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26 de septiembre de 2021: DOMINGO XXVI ORDINARIO «B»


«El que hace el bien, hace lo que Dios quiere»

Nm 11, 25-29: «¿Estás tú celoso por mí? ¡Ojalá todo el pueblo profetizara!»
Sal 18: «Los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón»
St 5,1-6: «Vuestra riqueza está podrida»
Mc 9,38-43.45.47-48: «El que no está contra nosotros está a favor nuestro. Si tu mano te induce a pecar, córtatela»

I. LA PALABRA DE DIOS

En el Evangelio encontramos recogidas varias sentencias sobre el seguimiento de Jesús. Hay que evitar la envidia y la actitud sectaria y monopolizadora (1ª lectura), dejando campo libre a la intervención gratuita y sorprendente de Dios. Particularmente tremenda es la amenaza para los que escandalizan, es decir, para los que son estorbo o tropiezo para los demás en su adhesión a Cristo y a su palabra. Finalmente, el seguimiento de Cristo debe ser incondicional: estando en juego el destino definitivo del hombre, es preciso estar dispuesto a tomar cualquier decisión que sea necesaria por dolorosa que resulte.

«El que no está contra nosotros está a favor nuestro». Esta frase constituye un enigma, pues dice justamente lo contrario de otras palabras de Jesús en los evangelios de Mateo y Lucas: «Quién no está conmigo, está contra mí, y quién no recoge conmigo, desparrama» (Mt 12,30; Lc 11,23). La expresión se entiende mejor en el contexto en el que Jesús habla de su lucha contra el mal y el maligno. Por otro lado, Jesús ha venido con amor y paciencia ilimitados a hacer brotar el bien, dondequiera que se encuentre. Descubrimos en Jesús, junto a su combate contra el mal, un esfuerzo por «salvar lo que estaba perdido» (Lc 19,10). La postura que debemos adoptar en cada caso sólo podemos saberlo por las circunstancias y situaciones concretas. De todos modos, el evangelio nos exhorta a que superemos la mezquindad humana y nos abramos a todos los que defiendan una causa buena, aunque «no sean de los nuestros». Una tentación es la de creerse los únicos, los mejores. Sin embargo, todo el que se deje mover por Cristo, es de Cristo. Con cuanta facilidad se absolutizan métodos, medios, planes pastorales, maneras de hacer las cosas, carismas particulares, grupos… Pero toda intransigencia es una forma de soberbia, aparte de una ceguera.

«El que os dé a beber un vaso de agua porque sois de Cristo, en verdad os digo que no se quedará sin recompensa». Existen personas buenas que ayudan a los demás, aunque no conozcan a Cristo; en el juicio esas personas experimentarán la misericordia de Dios. Es en esas personas en las que piensa Jesús cuando dice: «El que no está contra nosotros, está a favor nuestro».

«Si tu mano te induce a pecar, córtatela». El evangelio es tajante. Y no porque sea duro o difícil. Nadie considera duro al médico que extirpa el cáncer. Más bien resultaría ridículo extirparlo sólo a medias. Lo que está en juego es si apreciamos la vida. El evangelio es tajante porque ama la vida, la vida eterna que Dios ha sembrado en nosotros, y por eso plantea guerra a muerte contra el pecado y todo lo que mata o entorpece esa vida: «más te vale entrar manco en la vida que ir con las dos manos a la gehenna, al fuego que no se apaga». Es una advertencia a no sobrevalorar las propias fuerzas y una amonestación a resistir inmediatamente y con decisión el ataque del mal. El Señor invita a una renuncia radical al pecado y al corte inmediato, y a menudo doloroso, cuando está amenazada la salvación de toda la persona. La cuestión decisiva es esta: ¿Deseamos de verdad la Vida eterna?

