Archivo por meses: septiembre 2008

DOMINGO XXVII ORDINARIO “A”


«El Reino comienza con la Muerte y Resurrección de Cristo»

Is 5,1-7:             «La viña del Señor de los Ejércitos es la casa de Israel»

Sal 79,9-20:            «La viña del Señor es la casa de Israel»

Flp 4,6-9:             «El Dios de la paz estará con ustedes»

Mt 21,33-43:         «Arrendará la viña a otros labradores»

 

I. LA PALABRA DE DIOS

El Evangelio anuncia la tercera parábola del Reino (ver los dos domingos anteriores), que resume la historia salvífica: las predilecciones de Dios; su Pueblo; los profetas, los enviados para recoger los frutos de la viña, asesinados por los viñadores; el Hijo, Enviado por excelencia, a quien «mataron»; la desolación de Jerusalén…

El acento de la parábola –sobre todo a la luz de la canción de la viña que leemos en la primera lectura– está puesto en el amor de Dios por su viña: la cavó, le quitó las piedras, la plantó de cepa exquisita, la rodeo de una cerca… Todas ellas son expresiones que indican el cuidado delicado y amoroso que Dios ha tenido para con su Pueblo, Israel, elegido para anunciar y llevar la salvación a todas las naciones; y que tiene para con cada uno de nosotros, su nuevo Pueblo. Para darnos cuenta de ello hace falta detenernos a contemplar la historia de la salvación entera y la historia de nuestra vida: cómo Dios se ha volcado con ternura de manera sobreabundante. De ahí la queja dolorida del corazón de Dios ante la falta de correspondencia a su amor: «¿Qué más pude hacer por mi viña que no lo haya hecho?»

Y el lado luminoso de la misma historia: el desenlace salvador, «la piedra que desecharon los arquitectos… es ahora la piedra angular… ha sido un milagro patente». Consecuentemente el Reino pasa «a un pueblo que produzca sus frutos», a la Iglesia, el «nuevo Israel» reunido por Jesús en torno a sus doce Apóstoles, el pueblo de la última hora, los contratados al «atardecer», nosotros.

Ante tanto cuidado y tanto amor se entiende mejor la gravedad de la falta de respuesta. Dios ha preparado la viña y la ha puesto en nuestras manos haciendo alianza con nosotros. Y he aquí lo absurdo del pecado: esa viña tan cuidada por parte de Dios no da todavía el fruto que le corresponde.

Pero lo peor, lo que es realmente monstruoso, es que los viñadores se toman la viña por suya, despreciando al dueño. Esto es lo que ocurre en todo pecado: en vez de vivir como hijo, recibiendo todo de Dios, en dependencia de Él, el que peca se siente dueño, disponiendo de los dones de Dios a su antojo, hasta el punto de ponerse a sí mismo en lugar de Dios. He aquí la atrocidad de todo pecado. Por eso también a nosotros se dirige la amenaza de Jesús de quitarnos la viña
y entregarla a otros que den fruto.

Acosados por el desmesurado aprecio de la pertenencia y propiedad de las cosas, puede resultar difícil entender que no somos propietarios del Reino de Dios, sino llamados a trabajar en lo que es propio de Dios (la «viña», su Reino) y a dar fruto.

II. LA FE DE LA IGLESIA

Dios ama a su pueblo
(595 – 598)

Todos los hombres están llamados a entrar en el Reino. Anunciado en primer lugar a los hijos de Israel, este reino mesiánico está destinado a acoger a los hombres de todas las naciones.

Al entregar a su Hijo por nuestros pecados, Dios manifiesta que su designio sobre nosotros es un designio de amor benevolente que precede a todo mérito por nuestra parte: «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que El nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados» (1 Jn 4, 10). «La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros» (Rm 5, 8).

La muerte redentora de Cristo
(599 – 605)

La muerte violenta de Jesús no fue fruto del azar en una desgraciada constelación de circunstancias. Pertenece al misterio del designio de Dios, como lo explica S. Pedro a los judíos de Jerusalén ya en su primer discurso de Pentecostés: «fue entregado según el determinado designio y previo conocimiento de Dios.»

