Archivo por meses: octubre 2008

DOMINGO XXXII ORDINARIO «A»


«Volverá el Señor para abrir y cerrar la puerta del banquete de bodas»

Sb 6,13-17: «Encuentran la sabiduría los que la buscan»

Sal 62,2-8: «Mi alma está sedienta de ti, Señor, Dios mío»

1Ts 4,12-18: «A los que han muerto en Jesús, Dios los llevará con Él»

Mt 25,1-13: «Que llega el esposo, salgan a recibirlo».

I. LA PALABRA DE DIOS

En estas últimas semanas del año litúrgico la Iglesia quiere fijar nuestra mirada en la venida de Cristo al final de los tiempos. En esta venida aparecerá como Rey y como Juez (evangelio de los dos próximos domingos); pero hoy se nos presenta como la llegada del Esposo.

«No se aflijan como los hombres sin esperanza». Hay un dolor por la muerte de los seres queridos que es natural y totalmente normal. Pero también hay un tipo de tristeza que no tiene nada de cristiana y que sólo refleja falta de fe y de esperanza. El verdadero cristiano puede sentir pena en su sensibilidad, pero en el fondo de su alma está lleno de confianza, porque Cristo ha resucitado y los muertos resucitarán.

«A los que han muerto en Jesús, Dios los llevará con Él». En esto se decide todo: en «morir en el Señor«. Para el cristiano, la verdadera tristeza no es la causada por el hecho de morir, sino por morir fuera de Jesús; porque esa sí que es verdadera muerte, la «muerte segunda», la muerte definitiva en los horrores del infierno por toda la eternidad. En cambio, el que muere en Jesús no puede perderse, pues Jesús no abandona a los suyos, sino que como Buen Pastor los conduce a «verdes praderas» para hacerlos descansar. El que muere en el Señor no pierde ni siquiera su cuerpo. El que no muere en Jesús lo pierde todo, «se pierde a sí mismo».

El título de «Esposo», que se aplica a Yahvé en el Antiguo Testamento, Jesús lo toma para sí. Sin entrar en mayores explicaciones, este título subraya sobre todo la relación de profunda intimidad amorosa que Cristo-esposo establece con la Iglesia, su esposa y —en ella— con cada cristiano. Mientras llega ese momento, cada cristiano, y toda la Iglesia, debe estar vigilante.

El cristiano –según esta parábola– es el que está esperando a Cristo Esposo con un gran deseo que brota del amor y que le hace obrar en consecuencia para tener suficiente aceite. Por tanto, es una espera amorosa y activa. Y no es una espera de estar con los brazos cruzados: el que espera de verdad prepara la lámpara, sale al encuentro.

«Mejor es que vayáis a la tienda y os lo compréis». Esta respuesta sería egoísta si sólo se tratara de aceite material. Pero aquí tiene un sentido mucho más profundo: se trata de salvación o condenación, y nadie debe pensar que su respuesta personal a Cristo van a darla otros por él.

«Y se cerró la puerta». Es el dato más dramático de toda la parábola. Muchos de los invitados se quedarán fuera y para siempre. A un cristiano no lo salva automáticamente el hecho de pertenecer a la Iglesia por el bautismo, ni el estar invitado a las bodas del cielo, ni la sola fe en Jesús como su salvador personal («Señor, Señor, ábrenos»), sino el tener encendida la antorcha del amor en el momento de su muerte, a la llegada del Esposo.

Precisamente, la parábola pone el acento en esta atención vigilante (esperanza) a Cristo que viene, para estar preparado, con suficiente aceite de buenas obras de amor para que arda la lámpara de la fe. La lámpara sin aceite se apaga, «la fe sin obras está muerta».

Lejos de temer esta venida, el cristiano la desea, como la esposa fiel desea la vuelta del esposo que marchó de viaje. Sólo la esposa infiel teme la llegada del esposo. El cristiano no se entristece por la muerte «como los hombres sin esperanza». La muerte es sólo un «dormir» y el cristiano tiene la certeza de que será despertado y experimentará la dicha de «estar siempre con el Señor». Por eso, en lugar de vivir de espaldas a la muerte, el verdadero creyente vive aguardando serenamente el momento del encuentro con el divino Esposo, la vuelta de Jesús desde el cielo.

