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30 de junio de 2019: DOMINGO XIII ORDINARIO “C”


Libres para ser esclavos por amor

1 R 19, 16b.19-21: Eliseo se levantó y marchó tras Elías
Sal 15, 1-11: El Señor es mi lote y mi heredad
Ga 4, 31b-5,1.13-18: Vuestra vocación es la libertad
Lc 9,51-62: Jesús tomó la decisión de ir a Jerusalén. Te seguiré a donde vayas

I. LA PALABRA DE DIOS

El profeta Eliseo es figura del seguimiento radical, deja todas sus posesiones y afectos para seguir con generosidad y radicalidad incondicional a su maestro, el profeta Elías.

El apóstol instruye a los nuevos cristianos para que no pierdan la libertad lograda en Cristo y les advierte sobre el uso correcto de esa gracia: el servicio mutuo por amor y el domino de sus pasiones.

Después de anunciar la Pasión, Jesús inicia el camino de Jerusalén. Jesús invita a todos a seguirle, pero se quedan fuera aquellos que no lo hacen en la pobreza y la renuncia a todo lo propio. Seguir a Cristo implica la vida entera, no sólo algunos tiempos o algunas zonas de nuestra existencia. Lo que el profeta Elías no podía exigir, por ser un hombre; Cristo sí puede, por ser el Hijo de Dios. Más aún, no hay otra manera de seguirle: «El que sigue mirando atrás no vale para el Reino de Dios». El seguimiento de Cristo –decisión libre del discípulo– sólo puede ser incondicional, es el Señor quién pone las condiciones. No caben rebajas ni descuentos.

El seguimiento de Cristo no es una cuestión de negociaciones. Poner condiciones es estar diciendo «no», es ya dejar de seguirle. Cristo no quita nada y lo pide todo, porque lo ha dado todo. Y esto es lo que implica ser cristiano: un seguimiento incondicional. No hay dos tipos de cristianos. Sólo es verdaderamente cristiano el que «va a por todas». Cristo comprende la debilidad humana y los fallos motivados por ella, pero no acepta la mediocridad por sistema, el «bajar el listón», los cálculos egoístas. Los apóstoles fueron grandes pecadores: san Pedro llegó a negar a Cristo, san Pablo persiguió a la Iglesia… Pero no fueron mediocres: se dieron del todo, gastaron su vida por Cristo, sin reservarse nada.

El seguimiento de Cristo es la vocación del cristiano. No es la decisión libre del discípulo la única determinación para seguir a Jesucristo. La libertad no es el único valor absoluto. Él quiere ser el único absoluto de nuestra vida. El que se escandaliza porque Cristo exige la renuncia, incluso a cosas buenas, es que no ha entendido nada del evangelio. Ser cristiano no equivale a ser honrado y no hacer mal; eso lo procuran también los seguidores de muchas religiones e incluso muchos ateos. Ser cristiano significa «no anteponer nada a Cristo, ya que Él nada antepuso a nosotros» (San Cipriano), y estar dispuesto a toda renuncia y a todo sacrificio por Cristo.

¿Qué se entiende hoy por libertad? ¿Qué es la libertad para el cristiano? Importante cuestión pues el cristiano ha de ser libre. Más aún: Para ser libre nos liberó Cristo. Libres, porque así nos ha creado Dios. Libres, porque así nos ha redimido de la esclavitud el Señor. Libres para buscar y alcanzar el Bien Supremo. Libres para seguir incondicionalmente a Cristo. Libres para hacernos esclavos por amor.

II. LA FE DE LA IGLESIA

La libertad del hombre
y la moralidad de sus actos
(1730 – 1761)

Dios ha creado al hombre racional confiriéndole la dignidad de una persona dotada de la iniciativa y del dominio de sus actos. Dios quiso “dejar al hombre en manos de su propia decisión”, de modo que busque a su Creador sin coacciones y, adhiriéndose a Él, llegue libremente a la plena y feliz perfección.

