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30 de octubre 2022: DOMINGO XXXI ORDINARIO “C”


«Cristiano, reconoce tu dignidad»

Sb 11,22-12,2: Te compadeces de todos, porque amas a todos los seres.
Sal 144: Bendeciré tu nombre por siempre, Dios mío, mi rey.
2 Ts 1,11-2,2: El nombre de Cristo será glorificado en vosotros y
vosotros en él.

Lc 19,1-10: El Hijo del Hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido.

I. LA PALABRA DE DIOS

El libro de la Sabiduría describe la infinita misericordia y bondad de Dios Padre sobre los hombres.

Comenzamos la lectura de la segunda carta a los Tesalonicenses que trata sobre el fin de los tiempos.

En el Evangelio, antes de llegar Jesús a Jerusalén pasó por Jericó; allí mostró una vez más su misericordia acercándose al pecador más marginado, el jefe de los recaudadores, Zaqueo, llamándolo y propiciando su conversión.

Zaqueo es presentado con discretas pinceladas humorísticas: «era pequeño de estatura», fracasa en sus intentos y queda ahogado entre «el gentío», pero su deseo de ver a Jesús  es más fuerte que el respeto humano: corre aparatosamente para adelantarse al gentío y sube gateando a un árbol.

Zaqueo «trataba de ver quién era Jesús. … Jesús … levantó los ojos». Aquí hay como un juego de miradas: Zaqueo intentaba ver a Jesús; y «para verlo» trepó al árbol; no sospechaba que la iniciativa de ver la tiene el Señor. Y hay también un juego de subir y de bajar, físico y espiritual: Zaqueo ha subido para ver, Jesús le manda bajar; se repite el estilo salvador de Dios, proclamado treinta años antes por María.

«Es necesario que hoy me quede en tu casa». Sorprende la actitud de Jesús que toma la iniciativa. Zaqueo no le ha pedido nada, simplemente tenía curiosidad por conocer a ese Jesús de quien probablemente había oído hablar. Pero Jesús se le adelanta, se autoinvita. Él también quiere vivir contigo, entrar en tu casa, permanecer en ella. ¿Le dejas? «Estoy a la puerta llamando; si alguno me oye y abre, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo» (Ap 3,20). Jesús desea ante todo la intimidad contigo. Precisamente «hoy», ahora.

«Hospedarse en casa de un pecador». Una vez más Jesús rompe todas las barreras. Los fariseos –los más cumplidores y los maestros espirituales del pueblo judío– no osaban juntarse con los publicanos, pecadores públicos; cuánto menos entrar en sus casas: se contaminarían. Pero Jesús se acerca sin prejuicios, a pesar de las murmuraciones.

«Le restituyo cuatro veces más». La Misná (explicación de la Ley antigua judía) decía: “la regla de restituir el doble (Cf. Ex 22,6) se aplica más frecuentemente que la de restituir el cuádruplo o el quíntuplo (Cf. Ex 21,37)”. Pero la ley antigua quedaba ya corta para el alma bien dispuesta de Zaqueo, hombre de muy buena estatura espiritual.

«Hoy ha sido la salvación de esta casa». La entrada en la casa de un publicano no contamina de impureza a Jesús; por el contrario, Jesús «contagia» a Zaqueo la salvación, porque donde entra el Salvador entra la salvación. Por eso Zaqueo, sorprendido por este amor gratuito e incondicional,  «lo recibió muy contento». Y promete cambiar de vida. Sin que Jesús le exija –ni tan siquiera le insinúe– nada. Ha sido convencido por la fuerza del amor. El que los fariseos daban por perdido –hasta el punto de no acercarse a él– ha sido salvado. Pues Jesús ha venido precisamente para eso: «a buscar y a salvar lo que estaba perdido». Su sola presencia transforma; también a ti. En la medida en que le dejes entrar en tu vida irás viendo cómo toda ella se renueva.

A partir del episodio de la conversión de Zaqueo descubrimos: 1º.- a Cristo, imagen perfecta del amor misericordioso de Dios, proclamado en la primera lectura; 2º.- al pecador, que recibe el abrazo del perdón y la conversión; 3º.- la vocación del convertido: ser –como el Señor que le ha perdonado– compasivo y misericordioso.

