Archivo por meses: abril 2010

DOMINGO VI DE PASCUA “C”


«El Espíritu Santo os irá recordando lo que os he dicho»

Hch 15, 1-2. 22-29: Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros, no imponeros más cargas que las indispensables

Sal 66,2-8: !Oh Dios!, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben

Ap 21, 10-14.22-23: Me enseñó la ciudad santa, que bajaba del cielo

Jn 14, 23-29: El Espíritu Santo os irá recordando todo lo que os he dicho

I. LA PALABRA DE DIOS

«Haremos morada en él». La inhabitación de la Trinidad en la Iglesia y en los fieles: he aquí el fruto principal de la Pascua. La mayor realización del amor de Dios. El amor busca la cercanía, la intimidad, la unión. Dios no nos ama a distancia. Su deseo es vivir en nosotros, inundarnos con su presencia y con su amor. Esta es la alegría del cristiano en este mundo y lo será en el cielo. Somos templos, lugar donde Dios habita. Hemos sido rescatados del pecado para vivir en su presencia. ¿Cómo seguir pensando en un Dios lejano? Lo que deberemos preguntarnos es cómo recibimos esta visita, cómo acogemos esta presencia activa y amorosa, qué atención le prestamos, cómo respondemos a su acción y a su amor en nosotros…

«El que me ama guardará mi palabra». Esta es la condición para que las Personas divinas habiten en nosotros: amar a Cristo. Lo cual no es un puro sentimiento, sino que supone «guardar su palabra»: la fidelidad a Él y cada una de sus enseñanzas. Encontramos aquí un test para comprobar la autenticidad de nuestro amor a Cristo. Por el contrario, «el que no me ama no guardará mis palabras»: sin amor a Cristo será imposible cumplir sus mandamientos.

«Él os lo enseñará todo». Estamos a la espera de Pentecostés y es conveniente conocer lo que el Espíritu Santo quiere hacer en nosotros. Él es el Maestro interior y su acción es necesaria para entender las palabras de Cristo y ponerlas por obra. Si Él no ilumina, si no hace atractiva la palabra de Cristo, si no da fuerzas para cumplirla, nunca llegaremos a vivir el evangelio. Sin Él, el evangelio queda en letra muerta; sólo el Espíritu da vida.

«La paz os dejo, mi paz os doy». La paz, la alegría, la gratitud, etc., son sentimientos espirituales que abundan en el AT, pero que irrumpen singularmente con la llegada de Cristo a la tierra y constituyen el legado de Jesús resucitado a su Iglesia.

«El Padre es más que yo». «Jesucristo es igual al Padre según la divinidad, menor que el Padre según la humanidad», reza el símbolo Atanasiano (DS 76). Aun en la Trinidad, lo propio del Hijo es recibir y obedecer. La superioridad del Padre es la propia del que envía, respecto a su enviado. ¿Vivimos como hijos?

II. LA FE DE LA IGLESIA

La promesa del Espíritu Santo
(727 – 730)

Toda la Misión del Hijo y del Espíritu Santo en la plenitud de los tiempos se resume en que el Hijo es el Ungido del Padre desde su Encarnación: Jesús es Cristo, el Mesías. Toda la obra de Cristo es misión conjunta del Hijo y del Espíritu Santo.

Jesús no revela plenamente el Espíritu Santo hasta que Él mismo no ha sido glorificado por su Muerte y su Resurrección. Sin embargo, lo sugiere poco a poco, incluso en su enseñanza a la muchedumbre, cuando revela que su Carne será alimento para la vida del mundo. Lo sugiere también a Nicodemo, a la Samaritana y a los que participan en la fiesta de los Tabernáculos. A sus discípulos les habla de Él abiertamente a propósito de la oración y del testimonio que tendrán que dar.

Solamente cuando ha llegado la Hora en que va a ser glorificado Jesús promete la venida del Espíritu Santo, ya que su Muerte y su Resurrección serán el cumplimiento de la Promesa hecha a los Padres.

Jesús entrega su espíritu en las manos del Padre en el momento en que por su Muerte es vencedor de la muerte, de modo que, resucitado de los muertos por la Gloria del Padre, enseguida da a sus discípulos el Espíritu Santo dirigiendo sobre ellos su aliento. A partir de esta hora, la misión de Cristo y del Espíritu se convierte en la misión de la Iglesia: «Como el Padre me ha enviado, también yo os en­vío».

