Archivo por meses: enero 2009

DOMINGO IV ORDINARIO “B”


«Hoy y siempre escucharán su voz; ¡no endurezcan su corazón!»

Dt 18,15-20: «Suscitaré un profeta y pondré mis palabras en su boca»

Sal 94: «Señor, que no seamos sordos a tu voz«

1 Co 7,32-35: «El célibe se preocupa de los asuntos del Señor«

Mc 1,21-28: «Enseñaba con autoridad«

 

1.     LA PALABRA DE DIOS

El texto de la Primera Carta a los Corintios es uno de esos que choca a primera vista, porque da la impresión de que san Pablo no valorase suficientemente el matrimonio. Sin embargo no es así, porque en el mismo capítulo indica que «cada cual tiene de Dios su gracia particular», unos el celibato o virginidad consagrada y otros el matrimonio, e insiste en que cada uno debe santificarse en el estado al que Dios le ha llamado, casado o célibe.

Supuesto esto, hace una llamada especial al celibato y a la virginidad como un estado de especial consagración. Y da las razones: el célibe se preocupa exclusivamente de los asuntos del Señor, busca únicamente contentar el Señor, vive consagrado a Él en cuerpo y alma, se dedica al trato con Él con corazón indiviso.

La Iglesia siempre ha apreciado como un don singular de Cristo la virginidad consagrada a Él. La virginidad testimonia belleza de un corazón poseído sólo por Cristo Esposo. Manifiesta al mundo el infinito atractivo de Cristo, el más hermoso de los hijos de los hombres, y la inmensa dicha de pertenecer sólo a Él. Así siente el que sabe que Cristo basta, que Cristo sacia plenamente los más profundos anhelos del corazón humano.

En el Evangelio leemos, «un hombre poseido por un espíritu inmundo». Para san Marcos, el poseso está como «asociado» con un espíritu demoniaco, metido en su esfera de influencia; este espíritu es el que hace que el hombre sea «impuro» (opuesto a Dios, que es «Santo») y lo incapacita para el culto y para el trato con Dios. Los gritos de aquel hombre, que habla en plural como portavoz de las potencias del mal, son confesión de la categoría divina de Jesús (el  santo de Dios); su curación será signo de la liberación de los que están espiritualmente oprimidos.

«Cállate y sal de él». Los evangelistas tienen mucho interés en presentar a Jesús curando endemoniados y expulsando demonios. Quieren resaltar el dominio de Jesús sobre el mal, sobre el pecado y sobre la muerte; pero sobre todo ponen de relieve que Jesús ha vencido a Satanás, que –directa o indirectamente– es la causa de todo mal. Ningún mal espíritu tiene poder sobre el cristiano unido a Cristo por la gracia, pues todo está sometido a Cristo. El milagro confirma la predicación de Jesús: el reino de Dios ha llegado, y empieza a destruir el reino de Satanás.

«Quedaban asombrados». Con breves pinceladas, san Marcos nos pinta el poder de Jesús. Desde el principio de su evangelio quiere presentarnos la grandeza de Cristo, que produce asombro a su paso por todo lo que hace y dice. Y la Iglesia nos presenta a Cristo para que también nosotros quedemos admirados. Pero para admirar a Cristo, hace falta antes que nada mirarle y tratarle, contemplarle. Y es sobre todo en la oración y en la meditación del evangelio donde vamos conociendo a Jesús. Por lo demás, también la vida del cristiano debe producir asombro y admiración. Nuestra vida, ¿produce asombro por vivir el evangelio o pasa sin pena ni gloria?

«Enseñaba con autoridad». Jesús no da opiniones. Enseña la verdad eterna de Dios de manera nueva (distinta y mejor), más por el modo que por el contenido (san Marcos no se preocupó siquiera de concretarnos el tema de aquella enseñanza). Por eso habla con seguridad, como quien tiene poder para imponer con fuerza de ley su interpretación personal de la Ley. Y, sobre todo, su palabra es eficaz, tiene poder para realizar lo que dice. Si escuchamos la palabra de Cristo con fe, esa palabra nos transforma, nos purifica, crea vida en nosotros, porque «es viva y eficaz, más tajante que espada de doble filo» (Heb 4,12).