La vida en Cristo o vida moral tiene estos mismos principios: ser perfectos como el Padre celestial es perfecto; en Cristo está el Camino, la Verdad y la vida; el Espíritu Santo, recibido en el Bautismo, nos da la dignidad de participar de la misma naturaleza divina y vivir como Él.

II. LA FE DE LA IGLESIA

La vida en Cristo
(1691 – 1696)

En el Símbolo de la fe (el Credo) profesamos la grandeza de los dones de Dios al hombre por la obra de su Creación, y más aún, por la Redención y la Santificación. Lo que confesamos por la fe, los sacramentos nos lo comunican: por los sacramentos que nos han hecho renacer, hemos llegado a ser hijos de Dios, partícipes de la naturaleza divina. Los cristianos, reconociendo en la fe nuestra nueva dignidad, somos llamados a llevar en adelante una vida digna del Evangelio de Cristo. Por los sacramentos y la oración recibimos la gracia de Cristo y los dones de su Espíritu que nos capacitan para ello.

Cristo Jesús hizo siempre lo que agradaba al Padre. Vivió siempre en perfecta comunión con Él. De igual modo sus discípulos somos invitados a vivir bajo la mirada del Padre «que ve en lo secreto» para ser «perfectos como el Padre celestial es perfecto».
Incorporados a Cristo por el bautismo, estamos «muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús», participando así en la vida del Resucitado. Siguiendo a Cristo y en unión con Él, los cristianos podemos ser «imitadores de Dios, como hijos queridos y vivir en el amor», conformando nuestros pensamientos, nuestras palabras y nuestras acciones con «los sentimientos que tuvo Cristo» y siguiendo sus ejemplos.

«Justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios», «santificados y llamados a ser santos», los cristianos se convierten en «el templo del Espíritu Santo». Este «Espíritu del Hijo» nos enseña a orar al Padre y, haciéndose vida en nosotros, nos hace obrar para dar «los frutos del Espíritu» por la Caridad operante. Sanando las heridas del pecado, el Espíritu Santo nos renueva interiormente mediante una transformación espiritual, nos ilumina y nos fortalece para vivir como «hijos de la luz», «por la bondad, la justicia y la verdad» en todo.

Hay dos caminos, el uno de la vida, el otro de la muerte; pero entre los dos, una gran diferencia. El camino de Cristo «lleva a la vida», un camino contrario «lleva a la perdición». La parábola evangélica de “los dos caminos” está siempre presente en la catequesis de la Iglesia. Significa la importancia de las decisiones morales para nuestra salvación.

La vida moral
o vida según Cristo
(1697 – 1698)

Es importante destacar con toda claridad el gozo y las exigencias del camino de Cristo.

La “vida nueva” en Él será:
– una vida en el Espíritu Santo, Maestro interior de la vida según Cristo, dulce huésped del alma que inspira, conduce, rectifica y fortalece esta vida;
– una vida en gracia, pues por la gracia somos salvados, y también por la gracia nuestras obras pueden dar fruto para la vida eterna;
– una vida según las bienaventuranzas, porque el camino de Cristo está resumido en las bienaventuranzas, único camino hacia la dicha eterna a la que aspira el corazón del hombre;
– una vida que reconoce y rechaza el pecado y recibe el perdón, porque sin reconocerse pecador, el hombre no puede conocer la verdad sobre sí mismo, condición del obrar justo, y sin el ofrecimiento del perdón no podría soportar esta verdad;
– una vida de virtudes humanas (prudencia, justicia, fortaleza y templanza) que haga experimentar la belleza y el atractivo de las rectas disposiciones para el bien;
– una vida de virtudes cristianas de fe, esperanza y caridad que se inspire ampliamente en el ejemplo de los santos;
– una vida en del doble mandamiento de la caridad desarrollado en el Decálogo (los Diez Mandamientos);
– una vida eclesial, pues en los múltiples intercambios de los “bienes espirituales” en la “comunión de los santos” es donde la vida cristiana puede crecer, desplegarse y comunicarse.

