Archivo por meses: junio 2011

DOMINGO XIV ORDINARIO “A”


 «Hacerse pequeño para recibir el Reino«
Za 9,9-10: «Tu rey viene pobre a ti«
Sal 144,1-14: «Bendeciré tu nombre por siempre, Dios mío, mi rey»
Rm 8,9.11-13: «Si con el Espíritu dan muerte a las obras del cuerpo, vivirán«

Mt 11,25-30: «Soy manso y humilde de corazón«

I. LA PALABRA DE DIOS

En Jesucristo se cumple la profecía de Zacarías: «Mira a tu Rey». En contraste con los jefes políticos y religiosos de Israel y de los escribas, que oprimían las conciencias con interpretaciones abusivas de la Ley, Jesucristo proclama que los valores del Reino se realizan en los pequeños. Él mismo es el primero de ellos. 

El que tiene el Espíritu de Cristo destruye la autosuficiencia, la soberbia, los egoísmos y ambiciones y, mediante la acción del Espíritu, es vivificado y asemejado a Jesús (2ª Lect.).

«Ustedes no están en la carne, sino en el Espíritu». San Pablo quiere inculcarnos la certeza de esta nueva vida que ha sido infundida en nuestra alma por el bautismo. No estamos en «la carne», es decir, no estamos abandonados a nuestras solas fuerzas naturales y a nuestra debilidad pecaminosa. Por tanto, no tiene sentido seguir autojustificándo nuestros pecados, lamentándonos y apelando a nuestra debilidad, cuando estamos en el Espíritu, cuando tenemos en nosotros la fuerza del Espíritu que nos hace capaces de una vida santa. «Estamos en deuda, pero no con la carne para vivir carnalmente».

«El Espíritu de Dios habita en ustedes». Somos templo del Espíritu Santo. Estamos consagrados. Somos lugar donde Dios mora y donde ha de ser glorificado. El Espíritu Santo no está en nosotros inmóvil. Permanece en nosotros como Ley nueva, como impulso de vida. Su acción omnipotente se vuelca sobre nosotros para hacernos santos, para vivir según Cristo. Ser santo ni es imposible ni es difícil. Se trata de acoger dócilmente la acción del Espíritu, secundando su impulso poderoso, dando muerte con la fuerza del Espíritu a las obras de la carne para que se manifieste en nosotros el fruto del Espíritu.

«Vivificará también sus cuerpos mortales por el mismo Espíritu». Hay una «primera resurrección»: cuando el hombre es arrancado del dominio del pecado y comienza a caminar en novedad de vida por la acción del Espíritu. Pero habrá una «segunda resurrección»: cuando también nuestro cuerpo mortal se beneficiará de esta vida nueva suscitada por Dios en nosotros. El Espíritu Santo tiene por característica propia el ser Creador y desea vivificar nuestra persona entera, alma y cuerpo.

Quien con plena naturalidad y normalidad habla en el Evangelio de hoy es «el Jesús histórico». Es cierto que no emplea las fórmulas dogmáticas de los concilios de Nicea, Éfeso o Calcedonia, pero dice lo mismo con una cristología indirecta: cuando habla, vive, actúa, ora, etc., lo hace con la autoconciencia de quien sabe que es Hijo de Dios en sentido singular y exclusivo. Si el mero apelativo «hijo» no acreditara por sí mismo la identidad con la naturaleza divina del Padre, la anterior afirmación quedaría confirmada por la forma como Jesús se muestra a lo largo de su vida terrena: igual conocimiento, igual poder de hacer milagros, de perdonar pecados, de juzgar a vivos y muertos, que el que tiene el Padre. El que hoy nos habla en el Evangelio –Jesús– era Dios, y sabía que era Dios.

