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31 de julio de 2022: DOMINGO XVIII ORDINARIO “C”


«Buscad los bienes de arriba»

Ecl 1,2; 2, 21-23: ¿Qué saca el hombre de todos los trabajos?
Sal 89: Señor, tú has sido nuestro refugio de generación en generación
Col 3, 1-5. 9,11: Buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo
Lc 12, 13-21: ¿De quién será lo que has preparado?

I. LA PALABRA DE DIOS

Llega a su fin la lectura de la carta a los Colosenses: el Bautismo es el principio de una vida nueva, que compromete a seguir una conducta pura, digna de Cristo resucitado.

El libro del Eclesiastés (Sirácida) recoge las enseñanzas de los antiguos sabios de Israel sobre la inutilidad de poner la confianza en las riquezas materiales.

En el Evangelio, Jesucristo desarrolla una catequesis acerca del uso de los bienes materiales a partir de una pregunta sobre un pleito de herencia.

Ante el Señor hemos de plantearnos el lugar que tienen los bienes materiales y la actividad económica en nuestra vida: la avaricia y codicia por ellos, las justas relaciones laborales, el uso de los bienes comunes, el abuso de los bienes propios… Los bienes materiales son un medio para vivir con dignidad, nunca un fin en si mismos.

El Evangelio, como la primera lectura, relativiza la importancia de los bienes de este mundo. En nuestra sociedad se absolutizan. Es como el reverso de lo que es el núcleo esencial del mensaje de Cristo, que ha venido a comunicarnos que somos hijos de Dios, que nuestro Padre nos cuida y que, por consiguiente, es preciso hacerse como niños, confiar en el Padre que sabe lo que necesitamos y dejarnos cuidar.

El pecado del hombre rico de la parábola es que no se ha hecho como un niño: ha atesorado, fiándose de sus propias fuerzas y bienes, en vez de confiar en el Padre. La clave la da las palabras de Jesús al principio: «Aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes». Por eso este hombre es calificado como «necio». Su absurda insensatez consiste en olvidarse de Dios buscando apoyarse en lo que posee, creyendo encontrar su seguridad en algo fuera de Dios.

En efecto, la autosuficiencia es el gran pecado y la raíz de otros muchos pecados, desde Adán hasta nosotros. La autosuficiencia nace de no querer depender de Dios, sino de uno mismo; y lleva a acumular dinero, conocimientos, bienestar, ideas, amistades, poder, cariño e incluso virtudes o prácticas religiosas, creyendo encontrar en algo de esto la seguridad. Justamente lo contrario del hacerse como niños. Al contrario, el que se sabe dependiente de un Dios providente, es el sensato; su humildad y confianza le abren a recibir todo como un don, incluidas las inmensas riquezas de «los bienes de allá arriba». El que busca afianzarse en sí mismo, en lugar de recibirlo todo como don, es el necio; y antes o después acabará percibiendo que «todo es vanidad».

El dinero y los bienes materiales, que son buenos y necesario para la dignidad de la persona, pueden, sin embargo, convertirse en ídolos. Sólo Dios es el origen, guía y meta de todo lo que hacemos y queremos en la vida.

II. LA FE DE LA IGLESIA

El respeto de las personas y sus bienes
(2407 – 2418)

La justicia y la caridad en la gestión de los bienes terrenos y de los frutos del trabajo de los hombres está mandada por el séptimo mandamiento: no robarás.

Robar es apoderarse del bien ajeno contra la voluntad razonable de su dueño. El séptimo mandamiento prohíbe robar, y prohíbe tomar o retener el bien del prójimo injustamente y perjudicar de cualquier manera al prójimo en sus bienes.

