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25 de abril de 2021: DOMINGO IV DE PASCUA “B”


«Entregó su vida como Siervo;
ha resucitado como Buen Pastor,
que seguirá al frente de su rebaño
hasta el fin de los tiempos»

Hch 4,8-12: «No hay salvación en ningún otro»
Sal 117: «La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular»
1 Jn 3,1-2: «Veremos a Dios tal cual es»
Jn 10,11-18: «El buen pastor da su vida por las ovejas»

I. LA PALABRA DE DIOS

«Por este Nombre, se presenta este sano ante vosotros». Es el Nombre de Jesucristo nazareno el único capaz de salvar totalmente, definitivamente. Su entrega es eficaz. Su amor es capaz de transformar. Al morir por nosotros nos sana. Al entregar su vida engendra vida. La Resurrección pone de relieve que el amor del Buen Pastor no era inútil o estéril, sino muy eficaz. Las conversiones y sanaciones realizadas por medio de los Apóstoles lo atestiguan.

«¡Somos hijos de Dios!» También en esto se manifiesta la fuerza de la Resurrección. En su victoria, Cristo nos atrae hacia Él para vivir su misma vida de Hijo, su misma relación con el Padre. Somos hijos en el Hijo. En Cristo somos hijos de Dios. En la Vigilia Pascual hemos renovado las promesas de nuestro bautismo y el mejor fruto de la Pascua es un acrecentamiento de la vivencia de nuestro ser hijos de Dios.

«Yo soy el Buen Pastor». Una nueva revelación de la divinidad de Jesús con la fórmula «Yo soy», haciendo suyo el nombre divino y manifestándose como Dios eterno. El título de «pastor» se daba en el Antiguo Testamento a príncipes, sacerdotes y profetas, al Mesías y al mismo Dios. El Buen Pastor se contrapone a los ladrones que se aprovechan de las ovejas; y se distingue de los asalariados, y aun de otros pastores, porque da su vida en bien del rebaño. A la luz de la Pascua, el evangelio de hoy nos invita a contemplar al Resucitado como Buen Pastor. Cristo Resucitado continúa presente en su Iglesia, camina con nosotros, conduce a su Pueblo.

«El Buen Pastor da su vida por las ovejas». Da la vida. No sólo la dio. La da continuamente. Jesús Resucitado permanece eternamente en la actitud que le llevó a la muerte. Ahora ya no muere. No puede morir. Pero el amor que le llevó a dar la vida es el mismo. Y eso continuamente. Instante tras instante, Cristo es el Buen Pastor que da la vida por sus ovejas, que da su vida por mí. Su amor «hasta el extremo», el que le llevó hasta la cruz, ha quedado eternizado mediante la resurrección. Su vida de resucitado es un acto continuo, perfecto y eficaz de amor a su Padre y de amor a los hombres, a cada uno de todos los hombres. Él mismo es el Amor que da la vida.

«Nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente». Si la muerte de Jesús no hubiera sido un acto enteramente libre, no se podría hablar ni de verdadera voluntad humana en Cristo ni de una redención voluntaria y meritoria. Este pasaje desvela un poco el misterio de la obediencia filial de Jesús: puede hacer por su cuenta una cosa: entregar su vida a favor de los que el Padre le ha confiado: y puede hacerlo ¡porque recibió del Padre este mandato!

La resurrección nos grita el valor y la eficacia de la Sangre de Cristo que nos ha redimido. Nosotros somos fruto de la entrega de Cristo. A diferencia del asalariado, a Cristo le importan las ovejas, porque son suyas; por eso da la vida por ellas. Y ahora, ya resucitado y glorioso, sin derramamiento de sangre, Cristo vive en la misma actitud de entrega. Ahora le importamos todavía más, porque nos ha comprado con su Sangre (Ap 5,9).

Más aún, Cristo Buen Pastor no sólo da la vida por nosotros, sino que nos enseña y nos impulsa también a nosotros a dar la vida. La resurrección nos habla con fuerza de que la vida se nos ha concedido para darla, de que vale la pena gastar la vida para que los demás tengan vida eterna, de que el que pierde su vida ese es el que de verdad la gana. 