La libertad es el poder, radicado en la razón y en la voluntad, de obrar o de no obrar, de hacer esto o aquello, de ejecutar así por sí mismo acciones deliberadas. Por el libre arbitrio cada uno dispone de sí mismo. La libertad es en el hombre una fuerza de crecimiento y de maduración en la verdad y la bondad. La libertad alcanza su perfección cuando está ordenada a Dios, nuestra bienaventuranza.

Hasta que no llega a encontrarse definitivamente con su bien último que es Dios, la libertad implica la posibilidad de elegir entre el bien y el mal, y por tanto, de crecer en perfección o de flaquear y pecar. La libertad caracteriza los actos propiamente humanos. Se convierte en fuente de alabanza o de reproche, de mérito o de demérito.

En la medida en que el hombre hace más el bien, se va haciendo también más libre. No hay verdadera libertad sino en el servicio del bien y de la justicia. La elección de la desobediencia y del mal es un abuso de la libertad y conduce a la esclavitud del pecado.

La libertad hace del hombre un sujeto moral. Cuando actúa de manera deliberada, el hombre es, por así decirlo, el padre de sus actos. Los actos humanos, es decir, libremente realizados tras un juicio de conciencia, son calificables moralmente: son buenos o malos.

El acto moralmente bueno supone a la vez la bondad del objeto, del fin y de las circunstancias. Una finalidad mala corrompe la acción, aunque su objeto sea de suyo bueno.

El objeto de la elección puede por sí solo viciar el conjunto de todo el acto. Hay comportamientos concretos –como la fornicación– que siempre es un error elegirlos, porque su elección comporta un desorden de la voluntad, es decir, un mal moral.

Una intención buena no hace ni bueno ni justo un comportamiento en sí mismo desordenado. El fin no justifica los medios. Una intención mala sobreañadida (como la vanagloria) convierte en malo un acto que, de suyo, puede ser bueno (como la limosna).

Por tanto, es erróneo juzgar de la moralidad de los actos humanos considerando sólo la intención que los inspira o las circunstancias (ambiente, presión social, coacción o necesidad de obrar, etc.) que son su marco. Hay actos que, por sí y en sí mismos, independientemente de las circunstancias y de las intenciones, son siempre gravemente ilícitos por razón de su objeto; por ejemplo, la blasfemia y el perjurio, el homicidio y el adulterio. No está permitido hacer el mal para obtener un bien.

La libertad del hombre es finita y falible. De hecho el hombre erró. Libremente pecó. Al rechazar el proyecto del amor de Dios, se engañó a sí mismo y se hizo esclavo del pecado. La historia de la humanidad, desde sus orígenes, atestigua desgracias y opresiones nacidas del corazón del hombre a consecuencia de un mal uso de la libertad.

El ejercicio de la libertad no implica el derecho a decir y hacer cualquier cosa. Es falso concebir al hombre, sujeto de esa libertad, como un individuo auto suficiente que busca la satisfacción de su interés propio en el goce de los bienes terrenales. Por otra parte, las condiciones de orden económico y social, político y cultural requeridas para un justo ejercicio de la libertad son, con demasiada frecuencia, desconocidas y violadas. Estas situaciones de ceguera y de injusticia gravan la vida moral y colocan tanto a los fuertes como a los débiles en la tentación de pecar contra la caridad. Al apartarse de la ley moral, el hombre atenta contra su propia libertad, se encadena a sí mismo, rompe la fraternidad con sus semejantes y se rebela contra la verdad divina.

Por su Cruz gloriosa, Cristo obtuvo la salvación para todos los hombres. Los rescató del pecado que los tenía sometidos a esclavitud. «Para ser libres nos libertó Cristo». En Él participamos de «la verdad que nos hace libres». El Espíritu Santo nos ha sido dado, y, como enseña el apóstol, «donde está el Espíritu, allí está la libertad». Ya desde ahora nos gloriamos de la «libertad de los hijos de Dios».