Toda forma de retener injustamente el bien ajeno, aunque no contradiga las disposiciones de la ley civil, es contraria al séptimo mandamiento: retener deliberadamente bienes prestados u objetos perdidos; defraudar en el ejercicio del comercio; pagar salarios injustos; elevar los precios especulando con la ignorancia o necesidad ajenas; la corrupción mediante la cual se vicia el juicio de los que deben tomar decisiones; la apropiación y el uso privado de los bienes sociales de una empresa; los trabajos mal hechos; el fraude fiscal; la falsificación de cheques y facturas; los gastos excesivos; el despilfarro; causar voluntariamente daños a las propiedades privadas o públicas.

Todo pecado contra la justicia, bien sea el robo, bien el daño causado injustamente, exige que se restituya lo robado a su propietario y se repare el mal cometido.

La Doctrina Social de la Iglesia
(2419 – 2425)

La Doctrina Social de la Iglesia es su enseñanza en materia económica y social, en orden a la justicia y al respeto a los derechos fundamentales de las personas o la salvación de las almas. Trata del bien común temporal de los hombres en razón de su ordenación al supremo Bien, nuestro fin último. Con su Doctrina Social la Iglesia se esfuerza por inspirar las actitudes justas en el uso de los bienes terrenos y en las relaciones económicas.

En materia económica el respeto de la dignidad humana exige la práctica de la virtud de la templanza, para moderar el apego a los bienes de este mundo; de la justicia, para preservar los derechos del prójimo y darle lo que le es debido; y de la solidaridad, siguiendo la regla de oro y según la generosidad del Señor que «siendo rico, por ustedes se hizo pobre a fin de que ustedes se enriquecieran con su pobreza».

El destino universal de los bienes
y la propiedad privada
(2402 – 2406)

Al comienzo Dios confió la tierra y sus recursos a la administración común de la humanidad para que tuviera cuidado de ellos, los dominara mediante su trabajo y se beneficiara de sus frutos. Por tanto, los bienes de la creación están destinados a todo el género humano. La propiedad privada es lícita para garantizar la libertad y la dignidad de las personas, para ayudar a cada uno a atender sus necesidades fundamentales y las necesidades de los que están a su cargo. Pero el derecho a la propiedad privada, adquirida por el trabajo, o recibida de otro por herencia o regalo, no anula la donación original de la tierra al conjunto de la humanidad. El destino universal de los bienes continua siendo primordial, aunque la promoción del bien común exija el respeto de la propiedad privada, de su derecho y de su ejercicio.

La propiedad de un bien hace de su dueño un administrador de la providencia para hacerlo fructificar y comunicar sus beneficios a otros, ante todo a sus prójimos. Debe hacer posible que se viva una solidaridad natural entre los hombres. Los bienes de producción –materiales o inmateriales– como tierras o fábricas, profesiones o artes, requieren los cuidados de sus poseedores para que su fecundidad aproveche al mayor número de personas. Los poseedores de bienes de uso y consumo deben usarlos con templanza reservando la mejor parte al huésped, al enfermo, al pobre.

La autoridad civil tiene el derecho y el deber de regular, en función del bien común, el ejercicio legítimo del derecho de propiedad.

La justicia conmutativa es la que regula los intercambios entre las personas en el respeto exacto de sus derechos. Obliga estrictamente; exige la salvaguardia de los derechos de propiedad, el pago de las deudas y el cumplimiento de las obligaciones libremente contraídas. Sin justicia conmutativa no es posible ninguna otra forma de justicia.

Las promesas deben ser cumplidas y los contratos rigurosamente observados en la medida que el compromiso adquirido es moralmente justo.

Los juegos de azar (de cartas, lotería, etc.) o las apuestas no son en sí mismos contrarios a la justicia. No obstante, resultan moralmente inaceptables cuando privan a la persona de lo que es necesario para atender a sus necesidades, a las de su familia o las de los demás.

El séptimo mandamiento prohíbe todo lo que por cualquier razón conduce a esclavizar seres humanos, a menospreciar su dignidad personal, a comprarlos, a venderlos y a cambiarlos como mercancías. Es un pecado contra la dignidad de las personas y sus derechos fundamentales reducirlos por la violencia a la condición de objetos de consumo o a una fuente de beneficios.

