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19 de mayo de 2024: DOMINGO DE PENTECOSTÉS “B”


 «Hemos sido bautizados en un mismo Espíritu…
y  todos hemos bebido de un sólo Espíritu»

Hch 2,1-11: «Se llenaron  todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar»
Sal 103: «Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra»
1 Co 12,3b-7.12-13: «Hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo»
Jn 20,19-23: «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. Recibid el Espíritu Santo»

I. LA PALABRA DE DIOS

«Recibid el Espíritu Santo». El gran don pascual de Cristo es el Espíritu Santo. Para esto ha venido Cristo al mundo, para esto ha muerto y ha resucitado, para darnos su Espíritu. De esta manera Dios colma insospechadamente sus promesas: «os daré un corazón nuevo, y os infundiré un espíritu nuevo» (Ez 36,26). Necesitamos al Espíritu Santo, pues «el Espíritu es quien da vida; la carne no sirve para nada» (Jn 6,63). El Espíritu Santo no sólo nos da a conocer la voluntad de Dios, sino que nos hace capaces de cumplirla dándonos fuerzas y gracia: «Os infundiré mi espíritu, y haré que caminéis según mis preceptos, y que guardéis y cumpláis mis mandatos» (Ez 36,27).

«Sopló sobre ellos». Para recibir el Espíritu hemos de acercarnos a Cristo, pues es Él –y sólo Él– quien lo comunica. Él mismo había dicho: «El que tenga sed que venga a mí y beba» (Jn 7,37). Es preciso acercarnos a Cristo en la oración, en los sacramentos, sobre todo en la Eucaristía, para beber el Espíritu que mana de su costado abierto. Y es preciso acercarnos con sed, con deseo intenso e insaciable. De esta manera, Cristo no nos deja huérfanos (Jn 14,18), pues nos da el Espíritu que es maestro interior (Jn 14,26; 16,13), que consuela y alienta (Jn 14,16; 16,22).

«Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo». Jesús afirma al inicio de su ministerio que ha sido «ungido … enviado a evangelizar a los pobres» (cf Lc 4,18). Y a los apóstoles les promete: «recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que va a venir sobre vosotros y seréis mis testigos» (He 1,8). Jesús nos hace partícipes de la misma misión de anunciar el evangelio que Él ha recibido del Padre, y lo hace comunicándonos la fuerza del Espíritu Santo, para reafirmar nuestra fe en la resurrección y para que –por nuestro testimonio– otros crean en Él, liberados del pecado. 

«¿Cómo es que cada uno de nosotros los oímos hablar en nuestra lengua nativa?». Este fenómeno muestra la universalidad de la predicación de la Iglesia, la caída de barreras lingüísticas y raciales ante la invasión del Espíritu de Jesús resucitado; lo contrario de lo que sucedió en Babel. La Iglesia de Jesús nació universal: católica y misionera.

El Espíritu Santo nada tiene que ver con la lentitud, la falta de energías, la pasividad, el desaliento; es impulso que nos hace testigos enviados, apóstoles, misioneros.

II. LA FE DE LA IGLESIA

El Espíritu Santo
(686 — 688)

El Espíritu Santo coopera con el Padre y el Hijo desde el comienzo del Designio de nuestra salvación y hasta su consumación. Pero es en los «últimos tiempos», inaugurados con la Encarnación redentora del Hijo, cuando el Espíritu se revela y nos es dado, cuando es reconocido y acogido como persona. Entonces, este Designio Divino, que se consuma en Cristo, «primogénito» y Cabeza de la nueva creación, se realiza en la humanidad por el Espíritu que nos es dado: la Iglesia, la comunión de los santos, el perdón de los pecados, la resurrección de la carne, la vida eterna.

«Nadie conoce lo íntimo de Dios, sino el Espíritu de Dios» (1Co 2, 11). Pues bien, su Espíritu que lo revela nos hace conocer a Cristo, su Verbo, su Palabra viva, pero no se revela a sí mismo. El que «habló por los profetas» nos hace oír la Palabra del Padre. Pero a Él no le oímos. No le conocemos sino en la obra mediante la cual nos revela al Verbo y nos dispone a recibir al Verbo en la fe. El Espíritu de verdad que nos «desvela» a Cristo «no habla de sí mismo» (Jn 16, 13). Un ocultamiento tan discreto, propiamente divino, explica por qué «el mundo no puede recibirle, porque no le ve ni le conoce», mientras que los que creen en Cristo le conocen porque él mora en ellos.