«Exclamó Jesús: –Te doy gracias, Padre…». Jesús sabe, no sólo que es conocido por Dios, sino que, en cierto modo, es el objeto único del conocimiento divino; y responde al Padre con esta típica oración de alabanza y acción de gracias judía proclamando «las maravillas de Dios». ¿Cuáles son esas maravillas? El conocimiento de Dios Padre por parte de los pequeñuelos («la gente sencilla», los discípulos), que por revelación divina han conocido secretos de Dios ocultos para «los sabios y entendidos». La línea de pensamiento es la del Magnificat de María y la de san Pablo en 1Cor 1,26ss (Dios ha elegido lo débil del mundo para avergonzar a los fuertes). Dios no revela sus secretos más que a los que se hacen pequeños.

Al que es humilde de veras, Dios le concede entrar en su intimidad y conocer los misterios de su vida trinitaria, la relación entre el Padre y el Hijo en el Espíritu Santo. Esto no es sólo para unos pocos privilegiados, sino para todo bautizado, para todo el que es «sencillo» y se deja conducir por Dios. Pues precisamente «esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo» (Jn 17,3). Y conocer no es sólo saber con la cabeza, sino tratar con Dios con familiaridad. ¿Mi vida como cristiano va dirigida a crecer en este trato familiar con el Dios que vive en mí, o me quedo en unas simples formulas de tratamiento?

La expresión Dios «Padre» nunca había sido revelada a nadie anteriormente. Cuando el mismo Moisés preguntó a Dios quién era, escuchó otro nombre: Yahveh (cf. Ex 3,14). A nosotros se nos ha revelado este nombre en el Hijo, pues este nombre de Hijo implica el nombre nuevo de Padre (Tertuliano).

«Venid a mí … cansados y agobiados». Son prácticamente los pobres de las bienaventuranzas, los sencillos: personas sin prestigio social o religioso, tal vez incultos y sin muchos conocimientos. 

«Mi yugo … y mi carga». La ley de Jesús es llevadera; Él da fuerzas. Cristo se nos presenta como nuestro descanso. Frente a los cansancios y agobios que nos procuramos a nosotros mismos y frente a las cargas inútiles e insoportables que ponemos en nuestros hombros, Cristo es el verdadero descanso y su ley un alivio. El pecado cansa y agobia. El trato y la familiaridad con Cristo descansan. ¿Me decido a fiarme de Cristo y de su palabra?

Pero la razón decisiva para aceptar su invitación al discipulado («aprended de mí») no es la enseñanza que da, sino el Maestro que la imparte: lo más íntimo y secreto de Cristo, su «corazón», está lleno del espíritu del siervo de Isaías. El verdadero pobre bíblico que vive las bienaventuranzas, sometido a sólo el Padre, en quien solamente confía, es Jesús, «manso y humilde de corazón».

Ante la humildad de Cristo, el cristiano aprende también a ser humilde. El Hijo de Dios no ha venido con triunfalismos, sino sumamente humilde y modesto, montado en un asno. A Jesús le gusta la humildad. Es el estilo de Dios. Y el cristiano no tiene otro camino. Dios no se da a conocer a los que se creen sabios y entendidos, a los que creen saberlo todo, a los arrogantes y autosuficientes, sino a los que humildemente se ponen ante Dios reconociendo su pequeñez y su ceguera.

II. LA FE DE LA IGLESIA

El Reino de Dios revelado a los pequeños
 (544; 2603)

El Reino pertenece a los pobres y a los pequeños, es decir a los que lo acogen con un corazón humilde. Jesús fue enviado para «anunciar la Buena Nueva a los pobres». Los declara bienaventurados porque «de ellos es el Reino de los cielos»; a los «pequeños» es a quienes el Padre se ha dignado revelar las cosas que ha ocultado a los sabios y prudentes. Jesús, desde el pesebre hasta la cruz, comparte la vida de los pobres; conoce el hambre, la sed y la privación. Aún más: se identifica con los pobres de todas clases y hace del amor activo hacia ellos la condición para entrar en su Reino.