El séptimo mandamiento exige el respeto de la integridad de la creación. El dominio concedido por el Creador al hombre sobre los seres inanimados (recursos minerales) y los seres vivos (vegetales o animales) no es absoluto; está regulado por el cuidado de la calidad de la vida del prójimo incluyendo la de las generaciones venideras. Los animales están confiados por Dios a la administración del hombre que les debe benevolencia. Pueden servir a la justa satisfacción de las necesidades del hombre (alimento, vestido, ayuda en el trabajo) pero no podemos abusar de ellos ni destinar a ellos los bienes y el afecto debido a los seres humanos.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Cuando damos a los pobres las cosas indispensables no les hacemos liberalidades personales, sino que les devolvemos lo que es suyo. Mas que realizar un acto de caridad, lo que hacemos es cumplir un deber de justicia» (S. Gregorio Magno).

«El hombre, al servirse de esos bienes, debe considerar las cosas externas que posee legítimamente no sólo como suyas, sino también como comunes, en el sentido de que han de aprovechar no sólo a él, sino también a los demás» (Vaticano II, GS, 69).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

Tu poder multiplica
la eficacia del hombre,
y crece cada día, entre sus manos,
la obra de tus manos.

Nos señalaste un trozo de la viña
y nos dijiste: «Venid y trabajad»

Nos mostraste una mesa vacía
y nos dijiste: «Llenadla de pan»

Nos presentaste un campo de batalla
y nos dijiste: «Construid la paz»

Nos sacaste al desierto con el alba
y nos dijiste: «Levantad la ciudad»

Pusiste una herramienta en nuestras manos
y nos dijiste: «Es tiempo de crear»

Escucha a mediodía el rumor del trabajo
con que el hombre se afana en tu heredad

Gloria al Padre, y al Hijo,
y al Espíritu Santo.
Por los siglos.

Amén.

24 de julio de 2022: DOMINGO XVII ORDINARIO “C”


«Orad así: Padrenuestro…»

Gn 18, 20-32: No se enfade mi Señor si sigo hablando.
Sal 137, 1–8: Cuando te invoqué, me escuchaste, Señor.
Col 2,12-14: Os vivificó con él, perdonándoos todos los pecados.
Lc 11,1-13: Pedid y se os dará.

I. LA PALABRA DE DIOS

La confiada insistencia de Abrahán, cuando intercedía por las ciudades condenadas de Sodoma y Gomorra, halló eco en la paciente condescendencia de Dios.

La segunda lectura expone cómo el misterio Pascual de Cristo se actualiza en el Bautismo y su poder regenerador se recibe por la fe.

El evangelio nos recuerda algo esencial en la vida del cristiano: el trato de intimidad filial con Dios Padre. Puesto que somos hijos de Dios, la tendencia y el impulso es a tratar familiarmente con el Padre. Esta intimidad desemboca en confianza. Jesús quiere despertar sobre todo esta confianza filial: «Si vosotros, pues, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más el Padre del cielo…!»

La oración, por tanto, no es un lujo, para cuando nos sobra tiempo, sino una necesidad; no es algo para algunos privilegiados, sino ofrecido a todos por gracia; no es una carga, sino un gozo. Los discípulos se ven atraídos precisamente por esa familiaridad que Jesús tiene con el Padre. Viendo a Jesús en oración, le dicen: «Enséñanos a orar».

Las dos parábolas narradas por Jesús nos hablan de la necesidad de orar perseverantemente, con la certeza de obtener lo que se pide; y la disposición de Dios, siempre dispuesto a conceder a sus hijos cosas buenas: «dará el Espíritu Santo a los que le piden».