La gracia de Cristo no se opone de ninguna manera a nuestra libertad cuando ésta corresponde al sentido de la verdad y del bien que Dios ha puesto en el corazón del hombre. Al contrario, como lo atestigua la experiencia cristiana, especialmente en la oración, a medida que somos más dóciles a los impulsos de la gracia, se acrecientan nuestra íntima verdad y nuestra seguridad en las pruebas, como también ante las presiones y coacciones de mundo exterior. Por el trabajo de la gracia. El Espíritu Santo nos educa en la libertad espiritual para hacer de nosotros colaboradores libres de su obra en la Iglesia y en el mundo.

Toda persona humana, creada a imagen de Dios, tiene el derecho natural de ser reconocida como un ser libre y responsable. Todo hombre debe prestar a cada cual el respeto al que éste tiene derecho. El derecho al ejercicio de la libertad es una exigencia inseparable de la dignidad de la persona humana, especialmente en materia moral y religiosa. Este derecho debe ser reconocido y protegido civilmente dentro de los límites del bien común y del orden público.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«El hombre es racional, y por ello semejante a Dios; fue creado libre y dueño de sus actos» (S. Ireneo).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

No me mueve, mi Dios, para quererte
el cielo que me tienes prometido;
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.

Tú me mueves, Señor; muéveme el verte
clavado en esa cruz y escarnecido;
muéveme el ver tu cuerpo tan herido;
muévenme tus afrentas y tu muerte.

Muéveme, al fin, tu amor, y en tal manera,
que, aunque no hubiera cielo, yo te amara,
y, aunque no hubiera infierno, te temiera.

No me tienes que dar porque te quiere,
pues, aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.

Amén.

Domingo, 23 de junio de 2019: SOLEMNIDAD DEL «CORPUS CHRISTI», C


«Sagrado Banquete»

Gn 14, 18-20: Melquisedec ofreció pan y vino
Sal 109, 1-4: Tu eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec
1 Co 11, 23-26: Cada vez que coméis y bebéis, proclamáis la muerte del Señor
Lc 9, 11-17: Comieron todos y se saciaron

I. LA PALABRA DE DIOS

En la primera lectura, Melquisedec ofrece el pan y el vino como elementos para un sacrificio incruento agradable a Dios. Es un signo anunciador del sacramento eucarístico.

La segunda lectura recoge el testimonio de San Pablo sobre el Memorial de la institución eucarística en la última cena, anticipo de la muerte de Jesús. Es una “tradición” que se remonta hasta el Señor. «Esto es mi cuerpo»: Categóricamente, sin metáforas, se afirma lo que llamamos “presencia real” y sustancial de Cristo (para la que se requiere una “transubstanciación”); por eso, quien coma indignamente el “pan” y el “vino” se hace reo del cuerpo y de la sangre del Señor. En la Eucaristía, Cristo «se entrega por vosotros», en una “alianza nueva” sellada con su sangre; por tanto la Eucaristía es también el “sacrificio” de Cristo. Es “memorial” de la muerte de Cristo, renovación y actualización de su presencia, que ha de repetirse constantemente en la Iglesia por mano de los sacerdotes. Y esto, «hasta que vuelva», hasta su segunda venida.

Otro anuncio de la Eucaristía es la multiplicación de los panes como signo del banquete eucarístico que Cristo preside y distribuye por medio de los apóstoles y sus sucesores. Banquete que es el Memorial actualizado del Sacrificio de la Cruz en el que el sacerdote, la víctima y el Altar es el mismo Señor que se da como Alimento para la vida eterna.

«Dadles vosotros de comer». Cristo no se contenta con darnos su cuerpo en la eucaristía. Lo pone en nuestras manos para que llegue a todos. Es tarea de todos –no sólo de los sacerdotes– el que la eucaristía llegue a todos los hombres. Todo apostolado debe conducir a la eucaristía. Y que Cristo tenga cada vez más personas en quienes vivir, según las palabras del salmista: «No daré sueño a mis ojos ni reposo a mis párpados hasta que encuentre un lugar para el Señor».