Jesús confiesa al Padre, le da gracias y lo bendice porque ha escondido los misterios del Reino a los que se creen doctos y los ha revelado a los «pequeños» (los pobres de las Bienaventuranzas). Su conmovedor «¡Sí, Padre!» expresa el fondo de su corazón, su adhesión al querer del Padre, de la que fue un eco el «Fiat» de su Madre en el momento de su concepción y que preludia lo que dirá al Padre en su agonía. Toda la oración de Jesús está en esta adhesión amorosa de su corazón de hombre al misterio de la voluntad del Padre.

La oración confiada
 (2778; 2779; 2785)

El poder del Espíritu, que nos introduce en la Oración del Señor, se expresa en las liturgias de Oriente y Occidente con la bella palabra, típicamente cristiana «parrhesía«, simplicidad sin desviación, conciencia filial, seguridad alegre, audacia humilde, certeza de ser amado.  Es un corazón humilde y confiado que nos hace volver a ser como niños; porque es a «los pequeños» a los que el Padre se revela.

Antes de hacer nuestra la primera exclamación de la Oración del Señor –¡Padre nuestro!–, conviene purificar humildemente nuestro corazón de ciertas imágenes falsas, de «este mundo». La humildad nos hace reconocer que «nadie conoce al Padre, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo  quiera revelar», es decir, «a los pequeños.» 

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«La Sagrada Escritura me parecía indigna. Mi hinchazón huía su manera de decir, y mi agudeza no penetraba en su sentido más profundo. Y, sin embargo, era esa Escritura cuya inteligencia crece a medida que uno se hace párvulo; pero yo rehusaba hacerme párvulo: hinchado de orgullo, me parecía grande». (San Agustín).

«Tú, hombre, no te atrevías a levantar tu cara hacia el cielo, tú bajabas los ojos hacia la tierra, y de repente has recibido la gracia de Cristo: todos tus pecados te han sido perdonados. De siervo malo te has convertido en buen hijo… Eleva pues, los ojos hacia el Padre que te ha rescatado por medio de su Hijo y di: Padre nuestro… Pero no reclames ningún privilegio. No es Padre, de manera especial, más que de Cristo, mientras que a nosotros nos ha creado. Di entonces también por medio de la gracia: Padre nuestro, para merecer ser hijo suyo». (S. Ambrosio).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

El mal se destierra,
ya vino el consuelo:
Dios está en la tierra,
ya la tierra es cielo.

Ya el mundo es trasunto
del eterno bien,
pues está en Belén
todo el cielo junto.

Ya no habrá más guerra
entre cielo y suelo:
Dios está en la tierra,
ya la tierra es cielo.

Ya baja a ser hombre
porque subáis vos,
ya están hombre y Dios
en un solo hombre.

Ya muere el recelo
y el llanto se cierra:
Dios está en la tierra,
ya la tierra es cielo.

Ya el hombre no tiene
sueños de grandeza,
porque el Dios que viene
viene en la pobreza.

Ya nadie se encierra
en su propio miedo:
Dios está en la tierra,
ya la tierra es cielo. Amén. 

SOLEMNIDAD DEL CORPUS CHRISTI “A”


 «Formamos todos un solo cuerpo, porque comemos de un mismo pan»
Deut 8,2-3.14b-16a: Te alimentó con el maná, que tú no conocías ni conocieron tus padres
Sal 147,12-20: Glorifica al Señor, Jerusalén
1Co 10,16-17: El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo

Jn 6,51-59: Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida

I. LA PALABRA DE DIOS

El recuerdo del Éxodo y de la estancia en el desierto marcaría para el pueblo de Dios el final de la etapa que había empezado en el monte Horeb y el comienzo de la que comenzaría en Moab. Había que recordar al pueblo la necesidad de ser fieles a la Palabra; así, El maná sería el signo de la obediencia a la Palabra: «Te alimentó con el maná….para enseñarte «que no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios»».

El Evangelio de hoy es un fragmento de la segunda parte del Discurso del Pan de Vida, que tiene todo él una fuerte carga eucarística. Pero especialmente en estos versículos, el anuncio de la Eucaristía es claro, hasta provocar el escándalo de los oyentes. Las palabras del primer versículo «mi carne, para la vida del mundo» recuerdan la institución de la Eucaristía que narran los otros tres evangelistas, acentuando su aspecto de sacrificio redentor.