Si el amigo egoísta cede ante la petición del inoportuno, ¡cuanto más Él, que es el gran Amigo que ha dado hasta su vida por nosotros! Pero esta confianza sólo crece sobre la base del conocimiento de Dios. Lo mismo que un niño confía en sus padres en la medida en que conoce y experimenta su amor, así también el cristiano delante de Dios.

La certeza de «pedid y se os dará» está apoyada en el «¡cuanto más el Padre del cielo!» Por tanto, en el fondo, el evangelio nos está invitando a mirar a Dios, a tratarle de cerca para conocerle, a dejarnos sorprender por su grandeza, por su infinita generosidad, por su poder irresistible, por su sabiduría que nunca se equivoca. Sólo así crecerá nuestra confianza y podremos pedir con verdadera audacia, con la certeza de ser escuchados y de recibir lo que pedimos. Es así cuando nuestras oraciones no serán palabras lanzadas al aire en un monólogo solitario.

La oración es parte integrante de la vida cristiana, pero ¿sabemos orar? Jesús enseña a los discípulos a hablar con Dios en espíritu y verdad: el Padrenuestro; y les exhorta a las actitudes del que ora en verdad. La confianza sencilla y fiel, y la seguridad humilde y alegre son las disposiciones propias del que reza el Padrenuestro.

Revisemos la frecuencia en el rezo del Padrenuestro. ¿Se está perdiendo su uso? Revisemos la calidad en el rezo del Padrenuestro ¿Es una rutina? Revisemos, sobre todo, las disposiciones interiores en el rezo del Padrenuestro ¿nos sabemos y nos sentimos hijos?

II. LA FE DE LA IGLESIA

El «padrenuestro»,
resumen de todo el Evangelio
(2759 — 2776).

En el Padrenuestro el Señor confía a sus discípulos y a su Iglesia la oración cristiana fundamental. San Lucas da de ella un texto breve con cinco peticiones (Lc 11, 24), San Mateo nos transmite una versión más desarrollada con siete peticiones (Mt 6, 913). La tradición litúrgica de la Iglesia ha conservado el texto de San Mateo.

El Padrenuestro es el corazón de las Sagradas Escrituras. Se llama «oración dominical» porque nos viene del Señor Jesús, Maestro y modelo de nuestra oración. Pero Jesús no nos deja una fórmula para repetirla de modo mecánico. Como en toda oración vocal, el Espíritu Santo, a través de la Palabra de Dios, enseña a los hijos de Dios a hablar con su Padre.

La oración dominical es la oración por excelencia de la Iglesia. Las primeras comunidades recitaban la Oración del Señor tres veces al día, en lugar de las «Dieciocho bendiciones» de la piedad judía. Forma parte integrante de las principales Horas del oficio divino (Laudes y Vísperas) y de la celebración de los sacramentos de la iniciación cristiana: Bautismo, Confirmación y Eucaristía. Inserta en la Eucaristía, manifiesta el carácter escatológico de sus peticiones, en la esperanza del Señor, «hasta que venga«.

Las siete peticiones
(2777 — 2865).

El Padre Nuestro consta de siete peticiones. Las tres primeras tienen por objeto la Gloria del Padre. Las otras cuatro presentan al Padre nuestros deseos.

Podemos invocar a Dios como “Padre” porque así nos lo ha revelado el Hijo de Dios hecho hombre, en quien, por el Bautismo, somos incorporados y adoptados como hijos de Dios.

«Es necesario acordarnos, cuando llamemos a Dios «Padre nuestro», de que debemos comportarnos como hijos de Dios» (San Cipriano). «No pueden llamar Padre al Dios de toda bondad si mantienen un corazón cruel e inhumano; porque en este caso ya no tienen en ustedes la señal de la bondad del Padre celestial» (San Juan Crisóstomo). «Es necesario contemplar continuamente la belleza del Padre e impregnar de ella nuestra alma» (San Gregorio de Nisa).