La acción del Espíritu Santo en la liturgia de la Iglesia
(1091 – 1109)

En la Liturgia, el Espíritu Santo es el pedagogo de la fe del Pueblo de Dios, el artífice de las obras maestras de Dios que son los sacramentos de la Nueva Alianza. El deseo y la obra del Espíritu en el corazón de la Iglesia es que vivamos de la vida de Cristo resucitado. Cuando encuentra en nosotros la respuesta de fe que Él ha suscitado, entonces se realiza una verdadera cooperación. Por ella, la Liturgia viene a ser la obra común del Espíritu Santo y de la Iglesia.

En esta dispensación sacramental del misterio de Cristo, el Espíritu Santo actúa: prepara la Iglesia para el encuentro con su Señor, recuerda y manifiesta a Cristo a la fe de la asamblea; hace presente y actualiza el misterio de Cristo por su poder transformador; finalmente, el Espíritu de comunión une la Iglesia a la vida y a la misión de Cristo.

Prepara:

Toda acción litúrgica, especialmente la celebración de la Eucaristía y de los sacramentos es un encuentro entre Cristo y la Iglesia.

La Asamblea debe prepararse para encontrar a su Señor, debe ser un pueblo bien dispuesto. Esta preparación de los corazones es la obra común del Espíritu Santo y de la Asamblea, en particular de sus ministros. La gracia del Espíritu Santo tiende a suscitar la fe, la conversión del corazón y la adhesión a la voluntad del Padre. Estas disposiciones preceden a la acogida de las otras gracias ofrecidas en la celebración misma y a los frutos de vida nueva que está llamada a producir.

Recuerda:

El Espíritu y la Iglesia cooperan en la manifestación de Cristo y de su obra de salvación en la Liturgia, Memorial del Misterio de la salvación. El Espíritu Santo es la memoria viva de la Iglesia.

El Espíritu Santo recuerda el sentido del acontecimiento de la salvación a la asamblea litúrgica dando vida a la Palabra de Dios que es anunciada para ser recibida y vivida.

El Espíritu Santo es quien da a los lectores y a los oyentes, según las disposiciones de sus corazones, la inteligencia espiritual de la Palabra de Dios. A través de las palabras, las acciones y los símbolos que constituyen la trama de una celebración, el Espíritu Santo pone a los fieles y a los ministros en relación viva con Cristo, Palabra e Imagen del Padre, a fin de que puedan hacer pasar a su vida el sentido de lo que oyen, contemplan y realizan en la celebración.

La fe se suscita en el corazón de los no creyentes y se alimenta en el corazón de los creyentes con la palabra de la salvación. Con la fe empieza y se desarrolla la comunidad de los creyentes. El anuncio de la Palabra de Dios no se reduce a una enseñanza: exige la respuesta de fe, como consentimiento y compromiso, con miras a la Alianza entre Dios y su pueblo. Es también el Espíritu Santo quien da la gracia de la fe, la fortalece y la hace crecer en la comunidad. La asamblea litúrgica es ante todo comunión en la fe.

En la Liturgia de la Palabra, el Espíritu Santo recuerda a la Asamblea todo lo que Cristo ha hecho por nosotros. Una celebración hace memoria de las maravillas de Dios en una Anámnesis («hacer memoria»). El Espíritu Santo, que despierta así la memoria de la Iglesia, suscita entonces la acción de gracias y la alabanza.

Actualiza:

La Liturgia cristiana no sólo recuerda los acontecimientos que nos salvaron, sino que los actualiza, los hace presentes. El Misterio pascual de Cristo se celebra, no se repite; son las celebraciones las que se repiten; en cada una de ellas tiene lugar la efusión del Espíritu Santo que actualiza el único Misterio.

La Epíclesis («invocación sobre») es la intercesión mediante la cual el sacerdote suplica al Padre que envíe el Espíritu santificador para que las ofrendas se conviertan en el Cuerpo y la Sangre de Cristo y para que los fieles, al recibirlos, se conviertan ellos mismos en ofrenda viva para Dios.