«El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo». La Eucaristía es Cristo vivo entregándose, Cristo que se da, que se ofrece del todo, voluntaria, libremente, por amor… ¡si descubriéramos cuánto amor hay para nosotros en cada misa y en cada Sagrario no podríamos permanecer indiferentes!

Se ha quedado, no porque necesite de nosotros, sino porque nosotros le necesitamos a Él; se nos da como alimento, porque pereceríamos de «hambre» en nuestro peregrinaje; se nos ha entregado en sacrificio, y la perpetuación del Sacrificio del Calvario en la Misa actualiza la Redención.

«El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna». El realismo de estas expresiones aleja toda interpretación puramente espiritualista, simbólica o docética (de sólo «apariencia» de humanidad en Jesús); pero estas expresiones tan realísticas no se refieren sólo a «la carne» o «la sangre» materiales de Jesús, sino, además, a su persona, en la totalidad de su ser; bajo un determinado aspecto, el de  su corporalidad, que se entrega en sacrificio. Jesús está realmente presente, todo entero, en su «carne» y «sangre», y el que come esa carne y bebe esa sangre no sólo toma una materia dotada de una determinada fuerza, sino al mismo Jesús en persona, en un encuentro salvífico. La carne y la sangre de Jesús (su persona entera) están realmente a disposición del hombre para comer y beber, pero están bajo otra forma de existencia distinta de la material y espacial: una forma de existencia que corresponde a la dimensión divina y a la humana de Jesús resucitado; pero para comprender esto se necesita la fe y la intervención del Espíritu.

«Si no coméis la carne del Hijo del Hombre, no tenéis vida en vosotros». Cristo en la Eucaristía es la fuente de toda vida cristiana. De Él se nos comunica la gracia, la santidad, la caridad y todas las virtudes. De Él brota para nosotros la vida eterna y la resurrección corporal. Si nos falta vida es porque no comulgamos o porque comulgamos poco, o porque comulgamos mal.

«El que come mi carne habita en mí y yo en él». Este es el fruto principal de la comunión. Si Cristo nos da vida no es fuera de Él. Nos da vida uniéndonos consigo mismo. Al comer su carne permanecemos unidos a Él, y al permanecer en Él tenemos la vida eterna, es decir, su misma vida, la que Él recibe a su vez del Padre. Si comulgamos bien seremos cada vez más cristianos y más hijos de Dios, viviremos más en la Trinidad. 

«Formamos un sólo cuerpo porque comemos todos del mismo pan». Otra maravilla de la Eucaristía: al unirnos a Cristo nos une también entre nosotros. Al tener todos la vida de Cristo somos hermanos «de carne y sangre», con una unión incomparablemente más fuerte y profunda que los lazos familiares naturales. La Eucaristía es la única fuente real de unidad. Por eso, si no comulgamos con la Iglesia y con los hermanos estamos rechazando al Cristo de la Eucaristía.

II. LA FE DE LA IGLESIA

La Eucaristía,
fuente y cumbre de la vida eclesial
(1324 – 1327)

La Eucaristía es «fuente y cima de toda la vida cristiana». Los demás sacramentos, como también todos los ministerios eclesiales y las obras de apostolado, están unidos a la Eucaristía y a ella se ordenan. La sagrada Eucaristía, en efecto, contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua.

La Eucaristía significa y realiza la comunión de vida con Dios y la unidad del Pueblo de Dios por las que la Iglesia es ella misma. En ella se encuentra a la vez la cumbre de la acción por la que, en Cristo, Dios santifica al mundo, y del culto que en el Espíritu Santo los hombres dan a Cristo y por él al Padre.

Finalmente, en la celebración eucarística nos unimos ya a la liturgia del cielo y anticipamos la vida eterna cuando Dios será todo en todos.