«El Señor nos enseña a orar en común por todos nuestros hermanos. Porque Él no dice «Padre mío» que estás en el cielo, sino «Padre nuestro«, a fin de que nuestra oración sea de una sola alma para todo el cuerpo de la Iglesia» (San Juan Crisóstomo). El adjetivo «nuestro» al comienzo de la Oración del Señor, así como el «nosotros» de las cuatro últimas peticiones no es exclusivo de nadie. Para que se diga en verdad, debemos superar nuestras divisiones y los conflictos entre nosotros. Los bautizados no pueden rezar al Padre «nuestro» sin llevar con ellos ante Él a todos aquéllos por los que el Padre ha entregado a su Hijo amado. El amor de Dios no tiene fronteras, nuestra Oración tampoco debe tenerla.

La expresión “que estás en el cielo” no designa un lugar, sino la majestad de Dios y su presencia en el corazón de los justos. El cielo, la Casa del Padre, es la verdadera patria hacia donde tendemos y a la que ya pertenecemos.

Al decir “Santificado sea tu Nombre” pedimos que el Nombre de Dios sea reconocido y tratado como santo por nosotros y en nosotros, lo mismo que en toda nación y en cada hombre.

Al decir “Venga a nosotros tu reino” pedimos principalmente el retorno de Cristo y la venida final del Reino de Dios. También pedimos por el crecimiento del Reino de Dios, sirviendo a la verdad, a la justicia y a la paz, en el “hoy” de nuestras vidas.

Al pedir “Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo” pedimos al Padre que una nuestra voluntad a la de su Hijo para cumplir su voluntad, realizar su plan de salvación, para la vida del mundo.

Al pedir “Danos hoy nuestro pan de cada día”, al decir “danos” queremos expresar, en comunión con nuestros hermanos, nuestra confianza filial en nuestro Padre del cielo; “nuestro pan” designa los alimentos y bienes terrenos necesarios para la subsistencia de todos y significa también el “Pan de Vida”: la Palabra de Dios y la Eucaristía.

Al pedir “Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden” imploramos la misericordia de Dios para nuestros pecados, la cual no puede penetrar en nuestro corazón si no hemos querido perdonar a nuestros enemigos, a ejemplo y con la ayuda de Cristo.

Al pedir “No nos dejes caer en la tentación”, pedimos a Dios que no nos permita tomar el camino que conduce al pecado. Esta petición implora el espíritu de discernimiento y de fuerza; solicita la gracia de la vigilancia y la perseverancia final.

Al pedir “Y líbranos del mal”, pedimos a Dios, con la Iglesia, que manifieste la victoria, ya conquistada por Cristo, sobre “el príncipe de este mundo”, sobre Satanás, el ángel que se opone personalmente a Dios y a su plan de salvación. Pedimos también que seamos liberados de todos los males, presentes, pasados y futuros, de los que el Maligno es autor o instigador.

El “Amén” final del Padre Nuestro significa nuestro “fiat”, “hágase”, es decir, cúmplanse las siete peticiones: “Así sea”.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«La oración dominical es la más perfecta de las Oraciones. En ella, no sólo pedimos todo lo que podemos desear con rectitud, sino además según el orden en que conviene desearlo. De modo que esta oración no sólo nos enseña a pedir, sino que también forma toda nuestra afectividad» (Santo Tomás de Aquino).

«La oración dominical es, en verdad, el resumen de todo el Evangelio. Por tanto, cada uno puede dirigir al cielo diversas oraciones según sus necesidades, pero comenzando siempre por la oración del Señor, que sigue siendo la oración fundamental» (Tertuliano).