«Al que escandalice a uno de estos pequeñuelos que creen, más le valdría que le encajasen en el cuello una piedra de molino y lo echasen al mar». Tampoco aquí Jesús exagera. También aquí es el amor a la Vida lo que está en juego, el bien de los hermanos. Y escándalo no es sólo una acción pecaminosa especialmente llamativa. Todo lo que resulte un estorbo para la fe del hermano –y especialmente para los más débiles en la fe– es escándalo. Toda mediocridad consentida y justificada es un escándalo, un tropiezo. Toda actitud de no hacer caso a la palabra de Dios es escándalo. Todo pecado, aún oculto, es escándalo.

Siempre será algo terriblemente grave destruir o poner en peligro la fe de los sencillos. Jesús advierte a los seductores malintencionados y a los irresponsables, y está decidido a proteger siempre a quienes creen en Él. La fe de la gente sencilla es un bien que nadie puede dañar impunemente.

«Dónde el gusano no muere y el fuego no se apaga». A quienes escandalicen o se valgan de su influjo para incitar a los demás al pecado, Jesús les amenaza con los peores castigos del infierno. Pena terrible que no se extinguirá, por más que la verdad de la eternidad del infierno desconcierte tanto a la conciencia humana en nuestros días.

II. LA FE DE LA IGLESIA

La libertad, signo de la dignidad del hombre
(1701 – 1706)

La persona humana participa de la luz y la fuerza del Espíritu divino. En virtud de su alma y de sus potencias espirituales de entendimiento y de voluntad, el hombre está dotado de libertad. Mediante su razón, el hombre conoce la voz de Dios que le impulsa a hacer el bien y a evitar el mal. Todo hombre debe seguir esta ley que resuena en la conciencia y que se realiza en el amor de Dios y del prójimo.

El juicio moral sobre las acciones propias y ajenas
(1790 – 1799)

La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que está solo con Dios, cuya voz resuena en lo más íntimo de ella. Ante una decisión moral, la conciencia puede formar un juicio recto de acuerdo con la razón y la ley divina o, al contrario, un juicio erróneo que se aleja de ellas.

La persona humana debe obedecer siempre el juicio cierto de su conciencia. Si obrase deliberadamente contra este último, se condenaría a sí mismo. Pero sucede que la conciencia moral puede estar en la ignorancia y formar juicios erróneos sobre actos proyectados o ya cometidos.

Esta ignorancia puede con frecuencia ser imputada a la responsabilidad personal. Así sucede cuando el hombre no se preocupa de buscar la verdad y el bien y, poco a poco, por el hábito del pecado, la conciencia se queda casi ciega. En estos casos, la persona es culpable del mal que comete. El desconocimiento de Cristo y de su evangelio, los malos ejemplos recibidos de otros, la servidumbre de las pasiones, la pretensión de una mal entendida autonomía de la conciencia, el rechazo de la autoridad de la Iglesia y de su enseñanza, la falta de conversión y de caridad pueden conducir a desviaciones del juicio en la conducta moral.

Si por el contrario, la ignorancia es invencible, o el juicio erróneo sin responsabilidad del sujeto moral, el mal cometido por la persona no puede serle imputado. Pero no deja de ser un mal, una privación, un desorden. Por tanto, es preciso trabajar por corregir la conciencia moral de sus errores.

El respeto del alma del prójimo:
el escándalo
(2284 – 2287)

El escándalo es la actitud o el comportamiento que llevan a otro a hacer el mal. El que escandaliza se convierte en tentador de su prójimo. Atenta contra la virtud y el derecho; puede ocasionar a su hermano la muerte espiritual. El escándalo constituye una falta grave, si por acción u omisión, arrastra deliberadamente a otro a una falta grave.

El escándalo adquiere una gravedad particular según la autoridad de quienes lo causan o de la debilidad de quienes lo padecen. Inspiró a nuestro Señor esta maldición: «al que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le vale que le cuelguen al cuello una de esas piedras de molino que mueven los asnos y le hundan en lo profundo del mar» (Mt 18,6; Mc 9,42). El escándalo es grave cuando es causado por quienes, por naturaleza o por función, están obligados a enseñar y educar a los otros. Jesús, en efecto, lo reprocha a los escribas y fariseos: los compara a lobos disfrazados de corderos.