II. LA FE DE LA IGLESIA

«Mientras esperamos la gloriosa venida
de nuestro Señor Jesucristo»

(672)

El Reino de Cristo, está presente ya en su Iglesia, sin embargo, no está todavía acabado. Por esta razón los cristianos piden, sobre todo en la Eucaristía, que se apresure el retorno de Cristo cuando suplican: «Ven, Señor Jesús.» Nosotros vivimos el entretiempo que media de la primera a la segunda venida del Señor. El tiempo presente, según el Señor, es el tiempo del Espíritu y del testimonio, pero es también un tiempo marcado todavía por la «tristeza» y la prueba del mal, que afecta también a la Iglesia, e inaugura los combates de los últimos días. Es un tiempo de espera y de vigilia.

La espera en vigilia:
(2612; 2849; 2699)

«Vigilia» es un término clásico del lenguaje cristiano para designar un tiempo largo dedicado a la oración en las horas de la noche. Tiempo de silencio exterior y de riqueza interior, porque es espera del Señor y todo se mira desde su próxima venida (Parusía). Tiempo simbólico que remite a la venida del Señor en la muerte de cada uno y al fin de los tiempos.

Jesús –«el Reino de Dios está próximo»– llama a la conversión y a la fe, pero también a la vigilancia. En la oración, el discípulo espera atento a aquél que «es y que viene», en el recuerdo de su primera venida en la humildad de la carne, y en la esperanza de su segundo advenimiento en la gloria. En comunión con su Maestro, la oración de los discípulos es un combate; y velando en la oración es como no se cae en la tentación.

Este combate y esta victoria sólo son posibles con la oración. Por medio de su oración, Jesús es vencedor del «Tentador», desde el principio y en el último combate de su agonía. En la petición a nuestro Padre «no nos dejes caer en la tentación«, Cristo nos une a su combate y a su agonía. La vigilancia del corazón es recordada con insistencia en comunión con la suya. La vigilancia es guarda del corazón, y Jesús pide al Padre que «nos guarde en su Nombre». El Espíritu Santo trata de despertarnos continuamente a esta vigilancia. Esta petición adquiere todo su sentido dramático referida a la tentación final de nuestro combate en la tierra; pide la perseverancia final. «Mira que vengo como ladrón. Dichoso el que esté en vela».

El Señor conduce a cada persona por los caminos de la vida y de la manera que Él quiere. Cada fiel, a su vez, le responde según la determinación de su corazón y las expresiones personales de su oración. No obstante, la tradición cristiana ha conservado tres expresiones principales de la vida de oración: la oración vocal, la meditación, y la oración de contemplación. Tienen en común un rasgo fundamental: el recogimiento del corazón. Esta actitud vigilante para conservar la Palabra y permanecer en presencia de Dios hace de estas tres expresiones tiempos fuertes de la vida de oración.

El retorno del Señor es gozoso: se compara a un banquete de bodas y, al mismo tiempo, abre un gran interrogante: decide la suerte eterna que cada uno se ha labrado durante la propia vida. El entretiempo actual es tiempo de oración vigilante. En su centro, la Plegaria eucarística y la comunión, esperando la venida del Señor.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Como no sabemos ni el día ni la hora, es necesario, según el consejo del Señor, estar continuamente en vela. Así, terminada la única carrera que es nuestra vida en la tierra, mereceremos entrar con Él en la boda y ser contados entre los santos y no nos mandarán ir, como siervos malos y perezosos, al fuego eterno, a las tinieblas exteriores, donde `habrá llanto y rechinar de dientes’» (Lumen Gentium 48).

«Acepta, Señor, en tu bondad, esta ofrenda de tus siervos y de toda tu familia santa, ordena en tu paz nuestros días, líbranos de la condenación eterna y cuéntanos entre tus elegidos» (Misal Romano).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Este es el tiempo en que llegas,
Esposo, tan de repente,
que invitas a los que velan
y olvidas a los que duermen.

Salen cantando a tu encuentro
doncellas con ramos verdes
y lámparas que guardaron
copioso y claro el aceite.

¡Cómo golpearon las necias
las puertas de tu banquete!
¡Y cómo lloran a oscuras
los ojos que no han de verte!

Mira que estamos alerta,
Esposo, por si vinieres,
y está el corazón velando,
mientras los ojos se duermen.

Danos un puesto a tu mesa,
Amor que a la noche vienes,
antes que la noche acabe
y que la puerta se cierre. Amén.