La referencia primera y última de esta nueva forma de vida será siempre Jesucristo que es «el camino, la verdad y la vida». Contemplándole en la fe, los fieles de Cristo podemos esperar que Él realice en nosotros sus promesas, y que amándolo con el amor con que Él nos ha amado realicemos las obras que corresponden a nuestra dignidad de cristianos.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Os ruego que penséis que Jesucristo, Nuestro Señor, es vuestra verdadera Cabeza, y que vosotros sois uno de sus miembros. Él es con relación a vosotros lo que la cabeza es con relación a sus miembros; todo lo que es suyo es vuestro, su espíritu, su Corazón, su cuerpo, su alma y todas sus facultades, y debéis usar de ellos como de cosas que son vuestras, para servir, alabar, amar y glorificar a Dios. Vosotros sois de Él como los miembros lo son de su cabeza. Así desea Él ardientemente usar de todo lo que hay en vosotros, para el servicio y la gloria de su Padre, como de cosas que son de Él» (S. Juan Eudes).

«Cristiano, reconoce tu dignidad. Puesto que ahora participas de la naturaleza divina, no degeneres volviendo a la bajeza de tu vida pasada. Recuerda a qué Cabeza perteneces y de qué Cuerpo eres miembro. Acuérdate de que has sido arrancado del poder de las tinieblas para ser trasladado a la luz del reino de Dios» (S. León Magno).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

Hoy que sé que mi vida es un desierto,
en el que nunca nacerá una flor,
vengo a pedirte, Cristo jardinero,
por el desierto de mi corazón.

Para que nunca la amargura sea
en mi vida más fuerte que el amor,
pon, Señor, una fuente de alegría
en el desierto de mi corazón.

Para que nunca ahoguen los fracasos
mis ansias de seguir siempre tu voz,
pon, Señor, una fuente de esperanza
en el desierto de mi corazón.

Para nunca busque recompensa
al dar mi mano o al pedir perdón,
pon, Señor, una fuente de amor puro
en el desierto de mi corazón.

Para que no me busque a mí cuando te busco
y no sea egoísta mi oración,
pon tu Cuerpo, Señor, y tu Palabra
en el desierto de mi corazón.

Amén

23 de octubre de 2022: DOMINGO XXX ORDINARIO “C”


¡Señor, enséñanos a orar!

Eclo 35, 12-14. 16-19a: La oración del humilde atraviesa las nubes.
Sal 33: El afligido invocó al Señor, y él lo escuchó.
1 Tm 4,6-8.16-18: Me está reservada la corona de la justicia.
Lc 18, 9-14: El publicano bajó a su casa justificado, y el fariseo no.

I. LA PALABRA DE DIOS

En el libro sapiencial del Eclesiástico se subraya el valor de la perseverancia de los humildes en la oración. Esto es lo que mueve a Dios. Sólo el pobre es audaz en su humildad. La oración del humilde es escuchada. ¿Quién puede presentarse rico ante Dios?

Las últimas palabras de la primera carta a Timoteo son como el testamento espiritual de S. Pablo: él ha mantenido la fe y ésta le sostiene a él ante la prueba final y del martirio.

En el Evangelio, la parábola del fariseo y del publicano muestra que la oración, además de confiada y constante, ha de ser humilde.

«El fariseo, erguido, … ¡Oh Dios!, te doy gracias». El fariseo no pide, agradece; pero su agradecimiento es hipócrita; en realidad, piensa que es Dios quien tiene que estarle agradecido por ser tan buen cumplidor: 1°) No hace cosas malas, «no soy como los demás hombres». 2°) Hace obras buenas, y más de las que están prescritas en la Ley. El fariseo piensa no necesitar nada para salvarse, sabe y puede salvarse solo. “Nos encontramos ante dos actitudes diferentes de la conciencia moral del hombre de todos los tiempos: el publicano nos presenta una conciencia penitente, plenamente consciente de la fragilidad de la propia naturaleza y que ve en sus faltas, cualesquiera que sean las justificaciones subjetivas, una confirmación de que su ser necesita redención. El fariseo nos presenta una conciencia satisfecha de sí misma, que cree poder observar la ley sin ayuda de la gracia y está convencida de no necesitar misericordia” (San Juan Pablo II).

«Bajó a su casa justificado, y aquel no». El que se tenía por justo salió del templo siendo pecador, el que se confesó pecador salió en amistad con Dios.