  1. LA FE DE LA IGLESIA

Dios ha dicho todo en su Verbo
(65 – 67)

«De una manera fragmentaria y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por su Hijo» (Hb 1,1-2). Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, es la Palabra única, perfecta e insuperable del Padre. En Él lo dice todo, no habrá otra palabra más que ésta.

La economía cristiana, como alianza nueva y definitiva, nunca cesará y no hay que esperar ya ninguna revelación pública antes de la gloriosa manifestación de nuestro Señor Jesucristo. Sin embargo, aunque la Revelación esté acabada, no está completamente explicitada; corresponderá a la fe cristiana comprender gradualmente todo su contenido en el transcurso de los siglos.

A lo largo de los siglos ha habido revelaciones llamadas «privadas«, algunas de las cuales han sido reconocidas por la autoridad de la Iglesia –por ejemplo, los «secretos» de Fátima–. Estas, sin embargo, no pertenecen al depósito de la fe. Su función no es la de «mejorar» o «completar» la Revelación definitiva de Cristo, sino la de ayudar a vivirla más plenamente en una cierta época de la historia. Guiado por el Magisterio de la Iglesia, el sentir de los fieles sabe discernir y acoger lo que en estas revelaciones constituye una llamada auténtica de Cristo o de sus santos a la Iglesia.

La fe cristiana no puede aceptar «revelaciones» que pretenden superar o corregir la Revelación de la que Cristo es la plenitud. Es el caso de ciertas Religiones no cristianas y también de ciertas sectas recientes que se fundan en semejantes «revelaciones».

Cristo, Palabra única de la Sagrada Escritura
(101 – 1049)

En la condescendencia de su bondad, Dios, para revelarse a los hombres, les habla en palabras humanas: La palabra de Dios, expresada en lenguas humanas, se hace semejante al lenguaje humano, como la Palabra del eterno Padre asumiendo nuestra débil condición humana, se hizo semejante a los hombres.

A través de todas las palabras de la Sagrada Escritura, Dios dice sólo una palabra, su Verbo único, en quien él se dice en plenitud: «Es una misma Palabra de Dios la que se extiende en todas las Escrituras, es un mismo Verbo que resuena en la boca de todos los escritores sagrados, el que, siendo al comienzo Dios junto a Dios, no necesita sílabas porque no está sometido al tiempo» (S. Agustín).

Por esta razón, la Iglesia ha venerado siempre las divinas Escrituras como venera también el Cuerpo del Señor. No cesa de presentar a los fieles el Pan de vida que se distribuye en la mesa de la Palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo.

En la Sagrada Escritura, la Iglesia encuentra sin cesar su alimento y su fuerza, porque, en ella, no recibe solamente una palabra humana, sino lo que es realmente: la Palabra de Dios. «En los libros sagrados, el Padre que está en el cielo sale amorosamente al encuentro de sus hijos para conversar con ellos«.

Creer sólo en Dios
(150 – 152)

La fe es ante todo una adhesión personal del hombre a Dios; es al mismo tiempo e inseparablemente el asentimiento libre a toda la verdad que Dios ha revelado. En cuanto adhesión personal a Dios y asentimiento a la verdad que él ha revelado, la fe cristiana difiere de la fe en una persona humana.

Para el cristiano, creer en Dios es inseparablemente creer en aquel que Él ha enviado, «su Hijo amado», en quien ha puesto toda «su complacencia». Dios nos ha dicho que le escuchemos (Mc 9,7). El Señor mismo dice a sus discípulos: «Creed en Dios, creed también en mí» (Jn 14,1). Podemos creer en Jesucristo porque es Dios, el Verbo hecho carne: «A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado» (Jn 1,18).

