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28 de noviembre de 2021: DOMINGO I DE ADVIENTO “C”


«A Ti levanto mi alma»

Jr 33, 14-16: «Suscitaré a David un vástago legítimo».
Sal 24: «A Ti, Señor, levanto mi alma».
1 Ts 3, 12-4, 2: «Que el Señor afiance vuestros corazones, para cuando venga Cristo».
Lc 21, 25-28. 34-36: «Se acerca vuestra liberación».

I. LA PALABRA DE DIOS

El anuncio profético de Jeremías –«suscitaré a David un vástago legítimo»– se cumple en Jesucristo, «retoño de David», que ha dado al mundo la «justicia», es decir, la salvación.

Con la plegaria del pobre y del pecador –«A Tí, Señor, levanto mi alma»– nos dirigimos a Dios, que nos salva (Salmo).

«Se acerca vuestra liberación». Los males, el miedo, la angustia, etc… nos afligen a los hombres a lo largo de la historia y evidencian la necesidad que tenemos de ser liberados. Toda venida de Cristo es siempre liberadora, redentora. Viene para arrancamos de la esclavitud de nuestros pecados. Por eso, nuestra esperanza se convierte en deseo apremiante, en anhelo incontenible, exactamente igual que el prisionero que contempla cercano el día de su liberación. La auténtica esperanza nos pone en marcha y desata todas nuestras energías. Necesitamos vigilar, disipar las sombras, para que el anuncio que transmitimos se potencie con la luz y testimonio de nuestra vida.

«Santos e irreprochables». En cuanto a la intensidad de la esperanza, si Cristo viene no es sólo para “mejorarnos un poco”, sino para hacernos partícipes de la santidad misma de Dios. Y esta obra suya de salvación quiere ser tan poderosa que se manifestará ante todo el mundo que Él es nuestra santidad, que no somos santos por nuestras fuerzas, sino por la gracia suya, hasta el punto de que a la Iglesia se le pueda dar el nombre de «“El Señor es nuestra justicia”».

«Se salvará Judá». Es notable que la mayor parte de los textos bíblicos de la liturgia de Adviento nos hablan de la salvación del pueblo entero. «Cumpliré la promesa que hice a la casa de Israel». Hemos de ensanchar nuestro corazón y dejar que se dilate nuestra esperanza al empezar el Adviento. Debemos evitar reducir o empequeñecer la acción de Dios: nuestra mirada debe abarcar a la Iglesia entera, que se extiende por todo el mundo. No podemos conformarnos con menos de lo que Dios quiere darnos.

Toda «la Creación gime» (Rom 8). Los hombres gemimos en ella. Los creyentes en Jesús nos sentimos estimulados en este primer Domingo de Adviento a transmitir al increyente y al alejado los caminos del Señor, que son «misericordia y lealtad». Es un aspecto de la “Nueva Evangelización”, que tiene por núcleo la realidad de que Dios se hizo Enmanuel para salvarnos.

Desde el primer Domingo de Adviento ha de contemplarse la triple venida de Jesucristo Salvador: la histórica, ya ocurrida; la futura, aún por venir; y la actual y continua.

II. LA FE DE LA IGLESIA

Cristo es el Señor del cosmos y de la historia
(668 – 670)

«Cristo murió y volvió a la vida para eso, para ser Señor de muertos y vivos» (Rm 14, 9). La Ascensión de Cristo al Cielo significa su participación, en su humanidad, en el poder y en la autoridad de Dios mismo. Jesucristo es Señor: Posee todo poder en los cielos y en la tierra. Cristo es el Señor del cosmos y de la historia. En Él, la historia de la humanidad e incluso toda la Creación encuentran su recapitulación, su cumplimiento transcendente.

Como Señor, Cristo es también la Cabeza de la Iglesia que es su Cuerpo. Elevado al cielo y glorificado, habiendo cumplido así su misión, permanece en la tierra en su Iglesia. La Redención es la fuente de la autoridad que Cristo, en virtud del Espíritu Santo, ejerce sobre la Iglesia. La Iglesia, o el reino de Cristo presente ya en misterio, constituye el germen y el comienzo de este Reino en la tierra.