La actitud adecuada del hombre en su relación con Dios sólo puede ser la de reconocer que Dios es «el que es» y «el que hace ser» (Ex 3,14), mientras que el hombre es «el que no es nada por sí mismo», el que lo recibe todo de Dios. La auténtica relación del hombre con Dios sólo puede basarse en la verdad de lo que es Dios y en la verdad de lo que es el hombre. Por eso, enorgullecerse delante de Dios no es sólo algo que esté moralmente mal, sino que es una tontería; es vivir en la mentira radical: «¿Qué tienes que no lo hayas recibido? Y, si lo has recibido, ¿a qué gloriarte como si no lo hubieras recibido?» (1 Cor 4,7).

Esto es válido sobre todo para el encuentro con Dios en la oración. Además de la fe perseverante, que nos recordaba el evangelio del domingo pasado, es radicalmente necesaria la humildad, que nos recuerda el de hoy. La única actitud justa delante de Dios es la de acercarnos a Él mendigando su gracia, como el pobre que sabe que no tiene derecho a exigir nada y que pide confiando sólo en la bondad del que escucha, no en sus propios méritos. Por eso, nada hay más contrario a la verdadera oración que la actitud del fariseo, que se presenta ante Dios exigiendo derechos, pasando factura de “sus buenas obras”.

Más aún: no sólo no tenemos derechos, sino que somos verdaderamente indignos de estar en presencia de Dios por haber rechazado tantas invitaciones suyas a lo largo de nuestra vida. Nuestra realidad de pecadores es un motivo más para la humildad, que, como al publicano, nos debe hacer sentirnos avergonzados, sin atrevernos a levantar los ojos: «Ten compasión de este pecador».

En los anteriores domingos hemos recibido las enseñanzas de Jesús sobre la vida moral y la vida de oración. La parábola del fariseo y del publicano nos ayuda a recapitular nuestras reflexiones sobre la vida de oración: El único maestro de oración es Jesús; El ora y nos enseña a orar.

II. LA FE DE LA IGLESIA

Jesús ora
(2598 – 2606)

El modelo perfecto de oración se encuentra en la oración filial de Jesús. Hecha con frecuencia en la soledad –en lo secreto–, la oración de Jesús entraña una adhesión amorosa a la voluntad del Padre hasta la cruz y una absoluta confianza en ser escuchada.

Jesús se retira con frecuencia en soledad a la montaña, con preferencia por la noche, para orar. Lleva a los hombres en su oración, y los ofrece al Padre, ofreciéndose a sí mismo. Sus palabras y sus obras aparecen como la manifestación visible de su oración «en lo secreto».

Jesús ora antes de los momentos decisivos de su misión: antes de que el Padre dé testimonio de Él en su Bautismo y de su Transfiguración, y antes de dar cumplimiento con su Pasión al designio de amor del Padre. Jesús ora también ante los momentos decisivos que van a comprometer la misión de sus apóstoles: antes de elegir y de llamar a los Doce, antes de que Pedro lo confiese como «el Cristo de Dios» y para que la fe del príncipe de los apóstoles no desfallezca ante la tentación. La oración de Jesús es una entrega, humilde y confiada, de su voluntad humana a la voluntad amorosa del Padre.

Los evangelistas han conservado las dos oraciones más explícitas de Cristo durante su ministerio. Cada una de ellas comienza precisamente con la acción de gracias. En la primera, Jesús confiesa al Padre, le da gracias y lo bendice porque ha escondido los misterios del Reino a los que se creen doctos y los ha revelado a los «pequeños»: los pobres de las Bienaventuranzas. La segunda oración es narrada por San Juan en el pasaje de la resurrección de Lázaro. La acción de gracias precede al acontecimiento: «Padre, yo te doy gracias por haberme escuchado», lo que implica que el Padre escucha siempre su súplica; y Jesús añade a continuación: «Yo sabía bien que tú siempre me escuchas», lo que implica que Jesús, por su parte, pide de una manera constante.

La “oración sacerdotal» de Jesús (cf. Jn 17) ocupa un lugar único en la Economía de la salvación. Esta oración, en efecto, muestra el carácter permanente de la plegaria de nuestro Sumo Sacerdote, y, al mismo tiempo, contiene lo que Jesús nos enseña en la oración del Padre Nuestro.