Este designio divino de salvación a través de la muerte del «Siervo, el Justo» (Is 53, 11) había sido anunciado antes en la Escritura como un misterio de redención universal, es decir, de rescate que libera a los hombres de la esclavitud del pecado. San Pablo dice que «Cristo ha muerto por nuestros pecados según las Escrituras». La muerte redentora de Jesús cumple, en particular, la profecía del Siervo doliente (Is 53, 7-8). Jesús mismo presentó el sentido de su vida y de su muerte a la luz del Siervo doliente (Mt 20, 28). Después de su Resurrección dio esta interpretación de las Escrituras a los discípulos de Emaús y a los propios apóstoles.

La Iglesia, en el magisterio de su fe y en el testimonio de sus santos, no ha olvidado jamás que los pecadores mismos fueron los autores y como los instrumentos de todas las penas que soportó el divino Redentor. Teniendo en cuenta que nuestros pecados alcanzan a Cristo mismo, la Iglesia no duda en imputar a los cristianos la responsabilidad más grave en el suplicio de Jesús.

No se puede atribuir la responsabilidad del proceso al conjunto de los judíos de Jerusalén, ni se puede ampliar esta responsabilidad a los restantes judíos en el espacio y en el tiempo. Tanto es así que la Iglesia ha declarado en el Concilio Vaticano II: «Lo que se perpetró en su pasión no puede ser imputado indistintamente a todos los judíos que vivían entonces ni a los judíos de hoy.»

Debemos considerar como culpables de esta horrible falta a los que continúan recayendo en sus pecados. Ya que son nuestras malas acciones las que han hecho sufrir a Nuestro Señor Jesucristo el suplicio de la cruz, sin ninguna duda los que se sumergen en los desórdenes y en el mal «crucifican por su parte de nuevo al Hijo de Dios y le exponen a pública infamia» (Hb 6, 6). Y es necesario reconocer que nuestro crimen en este caso es mayor que el de los Judíos. Porque según el testimonio del Apóstol, «de haberlo conocido ellos no habrían crucificado jamás al Señor de la Gloria» (1 Co 2, 8). Nosotros, en cambio, hacemos profesión de conocerle. Y cuando renegamos de Él con nuestras acciones, ponemos de algún modo sobre Él nuestras manos criminales.

Todos formamos parte del grupo de viñadores que mataron al Hijo. Pero el desenlace de la Cruz fue la Resurrección, con la nueva llamada al Reino, que comienza en la Iglesia, a todos los hombres.

Los cristianos somos «la viña del Señor»
(1695)

Justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios, santificados y llamados a ser santos, los cristianos se convierten en «el templo del Espíritu Santo». Este «Espíritu del Hijo» nos enseña a orar al Padre y, haciéndose vida en nosotros, nos hace obrar para dar «los frutos del Espíritu» por la caridad operante. Curando las heridas del pecado, el Espíritu Santo nos renueva interiormente por una transformación espiritual, nos ilumina y nos fortalece para vivir como «hijos de la luz», «por la bondad, la justicia y la verdad» en todo.

Los cristianos somos llamados a llevar en adelante una «vida digna del Evangelio de Cristo». Por los sacramentos y la oración recibimos la gracia de Cristo y los dones de su Espíritu que nos capacitan para ello.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Cristiano, reconoce tu dignidad. Puesto que ahora participas de la naturaleza divina, no degeneres volviendo a la bajeza de tu vida pasada. Recuerda a qué Cabeza perteneces y de qué Cuerpo eres miembro. Acuérdate de que has sido arrancado del poder de las tinieblas para ser trasladado a la luz del Reino de Dios» (S. León Magno).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Hora de la tarde,
fin de las labores.
Amo de las viñas,
paga los trabajos
de tus viñadores.

Al romper el día,
nos apalabraste.
Cuidamos tu viña
del alba a la tarde.
Ahora que nos pagas,
nos lo das de balde,
que a jornal de gloria
no hay trabajo grande.

Das al vespertino
lo que al mañanero.
Son tuyas las horas
y tuyo el viñedo.
A lo que sembramos
dale crecimiento.
Tú que eres la viña,
cuida los sarmientos.

Amén.