II. LA FE DE LA IGLESIA

Cristo, Buen Pastor;
y la Iglesia, bajo Pedro y los obispos, su redil
(754 — 881)

La Iglesia es el redil cuya puerta única y necesaria es Cristo. Es también el rebaño cuyo pastor será el mismo Dios, como Él mismo anunció. Aunque son pastores humanos quienes gobiernan las ovejas, sin embargo es Cristo mismo el que sin cesar las guía y alimenta; Él, el Buen Pastor y Cabeza de los pastores, que dio su vida por las ovejas.

El Señor hizo de Simón, al que dio el nombre de Pedro, y solamente de él, la piedra de su Iglesia. Le entregó las llaves de ella; lo instituyó pastor de todo el rebaño. Está claro que también el Colegio de los Apóstoles, unido a su Cabeza, recibió la función de atar y desatar dada a Pedro. Este oficio pastoral de Pedro y de los demás apóstoles pertenece a los cimientos de la Iglesia. Se continúa por los obispos bajo el primado del Papa.

Dos modos de participar
en el único sacerdocio de Cristo
(1546 —1547)

Cristo, sumo sacerdote y único mediador, ha hecho de la Iglesia «un Reino de sacerdotes para su Dios y Padre». Toda la comunidad de los creyentes es, como tal, sacerdotal. El sacerdocio ministerial o jerárquico de los obispos y de los presbíteros, y el sacerdocio común de todos los fieles –aunque su diferencia es esencial y no sólo en grado– están ordenados el uno al otro; ambos, en efecto, participan, cada uno a su manera, del único sacerdocio de Cristo. ¿En qué sentido? Mientras el sacerdocio común de los fieles se realiza en el desarrollo de la gracia bautismal (vida de fe, de esperanza y de caridad, vida según el Espíritu), el sacerdocio ministerial está al servicio del sacerdocio común, en orden al desarrollo de la gracia bautismal de todos los cristianos. Es uno de los medios por los cuales Cristo no cesa de construir y de conducir a su Iglesia. Por esto es transmitido mediante un sacramento propio, el sacramento del Orden.

Cristo, presente en los pastores de la Iglesia
(1548 —1551; cf 1534 —1535)

En el servicio eclesial del ministro ordenado es Cristo mismo quien está presente a su Iglesia como Cabeza de su cuerpo, Pastor de su rebaño, sumo Sacerdote del sacrificio redentor, Maestro de la Verdad. Es lo que la Iglesia expresa al decir que el sacerdote, en virtud del sacramento del Orden, actúa «en la persona de Cristo Cabeza«. El ministro posee en verdad el papel del mismo Sacerdote, Cristo Jesús. Es asimilado al Sumo Sacerdote, por la consagración sacerdotal recibida, goza de la facultad de actuar por el poder de Cristo mismo a quien representa

El sacramentos del Orden está ordenado a la salvación de los demás. Contribuye ciertamente a la propia salvación, pero esto lo hace mediante el servicio que presta a los demás. Confiere una misión particular en la Iglesia y sirve a la edificación del Pueblo de Dios. Los que reciben el sacramento del orden son consagrados para –en el nombre de Cristo– ser los pastores de la Iglesia con la palabra y con la gracia de Dios.

Por el ministerio ordenado, especialmente por el de los obispos y los presbíteros, la presencia de Cristo como cabeza de la Iglesia se hace visible en medio de la comunidad de los creyentes. 

Esta presencia de Cristo en el ministro  no debe ser entendida como si éste estuviese exento de todas las flaquezas humanas, del afán de poder, de errores, es decir del pecado. No todos los actos del ministro son garantizados de la misma manera por la fuerza del Espíritu Santo. Mientras que en los sacramentos esta garantía es dada de modo que ni siquiera el pecado del ministro puede impedir el fruto de la gracia, existen muchos otros actos en que la condición humana del ministro deja huellas que no son siempre el signo de la fidelidad al evangelio y que pueden dañar por consiguiente a la fecundidad apostólica de la Iglesia.

