Archivo por meses: julio 2012

DOMINGO XIX ORDINARIO “B”


«El Pan de los ángeles se hace pan de los hombres;
y el pan celestial da fin a las antiguas figuras»

1R 19,4-8: «Con la fuerza de aquel alimento caminó hasta el monte de Dios»
Sal 33: «Gusten y vean qué bueno es el Señor»
Ef 4,30-5,2: «Vivan en el amor, como Cristo»
Jn 6,41-51: «Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo»

I. LA PALABRA DE DIOS

La lectura del primer libro de los Reyes nos describe la huida de Elías que se siente fracasado en su obra, y pide a Dios que se lo lleve de este mundo. El milagroso alimento que recibe es señal de que Dios está con él.

«Los judíos murmuraban», como los israelitas contra Moisés en el desierto, con una murmuración que manifiesta la falta de fe y que, en realidad, iba dirigida contra Dios.

«¿No es este el hijo de José?» Los judíos murmuraban de Jesús, que se presentaba como «pan bajado del cielo». Se negaban a creer su palabra. No se fiaban de Él. Preferían permanecer encerrados en su razón, en su «experiencia», en sus sentidos… y en sus intereses. La fe exige de nosotros un salto, un abandono, una expropiación. La fe nos invita a ir siempre «más allá». La fe es «prueba de las realidades que no se ven» (Hb 11,1).

«Jesús les respondió». Jesús no retira ni corrige sus afirmaciones anteriores; afirma que la fe es don de Dios, que la obra humana es «dejarse llevar» por ese atractivo con el que el Padre nos pone ante su Hijo. «Nadie puede venir a mí si el Padre no lo atrae». La fe es respuesta a esa atracción del Padre, a la acción suya íntima y secreta en lo hondo de nuestra alma. La adhesión a Cristo es siempre respuesta a una acción previa de Dios en nosotros. Pero es necesario acogerla, secundarla. Por eso la fe es obediencia (Rom 1,5), es decir, sumisión a Dios, rendimiento, aceptación, acatamiento. Y por eso, la fe remata en adoración.

El único verdadero «padre» de Jesús es Dios, «el Padre» (con artículo determinado, corrigiendo a sus interlocutores, que acaban de nombrar a José como padre de Jesús).

«Yo soy el pan de la vida». Cristo es siempre el pan que alimenta y da vida; no sólo en la eucaristía, sino en todo momento. Y la fe nos permite «comulgar» –es decir, entrar en comunión con Cristo– en cualquier instante. La fe nos une a Cristo, que es la fuente de la vida. Por eso asevera Jesús: «Se lo aseguro, el que cree tiene vida eterna». Todo acto de fe acrecienta nuestra unión con Cristo y, por tanto, la vida.

«Mi carne»: mi naturaleza humana, mi humanidad. «Para que el mundo tenga vida»: en favor de la vida, para que los hombres tengan vida. El anuncio de la Eucaristía es claro y sin ambigüedades, hasta provocar el escándalo. El texto recuerda la fórmula de los otros evangelistas para la institución de la Eucaristía bajo la especie de pan, acentuando su aspecto redentor, de sacrificio.

II. LA FE DE LA IGLESIA

Cristo revela el Espíritu
a través de la Eucaristía
(728)

Jesús no revela plenamente el Espíritu Santo hasta que Él mismo no ha sido glorificado por su Muerte y su Resurrección. Sin embargo, lo sugiere poco a poco, incluso en su enseñanza a la muchedumbre, cuando revela que su Carne será alimento para la vida del mundo.

El memorial sacrificial de Cristo
y de su Cuerpo, que es la Iglesia
(1362 – 1371)

La Eucaristía es el memorial de la Pascua de Cristo, la actualización y la ofrenda sacramental de su único sacrificio. Cuando la Iglesia celebra la Eucaristía, hace memoria de la Pascua de Cristo y esta se hace presente: el sacrificio que Cristo ofreció de una vez para siempre en la cruz, permanece siempre actual: Cuantas veces se renueva en el altar el sacrificio de la cruz, en el que Cristo, nuestra Pascua, fue inmolado, se realiza la obra de nuestra redención.