No se puede creer en Jesucristo sin tener parte en su Espíritu. Es el Espíritu Santo quien revela a los hombres quién es Jesús. Porque «nadie puede decir: ‘Jesús es Señor’ sino bajo la acción del Espíritu Santo» (1 Cor 12,3). Sólo Dios conoce a Dios enteramente. Nosotros creemos en el Espíritu Santo porque es Dios. La Iglesia no cesa de confesar su fe en un solo Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo.

  1. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Porque en darnos, como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra…; porque lo que hablaba antes en partes a los profetas ya lo ha hablado en el todo, dándonos al Todo, que es su Hijo. Por lo cual, el que ahora quisiese preguntar a Dios, o querer alguna visión o revelación, no sólo haría una necedad, sino haría agravio a Dios, no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer otra alguna cosa o novedad» (San Juan de la Cruz).

  1. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Porque, Señor, yo te he visto
y quiero volverte a ver,
quiero creer.

Te vi, sí, cuando era niño
y en agua me bauticé,
y, limpio de culpa vieja,
sin velos te pude ver.

Devuélveme aquellas puras
transparencias de aire fiel,
devuélveme aquellas niñas
de aquellos ojos de ayer.

Están mis ojos cansados
de tanto ver luz sin ver;
por la oscuridad del mundo,
voy como un ciego que ve.

Tú que diste vista al ciego
y a Nicodemo también,
filtra en mis secas pupilas
dos gotas frescas de fe.

Domingo III TO «B»



«Creer en la conversión del corazón es confiar en que es Dios mismo quien cambia nuestra vida»

Jon 3,1-5.10: «Los ninivitas se convirtieron de su mala vida«

Sal 24, 4-9: «Señor, instrúyeme en tus sendas»

1 Co 7,29-31: «La representación de este mundo se termina«

Mc 1,14-20: «Convertíos y creed en el Evangelio«


I. LA PALABRA DE DIOS

El domingo tercero del Tiempo Ordinario nos presenta la predicación inicial de Jesús y la llamada de los primeros discípulos. Tanto el carácter urgente de la llamada de Jesús –«se ha cumplido el plazo»– como lo inmediato e incondicional del seguimiento por parte de los discípulos, manifiesta la grandiosidad y el atractivo de la persona de Jesús. Esta urgencia se manifiesta también en el carácter de «pescadores de hombres» que tienen los discípulos: lo mismo que Jonás son enviados a convertir a los hombres a Cristo: «conviértanse y crean».

La frase de san Pablo «el momento es apremiante» está en dependencia de la del mismo Jesús en el evangelio: «se ha cumplido el tiempo». No podemos seguir viviendo como si Él no hubiera venido. Su presencia debe determinar toda nuestra vida. Su venida da a nuestra existencia un tono de seriedad y urgencia. No podemos seguir malgastando nuestra vida viviéndola al margen de Él. Con Él tiene un valor inmensamente mayor de lo que imaginamos.

Hemos celebrado a Cristo en el Adviento como «el deseado de las naciones», el esperado de todos los pueblos. «Todo el mundo te busca» (Mc 1,37). Con la venida de Cristo estamos en la plenitud de los tiempos. El Reino de Dios está aquí, la salvación se nos ofrece para disfrutarla. Tenemos, sobre todo, a Cristo en persona. «Cuántos desearon ver lo que ustedes ven y no lo vieron, y oír lo que ustedes oyen y no lo oyeron». Pero la presencia de Cristo hace que las cosas no puedan seguir igual. Por eso, Jesús añade a continuación: «Conviértanse». La presencia de Cristo exige una actitud radical de atención y entrega a Él, cambiando todo lo necesario para que Él sea el centro de todo, para que su Reino se establezca en nosotros.