 

DOMINGO XXVI ORDINARIO “A”


«Se entra en el Reino por la acogida y el seguimiento de Jesús»

Ez 18,25-28:         «Cuando el malvado se convierta de su maldad, salvará su vida«

Sal 24, 4-9:            «Recuerda, Señor, que tu misericordia es eterna»

Flp 2,1-11:             «Tengan entre ustedes los sentimientos de una vida en Cristo Jesús«

Mt 21,28-32:         «Los publicanos y las prostitutas les llevan la delantera en el Reino de Dios«

 

I. LA PALABRA DE DIOS

Como tantas veces, también hoy Jesús arremete contra los fariseos, contra ese fariseo que hay dentro de cada uno de nosotros, para quienes se proclama el evangelio: «Los publicanos y las prostitutas les llevan la delantera en el camino del Reino de Dios».

Los fariseos no se convirtieron ante la predicación de Jesús porque se creían buenos, porque «cumplían» con la Ley y así se sentían salvados; por eso no necesitaban de Jesucristo. También es ese nuestro peligro: creernos buenos, sentirnos satisfechos de nosotros mismos, cuando la realidad es que probablemente estamos muy lejos de ser lo que Dios quiere que seamos. Hemos de huir como de la peste de pensar que ya hemos hecho bastante. El amor a Dios y a los hermanos no conoce límites y el que ha entrado por los caminos del Reino reconoce que tiene un trayecto inmenso por recorrer, tan amplio como la inmensidad de Dios.

Lo que Jesús alaba en los publicanos y prostitutas no es su pecado, sino que han sabido reconocer su pecado y cambiar, para entregarse del todo a Dios. En cambio, el fariseo, al creerse bueno, se queda encerrado en su mezquindad sin recibir a Cristo. Todos tenemos el peligro de quedarnos en las buenas palabras —como el segundo hijo de la parábola—, sin entregarnos en realidad al amor del Padre y a su voluntad, y rechazando en el fondo a Cristo.

La segunda parábola del Reino censura al que dice y no hace; y alaba, en cambio, al que se arrepiente de haber dicho que no a Dios y termina haciendo lo que Él quiere. Esto es: aceptar y seguir al Enviado, al Hijo.

El mensaje de este domingo invita a los cristianos a vivir conforme a su identidad en el seguimiento de Jesucristo: alcanzar los sentimientos y las costumbres propias de la vida en Cristo.

II. LA FE DE LA IGLESIA

Los dos caminos
(1696, 2055).

La parábola evangélica de los dos caminos está siempre presente en la catequesis de la Iglesia. Significa la importancia de las decisiones morales para nuestra salvación. Hay dos caminos, el uno de la vida, el otro de la muerte; pero entre los dos, una gran diferencia. El camino de Cristo «lleva a la vida», un camino contrario «lleva a la perdición».

Decir y hacer es unirse a Jesús y seguir el camino de los Mandamientos, sintetizado en el doble precepto del amor.

«Maestro, ¿qué he de hacer yo de bueno para conseguir la vida eterna?… Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos». Cuando le hacen a Jesús la pregunta sobre «¿cuál es el mandamiento mayor de la Ley?» Jesús responde: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón… El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas». El Decálogo debe ser interpretado a la luz de este doble y único mandamiento de la caridad, plenitud de la Ley.

Sobre el Decálogo
(2056-2063).

La palabra «Decálogo» significa literalmente «diez palabras» (Ex 34,28; Dt 4,13; 10,4). Estas «diez palabras» Dios las reveló a su pueblo en la montaña santa. Las escribió «con su Dedo» (Ex 31,18; Dt 5,22), a diferencia de los otros preceptos escritos por Moisés. Constituyen palabras de Dios en un sentido eminente. Son trasmitidas en los libros del Éxodo y del Deuteronomio. Ya en el Antiguo Testamento, los libros santos hablan de las «diez palabras»; pero es en la Nueva Alianza en Jesucristo donde será revelado su pleno sentido.

Las «diez palabras», bien sean formuladas como preceptos negativos, prohibiciones, o bien como mandamientos positivos (como «honra a tu padre y a tu madre»), indican las condiciones de una vida liberada de la esclavitud del pecado. El Decálogo es un camino de vida.

Las «diez palabras» resumen y proclaman la ley de Dios. Las «diez palabras» son pronunciadas por Dios. Pertenecen a la revelación que Dios hace de sí mismo y de su gloria. El don de los mandamientos es don de Dios y de su santa voluntad. Dando a conocer su voluntad, Dios se revela a su pueblo.

Los mandamientos expresan las implicaciones de la pertenencia a Dios instituida por la Alianza. La existencia moral es respuesta a la iniciativa amorosa del Señor. Es reconocimiento, homenaje a Dios y culto de acción de gracias. Es cooperación al plan que Dios realiza en la historia.