Por ser memorial de la Pascua de Cristo, la Eucaristía es también un sacrificio. El carácter sacrificial de la Eucaristía se manifiesta en las palabras mismas de la institución: «Esto es mi Cuerpo que será entregado por vosotros» y «Esta copa es la nueva Alianza en mi sangre, que será derramada por vosotros» (Lc 22,19-20). En la Eucaristía, Cristo da el mismo cuerpo que por nosotros entregó en la cruz, y la misma sangre que derramó por todos para la remisión de los pecados.

La Eucaristía es un sacrificio porque representa (hace presente) el sacrificio de la cruz, porque es su memorial y aplica su fruto. Cristo, nuestro Dios y Señor, se ofreció a Dios Padre una vez por todas, muriendo como intercesor sobre el altar de la cruz, a fin de realizar para los hombres una redención eterna. Sin embargo, como su muerte no debía poner fin a su sacerdocio, en la última Cena, la noche en que fue entregado, quiso dejar a la Iglesia, su esposa amada, un sacrificio visible –como lo reclama la naturaleza humana–, donde sería representado el sacrificio sangriento que iba a realizarse una única vez en la cruz, cuya memoria se perpetuaría hasta el fin de los siglos y cuya virtud saludable se aplicaría a la redención de los pecados que cometemos cada día.

El sacrificio de Cristo y el sacrificio de la Eucaristía son, pues, un único sacrificio: Es una y la misma víctima, que se ofrece ahora por el ministerio de los sacerdotes, que se ofreció a si misma entonces sobre la cruz. Sólo difiere la manera de ofrecerse. En la Misa, se contiene e inmola incruentamente el mismo Cristo que en el altar de la cruz se ofreció a sí mismo una vez de modo cruento.

La Eucaristía es igualmente el sacrificio de la Iglesia. La Iglesia, que es el Cuerpo de Cristo, participa en la ofrenda de su Cabeza. Con Él, ella se ofrece totalmente. Se une a su intercesión ante el Padre por todos los hombres. En la Eucaristía, el sacrificio de Cristo es también el sacrificio de los miembros de su Cuerpo. La vida de los fieles, su alabanza, su sufrimiento, su oración y su trabajo se unen a los de Cristo y a su total ofrenda, y adquieren así un valor nuevo. El sacrificio de Cristo, presente sobre el altar, da a todas las generaciones de cristianos la posibilidad de unirse a su ofrenda.

En las catacumbas de Roma, la Iglesia es con frecuencia representada como una mujer en oración, los brazos extendidos en actitud de orante. Como Cristo que extendió los brazos sobre la cruz, por Él, con Él y en Él, la Iglesia se ofrece e intercede por todos los hombres.

A la ofrenda de Cristo se unen, no sólo los miembros que están todavía aquí abajo, sino también los que están ya en la gloria del cielo: La Iglesia ofrece el sacrificio eucarístico en comunión con la santísima Virgen María y haciendo memoria de ella así como de todos los santos y santas. En la Eucaristía, la Iglesia, con María, está como al pie de la cruz, unida a la ofrenda y a la intercesión de Cristo.

Necesidad y frutos de la comunión eucarística
(1384 –1401)

Los fieles, con las debidas disposiciones, deben comulgar cuando participan en la misa. El mismo Señor nos dirige una invitación urgente a recibirle en el sacramento de la Eucaristía: «En verdad, en verdad les digo: si no comen la carne del Hijo del hombre, y no beben su sangre, no tendrán vida en ustedes» (Jn 6,53).

La Iglesia nos recomienda vivamente a los fieles que recibamos la sagrada comunión cada vez que participamos en la misa; nos manda participar los domingos y días de fiesta en la misa y comulgar al menos una vez al año, en Pascua de Resurrección. No obstante, quien tiene conciencia de estar en pecado grave debe recibir el sacramento de la Reconciliación antes de acercarse a comulgar.