Pero las palabras «dadles vosotros de comer» sugieren también otra aplicación. El que ha sido alimentado por Cristo no puede menos de dar y darse a los demás. La eucaristía es semilla de caridad. El que los pobres tengan qué comer también brota de la eucaristía. Por eso, el que frecuentando la eucaristía no crece en la caridad, es que en realidad no recibe a Cristo y le está rechazando.

«Comieron todos y se saciaron». La eucaristía es el alimento que sacia totalmente los anhelos más profundos del ser humano. Cristo no defrauda. Él es el pan de vida eterna: «El que venga a mí nunca más tendrá hambre» (Jn 6,35). Él –y sólo Él– calma el ansia de felicidad, la necesidad de ser querido, la búsqueda de la felicidad… ¿No es completamente insensato apagar nuestra sed en cisternas agrietadas que dejan insatisfecho y que, al fin, sólo producen dolor?

II. LA FE DE LA IGLESIA

El Sacramento de la Eucaristía (1322 — 1419)

La Eucaristía es el Sacramento del Cuerpo y la Sangre de Jesucristo, realmente presente bajo las especies de pan y de vino, memorial del sacrificio de la cruz, banquete pascual de la comunión en su amor y prenda de la gloria futura. Es la fuente, el corazón y la cumbre de toda la vida cristiana. En ella se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia: Jesucristo, que asocia a su Iglesia, y a todos sus miembros, a su sacrificio pascual, ofrecido una vez por todas en la cruz al Padre; y, por medio de este sacrificio, derrama la gracia de la salvación sobre su Cuerpo que es la Iglesia.

Jesús instituyó la Eucaristía en la Última Cena con los apóstoles la víspera de su pasión. En ella tomó el pan y dijo: «Esto es mi Cuerpo, que será entregado por vosotros»; y luego, tomó el cáliz con el vino y dijo: «Esta es mi Sangre, que será derramada por vosotros»; y ordenó celebrarla a sus apóstoles hasta su retorno –«Haced esto en memoria mía»–, como memorial de su muerte y de su resurrección, para dejar a los suyos una prenda de su amor, para no alejarse nunca de ellos y para hacerles partícipes de su Pascua. De esta manera, el paso de Jesús a su Padre por su muerte y resurrección, la Pascua nueva, es anticipada en la Cena, realizada en el Calvario y celebrada “hasta que Él vuelva” en la Eucaristía.

Por ser memorial de la Pascua de Cristo, la Eucaristía es un verdadero sacrificio porque representa –hace presente– el sacrificio de la cruz, ya que es su memorial y aplica su fruto.

La Santa Misa y el sacrificio de la Cruz son un único sacrificio, pues se ofrece una y la misma víctima: Jesucristo. Sólo es diferente la manera de ofrecerse: Cristo se ofreció a sí mismo una vez en la cruz de manera cruenta –con derramamiento de sangre–, mientras en la Eucaristía se ofrece por el ministerio de los sacerdotes de modo incruento –sin derramamiento de sangre–. Así, el sacrificio que Cristo ofreció de una vez para siempre en la cruz, permanece siempre actual. Y cuantas veces se celebra la Eucaristía, se realiza la obra de nuestra redención.

La Eucaristía es también el sacrificio de la Iglesia, que es el cuerpo de Cristo y participa del sacrificio de su Cabeza. Con Cristo, la Iglesia se ofrece totalmente y se une a su intercesión ante el Padre por todos los hombres. Cada fiel, miembro de su Cuerpo, tiene la oportunidad de unir en la Eucaristía su vida, su alabanza, su sufrimiento, su oración y su trabajo a los de Cristo y a su total ofrenda. A esta ofrenda también se unen la Virgen María y los santos que están ya en la gloria del cielo y es ofrecido también por las almas del purgatorio para que puedan entrar en la luz y la paz de Cristo.

La Santa Misa es la celebración de la Eucaristía. Se llama así porque la celebración termina con el envío (“missio” en latín) de los fieles, a fin de que cumplan la voluntad de Dios en su vida de cada día.