DOMINGO XXXI ORDINARIO “A”


«En la Iglesia ante todo, la fraternidad»

Mal 1,14b-2.2b.8-10:         «Se apartaron del camino y han hecho tropezar a muchos en la ley«

Sal 130, 1-3:            «Guarda mi alma en la paz, junto a ti, Señor»

1Ts 2,7b-9.13:         «Deseábamos no sólo entregarles el Evangelio, sino hasta nuestras propias personas»

Mt 23,1-12:             «No hacen lo que dicen»

 

I. LA PALABRA DE DIOS

«Les teníamos tanto cariño que deseábamos entregarles no sólo el evangelio de Dios, sino hasta nuestras propias personas». Además de acoger la Palabra de Dios estamos llamados también –todos– a transmitirla a otros. Este es el mayor acto de caridad que podemos realizar, pues lo más grande que podemos dar es el Evangelio de Jesucristo.

Pero es preciso subrayar que esta increíble noticia del amor personal de Dios a cada uno, sólo puede ser hecha de manera creíble si el que transmite el evangelio está lleno de amor hacia aquel a quien se lo transmite. El evangelio no se comunica a base de argumentos. Para que cada hombre pueda entender que «Cristo me amó y se entregó por mí» (Gal 2,20), es necesario que el que le hable de Cristo le ame de tal modo que esté dispuesto a dar la vida por él. Y con un amor concreto y personal, lleno de ternura y delicadeza, «como una madre cuida de sus hijos»; un amor que a san Pablo le llevó a «esfuerzos y fatigas», incluso a trabajar «día y noche para no ser gravoso a nadie»

Las palabras de Jesús en el Evangelio nos dan pie para examinar qué hay de fariseo dentro de nosotros mismos. En primer lugar, el Señor condena a los fariseos porque «no hacen lo que dicen». Jesús condena, no la enseñanza transmitida por los escribas y los fariseos, sino la vida de éstos, que no se corresponde con la doctrina. También nosotros podemos caer en el engaño de hablar muy bien, de tener muy buenas palabras, pero no buscar y desear vivir aquello que decimos. Sin embargo, sólo agrada a Dios «el que hace la voluntad del Padre celestial», pues sólo ese tal «entrará en el Reino de los cielos».

En segundo lugar, Jesús les reprocha que «todo lo que hacen es para que los vea la gente». ¡Qué demoledor es este deseo de quedar bien a los ojos de los hombres! Incluso las mejores obras pueden quedar totalmente contaminadas por este deseo egoísta que lo estropea todo. Por eso san Pablo exclamará: «Si todavía tratara de agradar a los hombres, ya no sería siervo de Cristo» (Gal 1,10). El cristiano solo busca «agradar a Dios» (1 Tes 4,1) en toda su conducta; le basta saber que «el Padre que ve lo secreto le recompensará» (Mt 6,4).

Y, finalmente, Jesús les echa en cara que buscan los honores humanos, las reverencias de los hombres, la gloria mundana. También a nosotros fácilmente se nos cuela esa búsqueda de gloria que en realidad es sólo vanagloria, es decir, gloria vana, vacía. Los honores que los hombres consideran valiosos el cristiano los estima como basura (Flp 3,8), pues espera la verdadera gloria, la que viene de Dios, «que nos ha llamada a su Reino y gloria» (1 Tes 2,12). En cambio, buscar la gloria que viene de los hombres es un grave estorbo para la fe (Jn 6,44).

Las frases «No se dejen llamar maestro… no llamen padre… no se dejen llamar jefes» no se puede entender literalmente, pues el mismo NT utiliza esos términos en otros pasajes. Los evangelistas usan con toda normalidad la palabra «padre» o «padres» (terrenos) en su sentido propio más de cuarenta veces; Jesús mismo cita el 4º mandamiento y exige su cumplimiento; san Pablo se considera «padre» de sus cristianos; san Juan los llama «hijitos»; históricamente, las primeras generaciones cristianas no tuvieron escrúpulo en aplicar ese apelativo a los superiores jerárquicos en la Iglesia, sabiendo que no desobedecían una orden del Señor. La prohibición de Jesús formula —a la manera de Mc 10,18 («nadie es bueno sino sólo Dios»)— una cualidad típicamente divina, la paternidad, que no es propiedad de ninguna criatura (favorece esta interpretación el que en la mentalidad judía «llamar» es equivalente a «ser»; es decir, nadie «es» padre, sino por la gracia de Dios). Por tanto, lo que Jesús prohíbe a los suyos es suplantar a Dios Padre (Maestro, Jefe); si alguien puede ser llamado con ese nombre, será porque es, y en cuanto es, imagen del único verdadero padre.