El Decálogo en la Tradición de la Iglesia
(2064-2069)

Fiel a la Escritura y siguiendo el ejemplo de Jesús, la Tradición de la Iglesia ha reconocido en el Decálogo una importancia y una significación primordiales.

Desde S. Agustín, los «diez mandamientos» ocupan un lugar preponderante en la catequesis de los futuros bautizados y de los fieles. En el siglo quince se tomó la costumbre de expresar los preceptos del Decálogo en fórmulas rimadas, fáciles de memorizar, y positivas. Estas fórmulas están todavía en uso hoy. Los catecismos de la Iglesia han expuesto con frecuencia la moral cristiana siguiendo el orden de los «diez mandamientos».

La división y numeración de los mandamientos ha variado en el curso de la historia. El Catecismo de la Iglesia sigue la división de los mandamientos establecida por San Agustín y que se hizo tradicional en la Iglesia católica. Es también la de las confesiones luteranas.

El Concilio de Trento enseña que los diez Mandamientos obligan a los cristianos y que el hombre justificado está también obligado a observarlos. Y el Concilio Vaticano II afirma: «Los obispos, como sucesores de los apóstoles, reciben del Señor la misión de enseñar a todos los pueblos y de predicar el Evangelio a todo el mundo para que todos los hombres, por la fe, el bautismo y el cumplimiento de los mandamientos, consigan la salvación«.

Los diez mandamientos enuncian las exigencias del amor de Dios y del prójimo. Los tres primeros se refieren más al amor de Dios y los otros siete más al amor del prójimo.

Como la caridad comprende dos preceptos en los que el Señor condensa toda la ley y los profetas, así los diez preceptos se dividen en dos tablas: tres están escritos en una tabla y siete en la otra (S. Agustín).

El Decálogo forma un todo indisociable. Cada una de las «diez palabras» remite a cada una de las demás y al conjunto; se condicionan recíprocamente. Las dos tablas se iluminan mutuamente; forman una unidad orgánica. Transgredir un mandamiento es quebrantar todos los otros. No se puede honrar a otro sin bendecir a Dios su Creador. No se podría adorar a Dios sin amar a todos los hombres, sus criaturas. El Decálogo unifica la vida teologal y la vida social del hombre.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«El Señor prescribió el amor a Dios y enseñó la justicia para con el prójimo a fin de que el hombre no fuese ni injusto, ni indigno de Dios. Así, por el Decálogo, Dios preparaba al hombre para ser su amigo y tener un solo corazón con su prójimo…Las palabras del Decálogo persisten también entre nosotros. Lejos de ser abolidas, han recibido amplificación y desarrollo por el hecho de la venida del Señor en la carne» (S. Ireneo).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Sólo desde el amor
la libertad germina,
sólo desde la fe
van creciéndole alas.

Desde el cimiento mismo
del corazón despierto,
desde la fuente clara
de las verdades últimas.

Ver al hombre y al mundo
con la mirada limpia
y el corazón cercano,
desde el solar del alma.

Tarea y aventura:
entregarme del todo,
ofrecer lo que llevo,
gozo y misericordia.

Aceite derramado
para que el carro ruede
sin quejas egoístas,
chirriando desajustes.

Soñar, amar, servir,
y esperar que me llames,
tú, Señor, que me miras,
tú que sabes mi nombre.

Gloria al Padre, y al Hijo,
y al Espíritu Santo.

Amén.

DOMINGO XXV ORDINARIO “A”



«El Reino de Dios, oferta gratuita a todo hombre»

Is 55,6-9:                             «Mis planes no son los planes de ustedes»

Sal 144:                            «Cerca está el Señor de los que lo invocan»

Flp 1,20c-24.27a.:                         «Para mí la vida es Cristo»

Mt 20,1-16a:                             «¿Vas a tener tú envidia porque soy bueno?»

 

I. LA PALABRA DE DIOS

A lo largo de cuatro domingos, a partir de hoy, se nos anuncian cuatro parábolas sobre el Reino de Dios.

Hoy la parábola del pago del denario, a todos los trabajadores por igual —a los de primera hora y a los de última— destaca la «justicia» de Dios. Esta es pura gratuidad, porque el hombre no tiene derechos ante Dios sino que todo lo recibe de Él, conforme a su gracia, de la que nos colmó en el Amado.