Este sacerdocio es ministerial. Esta función, que el Señor confió a los pastores de su pueblo, es un verdadero servicio. Está enteramente referido a Cristo y a los hombres. Depende totalmente de Cristo y de su sacerdocio único, y fue instituido en favor de los hombres y de la comunidad de la Iglesia. El sacramento del Orden comunica «un poder sagrado», que no es otro que el de Cristo. El ejercicio de esta autoridad debe, por tanto, medirse según el modelo de Cristo, que por amor se hizo el último y el servidor de todos. El Señor dijo claramente que la atención prestada a su rebaño era prueba de amor a Él.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Miren si son en verdad sus ovejas, si le conocen, si han alcanzado la luz de su verdad. Si le conocen, digo,  no sólo por la fe, sino también por el amor; no sólo por la credulidad, sino también por las obras. Porque el mismo Juan Evangelista, que nos dice lo que acabamos de oír, añade también: «Quien dice: Yo le conozco, y no guarda sus mandamientos, es un  mentiroso»» (San Gregorio Magno).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Cantemos al Señor con alegría,
unidos a la voz del pastor santo;
demos gracias a Dios, que es luz y guía,
solícito pastor de su rebaño.

Es su voz y su amor el que nos llama
en la voz del pastor que él ha elegido,
es su amor infinito el que nos ama
en la entrega y amor de este otro cristo.

Conociendo en la fe su fiel presencia,
hambrientos de verdad y luz divina,
sigamos al pastor que es providencia
de pastos abundantes que son vida.

Apacienta, Señor, guarda a tus hijos,
manda siempre a tu mies trabajadores;
cada aurora, a la puerta del aprisco,
nos aguarde el amor de tus pastores. 

Amén.

18 de abril de 2021: DOMINGO III DE PASCUA “B”


«Creer en la Resurrección es sentirse impulsado por la fe
a proclamarla en todo tiempo y lugar»

Hch 3,13-15.17-19: «Matasteis al autor de la vida, pero Dios lo resucitó de entre los muertos»
Sal 15: «Haz brillar sobre nosotros, Señor, la luz de tu rostro»
1 Jn 2,1-5: «Él es víctima de propiciación por nuestros pecados y también por los del mundo entero»
Lc 24, 35-48: «Así está escrito: el Mesías padecerá y resucitará de entre los muertos al tercer día»

I. LA PALABRA DE DIOS

Lo fundamental del discurso de san Pedro, en la primera lectura, es que el llamamiento a la conversión se realiza sólo a partir del anuncio de la Resurrección. El asombro de quienes se preguntaban cómo san Pedro había hecho andar al paralítico, había servido de apoyo para invitar a la conversión.

La misma conversión continuada se pide en la segunda lectura. Del conocimiento de Jesucristo se desprende que el creyente se compromete a cumplir fielmente lo que Dios quiere.

El valor del testimonio está en darlo, es decir, en vivir de tal manera que los demás se sientan interpelados por una determinada manera de actuar. La diferencia con el «ejemplo» es que éste es ocasional y pretende enseñar algo. El testigo no pretende enseñar –y menos dar lecciones–. Se limita a ser consecuente siempre.

Evangelio: «Él se presentó en medio de ellos». Jesús resucitado se hace presente en medio de los suyos, en medio de su Iglesia. Está presente en los sacramentos: es Él quien bautiza, es Él quien perdona los pecados. Está presente de manera especialísima en la Eucaristía, entregándose por amor a cada uno con su poder infinito. Está presente en los hermanos, sobre todo en los más pobres y necesitados. Está presente en la autoridad de la Iglesia. La vida cristiana no consiste en vivir unas ideas, por bonitas que fueran. El cristiano vive de una presencia que lo llena todo: la presencia viva de Cristo resucitado. Y el tiempo de Pascua nos ofrece la gracia para captar más intensamente esta presencia, para acogerla sin condiciones, para vivir de ella.