II. LA FE DE LA IGLESIA

Los fieles cristianos:
jerarquía, laicos, vida consagrada
(871 – 873)

Son fieles cristianos quienes, incorporados a Cristo por el bautismo, se integran en el Pueblo de Dios y, hechos partícipes a su modo por esta razón de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, cada uno según su propia condición, son llamados a desempeñar la misión que Dios encomendó cumplir a la Iglesia en el mundo.

Por su regeneración en Cristo, se da entre todos los fieles una verdadera igualdad en cuanto a la dignidad y acción, en virtud de la cual todos, según su propia condición y oficio, cooperan a la edificación del Cuerpo de Cristo.

Las mismas diferencias que el Señor quiso poner entre los miembros de su Cuerpo sirven a su unidad y a su misión. Porque hay en la Iglesia diversidad de ministerios, pero unidad de misión. A los Apóstoles y sus sucesores (jerarquía) les confirió Cristo la función de enseñar, santificar y gobernar en su propio nombre y autoridad. Pero también los laicos, partícipes de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, cumplen en la Iglesia y en el mundo la parte que les corresponde en la misión de todo el Pueblo de Dios. En fin, en esos dos grupos (jerarquía y laicos), hay fieles –los consagrados– que por la profesión de los consejos evangélicos se consagran a Dios y contribuyen a la misión salvífica de la Iglesia según la manera peculiar que les es propia.

Razón del ministerio eclesial
(874 – 876)

El mismo Cristo es la fuente del ministerio en la Iglesia. Él lo ha instituido, le ha dado autoridad y misión, orientación y finalidad: Cristo el Señor, para dirigir al Pueblo de Dios y hacerle progresar siempre, instituyó en su Iglesia diversos ministerios que están ordenados al bien de todo el Cuerpo. En efecto, los ministros que posean la sagrada potestad están al servicio de sus hermanos para que todos los que son miembros del Pueblo de Dios lleguen a la salvación.

«¿Cómo creerán en aquél a quien no han oído? ¿cómo oirán sin que se les predique? y ¿cómo predicarán si no son enviados?» Nadie, ningún individuo ni ninguna comunidad, puede anunciarse a sí mismo el Evangelio. «La fe viene de la predicación» (Rm 10, 17). Nadie se puede dar a sí mismo el mandato ni la misión de anunciar el Evangelio. El enviado del Señor habla y obra no con autoridad propia, sino en virtud de la autoridad de Cristo; no como miembro de la comunidad, sino hablando a ella en nombre de Cristo. Nadie puede conferirse a sí mismo la gracia, ella debe ser dada y ofrecida. Eso supone ministros de la gracia, autorizados y habilitados por parte de Cristo. De Él reciben la misión y la facultad (el «poder sagrado») de actuar in persona Christi Capitis (en persona de Cristo Cabeza de la Iglesia). Este ministerio, en el cual los enviados de Cristo hacen y dan, por don de Dios, lo que ellos, por sí mismos, no pueden hacer ni dar, la tradición de la Iglesia lo llama «sacramento». El ministerio de la Iglesia se confiere por medio de un sacramento específico –el sacramento del Orden sacerdotal–.

El carácter de servicio del ministerio eclesial está intrínsecamente ligado a la naturaleza sacramental. En efecto, enteramente dependiente de Cristo, que da misión y autoridad, los ministros son verdaderamente «esclavos de Cristo» (Rm 1, 1), a imagen de Cristo que, libremente ha tomado por nosotros «la forma de esclavo» (Flp 2, 7). Como la palabra y la gracia de la cual son ministros no son de ellos, sino de Cristo que se las ha confiado para los otros, ellos se harán libremente esclavos de todos (cf. 1 Co 9, 19).

A la jerarquía se le pide fidelidad y actitud de servicio fraternal en el cumplimiento de su misión. A todos los fieles se les pide espíritu de colaboración con los legítimos pastores y comunión eclesial.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

Los laicos «tienen el derecho, y a veces incluso el deber, en razón de su propio conocimiento, competencia y prestigio, de manifestar a los pastores sagrados su opinión sobre aquello que pertenece al bien de la Iglesia y de manifestarla a los demás fieles, salvando siempre la integridad de la fe y de las costumbres y la reverencia hacia los Pastores, habida cuenta de la utilidad común y de la dignidad de las personas» (Código de Derecho Canónico 212,3).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Sólo desde el amor
la libertad germina,
sólo desde la fe
van creciéndole alas.