La Sagrada Comunión produce los siguientes frutos: acrecienta nuestra unión íntima con Cristo; conserva, acrecienta y renueva la vida de gracia recibida en el Bautismo; nos purifica de los pecados veniales, porque fortalece la caridad; nos preserva de futuros pecados mortales al fortalecer nuestra amistad con Cristo; renueva, fortalece y profundiza la unidad con toda la Iglesia; nos compromete en favor de los más pobres, en los que reconocemos a Jesucristo; y se nos da la prenda de la gloria futura.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Dios no rehusará ser invocado como Dios por aquellos que hayan mortificado en la tierra sus miembros, y, sin embargo, viven en Cristo. Además, Dios es Dios de vivos, no de muertos; más aún, vivifica a todo hombre por su Verbo vivo, el cual da a los santos para alimento y vida, como el mismo Señor dice: «Yo soy el pan de la vida». Los judíos, por tener el gusto enfermizo y los sentidos del espíritu no ejercitados en la virtud, no entendiendo rectamente la explicación de este pan, le contradecían porque había dicho: «Yo soy el pan que ha bajado del cielo»» (San Atanasio).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Cantan tu gloria, Cristo Sacerdote,
los cielos y la tierra:
a ti que por amor te hiciste hombre
y al Padre como víctima te ofrendas.

Tu sacrificio nos abrió las puertas,
de par en par, del cielo;
ante el trono de Dios, es elocuente
tu holocausto en la cruz y tu silencio.

Todos los sacrificios de los hombres
quedaron abolidos:
todos eran figuras que anunciaban
al Sacerdote eterno, Jesucristo.

No te basta el morir, que quieres darnos
alimento de vida:
quedarte con nosotros y ofrecerte
sobre el altar: hacerte eucaristía.

Clavado en cruz nos miras, te miramos,
crece el amor, la entrega.
Al Padre, en el Espíritu, contigo,
eleva nuestro canto y nuestra ofrenda.

Amén.


Publicado por P. Antonio Diufaín Mora para Catequesis Dominical el 7/30/2012 09:51:00 PM

LECTIO DIVINA: Evangelio del Domingo XVIII del tiempo ordinario, ciclo B, 5 de agosto de 2012


Jn 6,24-35

“Al vencedor 
le daré
un maná escondido
y un nombre nuevo”

Recogiendo el Maná. Museo de Chartreuse (1470).

Recogiendo el Maná. Museo de Chartreuse (1470).

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OL DOMINGO XVIII ORDINARIO B PDF

Beethoven, Kammermusik, Op.17. 2. Adagio

https://antoniodiufain.files.wordpress.com/2012/07/11-2-adagio.mp3

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LECTURAS DEL SIGUIENTE DOMINGO, 12 de agosto
Domingo XIX del tiempo ordinario, ciclo B

1R 19,4-8: “Con la fuerza de aquel alimento caminó hasta el monte de Dios”

Sal 33: “Gusten y vean qué bueno es el Señor”

Ef 4,30-5,2: “Vivan en el amor, como Cristo”

Jn 6,41-51: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo”

DOMINGO XVIII ORDINARIO “B”


«Al vencedor le daré un maná escondido y un nombre nuevo»

Ex 16,2-4.12-15: «Yo haré llover pan del cielo»
Sal 77: «El Señor les dio un trigo celeste»
Ef 4,17.20-24: «Vestíos de la nueva condición humana, creada a imagen de Dios»
Jn 6,24-35: «El que viene a mí no pasará hambre, y el que cree en mí no pasará sed»

I. LA PALABRA DE DIOS

En el relato del libro del Éxodo, ante las protestas del pueblo por las dificultades surgidas en su camino hacia la Tierra Prometida, la respuesta divina no pudo ser más espectacular y eficaz: «Hizo llover sobre ellos carne como una polvareda, y volátiles como la arena del mar». La sorpresa del pueblo de Dios quedaría definitivamente plasmada en el «nombre» del nuevo alimento: «¿Qué es esto?» («Manhú» = «Maná«). Así quedó en las mejores tradiciones de Israel: «Hizo llover sobre ellos maná, les dio trigo celeste».