«Creían ver un espíritu». Lo que menos esperaban los discípulos era ver a Jesús vivo —«un espíritu no tiene carne y hueso»—; tan mal preparados estaban psicológicamente para las apariciones que, si aceptaron la verdad de la resurrección de Jesús, fue, como dice san León Magno, «no sin vacilar». Aun creyendo en la Resurrección del Señor, pueden asaltarnos las mismas dudas que a los discípulos. Como a Jesús resucitado no le vemos, podemos tener la impresión de algo poco real, algo ilusorio, como si fuera un espíritu, una sombra. Pero también a nosotros nos repite: «Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona». El resucitado se identifica ante los suyos por las heridas de los clavos en la crucifixión. Nos remite a las huellas de su pasión. Verdaderamente padeció, verdaderamente murió, verdaderamente ha resucitado. Es Él en persona, en carne y hueso. El mismo que recorrió los caminos de Palestina, que predicó, que curó a los enfermos. El Resucitado es real. Vive de veras. Y mantiene su realidad humana, eso sí, glorificada. El tiempo de Pascua conlleva la gracia para conocer con más hondura la belleza de la realidad humana del Señor resucitado a la vez que su grandeza divina.

«Soy yo en persona». La resurrección no es una teoría, sino una realidad histórica. Jesús ha resucitado no porque su recuerdo permanezca vivo en el corazón de sus discípulos, sino porque Él mismo realmente vive. La resurrección no es un mito ni un sueño, no es una visión ni una utopía, ni una mera experiencia mística, no es una fábula, sino un acontecimiento único e irrepetible: Jesús de Nazaret, hijo de María, que en el crepúsculo del Viernes fue bajado de la cruz y sepultado, ha salido vencedor de la tumba. También a nosotros, como a los discípulos del evangelio, pueden surgirnos dudas y pensar que Cristo es una idea, un fantasma, algo irreal. Pero Él nos asegura: «Soy yo mismo». No hay motivo para la duda o la turbación. Como entonces, también hoy Cristo se pone en medio de nosotros para infundirnos la certeza de su presencia. Más aún, quiere hacernos tener experiencia de ella al comer con nosotros. La eucaristía es contacto real con el Resucitado.

«Les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras». Sin la gracia de Cristo la Biblia es un libro sellado, imposible de entender. Como a los primeros discípulos, también a nosotros Jesús resucitado nos abre el entendimiento para comprender. Él es el Maestro que sigue explicándonos las Escrituras. Pero lo hace como Maestro interior, porque nos enseña e ilumina por dentro. Sólo podemos entender la Escritura si la leemos en presencia del Resucitado y a su luz. Sólo escuchándole a Él en la oración, sólo invocando su Espíritu, la Biblia deja de ser letra muerta y se nos ilumina como palabra de vida y salvación.

Las Escrituras iluminan el sentido de la pasión y muerte de Cristo. También a nosotros Cristo Resucitado nos remite y nos lleva a las Escrituras; ellas dan testimonio de Él, pues ellas contienen el plan eterno de Dios. Y lo mismo que ilumina los sufrimientos de Cristo, la Palabra de Dios nos da el sentido de todos los acontecimientos dolorosos y a primera vista negativos de nuestra existencia. Es necesario acudir a ella en busca de luz. Pero también pedir a Cristo que –como a los apóstoles– abra nuestra mente para comprender las Escrituras.

«Vosotros sois testigos de esto». El encuentro con el Resucitado nos hace testigos, capaces de dar a conocer lo que hemos experimentado. Si de verdad nos hemos encontrado con el Resucitado, tendremos que repetir lo que los apóstoles: «no podemos menos de contar lo que hemos visto y oído» (Hch 4,20). En cambio, si no tenemos experiencia de Cristo, nuestra palabra será trompeta que hace ruido, pero es inútil, sonará a hueco.

II. LA FE DE LA IGLESIA

Ser testigo de Cristo
es serlo de su Resurrección
(995 – 996)

Ser testigo de Cristo es ser «testigo de su Resurrección»; «haber comido y bebido con Él después de su Resurrección de entre los muertos». La esperanza cristiana en la Resurrección está totalmente marcada por los encuentros con Cristo resucitado. Nosotros resucitaremos como Él, con Él, por Él.

Desde el principio, la fe cristiana en la resurrección ha encontrado incomprensiones y oposiciones. «En ningún punto la fe cristiana encuentra más contradicción que en la resurrección de la carne» (San Agustín). Se acepta muy comúnmente que, después de la muerte, la vida de la persona humana continúa de una forma espiritual. Pero ¿cómo creer que este cuerpo tan manifiestamente mortal pueda resucitar a la vida eterna?