Desde la Ascensión, el designio de Dios ha entrado en su consumación. Estamos ya en la «última hora». El final de la historia ha llegado ya a nosotros y la renovación del mundo está ya decidida de manera irrevocable e incluso de alguna manera real está ya por anticipado en este mundo. La Iglesia, en efecto, ya en la tierra, se caracteriza por una verdadera santidad, aunque todavía imperfecta.

Esperando que todo le sea sometido
(671 – 672)

El Reino de Cristo, presente ya en su Iglesia, sin embargo, no está todavía acabado. Este Reino aún es objeto de los ataques de los poderes del mal a pesar de que estos poderes hayan sido vencidos en su raíz por la Pascua de Cristo. Hasta que todo le haya sido sometido, y mientras no haya nuevos cielos y nueva tierra, en los que habite la justicia, la Iglesia peregrina lleva en sus sacramentos e instituciones, que pertenecen a este tiempo, la imagen de este mundo que pasa. Ella misma vive entre las criaturas que gimen en dolores de parto hasta ahora y que esperan la manifestación de los hijos de Dios. Por esta razón los cristianos piden, sobre todo en la Eucaristía, que se apresure el retorno de Cristo cuando suplican: «Ven, Señor Jesús».

Cristo afirmó antes de su Ascensión que aún no era la hora del establecimiento glorioso del Reino mesiánico esperado por Israel que, según los profetas, debía traer a todos los hombres el orden definitivo de la justicia, del amor y de la paz. El tiempo presente, según el Señor, es el tiempo del Espíritu y del testimonio, pero es también un tiempo marcado todavía por la «tristeza» (1 Co 7, 26) y la prueba del mal que afecta también a la Iglesia e inaugura los combates de los últimos días. Es un tiempo de espera y de vigilia.

El glorioso advenimiento de Cristo,
esperanza de Israel
(673 – 674)

Desde la Ascensión, el advenimiento de Cristo en la gloria es inminente aun cuando a nosotros no nos «toca conocer el tiempo y el momento que ha fijado el Padre con su autoridad». Este advenimiento escatológico se puede cumplir en cualquier momento, aunque tal acontecimiento y la prueba final que le ha de preceder estén «retenidos» en las manos de Dios.

La Venida del Mesías glorioso, en un momento determinado de la historia se vincula al reconocimiento del Mesías por «todo Israel» del que «una parte está endurecida» en «la incredulidad» respecto a Jesús. La entrada de «la plenitud de los judíos» en la salvación mesiánica, a continuación de «la plenitud de los gentiles», hará al Pueblo de Dios «llegar a la plenitud de Cristo» en la cual «Dios será todo en nosotros».

La vigilancia
(2612; 2849)

En Jesús «el Reino de Dios está próximo», llama a la conversión y a la fe pero también a la vigilancia. En la oración, el discípulo espera atento a aquél «que es y que viene», en el recuerdo de su primera venida en la humildad de la carne, y en la esperanza de su segundo advenimiento en la gloria. En comunión con su Maestro, la oración de los discípulos es un combate, y velando en la oración es como no se cae en la tentación.

«No nos dejes caer en la tentación». Este combate y esta victoria sólo son posibles con la oración. Por medio de su oración, Jesús es vencedor del Tentador, desde el principio y en el último combate de su agonía. En esta petición a nuestro Padre, Cristo nos une a su combate y a su agonía. La vigilancia del corazón es recordada con insistencia en comunión con la suya. La vigilancia es «guarda del corazón«, y Jesús pide al Padre que «nos guarde en su Nombre». El Espíritu Santo trata de despertarnos continuamente a esta vigilancia. Esta petición adquiere todo su sentido dramático referida a la tentación final de nuestro combate en la tierra; pide la perseverancia final. «Mira que vengo como ladrón. Dichoso el que esté en vela» (Ap 16, 15).

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«La Luz luce en las tinieblas. Las tinieblas son el error y la muerte… Abramos las puertas para que aquella Luz nos ilumine con sus rayos y siempre gocemos de la benignidad de Nuestro Señor Jesucristo» (S. Juan Crisóstomo).