«El Reino». Esta expresión (el reinado, el señorío, la soberanía) indica el dominio universal de Dios, que va realizándose en la tierra y que se consumará en el cielo. Dicho brevemente, el Reino de Dios son las relaciones de Dios con la humanidad. Ese reino empezó con los hechos salvadores en el Antiguo Testamento, llegó al mundo con Jesús, avanza mediante la Iglesia –instrumento del que Dios se vale para «reinar»–, hasta que definitivamente sean destruidos el pecado y el mal al fin del mundo. El Nuevo Testamento habla de ese Reino como de una situación o estado (que llega, se manifiesta, se da, se recibe, se posee, en el que se puede ser grande o pequeño), y como un lugar (al que se entra o no se entra, que se hereda, que hay que buscar). En su predicación inicial, Jesús parece aludir a la soberanía de Dios al final de los tiempos; como si dijera: «La etapa final de la historia ya ha comenzado».

«Crean la Buena Nueva». Evangelio significa «buena noticia», «anuncio alegre y gozoso». Jesús es el predicador y el contenido de «su» Evangelio. La presencia de Cristo, su cercanía, su poder, son una buena noticia. La llegada del Reino de Dios es una buena noticia. Cada una de las palabras y frases del evangelio son una noticia gozosa. ¿Recibo así el evangelio, como Buena nueva y anuncio gozoso, o lo veo como una carga y una exigencia? Cada vez que lo escucho, lo leo o medito, ¿lo veo como promesa de salvación? ¿Creo de verdad en el evangelio? ¿Me fío de lo que Cristo en él me manda, me advierte o me aconseja?

«Vengan conmigo». Al comienzo eligió Jesús a sus inmediatos seguidores: de ellos, poco después, eligió un grupo especial de «Doce»; estos hechos tienen la intención de ir formando un núcleo de continuadores de su obra. Para cualquier judío. Un Mesías sin una comunidad mesiánica hubiera sido impensable.

San Marcos nos presenta la llamada de Jesús a los discípulos, cuando aún Jesús no ha predicado ni hecho milagros; sin embargo, ellos le siguen «inmediatamente fueron con Él», dejando todo, incluso el trabajo y el propio padre. El modo de narrar esquemáticamente estás escenas de vocación tiene también una enseñanza: la síntesis de una vocación cristiana es: 1º) Jesús ve; 2º) Jesús llama; 3º) el llamado lo sigue sin condiciones. Ser cristiano es ante todo irse con Jesús, caminar tras Él, fiarse de Él, seguirle.

La conversión que pide Jesús al principio del evangelio de hoy es ante todo dejarnos fascinar por su persona. Cuando se experimenta el atractivo de Cristo, ¡qué fácil es dejarlo todo!

II. LA FE DE LA IGLESIA

La Iglesia sigue llamando a la conversión 

(1427 – 1429).

Jesús llama a la conversión. Esta llamada es una parte esencial del anuncio del Reino: «El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; conviértanse y crean en la Buena Nueva». En la predicación de la Iglesia, esta llamada se dirige primeramente a los que no conocen todavía a Cristo y su Evangelio. Así, el Bautismo es el lugar principal de la conversión primera y fundamental. Por la fe en la Buena Nueva y por el Bautismo se renuncia al mal y se alcanza la salvación, es decir, la remisión de todos los pecados y el don de la vida nueva.

Ahora bien, la llamada de Cristo a la conversión sigue resonando en la vida de los cristianos. Esta segunda conversión es una tarea ininterrumpida para toda la Iglesia que recibe en su propio seno a los pecadores y que siendo santa, al mismo tiempo que necesitada de purificación constante, busca sin cesar la penitencia y la renovación. Este esfuerzo de conversión no es sólo una obra humana. Es el movimiento del «corazón contrito», atraído y movido por la gracia a responder al amor misericordioso de Dios que nos ha amado primero.

De ello da testimonio la conversión de S. Pedro tras la triple negación de su Maestro. La mirada de infinita misericordia de Jesús provoca las lágrimas del arrepentimiento (Lc 22,61) y, tras la resurrección del Señor, la triple afirmación de su amor hacia Él. La segunda conversión tiene también una dimensión comunitaria. Esto aparece en la llamada del Señor a toda la Iglesia: «¡Arrepiéntete!» (Ap 2,5.16). San Ambrosio dice acerca de las dos conversiones que, en la Iglesia, «existen el agua y las lágrimas: el agua del Bautismo y las lágrimas de la Penitencia«.