Resucitados con Cristo
(1002 – 1004)

Si es verdad que Cristo nos resucitará en «el último día», también lo es, en cierto modo, que nosotros ya hemos resucitado con Cristo. En efecto, gracias al Espíritu Santo, la vida cristiana en la tierra es, desde ahora, una participación en la muerte y en la Resurrección de Cristo.

Unidos a Cristo por el Bautismo, los creyentes participan ya realmente en la vida celestial de Cristo resucitado, pero esta vida permanece escondida con Cristo en Dios. Con Cristo Jesús nos ha resucitado y hecho sentar en los cielos. Alimentados en la Eucaristía con su Cuerpo, nosotros pertenecemos ya al Cuerpo de Cristo. Cuando resucitemos en el último día también nos manifestaremos con Él llenos de gloria.

Esperando este día, el cuerpo y el alma del creyente participan ya de la dignidad de ser «en Cristo»; ahí es donde se basa la exigencia del respeto hacia el propio cuerpo, y también hacia el ajeno, particularmente cuando sufre: «El cuerpo es para el Señor y el Señor para el cuerpo. Y Dios, que resucitó al Señor, nos resucitará también a nosotros mediante su poder. ¿No saben que sus cuerpos son miembros de Cristo?… No se pertenecen… Glorifiquen, por tanto, a Dios con su cuerpo» (1 Co 6, 13-15. 19-20).

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«La resurrección de los muertos es esperanza de los cristianos; somos cristianos por creer en ella»  (Tertuliano).

«Así como el pan que viene de la tierra, después de haber recibido la invocación de Dios, ya no es pan ordinario, sino Eucaristía, constituida por dos cosas, una terrena y otra celestial, así nuestros cuerpos que participan en la eucaristía ya no son corruptibles, ya que tienen la esperanza de la resurrección» (San Ireneo de Lyon).

«Para mí es mejor morir en Cristo Jesús que reinar de un extremo a otro de la tierra. Lo busco a Él, que ha muerto por nosotros; lo quiero a Él, que ha resucitado por nosotros. Mi parto se aproxima …Déjenme recibir la luz pura; cuando yo llegue allí, seré un hombre» (San Ignacio de Antioquía).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Dejad que el grano se muera
y venga el tiempo oportuno:
dará cien granos por uno
la espiga de primavera.

Mirad que es dulce la espera
cuando los signos son ciertos;
tened los ojos abiertos
y el corazón consolado:
si Cristo ha resucitado,
¡resucitarán los muertos!

Amén.

11 de abril de 2021: DOMINGO II DE PASCUA o DE LA DIVINA MISERICORDIA «B».


«¡Señor mío y Dios mío!» Sólo desde la fe se puede adorar así.

Hch 4,32-35: «Un solo corazón y una sola alma»
Sal 117: «Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia»
1 Jn 5,1-6: «Todo lo que ha nacido de Dios vence al mundo»
Jn 20,19-31: «A los ocho días llegó Jesús»

I. LA PALABRA DE DIOS

El libro de los Hechos de los Apóstoles revela que lo que hacían las primeras comunidades no pasaba inadvertido: «Y se los miraba a todos con mucho agrado». Su manera de vivir se convertía en testimonio: la gente se fijaba en su actitud y se sentía atraída por su novedad u originalidad. Por sus obras eran misioneros, testigos.

El pasaje del Evangelio de San Juan muestra la conexión entre la Resurrección y el envío del Espíritu Santo. Por el Espíritu reúne Jesús a su Iglesia, anuncia un nuevo modo de presencia, le garantiza que estará en y con la comunidad.

«Paz a vosotros». La paz es simple y llanamente don del resucitado. En esa paz está comprendida la gran reconciliación que abarca al mundo entero, y que Jesús ha operado con su muerte «para la vida del mundo». La paz del resucitado es una realización del crucificado; es decir, que sólo ha sido posible por sus padecimientos y su muerte. Es la paz que brota del sacrificio de Jesús por su victoria definitiva sobre el pecado.