El poder transformador del Espíritu Santo en la Liturgia apresura la venida del Reino y la consumación del Misterio de la salvación. En la espera y en la esperanza nos hace realmente anticipar la comunión plena con la Trinidad Santa. El Espíritu da la vida a los que lo acogen, y constituye para ellos, ya desde ahora, «las arras» de su herencia.

Une:

La finalidad de la misión del Espíritu Santo en toda acción litúrgica es poner en comunión con Cristo para formar su Cuerpo. El Espíritu Santo es como la savia de la viña del Padre que da su fruto en los sarmientos. En la Liturgia se realiza la cooperación más íntima entre el Espíritu Santo y la Iglesia. El Espíritu de Comunión permanece indefectiblemente en la Iglesia, y por eso la Iglesia es el gran sacramento de la comunión divina que reúne a los hijos de Dios dispersos. El fruto del Espíritu en la Liturgia es inseparablemente comunión con la Trinidad Santa y comunión fraterna.

La asamblea litúrgica recibe su unidad de la comunión del Espíritu Santo que reúne a los hijos de Dios en el único Cuerpo de Cristo. Esta reunión desborda las afinidades humanas, raciales, culturales y sociales.

La Epíclesis es también oración por el pleno efecto de la comunión de la Asamblea con el Misterio de Cristo. La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor de Dios Padre y la comunión del Espíritu Santo deben permanecer siempre con nosotros y dar frutos más allá de la celebración eucarística. La Iglesia, por tanto, pide al Padre que envíe el Espíritu Santo para que haga de la vida de los fieles una ofrenda viva a Dios mediante la transformación espiritual a imagen de Cristo, la preocupación por la unidad de la Iglesia y la participación en su misión por el testimonio y el servicio de la caridad.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Sin el Espíritu no es posible ver  al Hijo de Dios, y, sin el Hijo, nadie puede acercarse al Padre, porque el conocimiento del Padre es el Hijo, y el conocimiento del Hijo se logra por el Espíritu Santo» (San Ireneo).

«Preguntas cómo el pan se convierte en el Cuerpo de Cristo y el vino en Sangre de Cristo. Te respondo: el Espíritu Santo irrumpe y realiza aquello que sobrepasa toda palabra y todo pensamiento. Que te baste oír que es por la acción del Espíritu Santo, de igual modo que gracias a la Santísima Virgen y al mismo Espíritu, el Señor, por sí mismo y en sí mismo, asumió la carne humana» (S. Juan Damasceno).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

Ven, Creador, Espíritu amoroso,
ven y visita el alma que a ti clama
y con tu soberana gracia inflama
los pechos que criaste poderoso.

Tú que abogado fiel eres llamado,
del Altísimo don, perenne fuente
de vida eterna, caridad ferviente,
espiritual unción, fuego sagrado.

Ilustra con tu luz nuestros sentidos,
del corazón ahuyenta la tibieza,
haznos vencer la corporal flaqueza,
con tu eterna virtud fortalecidos. Amén.

DOMINGO V DE PASCUA “C”


Domingo de las consignas del Señor en su despedida

Hch 14, 20b-26:          Contaron a la Iglesia lo que Dios había hecho por medido de ellos

Sal 144,8-13:               Bendeciré tu nombre por siempre jamás, Dios mío, mi Rey

Ap 21,1-5a:                  Dios enjugará las lágrimas de sus ojos

Jn 13,31-33a.34s:        Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros

I. LA PALABRA DE DIOS

«Ahora es glorificado el Hijo del Hombre». El tiempo pascual está centrado en Cristo Resucitado. Por su muerte y resurrección, Cristo ha sido glorificado. La muerte de Jesús, que para los judíos era la supresión de un personaje molesto, para Jesús era el comienzo de su glorificación. El crucificado, el «varón de dolores», ha sido inundado de la vida de Dios, experimenta una felicidad sin fin, ha sido enaltecido como Señor. A la luz de la Resurrección entendemos el amor del Padre a su Hijo, que ha querido glorificarle, es decir, manifestar en Él su esplendor, y con esta plenitud. Y también Dios quiere glorificarnos a nosotros: «Los sufrimientos de ahora no son comparables con la gloria que un día se manifestará en nosotros» (Rom 8,18).