La Iglesia, Comunión viviente en la fe de los apóstoles que ella transmite, es el lugar de nuestro conocimiento del Espíritu Santo:
– en las Escrituras que Él ha inspirado;
– en la Tradición, de la cual los Padres de la Iglesia son testigos siempre actuales;
– en el Magisterio de la Iglesia, al que Él asiste;
– en la liturgia sacramental, a través de sus palabras  y sus símbolos, en donde el Espíritu Santo nos pone en Comunión con Cristo;
– en la oración en la cual Él intercede por nosotros;
– en los carismas y ministerios mediante los que se edifica  la Iglesia;
– en los signos de vida apostólica y misionera;
– en el testimonio de los santos, donde Él manifiesta su  santidad y continúa la obra de la salvación.

La conversión,
obra del Espíritu Santo
(1989)

La primera obra de la gracia del Espíritu Santo es la conversión, que obra la justificación según el anuncio de Jesús al comienzo del Evangelio: «Convertíos porque el Reino de los Cielos está cerca». Movido por la gracia, el hombre se vuelve a Dios y se aparta del pecado, acogiendo así el perdón y la justicia de lo alto. La justificación entraña, por tanto, el perdón de los pecados, la santificación y la renovación del hombre interior.

Los dones y los frutos
del Espíritu Santo
(1830 — 1832)

La vida moral de los cristianos está sostenida por los dones del Espíritu Santo. Estos son disposiciones permanentes que hacen al hombre dócil para seguir los impulsos del Espíritu Santo. Los siete dones del Espíritu Santo son: sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios. Pertenecen en plenitud a Cristo. Completan y llevan a su perfección las virtudes de quienes los reciben. Hacen a los fieles dóciles para obedecer con prontitud a las inspiraciones divinas.

Los frutos del Espíritu son perfecciones que forma en nosotros el Espíritu Santo como primicias de la gloria eterna. La tradición de la Iglesia enumera doce: caridad, gozo, paz, paciencia, longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre, fidelidad, modestia, continencia, castidad.

El «fuego» del Espíritu Santo
(696)

Mientras que el agua significaba el nacimiento y la fecundidad de la Vida dada en el Espíritu Santo, el fuego simboliza la energía transformadora de los actos del Espíritu Santo. El profeta Elías que «surgió como el fuego y cuya palabra abrasaba como antorcha», con su oración, atrajo el fuego del cielo sobre el sacrificio del monte Carmelo, figura del fuego del Espíritu Santo que transforma lo que toca. Juan Bautista, «que precede al Señor con el espíritu y el poder de Elías», anuncia a Cristo como el que «bautizará en el Espíritu Santo y el fuego», Espíritu del cual Jesús dirá: «He venido a traer fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviese encendido!» Bajo la forma de lenguas «como de fuego», el Espíritu Santo se posó sobre los discípulos la mañana de Pentecostés y los llenó de Él. La tradición espiritual conservará este simbolismo del fuego como uno de los más expresivos de la acción del Espíritu Santo. «No extingan el Espíritu».

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«El Antiguo Testamento proclamaba muy claramente al Padre, y más obscuramente al Hijo. El Nuevo Testamento revela al Hijo y hace entrever la divinidad del Espíritu. Ahora el Espíritu tiene derecho de ciudadanía entre nosotros y nos da una visión más clara de sí mismo. Así por avances y progresos «de gloria en gloria», es como la luz de la Trinidad estalla en resplandores cada vez más espléndidos» (San Gregorio Nacianceno).

«Por el Espíritu Santo participamos de Dios. Por la participación del Espíritu venimos a ser partícipes de la naturaleza divina… Por eso, aquellos en quienes habita el Espíritu están divinizados» (San Atanasio).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Ven, Espíritu Divino,
manda un rayo de tu lumbre
desde el cielo.
Ven, oh Padre de los pobres;
Luz profunda; en tus dones,
Don espléndido.

No hay consuelo como el tuyo,
Dulce huésped de las almas,
mi descanso.
Suave tregua en la fatiga,
fresco en horas de bochorno,
Paz del llanto.

Luz santísima, penetra
en las almas de tus fieles hasta el fondo.
Qué vacío hay en el hombre,
qué dominio de la culpa sin tu soplo.
Lava el rostro de lo inmundo,
Llueve, Tú, nuestra sequía,
ven y sánanos.