En resumen, la Eucaristía es el compendio y la suma de nuestra fe: «Nuestra manera de pensar armoniza con la Eucaristía, y a su vez la Eucaristía confirma nuestra manera de pensar» (S. Ireneo).

Nombres de este Sacramento
(1328 – 1332) 

La riqueza inagotable de este sacramento se expresa mediante los distintos nombres que se le da. Cada uno de estos nombres evoca alguno de sus aspectos. Se le llama:

Eucaristía: porque es acción de gracias a Dios. La palabra «eucaristía» recuerda las bendiciones judías que proclaman –sobre todo durante la comida– las obras de Dios: la creación, la redención y la santificación.

Banquete del Señor: porque se trata de la Cena que el Señor celebró con sus discípulos la víspera de su pasión y de la anticipación del banquete de bodas del Cordero en la Jerusalén celestial. 

Fracción del pan: porque este rito, propio del banquete judío, fue utilizado por Jesús cuando bendecía y distribuía el pan como cabeza de familia, sobre todo en la última Cena. En este gesto los discípulos lo reconocerán después de su resurrección, y con esta expresión los primeros cristianos designaron sus asambleas eucarísticas. Con él se quiere significar que todos los que comen de este único pan, partido, que es Cristo, entran en comunión con Él y forman un solo cuerpo en Él. 

Asamblea eucarística (synaxis): porque la Eucaristía es celebrada en la asamblea de los fieles, expresión visible de la Iglesia.

Memorial de la pasión y de la resurrección del Señor.

Santo Sacrificio: porque actualiza el único sacrificio de Cristo Salvador e incluye la ofrenda de la Iglesia; o también santo sacrificio de la misa, sacrificio de alabanza, sacrificio espiritual, sacrificio puro y santo, puesto que completa y supera todos los sacrificios de la Antigua Alianza.

Santa y divina Liturgia: porque toda la liturgia de la Iglesia encuentra su centro y su expresión más densa en la celebración de este sacramento; en el mismo sentido se la llama también celebración de los santos misterios. Se habla también del Santísimo Sacramento porque es el Sacramento de los Sacramentos. Con este nombre se designan las especies eucarísticas guardadas en el sagrario.

Comunión: porque por este sacramento nos unimos a Cristo que nos hace partícipes de su Cuerpo y de su Sangre para formar un solo cuerpo; se la llama también las cosas santas –es el sentido primero de la comunión de los santos de que habla el Símbolo de los Apóstoles–, pan de los ángeles, pan del cielo, medicina de inmortalidad, viático.

Santa Misa: porque la liturgia en la que se realiza el misterio de salvación se termina con el envío de los fieles (missio) a fin de que cumplan la voluntad de Dios en su vida cotidiana.

«Tomad y comed…»: La comunión
(1384 – 1390)

El Señor nos dirige una invitación urgente a recibirle en el sacramento de la Eucaristía: «En verdad en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros» (Jn 6,53).

Para responder a esta invitación, debemos prepararnos para este momento tan grande y santo. S. Pablo exhorta a un examen de conciencia: «Quien coma el pan o beba el cáliz del Señor indignamente, será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Examínese, pues, cada cual, y coma entonces del pan y beba del cáliz. Pues quien come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propio castigo» ( 1 Co 11,27-29). Quien tiene conciencia de estar en pecado grave debe recibir el sacramento de la Reconciliación antes de acercarse a comulgar.

Ante la grandeza de este sacramento, el fiel sólo puede repetir humildemente y con fe ardiente las palabras del Centurión: «Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme».

Para prepararse convenientemente a recibir este sacramento, los fieles deben observar el ayuno prescrito por la Iglesia. Por la actitud corporal (gestos, vestido) se manifiesta el respeto, la solemnidad, el gozo de ese momento en que Cristo se hace nuestro huésped.

Es conforme al sentido mismo de la Eucaristía que los fieles, con las debidas disposiciones, comulguen cuando participan en la misa (en el mismo día, sólo una segunda vez).