En el Evangelio, el discurso que Jesús pronuncia después de la multiplicación de los panes intenta desvelar el profundo significado de lo que ha hecho. La multiplicación de los panes era preparación psicológica y espiritual de los discípulos y el pueblo para la enseñanza sobre la Eucaristía. Pero mientras Jesús habla del «pan que da la vida eterna«, ellos no pasan de entender el pan (el maná) que dio Moisés en el desierto.

Como los judíos, también nosotros nos quedamos muchas veces en el deseo del alimento material. Pero Dios nos ofrece otro alimento. ¡Cuántos buscan a Jesús sólo para que les haga favores materiales! Apenas se busca a Jesús por Jesús. El pan que el Padre nos da es su propio Hijo; un pan bajado del cielo, pues es Dios como el Padre («Yo soy»); un pan que perdura y comunica vida eterna, es decir, vida divina; un pan que es la carne de Jesucristo.

Y, precisamente porque es divino, es el único alimento capaz de saciarnos plenamente. Al fin y al cabo, las necesidades del cuerpo son pocas y fácilmente atendibles. Pero la verdadera hambre de todo hombre que viene a este mundo es más profunda y más difícil de satisfacer. Es hambre de eternidad, de plenitud, de santidad: hambre de Dios. Esta hambre sólo Jesucristo puede saciarla. Él se ha quedado en la Eucaristía para darnos vida y saciarnos, de modo que nunca más sintamos hambre ni sed.

A la luz de esto, hemos de examinar nuestra relación con Cristo Eucaristía. ¿Agradezco este alimento que el Padre me da? ¿Soy consciente de mi indigencia, de mi necesidad, de mi pobreza? ¿Voy a la Eucaristía con verdadera hambre de Cristo? ¿Me acerco a Él como el único que puede saciar mi hambre? ¿Le busco como el pan bajado del cielo que contiene en sí todo deleite? ¿O busco saciarme y deleitarme en algo o en alguien que no sea Él?

II. LA FE DE LA IGLESIA

El Espíritu Santo prepara a recibir a Cristo
(1093 – 1095)

El Espíritu Santo realiza en la economía sacramental las figuras de la Antigua Alianza. Puesto que la Iglesia de Cristo estaba preparada maravillosamente en la historia del pueblo de Israel y en la Antigua Alianza, la Liturgia de la Iglesia conserva como una parte integrante e irremplazable, haciéndolos suyos, algunos elementos del culto de la Antigua Alianza: principalmente la lectura del Antiguo Testamento; la oración de los Salmos; y sobre todo la memoria de los acontecimientos salvíficos y de las realidades significativas que encontraron su cumplimiento en el misterio de Cristo (la Promesa y la Alianza; el Éxodo y la Pascua, el Reino y el Templo; el Exilio y el Retorno).

Sobre esta armonía de los dos Testamentos se articula la catequesis pascual del Señor, y luego la de los Apóstoles y los Padres de la Iglesia. Esta catequesis pone de manifiesto lo que permanecía oculto bajo la letra del Antiguo Testamento: el misterio de Cristo. Es llamada catequesis «tipológica», porque revela la novedad de Cristo a partir de «figuras» (tipos) que la anunciaban en los hechos, las palabras y los símbolos de la primera Alianza. Por esta relectura en el Espíritu de Verdad a partir de Cristo, las figuras del Antiguo Testamento son explicadas. Así, el diluvio y el arca de Noé prefiguraban la salvación por el Bautismo, y lo mismo la nube, y el paso del mar Rojo; el agua de la roca era la figura de los dones espirituales de Cristo; el maná del desierto prefiguraba la Eucaristía «el verdadero Pan del Cielo».

Por eso la Iglesia, especialmente durante los tiempos de Adviento, Cuaresma y sobre todo en la noche de Pascua, relee y revive todos estos acontecimientos de la historia de la salvación en el «hoy» de su liturgia. Los fieles deben abrirse a esta inteligencia «espiritual» de la Economía de la salvación, tal como la Liturgia de la Iglesia la manifiesta y nos la hace vivir.