«Nuestro Redentor y Señor anuncia los males que han de seguir a este mundo perecedero, a fin de que nos hallemos preparados…Nosotros, que sabemos cuáles son los gozos de la Patria Celestial, debemos ir cuanto antes a Ella y por el camino más corto… No queráis, pues, hermanos, amar lo que no ha de permanecer mucho» (S. Gregorio Magno).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

¡Marana tha!
¡Ven, Señor, Jesús!

Yo soy la Raíz y el Hijo de David,
la Estrella radiante de la mañana.

El Espíritu y la Esposa dicen: «¡Ven, Señor!»
Quien lo oiga, diga: «¡Ven, Señor!»

Quien tenga sed, que venga; quien lo desee,
que tome el don del agua de la vida.

Sí, yo vengo pronto.
¡Amén! ¡Ven, Señor, Jesús!

21 de noviembre de 2021: DOMINGO XXXIV ORDINARIO “B”: NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO


“A ti, Señor Jesús,
te proclamamos Rey del mundo,
de las mentes y de los corazones”

Dn 7,13-14: “Su poder es un poder eterno”
Sal 92: “El Señor reina, vestido de majestad”
Ap 1,5-8: “El príncipe de los reyes de la tierra nos ha hecho reino y sacerdotes para Dios”
Jn 18,33-37: “Tú lo dices: soy rey”

I. LA PALABRA DE DIOS

En las palabras del libro de Daniel, «una especie de hijo de hombre entre las nubes del cielo», se ha visto una figura profética del futuro Mesías, y en el «poder, honor y reino», que se le promete, imágenes que en la literatura bíblica hacen referencia siempre a los tiempos mesiánicos.

Con tres títulos cristológicos, que evocan la pasión, muerte y resurrección de Cristo, comienza la doxología del Apocalipsis: Jesús es «el testigo fiel» del Padre, porque lo ha revelado; es el primer resucitado –«el primogénito de entre los muertos»–, que garantiza nuestra resurrección; y «el príncipe de los reyes de la tierra», por su glorificación. Se aplican a Cristo títulos que ya Isaías había atribuido a Yahvé, como «el primero y el último». Jesucristo es ahora «alfa y omega».

Con la expresión «mi reino no es de este mundo», Jesús se presenta como Mesías rey, pero desvinculado de la idea política, nacionalista y reivindicativa de algunos de sus contemporáneos. Aunque, por espiritual que sea su reino, en él entran, y contra él combaten, seres humanos que viven en este mundo

El reino de Cristo «no es de este mundo», sigue otra lógica. A ningún rey de este mundo se le ocurriría dejarse matar para reinar o para vencer. Pero Cristo reina en la cruz y precisamente en cuanto crucificado. Todo su influjo como Señor de la historia y Rey del Universo viene de la cruz. Es su sangre vertida por amor la que ha vencido el mal en todas sus manifestaciones.

«Dar testimonio de la verdad». Jesús es el testigo de la Verdad, que es Él mismo; y es Rey de aquellos que oyen la revelación que hace de sí mismo y la acogen con fe.

Cristo, a quien hemos contemplado en su pasión humillado, despreciado, sufriente, lo vemos ahora vencedor; el sufrimiento fue pasajero, pero el triunfo y la gloria son definitivos: «Su poder es eterno, su reino no acabará». El mal, la muerte, el pecado han sido destruido por Él de una vez por todas, y ya permanece para toda la eternidad, no sólo glorificado, sino Dueño y Señor de todo. Nada escapa a su dominio absoluto de Rey del Universo. Y aunque en el presente aún parezca tener fuerza el mal, es sólo en la medida en que Él lo permite, pues está bajo su control. «El Señor reina… así está firme el orbe y no vacila». Esta fe inconmovible en el señorío de Cristo es condición necesaria para una vida auténticamente cristiana.

Cristo tiene una manera de reinar muy peculiar. No humilla, no pisotea. Al contrario, al que acoge su reinado le convierte en rey, le hace partícipe de su reinado. «Nos ha hecho un reino». El que deja que Cristo reine en su vida es él mismo enaltecido, constituido señor sobre el mal y el pecado, sobre la muerte. El que acoge con fe a Cristo Rey no es dominado ni vencido por nada ni por nadie; aunque le quiten la vida del cuerpo, será siempre un vencedor.