«Recorred todas las oraciones que hay en las Escrituras, y no creo que podáis encontrar algo que no esté incluido en la oración dominical» (S. Agustín).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

Padre nuestro,
padre de todos,
líbrame del orgullo
de estar solo

No vengo a la soledad
cuando vengo a la oración,
pues sé que, estando contigo,
con mis hermanos estoy;
y sé, estando con ellos,
tú estás en medio, Señor

No he venido a refugiarme
dentro de tu torreón,
como quien huye a un exilio
de aristocracia interior.
Pues vine huyendo del ruido,
pero de los hombres no

Allí donde va un cristiano
no hay soledad, sino amor,
pues lleva toda la Iglesia
dentro de su corazón.
Y dice siempre «nosotros»,
incluso si dice «yo».

Amén.

17 de julio de 2022: DOMINGO XVI ORDINARIO “C”


«Marta le recibió en su casa»

Gn 18,1-10a: Señor, no pases de largo junto a tu siervo.
Sal 14, 2-5: Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda?
Col 1,24-28: El misterio escondido desde siglos, revelado ahora a los santos.
Lc 10,38-42: Marta lo recibió. María ha escogido la parte mejor.

I. LA PALABRA DE DIOS

El deber de la hospitalidad está fuertemente arraigado entre los pueblos de Oriente Medio desde la antigüedad; Abraham en el episodio de Mambré, recibió a Dios al acoger a esos tres misteriosos huéspedes.

El Apóstol completa en su carne los dolores de Cristo a medida que va anunciando el Evangelio y surgen contradicciones y divisiones. La buena noticia, escondida antes, es la plena incorporación de los gentiles a la Iglesia.

Jesús era recibido con frecuencia en la casa de Marta y de María. Allí enseñó a preferir, sobre todas las cosas, la escucha de su Palabra y la amistosa cercanía a su Persona.

«Sentada junto a los pies del Señor, escuchaba su palabra». La actitud de María resume perfectamente la postura de todo discípulo de Cristo. «A los pies del Señor», es decir, humildemente, en obediencia, en sometimiento amoroso a Cristo, consciente de que Él es el Señor; no como quien toma apuntes para preparar sus propios discursos, sino como quien se deja instruir dócilmente, más aún, se deja modelar, por la Palabra de Cristo. Y esto en atención permanente al Maestro, en una escucha amorosa, atenta y continua, pendiente de sus labios, como quien vive de«toda palabra que sale de la boca de Dios».

«Andas inquieta y preocupada con muchas cosas; solo una es necesaria». Son palabras para todos, no las dijo Jesús sólo para las monjas de clausura. Y, si sólo una cosa es necesaria, quiere decir que las demás no lo son. Pero, por desgracia, ¡nos enredamos en tantas cosas que nos hacen olvidarnos de la única necesaria y nos tienen inquietos y nerviosos! Y lo peor es que, como en el caso de Marta, muchas veces se trata de cosas buenas. Las palabras de Jesús sugieren que nada debe inquietarnos ni distraernos de su presencia y que, en medio de las tareas que Dios mismo nos encomienda, hemos de permanecer a sus pies, atentos a Él y pendientes de su palabra.

Esta actitud de María, la hermana de Marta, se realiza admirablemente en María, la Madre de Jesús. Ella es la perfecta discípula de Jesús, siempre pendiente de los labios de su Maestro, totalmente dócil a su palabra, orientada permanentemente hacia lo único necesario.

El primer mandamiento de Dios es amarle sobre todas las cosas. Él es el único importante. Este es el mandamiento más combatido actualmente en una sociedad relativista en la que impera el agnosticismo y el laicismo: pensar, actuar y legislar como si Dios no existiera.

II. LA FE DE LA IGLESIA

El primer mandamiento:
Adorarás al Señor tu Dios, y le servirás
(2086 — 2094)

El primero de los preceptos abarca la fe, la esperanza y la caridad. En efecto, quien dice Dios, dice un ser constante, inmutable, siempre el mismo, fiel, perfectamente justo. De ahí se sigue que nosotros debemos necesariamente aceptar sus Palabras y tener en Él una fe y una confianza completas. Él es todopoderoso, clemente, infinitamente inclinado a hacer el bien. ¿Quién podría no poner en Él todas sus esperanzas? ¿Y quién podrá no amarlo contemplando todos los tesoros de bondad y de ternura que ha derramado en nosotros? De ahí esa fórmula que Dios emplea en la Sagrada Escritura tanto al comienzo como al final de sus preceptos: «Yo soy el Señor».