Lo primero que subraya el evangelio de hoy es que Dios rompe nuestros esquemas. Con cuánta frecuencia queremos meter a Dios en nuestra lógica, pero la «lógica» de Dios es distinta. Como dice Isaías: «Mis planes no son los planes de ustedes, sus caminos no son mis caminos». Hace falta mucha humildad para intentar sintonizar con Dios en lugar de pretender que Dios sintonice con nuestra mente tan estrecha.

Es tentación del hombre de todos los tiempos juzgar los planes de Dios, conforme a las propias categorías. Dios desborda nuestros pensamientos. Por eso, el hombre ante Dios ha de ser humilde y sencillo, confiando en su Amor, que nos ha llamado a la existencia y a su Reino.

La parábola contradice nuestro concepto humano de «justicia», y establece lo que se ha definido (Daniélou) como «el derecho de Dios a tratar a los hombres con la más perfecta desigualdad y sin tener en cuenta los diversos derechos«.

Aquí la «justicia» no es la retribución equitativa, sino el triunfo del bien sobre el mal; y el hombre está llamado a colaborar con ese triunfo con su vida.

Es doctrina de fe que «las obras buenas», si se hacen como Dios quiere, merecen recompensa; pero, para llegar a hacer las cosas como Dios manda, ha debido precedernos la gracia, que no se merece. Las buenas obras del que vive en gracia son dones de Dios y méritos del hombre. En la Nueva Ley, toda recompensa es gracia. Jesús rechaza la doctrina farisaica sobre el derecho a la recompensa y sobre la equivalencia entre mérito y paga.

Además, Jesús nos enseña la gratuidad: Dios nos lo ha dado todo gratuitamente. ¿Qué tenemos que no hayamos recibido? Pretendemos –como los jornaleros de la parábola– negociar con Dios, con una mentalidad de justicia que no es la del Reino, sino la de este mundo. El que ha sido llamado antes, ha de sentirse dichoso por ello; y el que ha trabajado más, debe dar más gracias, porque el trabajar por Dios y su Reino es ya un regalo inmenso: es Dios mismo el que nos concede la gracia de poder trabajar por Él.

Nos avisa el evangelio de que no hemos de mirar lo que trabajan o lo que reciben los demás, sino trabajar con todo entusiasmo en lo que se nos confía. No trabajamos para nosotros, sino para el Señor y para su Reino. La paga será la gloria, una felicidad inmensa y eterna, totalmente desproporcionada y sobreabundante.

El Reino de Dios trastoca muchos valores de los hombres: los que los hombres consideran primeros serán últimos y los que los hombres consideran últimos serán primeros. Sin duda, en el cielo nos llevaremos muchas sorpresas.

En un mundo donde todo se cobra y todo se paga qué difícil es comprender, aceptar y vivir la gratuidad con los demás y con Dios.

II. LA FE DE LA IGLESIA

Jesús llama a su reino
(543-546)

Jesús llama a entrar en el Reino a través de las parábolas, rasgo típico de su enseñanza. Todos los hombres están llamados a entrar en el Reino. Anunciado en primer lugar a los hijos de Israel, este reino mesiánico está destinado a acoger a los hombres de todas las naciones. Para entrar en él, es necesario acoger la palabra de Jesús. Exige también una elección radical para alcanzar el Reino: es necesario darlo todo, las palabras no bastan, hacen falta obras.

La bienaventuranza prometida nos coloca ante elecciones morales decisivas. Nos invita a purificar nuestro corazón de sus instintos malvados y a buscar el amor de Dios por encima de todo. Nos enseña que la verdadera dicha no reside ni en la riqueza o el bienestar, ni en la gloria humana o el poder, ni en ninguna obra humana, por útil que sea, como las ciencias, las técnicas y las artes, ni en ninguna criatura, sino en Dios sólo, fuente de todo bien y de todo amor.

El Decálogo (los Diez Mandamientos), el Sermón de la Montaña y la enseñanza de la Iglesia nos describen los caminos que conducen al Reino de los Cielos. Por ellos avanzamos paso a paso mediante actos cotidianos, sostenidos por la gracia del Espíritu Santo. Fecundados por la Palabra de Cristo, damos lentamente frutos en la Iglesia para la gloria de Dios.