«Dios es glorificado en Él». La unidad del Padre y del Hijo –«somos Uno»– se manifiesta una vez más en que la glorificación del Hijo es también la glorificación del Padre. A lo largo del evangelio, Jesús ha repetido que no busca su gloria. Es admirable este absoluto desinterés de Jesús que sólo desea que el Padre sea glorificado en Él. También esta es la postura del auténtico cristiano que, completamente olvidado de sí mismo, sólo desea la gloria de Dios –«No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu nombre da la gloria» (Sal 113b)– y sólo pretende que a través de sus pala­bras y obras Dios manifieste su amor, su poder, su sabiduría …su gloria; que Dios sea conocido y amado, que Dios sea glorificado en Él.

«La señal por la que conocerán que sois discípulos míos…» Dios es glorificado en nosotros cuando nos dejamos inundar por su amor y este amor revierte hacia los demás. Esta es no «una« señal, sino «la« señal, el signo inconfundible de los discípulos de Cristo. La novedad y la hondura que le da Jesús al «mandamiento nuevo» está en ese «como yo os he amado», es decir, «hasta el extremo», hasta dar la vida.

El amor cristiano nace del Amor del Padre a los hombres, comunicado a su Hijo y de éste a sus hermanos, en el Espíritu Santo. Es trinitario y se llama caridad. Es fruto de la gracia, no es simple filantropía, aun cuando ésta puede prepararle el camino. No es una simple exigencia ética, sino un compromiso que nos asemeja a Jesús, porque nace de la caridad de Cristo en nosotros. Sólo mirando a Cristo, y comiendo y bebiendo de Él, somos capaces de amar de verdad, a su manera.

II. LA FE DE LA IGLESIA

La vida nueva en el Espíritu
(690; 733-741; 746)

Por su Muerte y Resurrección, Jesús es constituido Señor y Cristo en la gloria. De su plenitud derrama el Espíritu Santo sobre los Apóstoles y la Iglesia. «Dios es Amor» y el Amor, que es el primer don, contiene todos los demás. Este amor «Dios lo ha derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado».

Cuando por fin Cristo es glorificado, puede a su vez, de junto al Padre, enviar el Espíritu a los que creen en Él. Les comunica su Gloria, es decir, el Espíritu Santo que lo glorifica. La misión conjunta se desplegará desde entonces en los hijos adoptados por el Padre en el Cuerpo de su Hijo: la misión del Espíritu de adopción será unirlos a Cristo y hacerles vivir en Él.

Puesto que hemos muerto, o al menos, hemos sido heridos por el pecado, el primer efecto del don del Amor es la remisión de nuestros pecados. La Comunión con el Espíritu Santo es la que, en la Iglesia, vuelve a dar a los bautizados la semejanza divina perdida por el pecado. Él nos da entonces las «arras» o las «primicias» de nuestra herencia: la Vida misma de la Santísima Trinidad que es amar «como Él nos ha amado». Este amor es el principio de la vida nueva en Cristo, hecha posible porque hemos «recibido una fuerza, la del Espíritu Santo».

Gracias a este poder del Espíritu Santo los hijos de Dios pueden dar fruto. El que nos ha injertado en la Vid verdadera hará que demos «el fruto del Espíritu que es caridad, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, templanza». El Espíritu es nuestra Vida: cuanto más renunciamos a nosotros mismos, más obramos también según el Espíritu.

Por la comunión con Él, el Espíritu Santo nos hace espirituales, nos restablece en el Paraíso, nos lleva al Reino de los cielos y a la adopción filial, nos da la confianza de llamar a Dios Padre y de participar en la gracia de Cristo, de ser llamado hijo de la luz y de tener parte en la gloria eterna.

Todos nosotros que hemos recibido el mismo y único espíritu, a saber, el Espíritu Santo, nos hemos fundido entre nosotros y con Dios ya que por mucho que nosotros seamos numerosos separadamente y que Cristo haga que el Espíritu del Padre y suyo habite en cada uno de nosotros, este Espíritu único e indivisible lleva por sí mismo a la unidad a aquellos que son distintos entre sí y hace que todos aparezcan como una sola cosa en Él. Y de la misma manera que el poder de la santa humanidad de Cristo hace que todos aquellos en los que ella se encuentra formen un solo cuerpo, también de la misma manera el Espíritu de Dios que habita en todos, único e indivisible, los lleva a todos a la unidad espiritual.