Sólo los sacerdotes válidamente ordenados pueden presidir la Eucaristía y consagrar el pan y el vino para que se conviertan en el Cuerpo y la Sangre del Señor. Pero, en la celebración de la Eucaristía participan todos los fieles que acuden a un mismo lugar para la asamblea eucarística. A su cabeza está Cristo mismo, sumo y eterno sacerdote de la Nueva Alianza, que es el actor principal que preside invisiblemente toda celebración eucarística. Como representante suyo, la celebra el obispo o el sacerdote –actuando “en persona de Cristo-cabeza”– que preside la asamblea, predica la homilía, recibe las ofrendas, dice la plegaria eucarística, consagra y reparte la comunión. Todos los fieles tienen parte activa en la celebración, cada uno a su manera: los lectores y monitores, los cantores, los que presentan las ofrendas, los que ayudan a dar la comunión, y el pueblo entero, cuyo “Amén” manifiesta su participación.

Después de la consagración, Jesús está realmente presente en la Eucaristía: lo que sigue pareciendo pan y vino es realmente el Cuerpo y la Sangre del Señor. El cambio de las especies eucarísticas de pan y vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo que ocurre en la Consagración se llama “transubstanciación”, que significa “cambio de substancia”. El pan y el vino, dejan de ser pan y vino y se convierten el Cuerpo y la Sangre de Jesús, aunque siguen pareciendo pan y vino.

Cristo está presente en la Eucaristía verdadera, real y substancialmente con todo su Cuerpo, Sangre, alma y divinidad. Esta presencia se llama “real” porque es “substancial”, y por ella Cristo, Dios y hombre, se hace totalmente presente. Cristo está todo entero en cada una de las especies y en cada una de sus partes, de modo que la fracción del pan no divide a Cristo, que está real y permanentemente presente en la eucaristía mientras duren sin corromperse las especies eucarísticas.

En la misa expresamos nuestra fe en la presencia real de Cristo bajo las especies eucarísticas, entre otras maneras, arrodillándonos o inclinándonos profundamente durante la consagración en señal de adoración al Señor; y fuera de la misa, conservando con el mayor cuidado las hostias consagradas en el sagrario, presentándolas a la adoración de los fieles en la exposición del Santísimo y llevándolas en procesión.

El cristiano, al entrar y salir del templo manifiesta su fe y saluda a Jesucristo presente en el Sagrario con una genuflexión, hincando la rodilla derecha, en señal de respeto y adoración. Lo mismo cada vez que se pasa por delante de Él. La visita al Santísimo Sacramento es una prueba de gratitud, un signo de amor y un deber de adoración hacia Cristo, nuestro Señor.

Porque la misa es, a la vez e inseparablemente, el memorial del sacrificio de la cruz, y el banquete sagrado de la comunión en el Cuerpo y la Sangre del Señor. La celebración del sacrificio eucarístico se hace para que los fieles se unan íntimamente con Cristo por medio de la comunión.

Por eso, los fieles, con las debidas disposiciones, deben comulgar cuando participan en la misa. El mismo Señor nos dirige una invitación urgente a recibirle en el sacramento de la Eucaristía: «En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros». No obstante, quien tiene conciencia de estar en pecado grave debe recibir el sacramento de la Reconciliación antes de acercarse a comulgar.

La Sagrada Comunión produce los siguientes frutos: acrecienta nuestra unión íntima con Cristo; conserva, acrecienta y renueva la vida de gracia recibida en el Bautismo; nos purifica de los pecados veniales, porque fortalece la caridad; nos preserva de futuros pecados mortales al fortalecer nuestra amistad con Cristo; renueva, fortalece y profundiza la unidad con toda la Iglesia; nos compromete en favor de los más pobres, en los que reconocemos a Jesucristo; y se nos da la prenda de la gloria futura.