La Iglesia obliga a los fieles a participar los domingos y días de fiesta en la divina liturgia y a recibir al menos una vez al año la Eucaristía, si es posible en tiempo pascual, preparados por el sacramento de la Reconciliación. Pero la Iglesia recomienda vivamente a los fieles recibir la santa Eucaristía los domingos y los días de fiesta, o con más frecuencia aún, incluso todos los días.

Gracias a la presencia sacramental de Cristo bajo cada una de las especies, la comunión bajo la sola especie de pan ya hace que se reciba todo el fruto de gracia propio de la Eucaristía. Por razones pastorales, esta manera de comulgar se ha establecido legítimamente como la más habitual en el rito latino. No obstante, la comunión tiene una expresión más plena por razón del signo cuando se hace bajo las dos especies. Ya que en esa forma es donde más perfectamente se manifiesta el signo del banquete eucarístico. Es la forma habitual de comulgar en los ritos orientales.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«La Eucaristía significa y realiza la comunión de vida con Dios y la unidad del pueblo de Dios por las que la Iglesia es ella misma. En ella se encuentra a la vez la cumbre de la acción, por la que, en Cristo, Dios santifica al mundo, y del culto que en el Espíritu Santo los hombres dan a Cristo por el Padre» (Eucharisticum mysterium).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

¡Memorial de la muerte del Señor,
pan vivo que a los hombres das la vida!
Da a mi alma vivir sólo de ti,
y tu dulce sabor gustarlo siempre.

Pelícano piadoso, Jesucristo,
lava mis manchas con tu sangre pura;
pues una sola gota es suficiente
para salvar al mundo del pecado.

¡Jesús, a quien ahora veo oculto!
Te pido que se cumpla lo que ansío:
qué, mirándote al rostro cara a cara,
sea dichoso viéndote en tu gloria. Amén.


LA SANTÍSIMA TRINIDAD “A”


«Dios es amor infinito en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo«
Ex 34,4b-6.8-9: «Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso«
Dn 3, 52-56: «A ti gloria y alabanza por los siglos»
2Co 13,11-13: «La gracia de Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo»

Jn 3,16-18: «Dios mandó a su Hijo al mundo, para que se salve por Él»

I. LA PALABRA DE DIOS

«Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único». La Redención tiene su fuente en el amor de Dios a los hombres, y la realiza el Hijo entregando su vida: su finalidad es salvar; pero el hombre puede permanecer en la oscuridad y no creer en el Hijo.

«El que no cree ya está juzgado».  Jesús no condena; son los hombres quienes, al no aceptar las palabras de Jesús, convierten el juicio en sentencia condenatoria. El misterio de la incredulidad de los hombres está en que, al no aceptar a Cristo, el mensaje del Evangelio se les convierte en motivo de condenación: el incrédulo se condena a sí mismo. La vida y la condenación eternas comienzan ya ahora, según que uno se decida a favor o en contra de Jesús. Esta decisión adelanta al tiempo presente la sentencia del juicio futuro.

La fiesta de hoy nos sitúa ante el misterio fontal de nuestra fe. Pero «misterio» no significa algo oscuro e inaccesible. Dios nos ha revelado su misterio para sumergirnos en Él y vivir en Él y desde Él. Una cosa es que no podamos comprender a Dios, y otra muy distinta que no podamos vivir en íntima comunión con Él. Si se nos ha dado a conocer es para que disfrutemos de Él a pleno pulmón. En Él vivimos, nos movemos y existimos. No debemos retraernos de Él, que interiormente nos ilumina para conocerle y nos atrae para unirnos consigo.

Hemos de pedir mucha luz al Espíritu Santo para que podamos conocer –no con muchas ideas, sino de modo íntimo y experimental– el misterio de Dios Trinidad. Así lo han conocido los santos y muchos cristianos a través de los siglos mediante el contacto directo y ese trato que da la oración iluminada por la fe y el amor.