Desde el cimiento mismo
del corazón despierto,
desde la fuente clara
de las verdades últimas.

Ver al hombre y al mundo
con la mirada limpia
y el corazón cercano,
desde el solar del alma.

Tarea y aventura:
entregarme del todo,
ofrecer lo que llevo,
gozo y misericordia.

Aceite derramado
para que el carro ruede
sin quejas egoístas,
chirriando desajustes.

Soñar, amar, servir,
y esperar que me llames,
tú, Señor, que me miras,
tú que sabes mi nombre.

Gloria al Padre, y al Hijo,
y al Espíritu Santo. Amén.

DOMINGO XXX ORDINARIO “A”


«Si me aman, guardarán mis mandamientos»

Ex 22,21-27:         «Si explotan a viudas y huérfanos se encenderá mi ira contra ustedes»

Sal 17:            «Yo te amo, Señor; tú eres mí fortaleza»

1Ts 1,5c-10:         «Abandonaron los ídolos para servir a Dios y esperar la vuelta de su Hijo»

Mt 22,34-40:         «Amarás al Señor tu Dios y a tu prójimo como a ti mismo»

 

I. LA PALABRA DE DIOS

El Evangelio de hoy es una magnífica ocasión para ver si realmente estamos en el buen camino. Porque este doble mandamiento del amor es el principal: no sólo el más importante, sino el que está en el principio de todo lo demás. El que lo cumple, también cumple –o acaba cumpliendo– el resto, pues todo brota del amor a Dios y del amor al prójimo como de su fuente. Pero el que no vive esto, no ha hecho nada, aunque sea perfectamente cumplidor de los detalles –es el drama de los fariseos, «sepulcros blanqueados»–. La clave de todo está en el amor.

El amor a Dios está marcado por la totalidad. Siendo Dios el Único y el Absoluto, no se le puede amar más que con todo el ser personal. El hombre entero, con todas sus capacidades, con todo su tiempo, con todos sus bienes… ha de emplearse en este amor a Dios. No se trata de darle a Dios algo de lo nuestro de vez en cuando. Como todo es suyo, hay que darle todo y siempre. Pero ¡atención! El amor a Dios no es un simple sentimiento:
«En esto consiste el amor a Dios, en que guardemos sus mandamientos» (1 Jn 5,3). Amar a Dios es cumplir los diez mandamientos y hacer su voluntad en cada instante.

Y el segundo es «semejante» a este. El segundo mandamiento no es igual ni equivalente al primero, sino parecido a él; ¡el primero siempre es el primero!

El punto de referencia del amor al prójimo en la Ley de Moisés es «como a ti mismo» ¿Cómo me amo a mí mismo? Por desgracia, el contraste entre las atenciones para con el prójimo y para con uno mismo suele ser enorme. Aquí usamos también la «ley del embudo»: lo ancho para mí y lo estrecho para ti. Pero amar al prójimo no es sólo no hacerle mal, sino hacerle todo el bien posible, como el buen samaritano (Lc 10,29-37). Y amar al prójimo «como a ti mismo» es todavía un mandamiento del Antiguo Testamento; Cristo va más allá: «Ámense unos a otros «como yo les he amado»», es decir, «hasta el extremo» (Jn 13,1), hasta dar la vida por el prójimo. Esta es la Ley Nueva —el mandamiento nuevo— de Cristo.

Cuanto más amor hay en el corazón del hombre, mejor refleja la imagen de Dios que hay en él. La gran diferencia entre los mandamientos de la Ley Antigua y los mismos trasladados a la Ley Nueva está en Jesucristo que los ha convertido en vida y en modo de ser. Son más exigentes, pero tenemos por delante un guía y un amigo que en la Eucaristía nos da su fuerza para cumplirlos.

II. LA FE DE LA IGLESIA

El amor y los mandamientos
(2067; cf 2072).

Los diez Mandamientos enuncian las exigencias del amor de Dios y del prójimo. Los tres primeros se refieren más al amor de Dios y los otros siete más al amor del prójimo. Los diez mandamientos, por expresar los deberes fundamentales del hombre hacia Dios y hacia su prójimo, revelan en su contenido primordial obligaciones graves. Son básicamente inmutables y su obligación vale siempre y en todas partes. Nadie podría dispensar de ellos. Los diez mandamientos están gravados por Dios en el corazón del ser humano.