Para recibir bien la Sagrada Comunión son necesarias tres cosas: saber a quién vamos a recibir, estar en gracia de Dios y guardar el ayuno eucarístico, que consiste en no comer ni beber nada desde una hora antes de recibir la Comunión. También es importante la actitud corporal (gestos, vestido…) que manifiesta el respeto, la solemnidad, el gozo de ese momento en que Cristo se hace nuestro huésped.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Si vosotros mismos sois Cuerpo y miembros de Cristo, sois el sacramento que es puesto sobre la mesa del Señor, y recibís este sacramento vuestro. Respondéis “Amén” a lo que recibís, con lo que, respondiendo, lo reafirmáis. Oyes decir “el Cuerpo de Cristo”, y respondes “amén”. Por lo tanto, se tú verdadero miembro de Cristo para que tu “amén” sea también verdadero» (S. Agustín).

«A nadie le es lícito participar de la Eucaristía sino al que crea que son verdad las cosas que enseñamos, y se haya lavado en aquel baño que da el perdón de los pecados y la nueva vida, y lleve una vida tal como Cristo enseñó» (San Justino).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

Que la lengua humana
cante este misterio:
la Preciosa Sangre
y el Precioso Cuerpo.
Quien nació de Virgen,
Rey del Universo,
por salvar al mundo
dio su Sangre en precio.

Se entregó a nosotros,
se nos dio naciendo
de una casta Virgen;
y, acabado el tiempo,
tras haber sembrado
la Palabra al pueblo,
coronó su obra
con prodigio excelso.

Adorad postrados
este Sacramento,
cesa el viejo rito,
se establece el nuevo;
dudan los sentidos
y el entendimiento;
que la fe los supla
con asentimiento.

Himnos de alabanza,
bendición y obsequio;
por igual la gloria
y el poder y el reino
al eterno Padre
con el Hijo eterno,
y al divino Espíritu
que procede de ellos.

Amén.

16 de junio de 2019: DOMINGO DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD “C”


En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo

Pr 8,22-31: Antes de comenzar la tierra, la Sabiduría ya había sido engendrada
Sal 8, 4-9: ¡Señor, dueño nuestro, qué admirable es tu nombre en toda la tierra!
Rm 5,1-5: Caminamos hacia Dios, por medio de Cristo, en el amor … por el Espíritu
Jn 16, 12-15: Todo lo que tiene el Padre es mío; el Espíritu recibirá de lo mío y os lo anunciará

I. LA PALABRA DE DIOS

El misterio de la Santísima Trinidad no consiste en números, no es una paradoja matemática irresoluble. Es el misterio del Dios viviente y personal, cuya infinita riqueza se nos escapa, nos desborda por completo. Por eso, el único guía que nos introduce eficazmente en ese misterio y nos lo ilumina es el Espíritu Santo, que «ha sido derramado en nuestros corazones». Él es quien nos conduce a la verdad plena del conocimiento y trato familiar con Cristo y con el Padre. Él es el que, viniendo en ayuda de nuestra debilidad, «intercede por nosotros con gemidos inefables», pues «no sabemos orar como conviene».

El misterio central de la fe nos sitúa ante el único que nos basta: Dios. Tal como Él ha querido revelarse en su Hijo. Toda la liturgia, la oración y la vida del cristiano gira en torno de Dios que es Uno en la Trinidad.

Dios uno y trino no nos puede resultar extraño. Por el bautismo estamos familiarizados y connaturalizados con el misterio de la Trinidad, pues hemos sido bautizados precisamente «en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo». Tenemos la capacidad de relacionarnos con las Personas divinas. Más aún, tenemos el impulso y hasta la necesidad. Para eso hemos sido creados. Vivimos en Cristo, hemos sido hechos hijos del Padre, somos templo del Espíritu. No, no somos extraños ni forasteros, sino «conciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios».

Con este misterio de la Trinidad, entramos en comunión sobre todo por la Eucaristía. En ella nos hacemos una sola cosa con Cristo. En ella Cristo derrama sobre nosotros su Espíritu. En ella nos hacemos más hijos del Padre al recibir al Hijo en la comunión y al acoger al Espíritu que nos hace clamar «Abba, Padre». En la Eucaristía tocamos el misterio y participamos de él. Y el misterio nos transforma.