«Les enseñó las manos y el costado». El resucitado es el mismo que murió en la cruz. Por eso les muestra las manos y el costado. Las heridas de Jesús se convierten en sus señas de identidad. El Cristo resucitado y glorificado no ha borrado de su personalidad la historia terrena de sus padecimientos. Está marcado por ella de una vez para siempre.

«Recibid el Espíritu Santo». He aquí el regalo pascual de Cristo. El que había prometido. «No los dejaré huérfanos», ahora cumple su promesa. Jesús, que había gritado «el que tenga sed, que venga a mí y beba», se nos presenta ahora en su resurrección como fuente perenne del Espíritu. A Cristo resucitado hemos de acercarnos con sed a beber el Espíritu que mana de Él, pues el Espíritu es el don pascual de Cristo. Cristo les comunica el Espíritu Santo, primeramente para suscitar y reafirmar en ellos la fe en su resurrección; y luego, para hacer que otros crean, quitando la ceguera del pecado. La misión tiene como fin transmitir al mundo entero la paz lograda por Jesús.

«A quienes les perdonéis los pecados…». Las palabras de Jesús en este pasaje hay que entenderlas de la potestad de perdonar y de retener los pecados en el Sacramento de la Penitencia.

«¡Señor mío y Dios mío!». La actitud final de Tomás nos enseña cuál ha de ser nuestra relación con el Resucitado: una relación de fe y adoración. Fe, porque no le vemos con los ojos: «Bienaventurados los que crean sin haber visto»; fe a pesar de que a veces parezca ausente, como a los discípulos de Emaús, que no eran capaces de reconocerle aunque caminaba con ellos. Y adoración, porque Cristo es en cuanto hombre «el Señor», lleno de la vida, de la gloria y de la felicidad de Dios.

«Se llenaron de alegría al ver al Señor». La resurrección de Cristo es fuente de alegría. El encuentro con el Señor resucitado produce gozo. Su presencia lo ilumina todo, porque Él es el Señor de la historia. En cambio, su ausencia es causa de tristeza, de angustia y de temor. También en esto Cristo cumple su promesa: «Volveré a verlos y se alegrará vuestro corazón y vuestra alegría nadie os la podrá quitar». ¿Es mi relación con Cristo la fuente única del gozo autentico y duradero?

Desde las perspectivas anteriores, la segunda lectura adquiere su verdadera dimensión. La victoria de la fe se «ve», se «palpa» en quienes han creído. Desde la fe, el derrotado es el mundo y el pecado, lo viejo del hombre, lo que ha quedado clavado con Cristo en la cruz.

Las convicciones de las personas se notan en sus obras. Las palabras pueden ser fachada de lo que no se cree, porque no se vive. El cristiano, como hombre de la verdad, muestra su fe en las obras, en lo que su modo de vivir confirma.

II. LA FE DE LA IGLESIA

Sentido y alcance salvífico de la Resurrección
(651 — 655)

«Si Cristo no resucitó, vana es nuestra predicación, vana también vuestra fe» (1Co 15,14). La Resurrección constituye ante todo la confirmación de todo lo que Cristo hizo y enseñó. Todas las verdades, incluso las más inaccesibles al espíritu humano, encuentran su justificación si Cristo, al resucitar, ha dado la prueba definitiva de su autoridad divina según lo había prometido.

La Resurrección de Cristo es cumplimiento de las promesas del Antiguo Testamento y del mismo Jesús durante su vida terrenal. La expresión «según las Escrituras» indica que la Resurrección de Cristo cumplió estas predicciones.

La verdad de la divinidad de Jesús es confirmada por su Resurrección. El había dicho: «Cuando hayan levantado al Hijo del hombre, entonces sabrán que Yo Soy». La Resurrección del Crucificado demostró que verdaderamente, Él era «Yo Soy», el Hijo de Dios y Dios mismo. San Pablo pudo decir a los judíos: «La Promesa hecha a los padres Dios la ha cumplido en nosotros al resucitar a Jesús, como está escrito en el salmo primero: «Hijo mío eres tú; yo te he engendrado hoy»». La Resurrección de Cristo está estrechamente unida al misterio de la Encarnación del Hijo de Dios: es su plenitud según el designio eterno de Dios.