La penitencia interior
(1430 – 1433. 1489)

Como ya en los profetas, la llamada de Jesús a la conversión y a la penitencia no mira, en primer lugar, a las obras exteriores «el saco y la ceniza», los ayunos y las mortificaciones, sino a la conversión del corazón, la penitencia interior. Sin ella, las obras de penitencia permanecen estériles y engañosas; por el contrario, la conversión interior impulsa a la expresión de esta actitud por medio de signos visibles, gestos y obras de penitencia.

La penitencia interior es una reorientación radical de toda la vida, un retorno, una conversión a Dios con todo nuestro corazón, una ruptura con el pecado, una aversión del mal, con repugnancia hacia las malas acciones que hemos cometido. Al mismo tiempo, comprende el deseo y la resolución de cambiar de vida con la esperanza de la misericordia divina y la confianza en la ayuda de su gracia. Esta conversión del corazón va acompañada de dolor y tristeza saludables que los Padres llamaron «aflicción del espíritu», «arrepentimiento del corazón».

El corazón del hombre es rudo y endurecido. Es preciso que Dios dé al hombre un corazón nuevo. La conversión es primeramente  una obra de la gracia de Dios que hace volver a él nuestros corazones: «Conviértenos, Señor, y nos convertiremos». Dios es quien nos da la fuerza para comenzar de nuevo. Al descubrir la grandeza del amor de Dios, nuestro corazón se estremece ante el horror y el peso del pecado y comienza a temer ofender a Dios por el pecado y verse separado de Él. El corazón humano se convierte mirando al que nuestros pecados traspasaron. «Tengamos los ojos fijos en la sangre de Cristo y comprendamos cuán preciosa es a su Padre, porque, habiendo sido derramada para nuestra salvación, ha conseguido para el mundo entero la gracia del arrepentimiento» (S. Clemente).

Después de Pascua, el Espíritu Santo «convence al mundo en lo referente al pecado» (Jn 16, 8-9), a saber, que el mundo no ha creído en el que el Padre ha enviado. Pero este mismo Espíritu, que desvela el pecado, es el Consolador que da al corazón del hombre la gracia del arrepentimiento y de la conversión.

Volver a la comunión con Dios, después de haberla perdido por el pecado, es un movimiento que nace de la gracia de Dios, rico en misericordia y deseoso de la salvación de los hombres. Es preciso pedir este don precioso para sí mismo y para los demás.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«El que confiesa sus pecados actúa ya con Dios. Dios acusa tus pecados, si tú también te acusas, te unes a Dios. El hombre y el pecador, son por así decirlo, dos realidades: cuando oyes hablar del hombre, es Dios quien lo ha hecho; cuando oyes hablar del pecador, es el hombre mismo quien lo ha hecho. Destruye lo que tú has hecho para que Dios salve lo que él ha hecho. Cuando comienzas a detestar lo que has hecho, entonces tus obras buenas comienzan porque reconoces tus obras malas. El comienzo de las obras buenas es la confesión de las obras malas. Haces la verdad y vienes a la Luz» (San Agustín).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Por la lanza en su costado
brotó el río de pureza,
para lavar la bajeza
a que nos bajó el pecado.

Cristo, herida y manantial,
tu muerte nos da la vida,
gracia de sangre nacida
en tu fuente bautismal.

Sangre y agua del abismo
de un corazón en tormento:
un Jordán de sacramento
nos baña con el bautismo.

Y, mientras dura la cruz
y en ella el Crucificado,
bajará de su costado
un río de gracia y luz.

El Padre nos da la vida,
el Espíritu el amor,
y Jesucristo, el Señor,
nos da la gracia perdida. Amén.

DOMINGO II ORDINARIO “B”



«¿Dónde vives? Vengan y lo verán.»