La relación amor-mandamientos:
(1822-1829. 2052-2074).

La caridad es la virtud teologal por la cual amamos a Dios sobre todas las cosas por Él mismo y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios.

Jesús hace de la caridad el mandamiento nuevo (Jn 13,34). Amando a los suyos «hasta el fin» (Jn 13,1), manifiesta el amor del Padre que ha recibido. Amándose unos a otros, los discípulos imitan el amor de Jesús que reciben también en ellos. Por eso Jesús dice: «Como el Padre me amó, yo también les he amado a ustedes; permanezcan en mi amor» (Jn 15,9). Y también: «Este es el mandamiento mío: que se amen unos a otros como yo les he amado» (Jn 15,12).

Fruto del Espíritu y plenitud de la ley, la caridad guarda los mandamientos de Dios y de Cristo: «Permanezcan en mi amor. Si guardan mis mandamientos, permanecerán en mi amor».

Cristo murió por amor a nosotros cuando éramos todavía enemigos suyos. El Señor nos pide que amemos como Él hasta a nuestros enemigos, que nos hagamos prójimos del más lejano (cf. Lc 10,27-37), que amemos a los niños (Mc 9,37) y a los pobres como a Él mismo (Mt 25,40.45).

El apóstol san Pablo ofrece una descripción incomparable de la caridad: «La caridad es paciente, es servicial; la caridad no es envidiosa. No es jactanciosa, no se engríe; es decorosa; no busca su interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta» (1 Co 13,4-7).

«Si no tengo caridad –dice también el apóstol– nada soy». La caridad es superior a todas las virtudes. Es la primera de las virtudes teologales. La caridad asegura y purifica nuestra facultad humana de amar. La eleva a la perfección sobrenatural del amor divino.

La práctica de la vida moral animada por la caridad da al cristiano la libertad espiritual de los hijos de Dios. Este no se halla ante Dios como un esclavo, en el temor servil, ni como el mercenario en busca de un jornal, sino como un hijo que responde al amor del «que nos amó primero» (1 Jn 4,19).

La caridad tiene por frutos el gozo, la paz y la misericordia. Exige la práctica del bien y la corrección fraterna; es benevolencia; suscita la reciprocidad; es siempre desinteresada y generosa; es amistad y comunión.

El Decálogo debe ser interpretado a la luz de este doble y único mandamiento de la caridad, plenitud de la Ley.

El Amor de Dios se nos da como gracia, no es fruto espontáneo del corazón humano, hay que dejarse llevar de su impulso divino. «Yo soy la vid; ustedes los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto». El fruto evocado en estas palabras es la santidad de una vida hecha fecunda por la unión con Cristo. El Salvador mismo ama en nosotros a su Padre y a sus hermanos. Su persona viene a ser, por obra del Espíritu, la norma viva e interior de nuestro obrar».

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«La culminación de todas nuestras obras es el amor. Ese es el fin; para conseguirlo, corremos; hacia él corremos; una vez llegados, en él reposamos» (S. Agustín).

«O nos apartamos del mal por temor del castigo y estamos en la disposición del esclavo, o buscamos el incentivo de la recompensa y nos parecemos a mercenarios, o finalmente obedecemos por el bien mismo del amor del que manda y entonces estamos en la disposición de hijos» (S. Basilio).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

En esta tarde, Cristo del Calvario,
vine a rogarte por mi carne enferma;
pero, al verte, mis ojos van y vienen
de tu cuerpo a mi cuerpo con vergüenza.

¿Cómo quejarme de mis pies cansados,
cuando veo los tuyos destrozados?
¿Cómo mostrarte mis manos vacías,
cuando las tuyas están llenas de heridas?

¿Cómo explicarte a ti mi soledad,
cuando en la cruz alzado y solo estás?
¿Cómo explicarte que no tengo amor,
cuando tienes rasgado el corazón?

Ahora ya no me acuerdo de nada,
huyeron de mí todas mis dolencias.
El ímpetu del ruego que traía
se me ahoga en la boca pedigüeña.

Y sólo pido no pedirte nada,
estar aquí, junto a tu imagen muerta,
ir aprendiendo que el dolor es sólo
la llave santa de tu santa puerta. Amén.