El escándalo puede ser provocado por la ley o por las instituciones, por la moda o por la opinión. Así se hacen culpables de escándalo quienes instituyen leyes o estructuras sociales que llevan a la degradación de las costumbres y a la corrupción de la vida religiosa, o a condiciones sociales que, voluntaria o involuntariamente, hacen ardua y prácticamente imposible una conducta cristiana conforme a los mandamientos. Lo mismo ha de decirse de los empresarios que imponen procedimientos que incitan al fraude, de los educadores que «exasperan» a sus alumnos, o los que, manipulando la opinión pública, la desvían de los valores morales.

El que usa los poderes de que dispone en condiciones que arrastran a hacer el mal se hace culpable de escándalo y responsable del mal que directa o indirectamente ha favorecido. «Es imposible que no vengan escándalos; pero, ¡ay de aquel por quien vienen!» (Lc 17,1).

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

Respecto de los falsos predicadores: «Pero si alguien me dice: ‘No sé qué hacer; ese hombre predica a Cristo, indica el camino para seguirle, se dice discípulo suyo, afirma que anuncia la verdad, ¿cómo no voy a seguir a quien enseña tales cosas?’, responderé: ‘Tiene una cosa en su lengua y otra en su conciencia’. Me dirás: ‘¿Y por dónde lo sé? ¿Acaso puedo yo leer las conciencias? Yo oigo que habla de Cristo y creo que profesa lo que oigo’. No te engañe el hijo de la falsedad, y, si tú eres hijo de la verdad, aprende, ¡oh cristiano!, que deseas oír y ver a Cristo. Si alguno te predicase a Cristo, examina y considera qué Cristo te predica y en dónde te lo predica» (San Agustín).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

El hombre estrena claridad
de corazón, cada mañana;
se hace la gracia más cercana
y es más sencilla la verdad

¡Puro milagro de la aurora!
Tiempo de gozo y eficacia:
Dios con el hombre, todo gracia
bajo la luz madrugadora

¡Oh la conciencia sin malicia!
¡La carne, al fin, gloriosa y fuerte!
Cristo de pié sobre la muerte,
y el sol gritando la noticia

Guárdanos tú, Señor del alba,
puros, austeros, entregados;
hijos de luz resucitados
en la Palabra que nos salva

Nuestros sentidos, nuestra vida,
cuanto oscurece la conciencia
vuelve a ser pura transparencia
bajo la luz recién nacida.

Amén.

19 de septiembre de 2021: DOMINGO XXV ORDINARIO “B”


“Seguimos al que no ha venido a ser servido,
sino a servir”

Sb 2,12.17-20: “Lo condenaremos a muerte ignominiosa”
Sal 53,3- 8: “El Señor sostiene mi vida”
St 3,16-4,3: “El fruto de la justicia se siembra en la paz para quienes trabajan por la paz”
Mc 9,30-37: “El Hijo del Hombre va a ser entregado. Quien quiera ser el primero, que sea el servidor de todos”

I. LA PALABRA DE DIOS

El Evangelio nos presenta el segundo anuncio de la pasión. Víctima de sus adversarios, que le acosan porque se sienten denunciados con su sola presencia (1ª lectura), Jesús camina consciente y libremente hacia el destino que el Padre le ha preparado. Frente a esta actitud suya, es brutal el contraste de los discípulos: no sólo siguen sin entender, y les asusta este lenguaje, sino que andan preocupados por quién de ellos es el más importante. Jesús recalca que la verdadera grandeza es la de quien, poniéndose en el último lugar, se hace siervo de los demás y acoge a los débiles y pequeños.