1 S 3,3b-10.19: «Habla, Señor, que tu siervo te escucha»

Sal 39: «Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad»

1 Co 6,13c-15a.17-20: «Sus cuerpos son miembros de Cristo»

Jn 1,35-42: «Vieron dónde vivía y se quedaron con él»

 


I. LA PALABRA DE DIOS

Todo el tiempo de Navidad, la liturgia subrayaba el aspecto de manifestación de Jesucristo. Pero en el tiempo de Epifanía se ha intensificado este aspecto. El Hijo de Dios se ha manifestado al mundo y al mismo tiempo nos manifiesta al Padre. La lectura del Evangelio de este domingo prolonga la manifestación de Jesús en la Epifanía y en la Fiesta del Bautismo. Esto es lo que subrayaba la liturgia del domingo pasado (el Bautismo del Señor): una verdadera teofanía (manifestación de Dios) de la Trinidad. El cielo rasgado pone al descubierto el misterio de Dios. Jesús se revela como Hijo del Padre y Ungido del Espíritu. El Padre manifiesta su complacencia en el Hijo muy amado.

Más significativo todavía es que toda esta grandeza de Cristo se manifiesta en su humillación. A Jesús el bautismo no le hace Hijo de Dios, porque lo es desde toda la eternidad como Verbo, y como hombre desde el instante de su concepción. Al bautizarse se pone en situación de profunda humillación: pasa por un pecador más que busca purificación. Pero es precisamente en esa situación objetiva de humillación donde se revela lo más alto de su divinidad: un aspecto que no deberíamos olvidar del misterio de Navidad, que tiene consecuencias incalculables para nuestra vida. No brillamos más por el brillo humano o por el aplauso de los hombres, sino por participar del camino de humillación de Cristo.

En la celebración eucarística se hace presente para nosotros el misterio que celebramos. Tocamos el misterio y el misterio nos transforma. Si vivimos la liturgia, si la celebramos con fe profunda, va creciendo en nosotros el conocimiento de Dios, Él va irradiando en nosotros la luz de su gloria (2Co 4,6) y vamos siendo transformados en su imagen, vamos reflejando su gloria (2Co 3,18). Si de veras vivimos la liturgia, vamos siendo transfigurados, vamos siendo convertidos en teofanía también nosotros…

«Este es el Cordero de Dios». Todo empieza con un testimonio. La fe de los discípulos y el hecho de que sigan a Jesús es consecuencia del testimonio de Juan. Así de sencillo. ¡Cuántas veces a lo largo de nuestra vida tenemos oportunidad de dar testimonio de Cristo! En cualquier circunstancia podemos indicar como Juan, con un gesto o una palabra, que Cristo es el Cordero de Dios, es decir, el que salva al hombre y da sentido a su vida. El que muchos crean en Cristo y le sigan depende de nuestro testimonio, mediante la palabra y sobre todo con la vida.

«Vengan y lo verán». El testimonio de Juan despierta en sus acompañantes el interés por Jesús; sienten una fuerte atracción por Él. Por eso le siguen. Jesús no les da razones ni argumentos. Simplemente les invita a estar con Él, a hacer la experiencia de su intimidad. Y esta fue tan intensa que se quedaron el día entero y san Juan, muchos años más tarde recuerda incluso la hora –«hacia las cuatro de la tarde»–. También nosotros somos invitados a hacer esta experiencia de amistad con Cristo, de intimidad con Él. –Vengan y lo verán. «Gusten y vean qué bueno es el Señor» (Sal 34,9).

«Lo llevó a Jesús». La experiencia de Cristo es contagiosa. El que ha experimentado la bondad de Cristo no tiene más remedio que darla a conocer. El que ha estado con Cristo se convierte también él en testigo. Pero no pretende que los demás se queden en él o en su grupo, sino que los lleva a Cristo. La actitud de Andrés nos enseña la manera de actuar todo auténtico apóstol: «Hemos encontrado al Mesías… Y lo llevó a Jesús».