Puesto que el Espíritu Santo es la Unción de Cristo, es Cristo, Cabeza del Cuerpo, quien lo distribuye entre sus miembros para alimentarlos, sanarlos, organizarlos en sus funciones mutuas, vivificarlos, enviarlos a dar testimonio, asociarlos a su ofrenda al Padre y a su intercesión por el mundo entero. Por medio de los sacramentos de la Iglesia, Cristo comunica su Espíritu, Santo y Santificador, a los miembros de su Cuerpo. Estas maravillas de Dios, ofrecidas a los creyentes en los Sacramentos de la Iglesia, producen sus frutos en la vida nueva, en Cristo, según el Espíritu.

La virtud teologal de la caridad
(1812 – 1813; 1822 – 1829; 2067; 2074; 2196)

Las virtudes humanas se arraigan en las virtudes teologales que adaptan las facultades del hombre a la participación de la naturaleza divina. Las virtudes teologales se refieren directamente a Dios. Disponen a los cristianos a vivir en relación con la Santísima Trinidad. Tienen como origen, motivo y objeto a Dios Uno y Trino.

Las virtudes teologales fundan, animan y caracterizan el obrar moral del cristiano. Informan y vivifican todas las virtudes morales. Son infundidas por Dios en el alma de los fieles para hacerlos capaces de obrar como hijos suyos y merecer la vida eterna. Son la garantía de la presencia y la acción del Espíritu Santo en las facultades del ser humano. Tres son las virtudes teologales: la fe, la esperanza y la caridad.

La caridad es la virtud teologal por la cual amamos a Dios sobre todas las cosas, por Él mismo; y a nuestro prójimo, como a nosotros mismos, por amor de Dios.

Jesús hace de la caridad el mandamiento nuevo. Amando a los suyos «hasta el fin», manifiesta el amor del Padre que ha recibido. Amándose unos a otros, los discípulos imitan el amor de Jesús que reciben también en ellos. Por eso Jesús dice: «Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor». Y también: «Este es el mandamiento mío: que os améis unos a otros como yo os he amado».

Fruto del Espíritu y plenitud de la ley, la caridad guarda los mandamientos de Dios y de Cristo: «Permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor». Los diez mandamientos enuncian las exigencias del amor de Dios y del prójimo. Los tres primeros se refieren más al amor de Dios y los otros siete más al amor del prójimo. El apóstol san Pablo lo recuerda: «El que ama al prójimo ha cumplido la ley. En efecto, lo de: no adulterarás, no matarás, no robarás, no codiciarás y todos los demás preceptos, se resumen en esta fórmula: amarás a tu prójimo como a ti mismo. La caridad no hace mal al prójimo. La caridad es, por tanto, la ley en su plenitud».

Cristo murió por amor a nosotros «cuando éramos todavía enemigos». El Señor nos pide que amemos como Él hasta a nuestros enemigos, que nos hagamos prójimos del más lejano, que amemos a los niños y a los pobres como a Él mismo.

El apóstol san Pablo ofrece una descripción incomparable de la caridad: «La caridad es paciente, es servicial; la caridad no es envidiosa, no es jactanciosa, no se engríe; es decorosa; no busca su interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta». «Si no tengo caridad –dice también el apóstol– nada soy». Y todo lo que es privilegio, servicio, virtud misma… «si no tengo caridad, nada me aprovecha». La caridad es superior a todas las virtudes. Es la primera de las virtudes teologales: «Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero la mayor de todas ellas es la caridad».

La caridad tiene por frutos el gozo, la paz y la misericordia. Exige la práctica del bien y la corrección fraterna; es benevolencia; suscita la reciprocidad; es siempre desinteresada y generosa; es amistad y comunión.

El ejercicio de todas las virtudes está animado e inspirado por la caridad. Esta es «el vínculo de la perfección»; es la forma de las virtudes; las articula y las ordena entre sí; es fuente y término de su práctica cristiana. La caridad asegura y purifica nuestra facultad humana de amar. La eleva a la perfección sobrenatural del amor divino.