II. LA FE DE LA IGLESIA

La Iglesia es el reino de Cristo
(763 — 765, 865)

Corresponde al Hijo realizar el plan de Salvación de su Padre, en la plenitud de los tiempos; ese es el motivo de su misión. El Señor Jesús comenzó su Iglesia con el anuncio de la Buena Noticia, es decir, de la llegada del Reino de Dios prometido desde hacía siglos en las Escrituras. Para cumplir la voluntad del Padre, Cristo inauguró el Reino de los cielos en la tierra. La Iglesia es el Reino de Cristo presente ya en misterio.

Este Reino se manifiesta a los hombres en las palabras, en las obras y en la presencia de Cristo. Acoger la palabra de Jesús es acoger “el Reino”. El germen y el comienzo del Reino son el pequeño rebaño, de los que Jesús ha venido a convocar en torno suyo y de los que Él mismo es el Pastor. Constituyen la verdadera familia de Jesús. A los que reunió así en torno suyo, les enseñó no sólo una nueva “manera de obrar”, sino también una oración propia.

El Señor Jesús dotó a su comunidad de una estructura que permanecerá hasta la plena consumación del Reino. Ante todo está la elección de los Doce con Pedro como su Cabeza; puesto que representan a las doce tribus de Israel, ellos son los cimientos de la nueva Jerusalén. Los Doce y los otros discípulos participan en la misión de Cristo, en su poder, y también en su suerte. Con todos estos actos, Cristo prepara y edifica su Iglesia.

Pero la Iglesia ha nacido principalmente del don total de Cristo por nuestra salvación, anticipado en la institución de la Eucaristía y realizado en la Cruz. El agua y la sangre que brotan del costado abierto de Jesús crucificado son signo de este comienzo y crecimiento. Pues del costado de Cristo dormido en la cruz nació el sacramento admirable de toda la Iglesia. Del mismo modo que Eva fue formada del costado de Adán adormecido, así la Iglesia nació del corazón traspasado de Cristo muerto en la Cruz.

La Iglesia es una, santa, católica y apostólica en su identidad profunda y última, porque en ella existe ya y será consumado al fin de los tiempos el Reino de los cielos, el Reino de Dios, que ha venido en la persona de Cristo y que crece misteriosamente en el corazón de los que le son incorporados hasta su plena manifestación al final de los tiempos. Entonces todos los hombres rescatados por Él, hechos en Él santos e intachables ante Él por el amor, serán reunidos como el único Pueblo de Dios, la Esposa del Cordero, la Ciudad Santa que baja del Cielo de junto a Dios y tiene la gloria de Dios; y la muralla de la ciudad se asienta sobre doce piedras, que llevan los nombres de los doce apóstoles del Cordero.

Venga a nosotros tu reino
(2816 — 2820, 2859)

Esta petición es el “Marana Tha”, el grito del Espíritu y de la Esposa: “Ven, Señor Jesús”. La Iglesia tiene principalmente a la vista el retorno de Cristo y la venida final del Reino de Dios. También ora por el crecimiento del Reino de Dios en el “hoy” de nuestras vidas

En el Nuevo Testamento, la palabra griega “basileia” se puede traducir por realeza (nombre abstracto), reino (nombre concreto) o reinado (de reinar, nombre de acción). El Reino de Dios está ante nosotros. Se aproxima en el Verbo encarnado, se anuncia a través de todo el Evangelio, llega en la muerte y la Resurrección de Cristo. El Reino de Dios adviene en la Última Cena y por la Eucaristía está entre nosotros. El Reino de Dios llegará en la gloria cuando Jesucristo lo devuelva a su Padre. Incluso puede ser que el Reino de Dios signifique Cristo en persona, al cual llamamos con nuestras voces todos los días y de quien queremos apresurar su advenimiento por nuestra espera. Como es nuestra Resurrección, porque resucitamos en Él, puede ser también el Reino de Dios, porque en Él reinaremos.

En la oración del Señor –el padrenuestro–, pedimos principalmente la venida final del Reino de Dios por medio del retorno de Cristo. Pero este deseo no distrae a la Iglesia de su misión en este mundo, más bien la compromete. Porque desde Pentecostés, la venida del Reino es obra del Espíritu del Señor a fin de santificar todas las cosas llevando a plenitud su obra en el mundo.

