la relación «sin doblez» con Dios: el ansia de dinero y el afán de poder y de prestigio.

«Dejen de preocuparse». Ya en el Antiguo Testamento se habla de la providencia divina, no sólo para la colectividad, sino también para cada individuo; que no es como una gota perdida y olvidada en el universo, sino alguien conocido y querido por Dios. Jesús recuerda esta verdad de fe y la explica en estos versículos que son una pequeña joya literaria. Jesús no prohíbe trabajar («ocuparse»), sino trabajar con ansiedad («preocuparse») o hacerlo en exceso. 

En el último versículo está la clave para discernir nuestra concepción de Dios y la manera de relacionarnos con Él: «Busquen primero el reino de Dios y su justicia, y todo eso se les dará por añadidura». Buscando primero la realización de su reino —como Jesús nos enseña a decir en la primera parte del Padrenuestro— Dios nos dará todo lo necesario para la vida —como pedimos en la segunda parte del Padrenuestro—. El reino de Dios y sus exigencias de santidad —su justicia—; vienen a ser casi lo mismo. El orden de cosas en el que se realiza el designio histórico de Dios es, a la vez, don suyo y tarea nuestra.

 II. LA FE DE LA IGLESIA

El Padre cuida de sus hijos
(305)

Jesús pide un abandono filial en la providencia del Padre celestial que cuida de las más pequeñas necesidades de sus hijos: «No anden, pues, preocupados diciendo: ¿qué vamos a comer?; ¿qué vamos a beber?…Ya sabe vuestro Padre celestial que tienen necesidad de todo eso. Busquen primero su Reino y su justicia, y todas esas cosas se les darán por añadidura».

Dios realiza sus designios
(302 — 303; 310 — 312)

La creación tiene su bondad y su perfección propias, pero no salió plenamente acabada de las manos del Creador. Fue creada «en estado de vía» hacia una perfección última todavía por alcanzar, a la que Dios la destinó.  Este devenir trae consigo en el designio de Dios, junto con la aparición de ciertos seres, la desaparición de otros; junto con lo más perfecto lo menos perfecto; junto con las construcciones de la naturaleza también las destrucciones. Por tanto, con el bien físico existe también el mal físico, mientras la creación no haya alcanzado su perfección. Dios no es de ninguna manera, ni directa ni indirectamente, la causa del mal moral, sin embargo, lo permite, respetando la libertad de su criatura, y, misteriosamente, sabe sacar de él el bien. Así, con el tiempo, se puede descubrir que Dios, en su providencia todopoderosa, puede sacar un bien de las consecuencias de un mal, incluso moral, causado por sus criaturas.

Llamamos divina providencia a las disposiciones por las que Dios conduce la obra de su creación hacia esa perfección: Dios guarda y gobierna por su Providencia todo lo que creó, «alcanzando con fuerza de un extremo a otro del mundo y disponiéndolo todo con dulzura». Porque «todo está desnudo y patente a sus ojos», incluso lo que la acción libre de las criaturas producirá.

El testimonio de la Escritura es unánime: la solicitud de la divina providencia es concreta e inmediata; tiene cuidado de todo, de las cosas más pequeñas hasta los grandes acontecimientos del mundo y de la historia. Las Sagradas Escrituras afirman con fuerza la soberanía absoluta de Dios en el curso de los acontecimientos: «Nuestro Dios en los cielos y en la tierra, todo cuanto le place lo realiza»; y de Cristo se dice: «si él abre, nadie puede cerrar; si él cierra, nadie puede abrir»; «hay muchos proyectos en el corazón del hombre, pero sólo el plan de Dios se realiza». 

En distintos pasajes, la Sagrada Escritura nos recuerda la primacía absoluta de Dios sobre la historia y el mundo, educándonos para la confianza en Él. La oración de los Salmos es la gran escuela de esta confianza.

La providencia de Dios
y las acciones de los hombres
(306 — 308)

Dios es el Señor soberano de su designio. Pero para su realización se sirve también del concurso de las criaturas. Esto no es un signo de debilidad, sino de la grandeza y bondad de Dios Todopoderoso. Porque Dios no da solamente a sus criaturas la existencia, les da también la dignidad de actuar por sí mismas, de ser causas y principios unas de otras y de cooperar así a la realización de su designio.