Hay un doble aspecto en el misterio Pascual: por su muerte nos libera del pecado, por su Resurrección nos abre el acceso a una nueva vida. Esta es, en primer lugar, la justificación que nos devuelve a la gracia de Dios «a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos … así también  nosotros vivamos una nueva vida». Consiste en la victoria sobre la muerte y el pecado y en la nueva participación en la gracia. Realiza la adopción filial porque los hombres se convierten en hermanos de Cristo, como Jesús mismo llama a sus discípulos después de su Resurrección: «Id y avisad a mis hermanos». Hermanos no por naturaleza, sino por don de la gracia, porque esta filiación adoptiva confiere una participación real en la vida del Hijo único, la que ha revelado plenamente en su Resurrección.

Por último, la Resurrección de Cristo –y el propio Cristo resucitado– es principio y fuente de nuestra resurrección futura: «Cristo resucitó de entre los muertos como primicias de los que durmieron; del mismo modo que en Adán murieron todos, así también todos revivirán en Cristo». En la espera de que esto se realice, Cristo resucitado vive en el corazón de sus fieles. En Él los cristianos «saborean los prodigios del mundo futuro» y su vida es arrastrada por Cristo al seno de la vida divina, para que ya no vivan para sí los que viven, sino para Aquél que murió y resucitó por ellos.

El amor a los pobres
(2443; cf. 2444 — 2447)

Dios bendice a los que ayudan a los pobres y reprueba a los que se niegan a hacerlo: «a quien te pide, dale, y al que te pide prestado, no lo rehúyas» (Mt 5,42). «Gratis habéis recibido, dad gratis» (Mt 10,8). Jesucristo reconocerá a sus elegidos en lo que hayan hecho por los pobres. La buena nueva «anunciada a los pobres» (Mt 11,5; Lc 4,18) es el signo de la presencia de Cristo.

Las obras de misericordia son acciones caritativas mediante las cuales ayudamos a nuestro prójimo en sus necesidades corporales y espirituales. Instruir, aconsejar, consolar, confortar, son obras de misericordia espiritual, como perdonar y sufrir con paciencia. Las obras de misericordia corporal consisten especialmente en dar de comer al hambriento, dar techo a quien no lo tiene, vestir al desnudo, visitar a los enfermos y a los presos, enterrar a los muertos (Mt 25,31-46). Entre estas obras, la limosna hecha a los pobres es uno de los principales testimonios de la caridad fraterna; es también una práctica de justicia que agrada a Dios.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Les dijo: «Recibid el Espíritu Santo». Se nos ocurre preguntar: ¿Cómo es que Nuestro Señor dio el Espíritu Santo una vez cuando estaba en la tierra y otra cuando ya estaba en el cielo?… Porque dos son los preceptos de la caridad, a saber, el amor de Dios y del prójimo. Fue dado el Espíritu Santo en la tierra para que sea amado el prójimo; es dado desde el cielo para que sea amado Dios. Así como es una la caridad y dos los preceptos, así también es uno el Espíritu y dos las dádivas» (San Gregorio Magno).

«No hacer participar a los pobres de los propios bienes es robarles y quitarles la vida. Lo que tenemos no son nuestros bienes, sino los suyo» (S. Juan Crisóstomo).

«Cuando damos a los pobres las cosas indispensables no les hacemos liberalidades personales, sino que les devolvemos lo que es suyo. Más que realizar un acto de caridad, lo que hacemos es cumplir un deber de justicia» (S. Gregorio Magno).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Porque anochece ya,
porque es tarde, Dios mío,
porque temo perder
las huellas del camino,
no me dejes tan solo
y quédate conmigo

Porque he sido rebelde
y he buscado el peligro
y escudriñé curioso
las cumbres y el abismo,
perdóname, Señor,
y quédate conmigo

Porque ardo en sed de ti
y en hambre de tu trigo,
ven, siéntate a mi mesa,
bendice el pan y el vino.
¡Qué aprisa cae la tarde!
¡Quédate al fin conmigo! 

Amén.