Nuestra vida moral tiene su fuente en la fe en Dios que nos revela su amor. San Pablo habla de la «obediencia de la fe» como de la primera obligación. Hace ver en el “desconocimiento de Dios” el principio y la explicación de todas las desviaciones morales. Nuestro deber para con Dios es creer en Él y dar testimonio de Él.

El primer mandamiento nos pide que alimentemos y guardemos con prudencia y vigilancia nuestra fe y que rechacemos todo lo que se opone a ella.

Cuando Dios se revela y llama al hombre, éste no puede responder plenamente al amor divino por sus propias fuerzas. Debe esperar que Dios le dé la capacidad de devolverle el amor y de obrar conforme a los mandamientos de la caridad. La esperanza es aguardar confiadamente la bendición divina y la bienaventurada visión de Dios; es también el temor de ofender el amor de Dios y de provocar su castigo.

Un grave pecado contra la esperanza es la “presunción”: o bien el hombre presume de sus capacidades (esperando poder salvarse sin la ayuda de lo alto), o bien presume de la omnipotencia o de la misericordia divinas (esperando obtener su perdón sin conversión y la gloria sin mérito).

La fe en el amor de Dios encierra la llamada y la obligación de responder a la caridad divina mediante un amor sincero. El primer mandamiento nos ordena amar a Dios sobre todas las cosas y a las criaturas por Él y a causa de Él.

A Él sólo darás culto
(2095 – 2105, 2135)

Las virtudes teologales de la fe, la esperanza y la caridad, informan y vivifican las virtudes morales. Así, la caridad nos lleva a dar a Dios lo que en toda justicia le debemos en cuanto criaturas. La virtud de la religión nos dispone a esta actitud.

Adorar a Dios, orar a Él, ofrecerle el culto que le corresponde, cumplir las promesas y los votos que se le han hecho, son todos ellos actos de la virtud de la religión que constituye la obediencia al primer mandamiento.

La adoración es el primer acto de la virtud de la religión. Adorar a Dios es reconocerle como Dios, como Creador y Salvador, Señor y Dueño de todo lo que existe, como Amor infinito y misericordioso.

Adorar a Dios es reconocer, con respeto y sumisión absolutos, la nada de la criatura, que sólo existe por Dios. Adorar a Dios es alabarlo, exaltarle y humillarse a sí mismo, como hace María en el Magníficat, confesando con gratitud que Él ha hecho grandes cosas y que su nombre es santo.

La adoración del Dios único libera al hombre del repliegue sobre sí mismo, de la esclavitud del pecado y de la idolatría del mundo.

La oración:
Los actos de fe, esperanza y caridad que ordena el primer mandamiento se realizan en la oración. La elevación del espíritu hacia Dios es una expresión de nuestra adoración a Dios: oración de alabanza y de acción de gracias, de intercesión y de súplica.

La oración es una condición indispensable para poder obedecer los mandamientos de Dios.

El sacrificio:
Es justo ofrecer a Dios sacrificios en señal de adoración y de gratitud, de súplica y de comunión.

El sacrificio exterior, para ser auténtico, debe ser expresión del sacrificio espiritual. Los profetas de la Antigua Alianza denunciaron con frecuencia los sacrificios hechos sin participación interior o sin relación con el amor al prójimo. Jesús recuerda las palabras del profeta Oseas: «Misericordia quiero, que no sacrificio».

El único sacrificio perfecto es el que ofreció Cristo en la cruz en ofrenda total al amor del Padre y por nuestra salvación. Uniéndonos a su sacrificio, podemos hacer de nuestra vida un sacrificio para Dios.