Doma todo lo que es rígido.
Funde el témpano,
encamina lo extraviado.
Da, a los fieles que en Ti esperan,
Tus sagrados siete dones
y carismas.
Da su mérito al esfuerzo,
Salvación e inacabable
alegría. 

Amén.

12 de mayo de 2024: DOMINGO VII DE PASCUA “B” Solemnidad de la Ascensión del Señor


«Nadie ha subido al cielo,
sino el que bajó del cielo,
el Hijo del hombre»

Hch 1,1-11: «A la vista de ellos, fue elevado al cielo«
Sal 46: «Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas»
Ef 1,17-23: «Lo sentó a su derecha en el cielo»
Mc 16,15-20: «Fue llevado al cielo y se sentó a la derecha de Dios»

I. LA PALABRA DE DIOS

Lo verdaderamente importante para el autor de los Hechos no es cuándo pasó algo o cuánto duró, sino qué pasó y con qué finalidad. El hecho de la Ascensión, que sigue a la última aparición de Jesús resucitado, es, ante todo, la desaparición visible de Jesús, comprobada experimentalmente por el grupo de discípulos. Su significado teológico, tal como lo muestra el Nuevo Testamento, incluye: 1º) La entronización de Jesucristo Rey; 2º) El ejercicio de su realeza actualmente, en este «tiempo de la Iglesia»; 3º) La conexión con otros misterios de fe, como: la Parusía o la evangelización a partir de Pentecostés.

La presencia de Dios entre su pueblo en el Antiguo Testamento encontró en la nube que los guiaba en el desierto un signo y el pueblo percibía en ella la presencia invisible de Yahvé. San Lucas, en la «nube» quiere simbolizar por una parte la ocultación de Jesús y por otra la nueva presencia de Cristo en medio de los suyos. 

El cielo será, en adelante, el centro de gravedad de quienes en el mundo son forasteros y peregrinos. Pero ahora importa la misión, la tarea, el testimonio, la  evangelización. Y en ese contexto hay que situar el «reproche» de los ángeles: «¿Qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?»

San Marcos nos presenta a Jesús llevado «al cielo», es decir, al lugar propio de Dios, y «sentado» a la derecha de Dios. Efectivamente, el misterio de la Ascensión significa que el que por nosotros tomó la condición de siervo, pasó por uno de tantos y se humilló hasta la muerte de cruz, ahora ha sido exaltado, enaltecido, constituido «Señor». Cristo en cuanto hombre «fue llevado al cielo y se sentó a la derecha de Dios»: se ha sentado en el trono de su Padre, ha recibido todo poder en el cielo y en la tierra y ha sido constituido Señor del Universo ante el que toda rodilla se dobla.

Sin embargo, la Ascensión al cielo no significa la ausencia de Cristo en la tierra. A renglón seguido de narrar la Ascensión de Jesús, san Marcos subraya que «el Señor cooperaba confirmando la palabra con las señales que los acompañaban». Ciertamente Cristo ha dejado su presencia visible, sensible. Pero sigue presente. Y lo manifiesta cooperando con la acción de los discípulos. En estas pocas palabras queda resumido todo el misterio de la Iglesia. Toda acción de la Iglesia –y de cada cristiano en ella– no es algo simplemente humano, sino acción de Cristo a través de ella. Cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza. Por tanto, todo nuestro empeño ha de ser buscar la sintonía con Cristo para que se realice verdaderamente esa cooperación y nuestros actos sean también suyos y así tengan un valor inmenso: «el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y aun mayores» (Jn 14,12).

San Marcos quiere subrayar el anuncio del Resucitado a partir de su triunfo. Su permanente presencia se notará a través de los «signos», que apoyarán y «acompañarán» tanto a los que predican como a los que oyen. De ahí la importancia de los signos, que indica el evangelio. Los signos manifiestan que la Iglesia es más que palabras, es hechos. Mediante ellos se ve la acción del Señor. Ya no se tratará de coger serpientes en las manos, pero sí que hay que preguntarse cómo hoy nosotros podemos ser  signo visible de Cristo para aquellos con los que vivimos.

II. LA FE DE LA IGLESIA

El Misterio de la Ascensión
(659 – 664)

El Cuerpo de Cristo fue glorificado desde el instante de su Resurrección, como lo prueban las propiedades nuevas y sobrenaturales, de las que desde entonces su cuerpo disfruta para siempre. Pero durante los cuarenta días en los que Él come y bebe familiarmente con sus discípulos y les instruye sobre el Reino, su gloria aún queda velada bajo los rasgos de una humanidad ordinaria. La última aparición de Jesús termina con la entrada irreversible de su humanidad en la gloria divina simbolizada por la nube y por el cielo donde Él se sienta para siempre a la derecha de Dios.