Cuando llega “la hora” de cumplir el plan amoroso del Padre, Jesús deja entrever la profundidad insondable de su plegaría filial, no sólo antes de entregarse libremente: «Abbá… no mi voluntad, sino la tuya»; sino hasta en sus últimas palabras en la Cruz, donde orar y entregarse son una sola cosa: hasta ese “fuerte grito” cuando expira entregando el espíritu. Todos los infortunios de la humanidad de todos los tiempos, esclava del pecado y de la muerte, todas las súplicas y las intercesiones de la historia de la salvación están recogidas en este grito del Verbo encarnado. He aquí que el Padre las acoge y, por encima de toda esperanza, las escucha al resucitar a su Hijo.

Jesús enseña a orar
(2607 – 2615)

«Estando él orando en cierto lugar, cuando terminó, le dijo uno de sus discípulos: “Maestro, enséñanos a orar”». Es, sobre todo, al contemplar a su Maestro en oración, cuando el discípulo de Cristo desea orar. Entonces, puede aprender del Maestro de oración. Contemplando y escuchando al Hijo, los hijos aprenden a orar al Padre.

En su enseñanza, Jesús instruye a sus discípulos para que oren con un corazón purificado, una fe viva y perseverante, una audacia filial. Les insta a la vigilancia y les invita a presentar sus peticiones a Dios en su nombre.

Jesús insiste en la conversión del corazón: la reconciliación con el hermano antes de presentar una ofrenda sobre el altar, el amor a los enemigos y la oración por los perseguidores, orar al Padre “en lo secreto”, no gastar muchas palabras, perdonar desde el fondo del corazón al orar, la pureza del corazón y la búsqueda del Reino. Esta conversión se centra totalmente en el Padre; es lo propio de un hijo.

Del mismo modo que Jesús ora al Padre y le da gracias antes de recibir sus dones, nos enseña esta audacia filial: «todo cuanto pidan en la oración, crean que ya lo han recibido». La oración de fe no consiste solamente en decir «Señor, Señor», sino en disponer el corazón para hacer la voluntad del Padre. Jesús invita a sus discípulos a llevar a la oración esta voluntad de cooperar con el plan divino.

En comunión con su Maestro, la oración de los discípulos es un combate, y velando en la oración es como no se cae en la tentación.

Jesús escucha nuestra oración
(2616)

La oración a Jesús ya ha sido escuchada por Él durante su ministerio: Jesús escucha la oración de fe expresada en palabras (el leproso, Jairo, la cananea, el buen ladrón), o en silencio (los portadores del paralítico, la hemorroisa que toca su vestido, las lágrimas y el perfume de la pecadora).

La petición apremiante de los ciegos: «¡Ten piedad de nosotros, Hijo de David!» o «¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!» ha sido recogida en la tradición de la Oración a Jesús: “¡Jesús, Cristo, Hijo de Dios, Señor, ten piedad de mí, pecador!” Sanando enfermedades o perdonando pecados, Jesús siempre responde a la plegaria del que le suplica con fe: «ve en paz, tu fe te ha salvado».

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«La conciencia que tenemos de nuestra condición de esclavos nos haría meternos bajo tierra, nuestra condición terrena se desharía en polvo, si la autoridad de nuestro mismo Padre y el Espíritu de su Hijo no nos empujase a proferir este grito: ¡Abbá, Padre!» (S. Pedro Crisólogo).

San Agustín resume admirablemente las tres dimensiones de la oración de Jesús: «Ora por nosotros como sacerdote nuestro; ora en nosotros como cabeza nuestra; a Él se dirige nuestra oración como a Dios nuestro. Reconozcamos, por tanto, en Él nuestras voces; y la voz de Él, en nosotros».

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

En esta tarde, Cristo del Calvario,
vine a rogarte por mi carne enferma;
pero, al verte, mis ojos van y vienen
de tu cuerpo a mi cuerpo con vergüenza.

¿Cómo quejarme de mis pies cansados,
cuando veo los tuyos destrozados?
¿Cómo mostrarte mis manos vacías,
cuando las tuyas están llenas de heridas?

¿Cómo explicarte a ti mi soledad,
cuando en la cruz alzado y solo estás?
¿Cómo explicarte que no tengo amor,
cuando tienes rasgado el corazón?