«Entregado en manos de los hombres». En manos de los pecadores. Esta expresión, no sólo se refiere a la traición que llevará a cabo uno de sus discípulos, ni a la simple entrega a un tribunal humano, sino que hace referencia a algo más profundo y vasto: a la entrega del Hijo del hombre a la violencia de los hombres, porque Dios lo permite y quiere. Ahí se expresa el sentido expiatorio de su muerte: «fue entregado por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación» (Rm 4,25) Dios entrega a su Hijo para que el mundo no perezca, y a su vez el Hijo se entrega libremente. Gracias a este acto de entrega todo hombre puede tener esperanza. La muerte de Jesús es un recuerdo indeleble de la malicia del pecado de los hombres, y también del poder de Dios. El Redentor ha dado su vida para que tengamos vida eterna. Su humillación nos levanta, nos dignifica. El Siervo de Yahvé ha expiado nuestros pecados cargando con ellos. Y camina confiado hacia la muerte porque sabe que hay quien se ocupa de Él: el desenlace de su vida lo comprueba, porque Dios Padre le ha resucitado.

Y al mismo tiempo es entregado por los hombres. Jesús ha sido condenado porque es la luz y las tinieblas rechazan la luz. El Justo es rechazado porque lleva una vida distinta de los demás, resulta incómodo, y su sola conducta es un reproche. También el cristiano, en la medida en que es luz, resulta molesto. Y por eso, forma parte de la herencia del cristiano el ser perseguido: «Ay si todo el mundo habla bien de ustedes» (Lc 6,26).

«Quien quiera ser el primero, que sea último de todos y el servidor de todos». Esta sentencia aparece repetida cinco veces en los Evangelios; tan importante era para la Iglesia primitiva. Resulta bochornoso que cuando Jesús está hablando de su pasión los discípulos estén buscando el primer puesto. Tan lejos estaban del Maestro, tan poco habían comprendido lo que significaba el seguimiento de Jesús. Jesús no pretende desencadenar una revolución contra los gobernantes terrenos, sino un orden nuevo que refleje el dominio de Dios y permita entrever su reino venidero. Pues, Dios domina mediante su amor misericordioso y Jesús ejerce su poder mediante su servicio, entregando su vida. Ésta es la auténtica liberación en la lucha incesante de los hombres entre sí, en la batalla de los intereses de grupo, en la guerra por el dominio y el poder. La mayor contradicción con el Evangelio es la búsqueda de poder, honores y privilegios. Sólo el que como Cristo se hace Siervo y esclavo de todos construye la Iglesia. Pero el que se deja llevar por la arrogancia, el orgullo, el afán de dominio o la prepotencia sólo contribuye a hundirla.

«Tomando un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó …». Llama la atención que un niño sea el representante de Jesús, en estrecha semejanza con la escena del Juicio final, en que Jesús se identifica con los atribulados y los que padecen necesidad (Mt 25,31s). Jesús pone al niño ante los ojos de sus discípulos, no como símbolo de la pequeñez y humildad (como en Mt 18,3s), sino como objeto de sus cuidados; como diciendo: quién quiera pertenecerme debe respetar y querer al indefenso, al insignificante, al despreciado, al necesitado de protección. Cuando los discípulos actúan así, Jesús los considera como enviados suyos y toma la defensa –frente al lenguaje denigrante y los ataques contra sus discípulos– de aquellos a quienes ha hecho partícipes de su tarea. Así, un ataque a los discípulos, es un ataque a Dios mismo.

Entre los seguidores de Jesús, sigue hoy habiendo quienes miran la Cruz con recelo. La idea de hacernos siervos como Él no nos apasiona demasiado. Sin embargo, ¿se puede ejercer el sacerdocio –por ejemplo– de otra manera? ¿Se puede servir al pueblo de Dios sin parecerse al que dio la vida en rescate por muchos?