Discerniendo según el Espíritu, los cristianos deben distinguir entre el crecimiento del Reino de Dios y el progreso de la cultura y la promoción de la sociedad en las que están implicados. Esta distinción no es una separación. La vocación del hombre a la vida eterna no suprime sino que refuerza su deber de poner en práctica las energías y los medios recibidos del Creador para servir en este mundo a la justicia y a la paz.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

Solo un corazón puro puede decir con seguridad: «¡Venga a nosotros tu Reino!». Es necesario haber estado en la escuela de Pablo para decir: «Que el pecado no reine ya en nuestro cuerpo mortal» (Rm 6, 12). El que se conserva puro en sus acciones, sus pensamientos y sus palabras, puede decir a Dios: «¡Venga tu Reino!»” (San Cirilo de Jerusalén).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Oh Príncipe absoluto de los siglos,
oh Jesucristo, Rey de las naciones:
te confesamos árbitro supremo
de las mentes y de los corazones.

Oh Jesucristo, Príncipe pacífico,
somete a los espíritus rebeldes,
y haz que encuentren rumbo los perdidos,
y que en un solo aprisco se congreguen.

Para eso pendes de una cruz sangrienta
y abres en ella tus divinos brazos;
para eso muestras en tu pecho herido
tu ardiente corazón atravesado.

Glorificado seas, Jesucristo,
que repartes los cetros de la tierra;
y que contigo y con tu eterno Padre
glorificado el Espíritu sea.

Amén.

14 de noviembre de 2021: DOMINGO XXXIII ORDINARIO “B”


“Caminad mientras tenéis la luz,
para que no os sorprendan las tinieblas”

Dn 12,1-3: “Entonces se salvará tu pueblo”
Sal 15,5 -11: Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti”
Hb 10,11-14.18: “Con una sola ofrenda ha perfeccionado definitiva- mente a los que van siendo santificados”
Mc 13,24-32: “Reunirá a sus elegidos de los cuatro vientos”

I. LA PALABRA DE DIOS

La expresión «los que se encuentran inscritos en el libro», de la primera lectura, podría referirse no sólo a los que soporten los malos tiempos próximos, sino también a todos aquellos que conozcan y acepten los nuevos tiempos, los mesiánicos. Además el texto sostiene que «los que enseñaron a muchos la justicia», esto es, el camino de Dios, «brillarán … por toda la eternidad».

El evangelio del domingo trigésimo tercero, ya al final del año litúrgico, nos propone un fragmento del discurso escatológico (relativo al final de los tiempos) de Jesús. La afirmación fundamental es la aparición del «Hijo del hombre», que se dirige a los ángeles para que reúnan a «sus elegidos de los cuatro vientos». Nos invita a fijar nuestra mirada en las realidades últimas, en la intervención decisiva de Dios en la historia de la humanidad.

«Sabed que Él está cerca». Lo que se afirma es la certeza de la venida gloriosa de Cristo, al final de los tiempos, para reunir a los elegidos que le han permanecido fieles en medio de las tribulaciones. Nosotros tendemos a olvidarnos de esto, como si estuviéramos muy lejos, como si no fuera con nosotros. Sin embargo, la palabra de Dios considera las cosas de otra manera: «El tiempo es corto» y «la apariencia de este mundo pasa» (1Cor 7,29.31). El Señor está cerca –«a la puerta»– y no podemos hacernos los desentendidos. El que se olvida de esta venida decisiva de Cristo para pedirnos cuentas, es un necio.

«Está cerca, a la puerta»: ¿el Hijo del Hombre?; ¿el final del mundo? Más que anunciar el fin de este mundo visible, antes de acabarse «esta generación» (la contemporánea de Jesús), se anuncia que la historia humana entra en la última etapa de la “Historia Sagrada”: la etapa que se extiende a lo largo de la Historia de la Iglesia.