Dios concede a los hombres incluso poder participar libremente en su providencia confiándoles la responsabilidad de «someter» la tierra y dominarla. Dios da así a los hombres el ser causas inteligentes y libres para completar la obra de la Creación, para perfeccionar su armonía para su bien y el de sus prójimos. Los hombres, cooperadores a menudo inconscientes de la voluntad divina, pueden entrar libremente en el plan divino no sólo por su acciones y sus oraciones, sino también por sus sufrimientos. Entonces llegan a ser plenamente «colaboradores de Dios» y de su Reino.

Es una verdad inseparable de la fe en Dios Creador: Dios actúa en las obras de sus criaturas. Es la causa primera que opera en y por las causas segundas: «Dios es quien obra en vosotros el querer y el obrar, como bien le parece». Esta verdad, lejos de disminuir la dignidad de la criatura, la realza. Sacada de la nada por el poder, la sabiduría y la bondad de Dios, no puede nada si está separada de su origen, porque «sin el Creador la criatura se diluye»; menos aún puede ella alcanzar su fin último sin la ayuda de la gracia.

III. El testimonio cristiano

«El Señor se lamenta de los ricos porque encuentran su consuelo en la abundancia de bienes. El orgulloso busca el poder terreno, mientras el pobre en espíritu busca el Reino de los Cielos» (S. Agustín).

«Dios Todopoderoso… por ser soberanamente bueno, no permitiría jamás que en sus obras existiera algún mal, si Él no fuera suficientemente poderoso y bueno para hacer surgir un bien del mismo mal» (S. Agustín).

«Nada te turbe
Nada te espante
todo se pasa
Dios no se muda
la paciencia todo lo alcanza
quien a Dios tiene
nada le falta
Sólo Dios basta
» (Santa Teresa de Jesús).

Santo Tomás Moro, poco antes de su martirio, consuela a su hija: «Nada puede pasarme que Dios no quiera. Y todo lo que Él quiere, por muy malo que nos parezca, es en realidad lo mejor«. 

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

Sagrado Corazón de Jesús,
en ti confío.

DOMINGO VII ORDINARIO A



«Dios es amor y quien permanece en el amor permanece en Dios»
Lv 19,1-2.17-18: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo»
Sal 102: «El Señor es compasivo y misericordioso»
1Co 3,16-23: «Todo es vuestro, vosotros de Cristo, Cristo de Dios»
Mt 5,38-48: «Amad a vuestros enemigos»

I. LA PALABRA DE DIOS

Ya en la antigua ley, como leemos en el texto del Levítico, la santidad de Dios se reflejaba en su pueblo en las relaciones con el prójimo, que no debían ser de odio ni de rencor, ni de venganza, sino de amor.

En el Sermón de la Montaña, que estamos leyendo estos domingos, Jesucristo ofrece una dimensión más completa y perfecta del amor.  Ha de extenderse a todos, incluso a «los enemigos, …a los que les aborrecen, …a los que les persiguen y calumnian». Cristo rechaza la concepción utilitaria del amor; contrapone a ella la condición de hijos de Dios, porque estos, no sólo no han de responder al mal con el mal, sino que deben  hacer positivamente el bien a quien les haya hecho el mal. Dejar que el mal reine sin trabas, no es cristiano. El cristiano no es condescendiente con el mal, ni renuncia a la justicia, sino que la promueve con métodos evangélicos, y así la sobrepasa. El amor del discípulo de Jesús a los hombres no tiene fronteras. Debe parecerse al amor de Dios.

La expresión dicha por Jesús: «y odiarás a tu enemigo» no es del Antiguo Testamento, sino de la enseñanza de los rabinos. Para un semita, odiar es «no amar», «amar menos» o «posponer». Por la forma en que está el verbo, lo que parece que querían decir los rabinos es que al enemigo puedes no amarlo, es decir, que no es necesario que ames al enemigo. Y la palabra enemigo, usada en contraposición a hermano, se refiere al enemigo personal; y en un sentido más amplio significa «el enemigo de la comunidad», es decir, «el perseguidor de los creyentes». Por eso Jesús dice: «amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian y rueguen por los que los persiguen y calumnian». El Señor no nos dice que tengamos que tener afecto o cariño (verbo griego phileîte) a quien nos hace mal, eso podría violentar nuestra psicología, sino que le amemos con «amor de caridad» (usa el verbo griego agapatê); con un amor benevolente, no fundado en sentimientos naturales «¿No hacen eso mismo los que están lejos de Dios?», sino superando nuestra reacción natural de rechazo, por motivo de nuestra fe en Dios, que nos ama, a pesar de nuestros pecados y nos comunica, como hijos suyos que somos, la capacidad de amar a su modo cuando no le ponemos obstáculos. El amor cristiano no está basado en los sentimientos naturales, sino en la voluntad de amar, iluminada por la fe, fortalecida por la virtud de la caridad y afianzada en la esperanza. El amor cristiano es don de Dios a sus hijos.