II. LA FE DE LA IGLESIA

Razón del ministerio eclesial
(874 – 879)

Cristo el Señor, para dirigir al Pueblo de Dios y hacerle progresar siempre, instituyó en su Iglesia diversos ministerios que está ordenados al bien de todo el Cuerpo. El mismo Cristo es la fuente del ministerio en la Iglesia. Él lo ha instituido, le ha dado autoridad y misión, orientación y finalidad. Los ministros que poseen la sagrada potestad están al servicio de sus hermanos para que todos los que son miembros del Pueblo de Dios lleguen a la salvación.

Nadie, ningún individuo ni ninguna comunidad, puede anunciarse a sí mismo el Evangelio. «La fe viene de la predicación» (Rm 10, 17). Nadie se puede dar a sí mismo el mandato ni la misión de anunciar el Evangelio. El enviado del Señor habla y obra no con autoridad propia, sino en virtud de la autoridad de Cristo; no como miembro de la comunidad, sino hablando a ella en nombre de Cristo. Nadie puede conferirse a sí mismo la gracia, ella debe ser dada y ofrecida. Eso supone ministros de la gracia, autorizados y habilitados por parte de Cristo. De Él reciben la misión y la facultad (el “poder sagrado”) de actuar en la persona de Cristo Cabeza (in persona Christi Capitis). Este ministerio, en el cual los enviados de Cristo hacen y dan, por don de Dios, lo que ellos, por sí mismos, no pueden hacer ni dar, la tradición de la Iglesia lo llama “sacramento”. El ministerio de la Iglesia se confiere por medio del Sacramento del Orden.

En la Iglesia, el ministerio sacramental es un servicio ejercitado en nombre de Cristo y tiene una índole personal y una forma colegial.

Es propio de la naturaleza sacramental del ministerio eclesial tener un carácter colegial. Por eso, todo obispo ejerce su ministerio en el seno del colegio episcopal, en comunión con el obispo de Roma, sucesor de San Pedro y jefe del colegio; los presbíteros ejercen su ministerio en el seno del presbiterio de la diócesis, bajo la dirección de su obispo.

Es propio también de la naturaleza sacramental del ministerio eclesial tener carácter personal. Cuando los ministros de Cristo actúan en comunión, actúan siempre también de manera personal. Cada uno ha sido llamado personalmente («Tú sígueme») para ser, en la misión común, testigo personal, que es personalmente portador de la responsabilidad ante Aquél que da la misión, que actúa “in persona Christi” y en favor de personas : “Yo te bautizo en el nombre del Padre …”; “Yo te perdono…”.

En persona de Cristo Cabeza
y en nombre de la Iglesia
(1548 – 1552)

En el servicio eclesial del ministro ordenado es Cristo mismo quien está presente a su Iglesia como Cabeza de su cuerpo, Pastor de su rebaño, sumo Sacerdote del sacrificio redentor, Maestro de la Verdad.

Esta presencia de Cristo en el ministro no debe ser entendida como si éste estuviese exento de todas las flaquezas humanas, del afán de poder, de errores, es decir del pecado. No todos los actos del ministro son garantizados de la misma manera por la fuerza del Espíritu Santo. Mientras que en los sacramentos esta garantía es dada de modo que ni siquiera el pecado del ministro puede impedir el fruto de la gracia, existen muchos otros actos en que la condición humana del ministro deja huellas que no son siempre el signo de la fidelidad al evangelio y que pueden dañar por consiguiente a la fecundidad apostólica de la Iglesia.

Este sacerdocio es ministerial (es un servicio) y está enteramente referido a Cristo y a los hombres. Depende totalmente de Cristo y de su sacerdocio único, y fue instituido en favor de los hombres y de la comunidad de la Iglesia. El sacramento del Orden comunica “un poder sagrado”, que no es otro que el de Cristo. El ejercicio de esta autoridad debe, por tanto, medirse según el modelo de Cristo, que por amor se hizo el último y el servidor de todos. El Señor dijo claramente que la atención prestada a su rebaño era prueba de amor a Él.

