«Déjalo todo… Sígueme»
Sb 9, 13-19: ¿Quién comprende lo que Dios quiere?
Sal 89, 3 – 17 Señor, tú has sido nuestro refugio de generación en generación.
Flm 9b-10.12-17: Recíbelo no como esclavo, sino como hermano querido.
Lc 14, 25-33: El que no renuncia a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío.
I. LA PALABRA DE DIOS
Sólo en este domingo del año se lee un pasaje de la carta a Filemón, la más breve de San Pablo; que sabe que Filemón tiene derechos sobre su esclavo huido, pero invoca su caridad y su buena voluntad. Legalmente, Onésimo es esclavo de Filemón, pero religiosamente es su hermano, por ser los dos –amo y criado– hijos de Dios por el bautismo. Este principio evangélico en los primeros siglos de la Iglesia fue socavando lentamente la secular institución social de la esclavitud; que, aunque legalmente abolida y socialmente reprobada, desgraciadamente sigue existiendo en nuestro mundo de forma más o menos encubierta.
En el Evangelio, durante el transcurso de su larga subida a Jerusalén para sufrir la pasión y entrar así en la gloria, Jesús quiere dejar muy claras las condiciones para ser discípulo suyo: debían estar dispuestos a renunciar a todo: familia, riquezas y al propio egoísmo. ¡Que nadie se llame a engaño! Ya desde el primer paso hay que estar dispuesto a hacer «renuncia a todos sus bienes» y a «posponer al padre y a la madre, a la mujer y a los hijos, a los hermanos …y así mismo». Dura renuncia para quienes confiaban en Jesús como el futuro rey que los llenaría de honores, poder, prosperidad y autonomía. Sin estar dispuesto a jugárselo todo por Cristo, ni se construirá la Iglesia, ni se vencerá en la batalla contra las fuerzas del mal. El texto de este versículo pertenece a la esfera del primer Mandamiento, porque contiene una declaración implícita de la divinidad de Jesucristo: sólo Dios puede exigir una adhesión a Él tan inaudita.
Lo que Cristo dice parece duro y exigente. Por eso es necesario que Dios «nos dé sabiduría enviando su santo Espíritu desde el cielo» (1ª lectura) para que estas palabras nos resulten atractivas y encontremos en ellas nuestro gozo. Esta sabiduría, que es don del Espíritu, no sólo nos hace entender las palabras de Cristo, sino que suscita en nosotros el deseo de cumplirlas en totalidad y con perfección.
Es sólo el amor apasionado a Jesucristo el que nos hace estar dispuestos a perderlo todo por Él, a no poner condiciones, a no anteponer a Él absolutamente nada. Ni aun los amores más santos y bendecidos por Dios deben anteponerse al amor de Cristo. Cuando no existe el amor a Cristo o se ha enfriado, todo son excusas, «peros» y dificultades, se calcula cada renuncia, se recorta la generosidad, se frena la entrega, se disimula o justifica el pecado…
Y esta de Jesús, no es una invitación sólo para los consagrados. Cada cristiano, según su vocación y situación, ha de vivir como Cristo, en Cristo y para Cristo, sin más intereses absolutos: riquezas, reconocimiento social, proyectos propios, gratificaciones afectivas…
Seguir a Jesucristo es la ley del cristiano, ley nueva o ley evangélica que cumple, supera y lleva a su perfección la ley antigua. Es ley de amor, de gracia y de libertad. Exige renuncia al egoísmo y vivir en Cristo.
En la pluralidad de carismas, ministerios y servicios en la Iglesia se expresa una comunidad que sigue al Señor, único Camino, Verdad y Vida.
II. LA FE DE LA IGLESIA
La ley moral
(1950 – 1964)
La Ley divina es una instrucción paternal de Dios que prescribe al hombre los caminos que llevan a la bienaventuranza prometida y proscribe los caminos del mal. La ley divina se compone de la Ley natural y de la Ley revelada.
La Ley natural es una participación en la sabiduría y la bondad de Dios por parte del hombre, formado a imagen de su Creador. Expresa la dignidad de la persona humana y constituye la base de sus derechos y sus deberes fundamentales. La ley natural es inmutable, permanente a través de la historia. Las normas que la expresan son siempre substancialmente válidas. Es la base necesaria para la edificación de las normas morales y la ley civil.
La Ley revelada se compone de la Ley Antigua y de la Ley Nueva.
La Ley antigua es la primera etapa de la Ley revelada. Sus prescripciones morales se resumen en los diez Mandamientos. La Ley antigua es una preparación al Evangelio.
La ley nueva o ley evangélica
(1965 – 1972)
La Ley nueva o Ley evangélica es la perfección aquí abajo de la ley divina, natural y revelada. La Ley nueva es la gracia del Espíritu Santo dada a los fieles mediante la fe en Cristo. Actúa por la caridad, utiliza el Sermón de la Montaña del Señor para enseñarnos lo que hay que hacer, y los sacramentos para comunicarnos la gracia de realizarlo.