Un Padre que es Fuente absoluta, Principio sin principio, Origen eterno; que engendra eternamente un Hijo igual a Él: Dios como Él, infinito, eterno, omnipotente. Un Hijo cuyo ser consiste en recibir; se recibe a sí mismo eternamente, proviniendo del Padre, en dependencia total y absoluta de Él y volviendo a Él eternamente en un retorno de donación amorosa y completa. Y un Espíritu Santo que procede de ambos como vínculo perfecto, infinito y eterno de amor.

Esta es la fe cristiana que profesamos en el credo; y no podemos vivir al margen de ella, relacionándonos con Dios de una manera genérica e impersonal. Hemos sido bautizados «en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo». El bautismo nos ha puesto en una relación personal con cada una de las Personas Divinas: nos ha configurado con Cristo como hijos del Padre y templos del Espíritu; y vivir de otra manera nos desnaturaliza y nos despersonaliza. 

Sólo podemos vivir auténticamente si mantenemos y acrecentamos nuestra unión con Cristo por la fe, si vivimos «instalados» en Él, como hijos en el Hijo, recibiéndolo todo del Padre, en obediencia absoluta a su voluntad, y dóciles al impulso del Espíritu Santo.

II. LA FE DE LA IGLESIA

El fin último de toda la economía divina
es la entrada de las criaturas
en la unidad perfecta de la Trinidad
(232–237)

Los cristianos somos bautizados «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo«. Antes respondemos «Creo» a la triple pregunta que nos pide confesar la fe en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu: «La fe de todos los cristianos se cimenta en la Santísima Trinidad» (S. Cesáreo de Arlés).

Los cristianos somos bautizados en «el nombre» del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo y no en «los nombres» de estos, pues no hay más que un sólo Dios, el Padre todopoderoso y su Hijo único y el Espíritu Santo: la Santísima Trinidad.

El misterio de la Santísima Trinidad es el misterio central de la fe y de la vida cristiana. Es el misterio de Dios en sí mismo. Es, pues, la fuente de todos los otros misterios de la fe; es la luz que los ilumina. Es la enseñanza más fundamental y esencial en la jerarquía de las verdades de fe. Toda la historia de la salvación no es otra cosa que la historia del camino y los medios por los cuales el Dios verdadero y único, Padre, Hijo y Espíritu Santo, se revela, reconcilia consigo a los hombres, apartados por el pecado, y se une con ellos.

Las obras de Dios revelan quién es en sí mismo; e inversamente, el misterio de su Ser íntimo ilumina la inteligencia de todas sus obras. Así sucede, analógicamente, entre las personas humanas, la persona se muestra en su obrar y a medida que conocemos mejor a una persona, mejor comprendemos su obrar.

La Trinidad es un misterio de fe en sentido estricto, uno de los «misterios escondidos en Dios, que no pueden ser conocidos si no son revelados desde lo alto». Dios, ciertamente, ha dejado huellas de su ser trinitario en su obra de Creación y en su Revelación a lo largo del Antiguo Testamento. Pero la intimidad de su Ser como Trinidad Santa constituye un misterio inaccesible a la sola razón e incluso a la fe de Israel antes de la Encarnación del Hijo de Dios y el envío del Espíritu Santo.

La fe en la Trinidad
(249-256)

La verdad revelada de la Santa Trinidad ha estado desde los orígenes en la raíz de la fe viva de la Iglesia, principalmente en el acto del bautismo.

Durante los primeros siglos, la Iglesia formula más explícitamente su fe trinitaria, tanto para profundizar su propia inteligencia de la fe, como para defenderla contra los errores que la deformaban.

Para la formulación del dogma de la Trinidad, la Iglesia debió crear una terminología propia con ayuda de nociones de origen filosófico: «substancia», «persona» o «hipóstasis», «relación», etc. Al hacer esto, no sometía la fe a una sabiduría humana, sino que daba un sentido nuevo, sorprendente, a estos términos.

La Iglesia utiliza el término «substancia» (traducido a veces también por «esencia» o por «naturaleza») para designar el ser divino en su unidad; el término «persona» o «hipóstasis» para designar al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo en su distinción real entre sí; el término «relación» para designar el hecho de que su distinción reside en la referencia de cada uno a los otros.