«El día y la hora nadie lo conoce». Al contrario de lo que dicen muchas de las sectas actuales, que van poniendo fechas al fin del mundo, Jesús siempre se negó a dar la fecha de su segunda venida. Aquí afirma que la desconoce; puede ser un recurso pedagógico para poner de relieve una prerrogativa divina: sus oyentes sabían, y lo repetía la literatura de la época, que sólo Dios conoce el momento final. Como Dios que era, Jesús sabía el momento de la consumación de la historia; en cuanto hombre, podía saberlo, pero sin tener la misión de revelarlo (algo así como un “secreto profesional”), o podía no saberlo, lo mismo que ignoraba, por su verdadera limitación de criatura humana, otras cosas que no eran necesarias para llevar a cabo su misión. San Efrén decía: Jesús ocultó ese dato para que estemos vigilantes y cada uno de nosotros piense que ese acontecimiento sucederá durante su vida.

Jesús tiene conciencia de su ser eterno, que da valor único a toda su actividad. Jesús no da fechas, pero garantiza el cumplimiento infalible de su palabra e invita a la vigilancia, con la atención puesta en los signos que irán sucediendo. Este acontecimiento final y definitivo dará sentido a todo el caminar humano y a todas sus vicisitudes.

Dios ha ocultado el momento y también este hecho forma parte de su plan infinitamente sabio y amoroso. No es para cogernos de sorpresa, como si buscase nuestra perdición. Lo que busca es que estemos vigilantes, atentos, «para que ese día no nos sorprenda como un ladrón» (1Tes 5,4). No se trata de temor, sino de amor. Es una espera hecha de deseo, incluso impaciente. El verdadero cristiano es el que «anhela su venida» (2Tim 4,8).

A quienes viven con una mentalidad de disfrute y consumo les resulta verdaderamente incómodo plantearse la perspectiva del más allá. Lo que preocupa es lo inmediato. La mirada hacia el más allá, que para muchos ofrece incertidumbre e inseguridad, para el cristiano es de esperanza, de deseo confiado.

II. LA FE DE LA IGLESIA

El glorioso advenimiento de Cristo
(673, 680)

Desde la Ascensión, el advenimiento de Cristo en la gloria es inminente, aun cuando a nosotros no nos toca conocer el tiempo y el momento que ha fijado el Padre con su autoridad. Este advenimiento escatológico se puede cumplir en cualquier momento, aunque tal acontecimiento y la prueba final que le ha de preceder estén “retenidos” en las manos de Dios.

El triunfo del Reino de Cristo no tendrá lugar sin un último asalto de las fuerzas del mal.

La última prueba de la Iglesia
(675 – 677)

Antes del advenimiento de Cristo, la Iglesia deberá pasar por una prueba final que sacudirá la fe de numerosos creyentes. La persecución que acompaña a su peregrinación sobre la tierra desvelará el “Misterio de iniquidad” bajo la forma de una impostura religiosa que proporcionará a los hombres una solución aparente a sus problemas mediante el precio de la apostasía de la verdad. La impostura religiosa suprema es la del Anticristo, es decir, la de un pseudo-mesianismo en que el hombre se glorifica a sí mismo colocándose en el lugar de Dios y de su Mesías venido en la carne.

Esta impostura del Anticristo aparece esbozada ya en el mundo cada vez que se pretende llevar a cabo la esperanza mesiánica en la historia, lo cual no puede alcanzarse sino más allá del tiempo histórico a través del juicio escatológico.

La Iglesia sólo entrará en la gloria del Reino a través de esta última Pascua en la que seguirá a su Señor en su muerte y su Resurrección. El Reino no se realizará, por tanto, mediante un triunfo histórico de la Iglesia en forma de un proceso creciente, sino por una victoria de Dios sobre el último desencadenamiento del mal que hará descender desde el Cielo a su Esposa. El triunfo de Dios sobre la rebelión del mal tomará la forma de Juicio final después de la última sacudida cósmica de este mundo que pasa.

El juicio final
(1038 – 1042)

La resurrección de todos los muertos, de los justos y de los pecadores, precederá al Juicio final. Esta será «la hora en que todos los que estén en los sepulcros oirán su voz y los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la condenación» (Jn 5, 28-29). Entonces, Cristo vendrá «en su gloria acompañado de todos sus ángeles,… Serán congregadas delante de él todas las naciones, y él separará a los unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de las cabras. Pondrá las ovejas a su derecha, y las cabras a su izquierda… E irán estos a un castigo eterno, y los justos a una vida eterna» (Mt 25, 31. 32. 46).