Ahora ya no me acuerdo de nada,
huyeron de mi todas mis dolencias.
El ímpetu del ruego que traía
se me ahoga en la boca pedigüeña.

Y sólo pido no pedirte nada,
estar aquí, junto a tu imagen muerta,
ir aprendiendo que el dolor es sólo
la llave santa de tu santa puerta.

Amén.

16 de octubre de 2022: DOMINGO XXIX ORDINARIO “C”


Pidan…

Ex 17, 8-13 Mientras Moisés tenía en alto las manos, vencía Israel.
Sal 120: Nuestro auxilio es el nombre del Señor, que hizo el cielo y
la tierra.

2 Tim 3,14-4,2 El hombre de Dios sea perfecto y esté preparado para toda obra buena.
Lc 18, 1-8 Dios hará justicia a sus elegidos que claman ante Él.

I. LA PALABRA DE DIOS

Moisés fue un gran ejemplo de orante. Su plegaria hecha con perseverancia fue eficaz. La oración de Moisés es la figura cautivadora de la oración de intercesión, que tiene su cumplimiento en el único Mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo.

Sigue la exhortación de S. Pablo a Timoteo: La Palabra de Dios contenida en la Sagrada Escritura es el principal instrumento para que los sucesores de los apóstoles ejerzan su ministerio.

Por tercer domingo consecutivo el evangelio nos remite a la fe como realidad fundamental de nuestra vida cristiana: «Cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?». En este caso, se trata de una fe que desemboca en oración, de una oración empapada de fe.

Para inculcarnos la necesidad de orar siempre, sin desfallecer, Jesús nos propone la parábola del juez inicuo que «ni temía a Dios ni le importaban los hombres», es decir, tenía desquiciados los dos polos de su vida: la relación con Dios y con el prójimo. Si este hombre sin sentimientos atiende a los ruegos de la viuda sólo para que le deje en paz, ¡cuánto más no atenderá Dios las súplicas de los elegidos «que claman ante él día y noche»!

La eficacia de la oración está garantizada por el lado de Dios, pues la súplica se encuentra con un Padre infinitamente amoroso que siempre escucha a sus hijos, atiende a sus necesidades y acude en su socorro. Pero del lado nuestro requiere una fe firme y sencilla, que suplica sin vacilar, convencida de que lo que pide ya está concedido. Es esta fe la que hace orar con insistencia –clamando «día y noche»– y con perseverancia –«siempre, sin desfallecer»–, aunque a veces parezca que Dios no escucha, con la certeza de que «el auxilio me viene del Señor». La constancia es el núcleo de la enseñanza de esta parábola. Hay que perseverar a pesar de la desconcertante sensación de que Dios “no interviene”.

Una ilustración de este poder de la oración lo tenemos en la primera lectura: «Mientras Moisés tenía en alto las manos, vencía Israel». La oración es el arma más poderosa que nos ha sido dada. «La oración es lo único que vence a Dios» (Tertuliano). Ella es capaz de transformar los corazones y cambiar el curso de la historia. Una oración hecha con fe es invencible; ninguna dificultad se le resiste.

II. LA FE DE LA IGLESIA

La oración de petición cristiana
(2629 – 2633)

Mediante la oración de petición mostramos la conciencia de nuestra relación con Dios: por ser criaturas, no somos ni nuestro propio origen, ni dueños de nuestras adversidades, ni nuestro fin último; pero también, por ser pecadores, sabemos, como cristianos, que nos apartamos de nuestro Padre. La petición ya es un retorno hacia Él.

La oración de la Iglesia es sostenida por la esperanza, aunque todavía estemos en la espera y tengamos que convertirnos cada día. La petición cristiana brota de otras profundidades, de lo que S. Pablo llama el gemido: el de la creación «que sufre dolores de parto» (Rm 8, 22), el nuestro también en la espera «del rescate de nuestro cuerpo. Porque nuestra salvación es objeto de esperanza» (Rm 8, 2324), y, por último, los «gemidos inefables» del propio Espíritu Santo que «viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos pedir como conviene» (Rm 8, 26).

La petición de perdón es el primer movimiento de la oración de petición (el publicano: «ten compasión de mí que soy pecador» Lc 13,13). Es el comienzo de una oración justa y pura. La humildad confiada nos devuelve a la luz de la comunión con el Padre y su Hijo Jesucristo, y de los unos con los otros: entonces cuanto pidamos lo recibimos de Él. Tanto la celebración de la Eucaristía como la oración personal comienzan con la petición de perdón.