El Reino pertenece a los pobres y a los pequeños, es decir a los que lo acogen con un corazón humilde. Jesús fue enviado para «anunciar la Buena Nueva a los pobres». Los declara bienaventurados porque «de
ellos es el Reino de los cielos»; a los «pequeños» es a quienes el Padre se ha dignado revelar las cosas que ha ocultado a los sabios y prudentes. Jesús, desde el pesebre hasta la cruz comparte la vida de los pobres; conoce el hambre, la sed y la privación. Aún más: se identifica con los pobres de todas clases y hace del amor activo hacia ellos la condición para entrar en su Reino.

Jesús invita a los pecadores al banquete del Reino: «No he venido a llamar a justos sino a pecadores». Les invita a la conversión, sin la cual no se puede entrar en el Reino, pero les muestra de palabra y con hechos la misericordia sin límites de su Padre hacia ellos y la inmensa «alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta». La prueba suprema de este amor será el sacrificio de su propia vida «para remisión de los pecados».

El Reino de los cielos ha sido inaugurado en la tierra por Cristo. Se manifiesta a los hombres en las palabras, en las obras y en la presencia de Cristo. La Iglesia es el germen y el comienzo de este Reino. Sus llaves son confiadas a Pedro.

Dios nos ofrece su gracia para vivir en su reino
(1996-2001)

La gracia es una participación en la vida de Dios. Nos introduce en la intimidad de la vida trinitaria: por el Bautismo el cristiano participa de la gracia de Cristo, Cabeza de su Cuerpo. Como «hijo adoptivo» puede ahora llamar «Padre» a Dios, en unión con el Hijo único. Recibe la vida del Espíritu que le infunde la caridad y que forma la Iglesia.

Nuestra justificación es obra de la gracia de Dios. La gracia es el favor, el auxilio gratuito que Dios nos da para responder a su llamada, ser hijos adoptivos de Dios, partícipes de la naturaleza divina.

Esta vocación a la vida eterna es sobrenatural. Depende enteramente de la iniciativa gratuita de Dios, porque sólo Él puede revelarse y darse a sí mismo. Sobrepasa las capacidades de la inteligencia y las fuerzas de la voluntad humana, como de toda criatura.

La gracia de Cristo es el don gratuito que Dios nos hace de su vida infundida por el Espíritu Santo en nuestra alma para curarla del pecado y santificarla: es la gracia santificante o deificante, recibida en el Bautismo. Es en nosotros la fuente de la obra de santificación.

La libre iniciativa de Dios exige la libre respuesta del hombre, porque Dios creó al hombre a su imagen concediéndole, con la libertad, el poder de conocerle y amarle. El alma sólo libremente entra en la comunión del amor. Dios toca inmediatamente y mueve directamente el corazón del hombre. Puso en el hombre una aspiración a la verdad y al bien que sólo Él puede colmar.

La preparación del hombre para acoger la gracia es ya una obra de la gracia. Esta es necesaria para suscitar y sostener nuestra colaboración a la justificación mediante la fe y a la santificación mediante la caridad. Dios acaba en nosotros lo que Él mismo comenzó.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«El hombre se debate entre su pequeñez para entender a Dios, por un lado, y Dios mismo, su grandeza y bondad, por otro. Cuando vence la gracia, el hombre prorrumpe en la alabanza: porque nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto mientras no descansa en ti» (S. Agustín).

«Ciertamente nosotros trabajamos también, pero no hacemos más que trabajar con Dios que trabaja. Porque su misericordia se nos adelantó para que fuésemos curados; nos sigue todavía para que, una vez curados, seamos vivificados; se nos adelanta para que seamos llamados, nos sigue para que seamos glorificados; se nos adelanta para que vivamos según la piedad, nos sigue para que vivamos por siempre con Dios, pues sin Él no podemos hacer nada» (S. Agustín).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Pastor, que con tus silbos amorosos
me despertaste del profundo sueño,
tú me hiciste cayado de este leño
en que tiendes los brazos poderosos.

Vuelve los ojos a mi fe piadosos,
pues te confieso por mi amor y dueño,
y la palabra de seguir empeño
tus dulces silbos y tus pies hermosos.

Oye, Pastor, que por amores mueres,
no te espante el rigor de mis pecados,
pues tan amigo de rendidos eres,
espera, pues, y escucha mis cuidados.
Pero ¿Cómo te digo que me esperes,
si estás, para esperar, los pies clavados?

Amén.