La Ley evangélica «da cumplimiento», purifica, supera, y lleva a su perfección la Ley antigua. En las «Bienaventuranzas» da cumplimiento a las promesas divinas elevándolas y ordenándolas al Reino de los cielos. No añade preceptos exteriores nuevos, pero llega a reformar la raíz de los actos, el corazón, donde el hombre elige entre lo puro y lo impuro, donde se forman la fe, la esperanza y la caridad, y con ellas las otras virtudes. Se dirige a los que están dispuestos a acoger con fe esta esperanza nueva: los pobres, los humildes, los afligidos, los limpios de corazón, los perseguidos a causa de Cristo, trazando así los caminos sorprendentes del Reino.
La Ley evangélica entraña la elección decisiva entre «los dos caminos» (Mt 7, 13‑14) y la práctica de las palabras del Señor (Mt 7, 21‑27); está resumida en la regla de oro: «Todo cuanto queráis que os hagan los hombres, hacédselo también vosotros; porque ésta es la Ley y los profetas» (Mt 7, 12; Lc 6, 31).
Toda la Ley evangélica está contenida en el «Mandamiento Nuevo» de Jesús: amarnos los unos a los otros como Él nos ha amado (cf. Jn 15, 12).
La Ley nueva es llamada ley de amor, porque hace obrar por el amor que infunde el Espíritu Santo más que por el temor; ley de gracia, porque confiere la fuerza de la gracia para obrar mediante la fe y los sacramentos; ley de libertad, porque nos libera de las observancias rituales y jurídicas de la Ley antigua, nos inclina a obrar espontáneamente bajo el impulso de la caridad y nos hace pasar de la condición del siervo «que ignora lo que hace su señor», a la de amigo de Cristo, «porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer» (Jn 15, 15), y también a la condición de hijo heredero (Ga 4, 1‑7. 21‑31; Rm 8, 15).
Los consejos evangélicos
(1973 – 1974; 915 – 919)
Más allá de sus preceptos, la Ley nueva contiene los consejos evangélicos. La distinción tradicional entre mandamientos de Dios y consejos evangélicos se establece por su relación a la caridad, perfección de la vida cristiana. Los preceptos están destinados a apartar de lo que es incompatible con la caridad. Los consejos tienen por fin apartar de lo que, incluso sin serle contrario, puede constituir un impedimento al desarrollo de la caridad.
Los consejos evangélicos manifiestan la plenitud viva de una caridad que nunca se sacia. Atestiguan su fuerza y estimulan nuestra prontitud espiritual. La perfección de la Ley nueva consiste esencialmente en los preceptos del amor de Dios y del prójimo. Los consejos indican vías más directas, medios más apropiados, y han de practicarse según la vocación de cada uno.
Los consejos evangélicos están propuestos en su multiplicidad a todos los discípulos de Cristo. La perfección de la caridad a la cual son llamados todos los fieles implica, para quienes asumen libremente el llamamiento a la vida consagrada, la obligación de practicar la castidad en el celibato por el Reino, la pobreza y la obediencia. La profesión de estos consejos en un estado de vida estable reconocido por la Iglesia es lo que caracteriza la «vida consagrada» a Dios.
III. EL TESTIMONIO CRISTIANO
«Dios no quiere que cada uno observe todos los consejos, sino solamente los que son convenientes según la diversidad de las personas, los tiempos, las ocasiones, y las fuerzas, como la caridad lo requiera. Porque es ésta la que, como reina de todas las virtudes, de todos los mandamientos, de todos los consejos, y en suma de todas las leyes y de todas las acciones cristianas, la que da a todos y a todas rango, orden, tiempo y valor» (San Francisco de Sales).
IV. LA ORACIÓN CRISTIANA
A Ti, sumo y eterno Sacerdote
de la nueva alianza, Jesucristo,
se ofrecen nuestros votos y se elevan
los corazones en acción de gracias.
Desde el seno del Padre, descendiste
al de la Virgen Madre;
te haces pobre, y así nos enriqueces;
tu obediencia, de esclavos libres hace.
Tú eres el Ungido, Jesucristo,
al Sacerdote único;
tiene su fin en ti la ley antigua,
por ti la ley de gracia viene al mundo.
Al derramar tu sangre por nosotros,
tu amor complace al Padre;
siendo la hostia de tu sacrificio,
hijos de Dios y hermanos Tú nos haces.
Para alcanzar la salvación eterna,
día a día se ofrece
tu sacrificio, mientras, junto al Padre,
sin cesar por nosotros intercedes.
A ti, Cristo pontífice, la gloria
por los siglos de los siglos;
tú que vives y reinas y te ofreces
al Padre en el amor del santo Espíritu.
Amén.