La petición cristiana está centrada en el deseo y en la búsqueda del Reino que viene, conforme a las enseñanzas de Jesús. Hay una jerarquía en las peticiones: primero el Reino, a continuación lo que es necesario para acogerlo y para cooperar a su venida. Al orar, todo bautizado trabaja en la Venida del Reino.

El modelo del Padrenuestro:
las siete peticiones
(2803 – 2806)

Después de habernos puesto en presencia de Dios nuestro Padre para adorarle, amarle y bendecirle, el Espíritu filial hace surgir de nuestros corazones siete peticiones, siete bendiciones. Las tres primeras, más centradas en Dios, nos atraen hacia la Gloria del Padre; nos lleva hacia Él, para Él: ¡tu Nombre, tu Reino, tu Voluntad! Lo propio del amor es pensar primeramente en Aquel que amamos.

Al pedir “Santificado sea tu Nombre”, pedimos que el Nombre de Dios sea reconocido y tratado como santo por nosotros y en nosotros, lo mismo que en toda nación y en cada hombre.

Al pedir: “Venga a nosotros tu reino”, pedimos principalmente el retorno de Cristo y la venida final del Reino de Dios. También pedimos por el crecimiento del Reino de Dios, sirviendo a la verdad, a la justicia y a la paz, en el “hoy” de nuestras vidas.

Al pedir “Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”, pedimos al Padre que una nuestra voluntad a la de su Hijo para cumplir su voluntad, realizar su plan de salvación, para la vida del mundo.

Las cuatro últimas peticiones, como caminos hacia Él, ofrecen nuestra miseria a su Gracia. Son la ofrenda de nuestra esperanza y atrae la mirada del Padre de las misericordias. Brota de nosotros y nos afecta ya ahora, en este mundo: «danos… perdónanos… no nos dejes… líbranos«.

Al pedir “Danos hoy nuestro pan de cada día”, al decir “danos” queremos expresar, en comunión con nuestros hermanos, nuestra confianza filial en nuestro Padre del cielo; “nuestro pan” designa los alimentos y bienes terrenos necesarios para la subsistencia de todos y significa también el “Pan de Vida”: la Palabra de Dios y la Eucaristía.

Al pedir “Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”, imploramos la misericordia de Dios para nuestros pecados, la cual no puede penetrar en nuestro corazón si no hemos querido perdonar a nuestros enemigos, a ejemplo y con la ayuda de Cristo.

Al pedir “No nos dejes caer en la tentación”, pedimos a Dios que no nos permita tomar el camino que conduce al pecado. Esta petición implora el espíritu de discernimiento y de fuerza; solicita la gracia de la vigilancia y la perseverancia final.

Al pedir “Y líbranos del mal”, pedimos a Dios, con la Iglesia, que manifieste la victoria, ya conquistada por Cristo, sobre “el príncipe de este mundo”, sobre Satanás, el ángel que se opone personalmente a Dios y a su plan de salvación. Pedimos también que seamos liberados de todos los males, presentes, pasados y futuros, de los que el Maligno es autor o instigador.

El “Amén” final del Padre Nuestro significa nuestro “fiat”, “hágase”, es decir, cúmplanse las siete peticiones: “Así sea”.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«A los que buscan el Reino y la justicia de Dios, Él les promete darles todo por añadidura. Todo en efecto pertenece a Dios: el que posee a Dios, nada le falta, si él mismo no falta a Dios» (S. Cipriano).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

Padre nuestro,
padre de todos,
líbrame del orgullo
de estar solo.

No vengo a la soledad
cuando vengo a la oración,
pues sé que, estando contigo,
con mis hermanos estoy;
y sé, estando con ellos,
tú estás en medio, Señor.

No he venido a refugiarme
dentro de tu torreón,
como quien huye a un exilio
de aristocracia interior.
Pues vine huyendo del ruido,
pero de los hombres no.

Allí donde va un cristiano
no hay soledad, sino amor,
pues lleva toda la Iglesia
dentro de su corazón.
Y dice siempre «nosotros»,
incluso si dice «yo».

Padre nuestro…