 II. LA FE DE LA IGLESIA

El amor de Cristo,
escuela del amor cristiano
(1822-1829)

Cristo murió por amor a nosotros cuando éramos todavía enemigos. El Señor nos pide que amemos como Él hasta a nuestros enemigos, que nos hagamos prójimos del más lejano, que amemos a los niños y a los pobres como a él mismo.

Jesús hace de la caridad el mandamiento nuevo. Amando a los suyos «hasta el fin», manifiesta el amor del Padre que ha recibido. Amándose unos a otros, los discípulos imitan el amor de Jesús que reciben también en ellos. Por eso Jesús dice: «Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor» (Jn 15,9). Y también: «Este es el mandamiento mío: que os améis unos a otros como yo os he amado» (Jn 15,12).

La caridad es la primera de las virtudes teologales y es superior a todas las demás virtudes. Es la virtud teologal por la cual amamos a Dios sobre todas las cosas por Él mismo y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios.

El ejercicio de todas las virtudes está animado e inspirado por la caridad, que asegura y purifica nuestra facultad humana de amar.

La caridad tiene por frutos el gozo, la paz y la misericordia. Exige la práctica del bien y la corrección fraterna; es benevolencia; suscita la reciprocidad; es siempre desinteresada y generosa; es amistad y comunión.

Respetar al prójimo como a uno mismo
(1931 – 1933; 2843 – 2844)

El respeto a la persona humana pasa por el respeto del principio: «que cada uno, sin ninguna excepción, debe considerar al prójimo como ‘otro yo’, cuidando, en primer lugar, de su vida y de los medios necesarios para vivirla dignamente». Ninguna legislación podría por sí misma hacer desaparecer los temores, los prejuicios, las actitudes de soberbia y de egoísmo que obstaculizan el establecimiento de sociedades verdaderamente fraternas. Estos comportamientos sólo cesan con la caridad que ve en cada hombre un «prójimo», un hermano.

El deber de hacerse prójimo de otro y de servirle activamente se hace más acuciante todavía cuando éste está más necesitado en cualquier sector de la vida humana. «Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis».

Este deber se extiende a los que no piensan ni actúan como nosotros. La enseñanza de Cristo exige incluso el perdón de las ofensas. Extiende el mandamiento del amor, que es el de la nueva ley, a todos los enemigos. No está en nuestra mano no sentir ya la ofensa y olvidarla; pero el corazón que se ofrece al Espíritu Santo cambia la herida en compasión y purifica la memoria transformando la ofensa en intercesión. La liberación en el espíritu del evangelio es incompatible con el odio al enemigo en cuanto persona, pero no con el odio al mal que hace en cuanto enemigo.

La oración cristiana llega hasta el perdón de los enemigos. Transfigura al discípulo configurándolo con su Maestro. El perdón es cumbre de la oración cristiana; el don de la oración no puede recibirse más que en un corazón acorde con la compasión divina. Además, el perdón da testimonio de que, en nuestro mundo, el amor es más fuerte que el pecado. Los mártires de ayer y de hoy dan este testimonio de Jesús. El perdón es la condición fundamental de la reconciliación  de los hijos de Dios con su Padre y de los hombres entre sí.

III. El testimonio cristiano

«O nos apartamos del mal por temor del castigo y estamos en la disposición del esclavo, o buscamos el incentivo de la recompensa y nos parecemos a mercenarios, o finalmente obedecemos por el bien mismo del amor del que manda… y entonces estamos en la disposición de hijos» (S.Basilio).

«La culminación de todas nuestras obras es el amor. Ese es el fin; para conseguirlo, corremos; hacia él corremos; una vez llegados, en él reposamos» (S. Agustín).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

Sólo desde el amor
la libertad germina,
sólo desde la fe
van creciéndole alas

Desde el cimiento mismo
del corazón despierto,
desde la fuente clara
de las verdades últimas

Ver al hombre y al mundo
con la mirada limpia
y el corazón cercano,
desde el solar del alma

Tarea y aventura:
entregarme del todo,
ofrecer lo que llevo,
gozo y misericordia

Aceite derramado
para que el carro ruede
sin quejas egoístas,
chirriando desajustes

Soñar, amar, servir,
y esperar que me llames,
tú, Señor, que me miras,
tu que sabes mi nombre

Gloria al Padre, y al Hijo,
y al Espíritu Santo. Amén