El sacerdocio ministerial no tiene solamente por tarea representar a Cristo –Cabeza de la Iglesia– ante la asamblea de los fieles, actúa también en nombre de toda la Iglesia cuando presenta a Dios la oración de la Iglesia y sobre todo cuando ofrece el sacrificio eucarístico.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

“Y, siendo que san Pablo podía recordar muchos aspectos grandiosos y divinos de Cristo, no dijo que se gloriaba de estas maravillas –que hubiese creado el mundo, cuando, como Dios que era, se hallaba junto al Padre, y que hubiese imperado sobre el mundo, cuando era hombre como nosotros–, sino que dijo: «Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo»” (San Agustín).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Cantemos al Señor con alegría,
unidos a la voz del pastor santo;
demos gracias a Dios, que es luz y guía,
solícito pastor de su rebaño.

Es su voz y su amor el que nos llama
en la voz del pastor que él ha elegido,
es su amor infinito el que nos ama
en la entrega y amor de este otro cristo.

Conociendo en la fe su fiel presencia,
hambrientos de verdad y luz divina,
sigamos al pastor que es providencia
de pastos abundantes que son vida.

Apacienta, Señor, guarda a tus hijos,
manda siempre a tu mies trabajadores;
cada aurora, a la puerta del aprisco,
nos aguarde el amor de tus pastores.

Amén.

12 de septiembre de 2021: Domingo XXIV ordinario “B”


“Dios no perdonó a su propio Hijo,
sino que lo entregó por nosotros”

Is 50,5-9a: “Ofrecí la espalda a los que me golpeaban”
Sal 114,1-9: “Caminaré en presencia del Señor en el país de los vivos”
St 2,14-18: “La fe, si no tiene obras, está muerta”
Mc 8,27-36: “Tú eres el Mesías. El Hijo del hombre tiene que padecer mucho”

I. LA PALABRA DE DIOS

La Buena Nueva del reino de Dios no es una especie de cuerpo de enseñanzas doctrinales, sino un misterio encarnado en Jesucristo, una revelación de su propia identidad e intimidad y de su papel personal en el plan de Dios (que se refleja también en una “doctrina”, “su” doctrina). En este contexto se entiende mejor la pregunta y la confesión de fe en Cesarea de Filipo. Pedro es el primero de los hombres en confesar a Jesús como el Mesías esperado. Es un profundo acto de fe proclamada.

Jesús no rechaza el título de Mesías, el esperado de Israel, lo es; pero pide a los que ya lo reconocen como tal que guarden silencio. Ese silencio era aconsejable en circunstancias en las que el pueblo podía tomar a Jesús como Mesías político, o para evitar la animadversión de los jefes religiosos antes de tiempo.

Jesús precisa de qué tipo de Mesías se trata: es Mesías, pero cumplirá su misión mesiánica a través del sufrimiento y de la muerte voluntaria; es el Siervo de Yahvé, que se entrega en obediencia a los planes del Padre, confiando totalmente en su protección (1ª lectura). Con la expresión «el Hijo del hombre tiene que padecer» unirá en una sola las figuras del Mesías juez glorioso y la del Siervo doliente de Isaías. Jesús quiere que, ya que sus discípulos le aceptan como Mesías, le acepten tal como los sucesos futuros de la pasión les harán ver, algo apenas captado por los discípulos.

El Siervo sufriente de Isaías repite lo que se le ha dicho: «Me abrió el oído», indica la revelación que ha recibido; «mesaban mi barba», evoca el desprecio a su dignidad personal; «no escondí el rostro…», se cumplió en Jesucristo. Ante el misterio de la cruz, Jesús no se echa atrás. Al contrario, se ofrece libre y voluntariamente, se adelanta: «ofrecí la espalda a los que me golpean». En el evangelio de hoy aparece el primero de los tres anuncios de la pasión: Jesús sabe perfectamente a qué ha venido y no se resiste.