II. LA FE DE LA IGLESIA

El dogma de la Santísima Trinidad
(261 – 267; 253 – 256)

El misterio de la Santísima Trinidad es el misterio central de la fe y de la vida cristiana. Sólo Dios puede dárnoslo a conocer revelándose como Padre, Hijo y Espíritu Santo. Este misterio ha sido revelado por Jesucristo, y es la fuente de todos los demás misterios.

Dios ha dejado huellas de su ser trinitario en la creación y en el Antiguo Testamento, pero la intimidad de su ser como Trinidad Santa constituye un misterio inaccesible a la sola razón humana e incluso a la fe de Israel, antes de la Encarnación del Hijo de Dios y del envío del Espíritu Santo.

La Encarnación del Hijo de Dios revela que Dios es el Padre eterno, y que el Hijo es consubstancial al Padre, es decir, que es en Él y con Él el mismo y único Dios.

La misión del Espíritu Santo, enviado por el Padre en nombre del Hijo y por el Hijo «de junto al Padre», revela que Él es con ellos el mismo Dios único: “Con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria”.

La Iglesia expresa su fe trinitaria confesando un solo Dios en tres Personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Las tres divinas Personas son un solo Dios porque cada una de ellas es idéntica a la plenitud de la única e indivisible naturaleza divina. Las tres son realmente distintas entre sí, por sus relaciones recíprocas: el Padre engendra al Hijo, el Hijo es engendrado por el Padre, el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo.

La Trinidad es una. No confesamos tres dioses sino un solo Dios en tres personas: «la Trinidad consubstancial». Las personas divinas no se reparten la única divinidad, sino que cada una de ellas es enteramente Dios: El Padre es lo mismo que es el Hijo, el Hijo lo mismo que es el Padre, el Padre y el Hijo lo mismo que el Espíritu Santo, es decir, un solo Dios por naturaleza. Cada una de las tres personas es esta realidad, es decir, la substancia, la esencia o la naturaleza divina.

Las personas divinas son realmente distintas entre sí. «Dios es único pero no solitario». «Padre», «Hijo», “Espíritu Santo» no son simplemente nombres que designan modalidades del ser divino, pues son realmente distintos entre sí: El que es el Hijo no es el Padre, y el que es el Padre no es el Hijo, ni el Espíritu Santo el que es el Padre o el Hijo. Son distintos entre sí por sus relaciones de origen: El Padre es quien engendra, el Hijo quien es engendrado, y el Espíritu Santo es quien procede. La Unidad divina es Trina.

Las personas divinas son relativas unas a otras. La distinción real de las personas entre sí, porque no divide la unidad divina, reside únicamente en las relaciones que las refieren unas a otras: En los nombres relativos de las personas, el Padre es referido al Hijo, el Hijo lo es al Padre, el Espíritu Santo lo es a los dos; sin embargo, cuando se habla de estas tres personas considerando las relaciones se cree en una sola naturaleza o substancia. En efecto, todo es uno en ellos donde no existe oposición de relación. A causa de esta unidad, el Padre está todo en el Hijo, todo en el Espíritu Santo; el Hijo está todo en el Padre, todo en el Espíritu Santo; el Espíritu Santo está todo en el Padre, todo en el Hijo.

La fe católica es esta: que veneremos un Dios en la Trinidad y la Trinidad en la unidad, no confundiendo las personas, ni separando las substancias; una es la persona del Padre, otra la del Hijo, otra la del Espíritu Santo; pero del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo una es la divinidad, igual la gloria, coeterna la majestad.

Las personas divinas, inseparables en su ser, son también inseparables en su obrar. Pero en la única operación divina cada una manifiesta lo que le es propio en la Trinidad, sobre todo en las misiones divinas de la Encarnación del Hijo y del don del Espíritu Santo.