Promesas y votos:
En varias circunstancias, el cristiano es llamado a hacer promesas a Dios. El bautismo y la confirmación, el matrimonio y la ordenación sacerdotal las exigen siempre. Por devoción personal, el cristiano puede también prometer a Dios un acto, una oración, una limosna, una peregrinación, etc. La fidelidad a las promesas hechas a Dios es una manifestación de respeto a la Majestad divina y de amor hacia el Dios fiel.

El voto, es decir, la promesa deliberada y libre hecha a Dios acerca de un bien posible y mejor, debe cumplirse por la virtud de la religión. El voto es un acto de devoción en el que el cristiano se consagra a Dios o le promete una obra buena. Por tanto, mediante el cumplimiento de sus votos entrega a Dios lo que le ha prometido y consagrado.

La Iglesia reconoce un valor ejemplar a los votos de practicar los consejos evangélicos (pobreza, castidad y obediencia). La santa Iglesia se alegra de que haya en su seno muchos hombres y mujeres que siguen más de cerca y muestran más claramente el anonadamiento de Cristo, escogiendo la pobreza con la libertad de los hijos de Dios y renunciando a su voluntad propia. Estos, pues, se someten a los hombres por Dios en la búsqueda de la perfección más allá de lo que está mandado, para parecerse más a Cristo obediente.

El derecho a la libertad religiosa
(2005 – 2006)

El deber de rendir a Dios un culto auténtico corresponde al hombre individual y socialmente considerado. Esa es la doctrina tradicional católica sobre el deber moral de los hombres y de las sociedades respecto a la religión verdadera y a la única Iglesia de Cristo. Al evangelizar sin cesar a los hombres, la Iglesia trabaja para que puedan informar con el espíritu cristiano el pensamiento y las costumbres, las leyes y las estructuras de la comunidad en la que cada uno vive. Deber social de los cristianos es respetar y suscitar en cada hombre el amor de la verdad y del bien. Les exige dar a conocer el culto de la única verdadera religión, que subsiste en la Iglesia católica y apostólica. Los cristianos son llamados a ser la luz del mundo. La Iglesia manifiesta así la realeza de Cristo sobre toda la creación y, en particular, sobre las sociedades humanas.

En materia religiosa, ni se puede obligar a nadie a actuar contra su conciencia, ni se le puede impedir que actúe conforme a ella, pública o privadamente, solo o asociado con otros. Este derecho se funda en la naturaleza misma de la persona humana, cuya dignidad le hace adherirse libremente a la verdad divina, que trasciende el orden temporal.

El derecho a la libertad religiosa no es ni la permisión moral de adherirse al error, ni un supuesto derecho al error, sino un derecho natural de la persona humana a la libertad civil, es decir, a la inmunidad de coacción exterior, en los justos límites, en materia religiosa por parte del poder político. Este derecho natural debe ser reconocido en el ordenamiento jurídico de la sociedad de manera que constituya un derecho civil.

III. TESTIMONIO CRISTIANO

«Un alma abrasada de amor no puede permanecer inactiva. Ciertamente, a imitación de María Magdalena, permanece a los pies de Jesús escuchando su dulce e inflamada palabra. Y aunque parece no dar nada, da mucho más que Marta… Todos los santos lo entendieron así» (Sta. Teresa de Lisieux).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

Te diré mi amor, Rey mío,
en la quietud de la tarde,
cuando se cierran los ojos
y los corazones se abren.

Te diré mi amor, Rey mío,
adorándote en la carne,
te lo diré con mis besos,
quizá con gotas de sangre.

Te diré mi amor, Rey mío,
con el amor de tu Madre,
con los labios de tu Esposa
y con la fe de tus mártires.

Te diré mi amor, Rey mío,
¡oh Dios del amor más grande!
¡Bendito en la Trinidad,
que has venido a nuestro valle!

Amén.