La raíz de esta actitud de firmeza y seguridad de Jesús es su plena y absoluta confianza en el Padre: «El Señor Dios me ayuda, por eso no sentía los ultrajes». Si tenemos que reconocer que todavía la cruz nos echa para atrás es porque no hemos descubierto en ella la sabiduría y el amor del Padre. Jesús veía en ella la mano del Padre y por eso puede exclamar: «Sé que no quedaría defraudado». Y esta confianza le lleva a clamar y a invocar al Padre en su auxilio.

Una vez desvelado el destino de sufrimiento y muerte que le corresponde como Hijo del Hombre, Jesús emprende su camino hacia Jerusalén. A lo largo de este camino Jesús va manifestando más abierta y detalladamente su destino doloroso y el estilo que deben vivir sus seguidores. Si antes abundaban los milagros y eran escasas las enseñanzas, dirigidas preferentemente al gran público; a partir de ahora escasean las curaciones milagrosas, y abundan las enseñanzas de Jesús, sobre todo para los discípulos.

El discípulo no sólo debe confesar rectamente su fe en un Mesías crucificado y humillado, sino que debe seguirle fielmente por su mismo camino de donación, de entrega y de renuncia. Todo lo que sea salirse de la lógica de la cruz es deslizarse por los senderos de la lógica satánica. ¿Acepto yo de buena gana la cruz que aparece en mi vida? ¿O me rebelo frente a ella? Al fin y al cabo, nuestra cruz es más fácil: se trata de seguir la senda de Jesús, el camino que Él ya ha recorrido antes que nosotros y que ahora recorre con nosotros. Pero es necesario cargarla con decisión y firmeza.

La cruz de Jesús supuso humillación y desprestigio público, y es imposible ser cristiano sin estar dispuesto a aceptar el desprecio de los hombres por causa de Cristo, por el hecho de ser cristiano. «quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará». El valor supremo de la vida física está en sacrificarla para adquirir la Vida; en la jerarquía cristiana de valores, la vida del alma vale el sacrificio de todos los demás bienes.

II. LA FE DE LA IGLESIA

La obediencia de la fe
(142 – 144)

Por su revelación, Dios invisible habla a los hombres como amigo, movido por su gran amor, y mora con ellos para invitarlos a la comunicación consigo y recibirlos en su compañía. La respuesta adecuada a esta invitación es la fe.

Por la fe, el hombre somete completamente su inteligencia y su voluntad a Dios. Con todo su ser, el hombre da su asentimiento a Dios que revela. La Sagrada Escritura llama «obediencia de la fe» a esta respuesta del hombre a Dios que revela.

Obedecer (“ob-audire”) en la fe, es someterse libremente a la palabra escuchada, porque su verdad está garantizada por Dios, la Verdad misma. De esta obediencia, Abraham es el modelo que nos propone la Sagrada Escritura. La Virgen María es la realización más perfecta de la misma.

Abraham, «el padre de todos los creyentes»
(145 – 147)

La carta a los Hebreos, en el gran elogio de la fe de los antepasados, insiste particularmente en la fe de Abraham: «Por la fe, Abraham obedeció y salió para el lugar que había de recibir en herencia, y salió sin saber a dónde iba… Por la fe, vivió como extranjero y peregrino en la Tierra prometida… Por la fe, a Sara se otorgó el concebir al hijo de la promesa. Por la fe, finalmente, Abraham ofreció a su hijo único en sacrificio» (cf. Hb 11). Gracias a esta “fe poderosa”, Abraham vino a ser «el padre de todos los creyentes» (Rom 4,11.18).

María : «Dichosa la que ha creído»
(148 – 149)

La Virgen María realiza de la manera más perfecta la obediencia de la fe. En la fe, María acogió el anuncio y la promesa que le traía el ángel Gabriel, creyendo que nada es imposible para Dios y dando su asentimiento: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). Por esta fe todas las generaciones la proclamarán bienaventurada (cf. Lc 1,48).

Durante toda su vida, y hasta su última prueba, cuando Jesús, su hijo, murió en la cruz, su fe no vaciló. María no cesó de creer en el “cumplimiento” de la palabra de Dios. Por todo ello, la Iglesia venera en María la realización más pura de la fe.