El carácter velado de la gloria del Resucitado durante este tiempo se transparenta en sus palabras misteriosas a María Magdalena: «Todavía no he subido al Padre. Vete donde los hermanos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios» (Jn 20, 17). Esto indica una diferencia de manifestación entre la gloria de Cristo resucitado y la de Cristo exaltado a la derecha del Padre. El acontecimiento a la vez histórico y transcendente de la Ascensión marca la transición de una a otra.

Esta última etapa permanece estrechamente unida a la primera, es decir, a la bajada desde el cielo realizada en la Encarnación. Sólo el que «salió del Padre» puede «volver al Padre»: Cristo. «Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre». Dejada a sus fuerzas naturales, la humanidad no tiene acceso a la «Casa del Padre», a la vida y a la felicidad de Dios. Sólo Cristo ha podido abrir este acceso al hombre, «ha querido precedernos como cabeza nuestra para que nosotros, miembros de su Cuerpo, vivamos con la ardiente esperanza de seguirlo en su Reino«.

«Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí». La elevación en la Cruz significa y anuncia la elevación en la Ascensión al cielo. Es su comienzo. Jesucristo, el único Sacerdote de la Alianza nueva y eterna, no «penetró en un Santuario hecho por mano de hombre, … sino en el mismo cielo, para presentarse ahora ante el acatamiento de Dios en favor nuestro». En el cielo, Cristo ejerce permanentemente su sacerdocio. «De ahí que pueda salvar perfectamente a los que por él se llegan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder en su favor». Como «Sumo Sacerdote de los bienes futuros», es el centro y el oficiante principal de la liturgia que honra al Padre en los cielos.

Cristo, desde entonces, está sentado a la derecha del Padre: «Por derecha del Padre entendemos la gloria y el honor de la divinidad, donde el que existía como Hijo de Dios antes de todos los siglos como Dios y consubstancial al Padre, está sentado corporalmente después de que se encarnó y de que su carne fue glorificada» (San Juan Damasceno).

Sentarse a la derecha del Padre significa la inauguración del reino del Mesías, cumpliéndose la visión del profeta Daniel respecto del Hijo del hombre: «A él se le dio imperio, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino no será destruido jamás». A partir de este momento, los apóstoles se convirtieron en los testigos del «Reino que no tendrá fin».

El mandato misionero
(849)

La Iglesia, enviada por Dios a las gentes para ser «sacramento universal de salvación», por exigencia íntima de su misma catolicidad, obedeciendo al mandato de su Fundador se esfuerza por anunciar el Evangelio a todos los hombres: «Vayan, pues, y hagan discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo les he mandado. Y sepan que yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo».

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«El Señor arrastró cautivos cuando subió a los cielos, porque con su poder trocó en incorrupción nuestra corrupción. Repartió sus dones, porque enviando desde arriba al Espíritu Santo, a unos les dio palabras de sabiduría, a otros de ciencia, a otros de gracia de los milagros, a otros la de curar, a otros la de interpretar. En cuanto Nuestro Señor subió a los cielos, su Santa Iglesia desafió al mundo y, confortada con su Ascensión, predicó abiertamente lo que creía a ocultas» (San Gregorio Magno).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

No; yo no dejo la tierra.
No; yo no olvido a los hombres.
Aquí, yo he dejado la guerra;
arriba, están ya sus nombres.

¿Qué hacen mirando al cielo,
varones, sin alegría?
Lo que ahora parece un vuelo
ya es vuelta y es cercanía.

El gozo es mi testigo.
La paz, mi presencia viva,
que, al irme, se va conmigo
la cautividad cautiva.

El cielo ha comenzado.
Ustedes son mi cosecha,
El padre les ha sentado
conmigo, a su derecha.

Partan frente a la aurora.
Salven a todo el que crea.
Ustedes marcan mi hora.
Comienza ya su tarea. 

Amén.