II. LA FE DE LA IGLESIA

Las llaves del Reino
(551)

Desde el comienzo de su vida pública Jesús eligió unos hombres en número de doce para estar con Él y participar en su misión; les hizo partícipes de su autoridad «y los envió a proclamar el Reino de Dios y a curar» (Lc 9,2). Ellos permanecen para siempre asociados al Reino de Cristo porque por medio de ellos dirige su Iglesia.

El apostolado
(863, 864, 1998)

Toda la Iglesia es apostólica mientras permanezca, a través de los sucesores de San Pedro y de los apóstoles, en comunión de fe y de vida con su origen. Toda la Iglesia es apostólica en cuanto que ella es «enviada» al mundo entero; todos los miembros de la Iglesia, aunque de diferentes maneras, tienen parte en este envío. La vocación cristiana, por su misma naturaleza, es también vocación al apostolado. Se llama «apostolado» a toda la actividad del Cuerpo Místico que tiende a propagar el Reino de Cristo por toda la tierra.

Siendo Cristo, enviado por el Padre, fuente y origen del apostolado de la Iglesia, es evidente que la fecundidad del apostolado, tanto el de los ministros ordenados como el de los laicos, depende de su unión vital con Cristo. Según sean las vocaciones, las interpretaciones de los tiempos, los dones variados del Espíritu Santo, el apostolado toma las formas más diversas. Pero es siempre la caridad, conseguida sobre todo en la Eucaristía, el alma de todo apostolado.

La Iglesia es una, santa, católica y apostólica en su identidad profunda y última, porque en ella existe ya y será consumado al fin de los tiempos «el Reino de los cielos», «el Reino de Dios», que ha venido en la persona de Cristo y que crece misteriosamente en el corazón de los que le son incorporados hasta su plena manifestación escatológica. Entonces todos los hombres rescatados por Él, hechos en Él «santos e inmaculados» en presencia de Dios en el Amor, serán reunidos como el único Pueblo de Dios, «la Esposa del Cordero», «la Ciudad Santa que baja del Cielo de junto a Dios y tiene la gloria de Dios» (Ap 21, 10-11); y «la muralla de la ciudad se asienta sobre doce piedras, que llevan los nombres de los doce apóstoles del Cordero» (Ap 21, 14).

Esta vocación a la vida eterna es sobrenatural. Depende enteramente de la iniciativa gratuita de Dios, porque sólo Él puede revelarse y darse a sí mismo. Sobrepasa las capacidades de la inteligencia y las fuerzas de la voluntad humana, como de toda criatura.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Ciertamente nosotros trabajamos también, pero no hacemos más que trabajar con Dios que trabaja. Porque su misericordia se nos adelantó para que fuésemos curados; nos sigue todavía para que, una vez curados, seamos vivificados; se nos adelanta para que seamos llamados, nos sigue para que seamos glorificados; se nos adelanta para que vivamos según la piedad, nos sigue para que vivamos por siempre con Dios, pues sin Él no podemos hacer nada» (San Agustín).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Muchas veces, Señor, a la hora décima
-sobremesa en sosiego-,
recuerdo que, a esa hora, a Juan y a Andrés
les saliste al encuentro.
Ansiosos caminaron tras de tí…
«¿Qué buscáis…?» Les miraste. Hubo silencio.

El cielo de las cuatro de la tarde
halló en las aguas del Jordán su espejo,
y el río se hizo más azul de pronto,
¡el río se hizo cielo!
«Rabbí -hablaron los dos-, ¿en dónde moras?»
«Venid, y lo veréis». Fueron, y vieron…

«Señor, ¿en dónde vives?»
«Ven, y verás». Y yo te sigo y siento
que estás… ¡en todas parte!,
¡Y que es tan fácil ser tu compañero!

Al sol de la hora décima, lo mismo,
que a Juan y a Andrés
-es Juan quien da fe de ello-,
lo mismo, cada vez que yo te busco,
Señor, ¡sal a mi encuentro!

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.

 Amén.