Las obras divinas y las misiones trinitarias
(257 – 260)

Dios es eterna beatitud, vida inmortal, luz sin ocaso. Dios es amor: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Dios quiere comunicar libremente la gloria de su vida bienaventurada. Tal es el designio benevolente que concibió antes de la creación del mundo en su Hijo amado, «predestinándonos a la adopción filial en Él», es decir, «a reproducir la imagen de su Hijo» gracias al «Espíritu de adopción filial». Este designio es una «gracia dada antes de todos los siglos», nacido inmediatamente del amor trinitario. Se despliega en la obra de la creación, en toda la historia de la salvación después de la caída, en las misiones del Hijo y del Espíritu, cuya prolongación es la misión de la Iglesia.

Toda la economía divina (el designio benevolente, libre y amoroso, concebido por Dios antes de la creación del mundo) es la obra común de las tres Personas divinas. Porque la Trinidad, del mismo modo que tiene una sola y misma naturaleza, así también tiene una sola y misma operación (la naturaleza es el principio de operaciones). El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo no son tres principios de las criaturas, sino un solo principio. Sin embargo, cada persona divina realiza la obra común según su propiedad personal. Así la Iglesia confiesa, siguiendo al Nuevo Testamento: uno es Dios y Padre de quien proceden todas las cosas, uno solo el Señor Jesucristo por el cual son todas las cosas, y uno el Espíritu Santo en quien son todas las cosas. Son, sobre todo, las misiones divinas de la Encarnación del Hijo y del don del Espíritu Santo las que manifiestan las propiedades de las Personas divinas.

Toda la economía divina, obra a la vez común y personal, da a conocer la propiedad de las Personas divinas y su naturaleza única. Así, toda la vida cristiana es comunión con cada una de las Personas divinas, sin separarlas de ningún modo. El que da gloria al Padre lo hace por el Hijo en el Espíritu Santo; el que sigue a Cristo, lo hace porque el Padre lo atrae y el Espíritu lo mueve.

El fin último de toda la economía divina es la entrada de las criaturas en la unidad perfecta de la Bienaventurada Trinidad. Pero desde ahora somos llamados a ser habitados por la Santísima Trinidad: «Si alguno me ama –dice el Señor– guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él».

Por la gracia del bautismo «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» somos llamados a participar en la vida de la Bienaventurada Trinidad, aquí abajo en la oscuridad de la fe y, después de la muerte, en la luz eterna.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Ante todo, guardadme este buen depósito, por el cual vivo y combato, con el cual quiero morir, que me hace soportar todos los males y despreciar todos los placeres: quiero decir la profesión de fe en el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo. Os la confío hoy. Os la doy como compañera y patrona de toda vuestra vida. Os doy una sola Divinidad y Poder, que existe Una en los Tres, y contiene los Tres de una manera distinta. Divinidad sin distinción de substancia o de naturaleza, sin grado superior que eleve o grado inferior que abaje. Es la infinita connaturalidad de tres infinitos. Cada uno, considerado en sí mismo, es Dios todo entero. Dios los Tres considerados en conjunto. No he comenzado a pensar en la Unidad cuando ya la Trinidad me baña con su esplendor. No he comenzado a pensar en la Trinidad cuando ya la unidad me posee de nuevo» (S. Gregorio Nacianceno).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

Dios mío, Trinidad que adoro,
ayúdame a olvidarme enteramente de mí mismo
para establecerme en ti, inmóvil y apacible
como si mi alma estuviera ya en la eternidad;
que nada pueda turbar mi paz,
ni hacerme salir de ti, mi inmutable,
sino que cada minuto me lleve más lejos
en la profundidad de tu Misterio.

Pacifica mi alma.
Haz de ella tu cielo,
tu morada amada
y el lugar de tu reposo.

Que yo no te deje jamás solo en ella,
sino que yo esté allí enteramente,
totalmente despierto en mi fe,
en adoración,
entregado sin reservas
a tu acción creadora.

Amén