5 de mayo de 2024: DOMINGO VI DE PASCUA “B”


«Conocer por Cristo los secretos del Padre,
es signo de su amistad; 
que otros conozcan a Cristo por medio de la Iglesia,
es signo de nuestra fidelidad«
 

Hch  10,25-26.34-35.44-48: «El don del Espíritu Santo se ha derramado también sobre los gentiles»
Sal 97: «El Señor revela a las naciones su salvación»
1 Jn 4,7-10: «Dios es Amor»
Jn 15,9-17: «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos» 

I. LA PALABRA DE DIOS

«Permaneced en mi amor». En esta Pascua Cristo nos ha manifestado más clara e intensamente su amor. Y ahora nos invita a permanecer bajo el influjo de su amor. En realidad podemos decir que toda la vida del cristiano se resume en dejarse amar por Dios. Dios nos amó primero. Nos entregó a su Hijo como víctima por nuestros pecados. Y el secreto del cristiano es descubrir este amor y permanecer en él, vivir de él. Sólo la certeza de ser amados por Dios puede sostener una vida. No sólo «hemos sido» amados, sino que «somos» amados continuamente, en toda circunstancia y situación. Y se trata de permanecer en su amor, de no salirnos de la órbita de su amor que permanece amándonos siempre, que nos rodea, que nos persigue, que está siempre volcado sobre nosotros.

«Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros».  El amor de Cristo transforma al que lo recibe. El que de veras acoge el amor de Cristo se hace capaz de amar a los demás, pues el amor de Cristo es eficaz. Lo mismo que Él nos ama con el amor que recibe de su Padre, nosotros amamos a los demás con el amor que recibimos de Él. La caridad para con el prójimo es el signo más claro de la presencia de Cristo en nosotros y la demostración más palpable del poder del Resucitado.

«Como yo os he amado». Sabemos que tenemos que amar al prójimo. Pero tal vez no meditamos tanto en la calidad de ese amor, en ese «como yo». Sólo el que permanece en su amor puede amar a los demás como Él nos ama. La medida del amor al hermano es dar la vida por él como Cristo la ha dado por nosotros y por él, gastar la vida por los demás día tras día. Mientras no lleguemos a eso hemos de considerarnos en déficit. Cristo resucitado, viviendo en nosotros por la gracia, nos capacita y nos impulsa a amar «como Él».

Dios quiere infundir en nosotros su misma caridad. Por eso nuestro amor, si es auténtico, debe ser semejante al de Dios. Y Dios ama dando la vida: el Padre nos da a su Hijo; Cristo se entrega a sí mismo, ambos nos comunican el Espíritu. La caridad no consiste tanto en dar cuanto en darse, en dar la propia vida por aquellos a quienes se ama; y eso hasta el final, hasta el extremo, como ha hecho Cristo y como quiere hacer también en nosotros: «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos». El amor de Cristo es de este calibre. Y el amor al prójimo, que Cristo quiere infundir en nosotros, también.

«A vosotros os llamo amigos». Cristo resucitado, vivo y presente, nos llama y nos atrae a su amistad. Ante todo, busca una intimidad creciente con cada uno de nosotros. Nos ha contado todos sus secretos, nos ha introducido en la intimidad del Padre. Y es una amistad que va en serio: la ha demostrado dando su vida por los que éramos enemigos convirtiéndonos en amigos. A la luz de la Pascua hemos de examinar si nuestra vida discurre por los cauces de la verdadera amistad e intimidad con Cristo o –por el contrario– todavía le vemos distante, lejano. Y si correspondemos a esta amistad con la fidelidad a sus mandamientos.

«Soy yo quien os he elegido». Los amigos se eligen mutuamente, pero con Jesús no es así: el Hijo, siempre más grande que nosotros, nos llama «amigos suyos», nunca se llama a sí mismo «amigo nuestro», menos aún «compañero», «colega», «cómplice» o cosas por el estilo. En aquel tiempo, el alumno de los rabinos podía elegir un maestro entre los diversos escribas; pero no se es discípulo de Jesús por decisión propia, sino porque Él nos ha elegido. Nuestra fe, nuestro ser cristiano, no depende primera ni principalmente de una opción que nosotros hayamos hecho. Ante todo, hemos sido elegidos, personalmente, con nombre y apellidos. Cristo se ha adelantado a lo que yo pudiera pensar, querer o hacer, ha tomado la iniciativa, me ha elegido Él. Ahí está la clave de todo, esa es la raíz de nuestra identidad. Eso es lo sorprendente. Y es preciso agradecer y dejarnos sorprender continuamente por esta elección libre y gratuita de Dios, «Él nos amó primero» (1Jn 4,19).