Creer sólo en Dios,
en Jesucristo, en el Espíritu Santo
(150 – 152)

La fe es ante todo la adhesión personal del hombre a Dios; es al mismo tiempo e inseparablemente el asentimiento libre a toda la verdad que Dios ha revelado. En cuanto adhesión personal a Dios y asentimiento a la verdad que Él ha revelado, la fe cristiana difiere de la fe en una persona humana. Es justo y bueno confiarse totalmente a Dios y creer absolutamente lo que Él dice. Sería vano y errado poner una fe semejante en una criatura.

Para el cristiano, creer en Dios es inseparablemente creer en aquel que Él ha enviado, Jesucristo, «su Hijo amado», en quien ha puesto toda su complacencia. Dios nos ha dicho que le escuchemos. El Señor mismo dice a sus discípulos: «Creed en Dios, creed también en mí» (Jn 14,1). Podemos creer en Jesucristo porque es Dios, el Verbo hecho carne: «A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado» (Jn 1,18). Porque “ha visto al Padre”, Él es único en conocerlo y en poderlo revelar.

No se puede creer en Jesucristo sin tener parte en su Espíritu. Es el Espíritu Santo quien revela a los hombres quién es Jesús. Porque nadie puede decir: “Jesús es Señor” sino bajo la acción del Espíritu Santo. «El Espíritu todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios…Nadie conoce lo íntimo de Dios, sino el Espíritu de Dios» (1 Cor 2,10-11). Sólo Dios conoce a Dios enteramente. Nosotros creemos en el Espíritu Santo porque es Dios.

Las características de la fe
(153 – 165)

La fe es necesaria para la salvación, pues, como afirmó el Señor, «el que crea y se bautice, se salvará; el que se niegue a creer se condenará» (Mc 16,16).

La fe es una virtud sobrenatural infusa por la que creemos en Dios y en todo lo que Él nos ha revelado, no por la evidencia de esas verdades, sino por la autoridad de Dios, que no puede engañarse ni engañarnos. Consiste en la respuesta afirmativa, consciente y libre, del hombre a Dios. El hombre para creer necesita la gracia del Espíritu Santo, pues la fe es un don sobrenatural, concedido por Dios a quien lo pide con humildad.

¿En quién creemos? Creemos en Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo. ¿En qué creemos? Los cristianos creemos aquellas verdades reveladas por Dios, contenidas en la Palabra de Dios –la escrita en la Biblia y la transmitida en la Tradición– y que son propuestas por el Magisterio de la Iglesia como divinamente reveladas. Las principales verdades de nuestra fe se encuentran resumidas en el Credo.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

Con esta revelación del Padre y con la efusión del Espíritu Santo, que marcan un sello imborrable en el misterio de la Redención, se explica el sentido de la Cruz y de la muerte de Cristo. El Dios de la Creación se revela como Dios de la Redención, como Dios que es fiel a sí mismo, fiel a su amor y al hombre y al mundo, ya revelado el día de la Creación. El suyo es amor que no retrocede ante nada… Y sobre todo el amor es más grande que el pecado, que la debilidad, «que la vanidad de la creación», más fuerte que la muerte; es amor siempre dispuesto a aliviar y a perdonar…” (San Juan Pablo II).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Tú eres grande, Señor, y muy digno de alabanza:
grande es tu poder, y tu sabiduría no tiene medida.

Y el hombre, pequeña parte de tu creación,
pretende alabarte, precisamente el hombre
que, revestido de su condición mortal,
lleva en sí el testimonio de su pecado
y el testimonio de que tú resistes a los soberbios.

A pesar de todo, el hombre,
pequeña parte de tu creación, quiere alabarte.

Tú mismo le incitas a ello,
haciendo que encuentre sus delicias en tu alabanza, porque nos has hecho para ti
y nuestro corazón está inquieto
mientras no descansa en ti.

Amén.
(S. Agustín)