La Trinidad es una. No confesamos tres dioses sino un solo Dios en tres personas. Las Personas divinas no se reparten la única divinidad, sino que cada una de ellas es enteramente Dios: El Padre es lo mismo que es el Hijo, el Hijo lo mismo que es el Padre, el Padre y el Hijo lo mismo que el Espíritu Santo, es decir, un solo Dios por naturaleza. Cada una de las tres Personas es esta realidad, es decir, la substancia, la esencia o la naturaleza divina.

Las Personas divinas son realmente distintas entre sí. Dios es único pero no solitario. «Padre», «Hijo», Espíritu Santo» no son simplemente nombres que designan modalidades del ser divino, pues son realmente distintos entre sí: El que es el Hijo no es el Padre, y el que es el Padre no es el Hijo,  ni el Espíritu Santo el que es el Padre o el Hijo. 

Son distintos entre sí por sus relaciones de origen: El Padre es quien engendra, el Hijo quien es engendrado, y el Espíritu Santo es quien procede. La Unidad divina es Trina.

Las personas divinas son relativas unas a otras. La distinción real de las Personas entre sí, porque no divide la unidad divina, reside únicamente en las relaciones que las refieren unas a otras: el Padre es referido al Hijo, el Hijo lo es al Padre, el Espíritu Santo lo es a los dos; sin embargo, cuando se habla de estas tres Personas considerando las relaciones se cree en una sola naturaleza o substancia. En efecto, «todo es uno (en ellos) donde no existe  oposición de relación.» A causa de esta unidad, el Padre está todo en el Hijo, todo en el Espíritu Santo; el Hijo está todo en el Padre, todo en el Espíritu Santo; el Espíritu Santo está todo en el Padre, todo en el Hijo.

En el nombre del Padre, y del Hijo,
y del Espíritu Santo
(2157)

El cristiano comienza su jornada, sus oraciones y sus acciones con la señal de la cruz, «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén«. El bautizado consagra la jornada a la gloria de Dios e invoca la gracia del Señor que le permite actuar en el Espíritu como hijo del Padre. La señal de la cruz nos fortalece en las tentaciones y en las dificultades.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

A los catecúmenos de Constantinopla, S. Gregorio Nacianceno, llamado también «el Teólogo», confía este resumen de la fe trinitaria:

«Ante todo, guárdenme este buen depósito, por el cual vivo y combato, con el cual quiero morir, que me hace soportar todos los males y despreciar todos los placeres: quiero decir la profesión de fe en el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo. Se la confío hoy. Por ella les introduciré dentro de poco en el agua y les sacaré de ella. Se la doy como compañera y patrona de toda su vida. Les doy una sola Divinidad y Poder, que existe Una en los Tres, y contiene los Tres de una manera distinta. Divinidad sin distinción de substancia o de naturaleza, sin grado superior que eleve o grado inferior que abaje … Es la infinita connaturalidad de tres infinitos. Cada uno, considerado en sí mismo, es Dios todo entero … Dios los Tres considerados en conjunto … No he comenzado a pensar en la Unidad cuando ya la Trinidad me baña con su esplendor. No he comenzado a pensar en la Trinidad cuando ya la unidad me posee de nuevo.

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

«Dios mío, Trinidad a quién adoro,
ayúdame a olvidarme enteramente de mí
para establecerme en ti, inmóvil y apacible,
como si mi alma estuviera ya en la eternidad;
que nada pueda turbar mi paz,
ni hacerme salir de ti, mi inmutable,
sino que cada minuto me lleve más lejos
en la profundidad de tu misterio. 

Pacifica mi alma. 

Haz de ella tu cielo, tu morada amada
y el lugar de tu reposo. 

Que yo no te deje jamás solo en ella,
sino que yo esté allí enteramente,
totalmente despierta en mi fe, en adoración,
entregada sin reservas a tu acción creadora.
Amén.
» 

(Oración de la Beata Isabel de la Trinidad).