Frente a Cristo, que es la Verdad, será puesta al desnudo definitivamente la verdad de la relación de cada hombre con Dios. El Juicio final revelará hasta sus últimas consecuencias lo que cada uno haya hecho de bien o haya dejado de hacer durante su vida terrena.

El Juicio final sucederá cuando vuelva Cristo glorioso. Sólo el Padre conoce el día y la hora en que tendrá lugar; sólo Él decidirá su advenimiento. Entonces, Él pronunciará por medio de su Hijo Jesucristo, su palabra definitiva sobre toda la historia. Nosotros conoceremos el sentido último de toda la obra de la creación y de toda la economía de la salvación, y comprenderemos los caminos admirables por los que Su Providencia habrá conducido todas las cosas a su fin último. El juicio final revelará que la justicia de Dios triunfa de todas las injusticias cometidas por sus criaturas y que su amor es más fuerte que la muerte.

El mensaje del Juicio final llama a la conversión mientras Dios da a los hombres todavía «el tiempo favorable, el tiempo de salvación» (2 Co 6, 2). Inspira el santo temor de Dios. Compromete para la justicia del Reino de Dios. Anuncia la «bienaventurada esperanza» (Tt 2, 13) de la vuelta del Señor que «vendrá para ser glorificado en sus santos y admirado en todos los que hayan creído» (2 Ts 1, 10).

Al fin de los tiempos el Reino de Dios llegará a su plenitud. Después del juicio final, los justos reinarán para siempre con Cristo, glorificados en cuerpo y alma, y el mismo universo será renovado. La Iglesia llegará a su perfección sólo en la gloria del cielo, cuando llegue el tiempo de la restauración universal, y cuando, con la humanidad, también el universo entero, que está íntimamente unido al hombre y que alcanza su meta a través del hombre, quede perfectamente renovado en Cristo.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

“Cristo, Dios nuestro e Hijo de Dios, la primera venida la hizo sin aparatosidad; pero en la segunda vendrá de manifiesto. Cuando vino callando, no se dio a conocer más que a sus siervos; cuando venga de manifiesto, se mostrará a buenos y malos. Cuando vino de incógnito, vino a ser juzgado; cuando venga de manifiesto, ha de ser para juzgar. Cuando fue reo, guardó silencio, tal como anunció el profeta: «No abrió la boca como cordero llevado al matadero». Pero no ha de callar así cuando venga a juzgar. A decir verdad, ni ahora mismo está callado para quien quiera oírle” (San Agustín).

“Todo el mal que hacen los malos se registra –y ellos no lo saben–. El día en que «Dios no se callará» (Sal 50, 3) … Se volverá hacia los malos: «Yo había colocado sobre la tierra, dirá El, a mis pobrecitos para vosotros. Yo, su cabeza, gobernaba en el cielo a la derecha de mi Padre, pero en la tierra mis miembros tenían hambre. Si hubierais dado a mis miembros algo, eso habría subido hasta la cabeza. Cuando coloqué a mis pequeñuelos en la tierra, los constituí comisionados vuestros para llevar vuestras buenas obras a mi tesoro: como no habéis depositado nada en sus manos, no poseéis nada en Mí»” (San Agustín).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Oh, Jesucristo, Redentor de todos,
que, antes de que la luz resplandeciera,
naciste de tu Padre soberano
con gloria semejante a la paterna.

Tú que eres luz y resplandor del Padre
y perpetua esperanza de los hombres,
escucha las palabras que tus siervos
elevan hasta ti de todo el orbe.

La tierra, el mar, el cielo y cuanto existe
bajo la muchedumbre de sus astros
rinden tributo con un canto nuevo
a quien la nueva salvación nos trajo.

Y nosotros, los hombres, los que fuimos
lavados con tu sangre sacratísima,
celebramos también, con nuestros cantos
y nuestras alabanzas, tu venida.

Gloria sea al divino Jesucristo,
que nació de tan puro y casto seno,
y gloria igual al Padre y al Espíritu
por infinitos e infinitos tiempos.

Amén.