II. LA FE DE LA IGLESIA

La Iglesia, instituida por Cristo Jesús
(763  765)

Corresponde al Hijo realizar el plan de Salvación de su Padre, en la plenitud de los tiempos; ese es el motivo de su «misión». Para cumplir la voluntad del Padre, Cristo inauguró el Reino de los cielos en la tierra. La Iglesia es el Reino de Cristo presente ya en misterio.

Este Reino se manifiesta a los hombres en las palabras, en las obras y en la presencia de Cristo. Acoger la palabra de Jesús es acoger el Reino. El germen y el comienzo del Reino son el «pequeño rebaño», de los que Jesús ha venido a convocar en torno suyo y de los que Él mismo es el Pastor. Constituyen la verdadera familia de Jesús

El Señor Jesús dotó a su comunidad de una estructura que permanecerá hasta la plena consumación del Reino. Ante todo está la elección de los Doce, con Pedro como su Cabeza; puesto que representan a las doce tribus de Israel, ellos son los cimientos de la nueva Jerusalén. Los Doce y los otros discípulos participan en la misión de Cristo, en su poder, y también en su suerte. Con todos estos actos, Cristo prepara y edifica su Iglesia.

La misión de los apóstoles
(858  859; 764)

Jesús es el enviado del Padre. Desde el comienzo de su ministerio, «llamó a los que él quiso, y vinieron donde él. Instituyó Doce para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar» (Mc 3, 13-14). Desde entonces, serán sus «enviados» (esto es lo que significa la palabra griega «apostoloi«). En ellos continúa su propia misión: «Como el Padre me envió, también yo os envío». Por tanto su ministerio es la continuación de la misión de Cristo: «Quien a vosotros recibe, a mí me recibe», dice a los Doce.

Jesús los asocia a su misión recibida del Padre: como «el Hijo no puede hacer nada por su cuenta», sino que todo lo recibe del Padre que le ha enviado, así, aquellos a quienes Jesús envía no pueden hacer nada sin Él, de quien reciben el encargo de la misión y el poder para cumplirla. Los apóstoles de Cristo saben por tanto que están calificados por Dios como «ministros de una nueva alianza», «ministros de Dios», «embajadores de Cristo», «servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios».

Los obispos sucesores de los apóstoles
(861  862, 869)

Para que continuase después de su muerte la misión a ellos confiada, los apóstoles encargaron mediante una especie de testamento a sus colaboradores más inmediatos que terminaran y consolidaran la obra que ellos empezaron. Les encomendaron que cuidaran de todo el rebaño en el que el Espíritu Santo les había puesto para ser los pastores de la Iglesia de Dios. Nombraron, por tanto, de esta manera a algunos varones y luego dispusieron que, después de su muerte, otros hombres probados les sucedieran en el ministerio.

Así como permanece el ministerio confiado personalmente por el Señor a Pedro, ministerio que tendría que ser transmitido a sus sucesores –los papas–, de la misma manera permanece el ministerio de los apóstoles de apacentar la Iglesia, que debe ser ejercido para siempre por el orden sagrado de los obispos. Por eso, la Iglesia enseña que –por institución divina– los obispos han sucedido a los apóstoles como pastores de la Iglesia. El que los escucha a ellos, escucha a Cristo; el que, en cambio, los desprecia, desprecia a Cristo y al que lo envió: Dios Padre.

Por eso la Iglesia es apostólica: Está edificada sobre sólidos cimientos: «los doce apóstoles del Cordero»; es indestructible; se mantiene infaliblemente en la verdad: Cristo la gobierna por medio de Pedro y los demás apóstoles, presentes en sus sucesores, el Papa y el colegio de los obispos.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Quiso Dios santificar y salvar a los hombres no individualmente y aislados entre sí, sino constituirlos en un pueblo que le conociera en la verdad y le sirviera santamente.» (Concilio Vaticano II: Lumen Gentium).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Benditos los pies de los que llegan
para anunciar la paz que el mundo espera,
apóstoles de Dios que Cristo envía,
voceros de su voz, grito del Verbo

De pie en la encrucijada del camino
del hombre peregrino y de los pueblos,
es el fuego de Dios el que los lleva
como cristos vivientes a su encuentro

Abrid, pueblos, la puerta a su llamada,
la verdad y el amor son don que llevan;
no temáis, pecadores, acogedlos,
el perdón y la paz serán su gesto

Gracias, Señor, que el pan de tu palabra
nos llega por tu amor, pan verdadero;
gracias, Señor, que el pan de vida nueva
nos llega por tu amor, partido y tierno. 

Amén.