El banquete pascual
(1382 – 1383)

La Misa es, a la vez e inseparablemente, el memorial sacrificial en que se perpetúa el sacrificio de la cruz, y el banquete sagrado de la comunión en el Cuerpo y la Sangre del Señor. Pero la celebración del sacrificio eucarístico está totalmente orientada hacia la unión íntima de los fieles con Cristo por medio de la comunión. Comulgar es recibir a Cristo mismo que se ofrece por nosotros.

El altar, en torno al cual la Iglesia se reúne en la celebración de la Eucaristía, representa los dos aspectos de un mismo misterio: el altar del sacrificio y la mesa del Señor, y esto, tanto más cuanto que el altar cristiano es el símbolo de Cristo mismo, presente en medio de la asamblea de sus fieles, a la vez como la víctima ofrecida por nuestra reconciliación y como alimento celestial que se nos da.

Comulgar el Cuerpo de Cristo
(1385 – 1390)

El Señor nos dirige una invitación urgente a recibirle en el sacramento de la Eucaristía: «En verdad en verdad les digo: si no comen la carne del Hijo del hombre, y no beben su sangre, no tendrán vida en ustedes» (Jn 6,53).

Para responder a esta invitación del Señor, debemos prepararnos para este momento tan grande y santo. San Pablo nos exhorta a un examen de conciencia: «Quien coma el pan o beba el cáliz del Señor indignamente, será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Examínese, pues, cada cual, y coma entonces del pan y beba del cáliz. Pues quien come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propio castigo» (1Co 11,27-29). Por tanto, quien tiene conciencia de estar en pecado grave debe recibir el sacramento de la Reconciliación antes de acercarse a comulgar.

Para prepararse convenientemente a recibir este sacramento, los fieles deben observar el ayuno de una hora prescrito por la Iglesia. También, por la actitud corporal (gestos, vestido) se manifiesta el respeto, la solemnidad, el gozo de ese momento en que Cristo se hace nuestro huésped.

La Iglesia obliga a los fieles a participar los domingos y días de fiesta en la Misa y a recibir al menos una vez al año la Comunión, si es posible en tiempo pascual, preparados por el sacramento de la Reconciliación. Pero la Iglesia recomienda vivamente a los fieles recibir la santa Eucaristía todos los domingos y los días de fiesta, o con más asiduidad aún, incluso todos los días, confesándose frecuentemente.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Porque este pan y este vino han sido, según la expresión antigua «eucaristizados», llamamos a este alimento Eucaristía y nadie puede tomar parte en él si no cree en la verdad de lo que se enseña entre nosotros, si no ha recibido el baño (el bautismo) para el perdón de los pecados y el nuevo nacimiento, y si no vive según los preceptos de Cristo» (San Justino).

«¡Cuántos buscan a Jesús sólo para que les haga favores materiales! Tiene uno un asunto difícil y busca la intervención de los clérigos; otro es perseguido por alguien más poderoso y va a refugiarse en la iglesia; otros quieren que se les recomiende ante una persona para la que valen poco; unos de una manera, otros de otra, todos los días está llena la iglesia de esa gente. Apenas se busca a Jesús por Jesús» (San Agustín).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Que la lengua humana
cante este misterio:
la preciosa sangre
y el precioso cuerpo.
Quien nació de Virgen
Rey del universo,
por salvar al mundo,
dio su sangre en precio.

Fue en la última cena
-ágape fraterno-,
tras comer la Pascua
según mandamiento,
con sus propias manos
repartió su cuerpo,
lo entregó a los Doce
para su alimento.

La palabra es carne
y hace carne y cuerpo
con palabra suya
lo que fue pan nuestro.
Hace sangre el vino,
y, aunque no entendemos,
basta fe, si existe
corazón sincero

Adorad postrados
este Sacramento.
Cesa el viejo rito;
se establece el nuevo.
Dudan los sentidos
y el entendimiento:
que la fe los supla
con asentimiento.

Amén.