La práctica de la vida moral animada por la caridad da al cristiano la libertad espiritual de los hijos de Dios. Este no se halla ante Dios como un esclavo, en el temor servil, ni como el mercenario en busca de un jornal, sino como un hijo que responde al amor del que nos amó primero.

Jesús dice: «Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí como yo en él, ése da mucho fruto; porque sin mí no podéis hacer nada». El fruto evocado en estas palabras es la santidad de una vida hecha fecunda por la unión con Cristo. Cuando creemos en Jesucristo, participamos en sus misterios y guardamos sus mandamientos, el Salvador mismo ama en nosotros a su Padre y a sus hermanos, nuestro Padre y nuestros hermanos. Su persona viene a ser, por obra del Espíritu, la norma viva e interior de nuestro obrar. «Este es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado».

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«O nos apartamos del mal por temor del castigo y estamos en la disposición del esclavo, o buscamos el incentivo de la recompensa y nos parecemos a mercenarios, o finalmente obedecemos por el bien mismo del amor del que manda… y entonces estamos en la disposición de hijos» (S. Basilio).

«La culminación de todas nuestras obras es el amor. Ese es el fin; para conseguirlo, corremos; hacia él corremos; una vez llegados, en él reposamos» (S. Agustín).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

¡Cristo ha resucitado!
¡Resucitemos con él!
¡Aleluya, aleluya!

Muerte y Vida lucharon,
y la muerte fue vencida.
¡Aleluya, aleluya!

Es el grano que muere
para el triunfo de la espiga.
¡Aleluya, aleluya!

Vivamos vida nueva,
el bautismo es nuestra Pascua.
¡Aleluya, aleluya! Amén.

DOMINGO IV DE PASCUA “C”


«El Buen Pastor se hace presente en los pastores de la Iglesia»

Hch 13, 14. 43-52:   Nos dedicamos a los gentiles

Sal 99, 2.3.5:            Somos su pueblo y ovejas de su rebaño

Ap 7, 9. 14b-17:       El Cordero será su pastor, y los conducirá hacia fuentes de aguas vivas

Jn 10, 27-30:            Yo doy la vida eterna a mis ovejas

I. LA PALABRA DE DIOS

A los tres primeros Domingos pascuales, centrados en las apariciones de Jesús resucitado, sigue el Domingo dedicado al Buen Pastor.

«Conozco a mis ovejas». Cristo Buen Pastor conoce a cada uno de los suyos. Con un conocimiento que es amor y complacencia. Cristo me conoce como soy de verdad. No soy un extraño que camina perdido por el mundo. Cristo me conoce. Conoce mi vida entera, toda mi historia. Más aún, conoce lo que quiere hacer en mí. Conoce también mi futuro. ¿Vivo apoyado en este conocimiento que Cristo tiene de mí?

«Mis ovejas escuchan mi voz y me siguen». No sólo oyen, sino que atienden con interés y responden acogiendo la Palabra sembrada en el corazón. ¡Qué hermosa definición de lo que es el cristiano! Se trata de estar atento a Cristo, a su voz, a las llamadas que sin cesar, a cada instante, nos dirige. No creemos en un muerto. Cristo está vivo, resucitado; más aún, está presente, cercano, camina con nosotros. Se trata de escuchar su voz y de seguirle, de caminar detrás de Él siguiendo sus huellas. El cristiano nunca está solo, porque no defiende una ideología, sino que sigue a una persona. Y seguir a Cristo compromete la vida entera.

«Yo y el Padre somos uno». Jesús actúa juntamente con el Padre y hace sólo lo que el Padre hace. De la unidad en el actuar se deduce la unicidad de naturaleza entre Padre e Hijo.

«Nadie las arrebatará de mi mano». Al que se sabe conocido y amado por Cristo y procura con toda el alma escuchar su voz y seguirle, Cristo le hace esta promesa. Nadie podrá arrebatar las ovejas de las manos de Jesús, porque se las ha dado el Padre, que todo lo puede, con el que Jesús es «Uno».

Nuestra seguridad sólo puede venir de sabernos guiados por Él. El Buen Pastor es el Resucitado, a quien ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Estamos en buenas manos. «No suelta Cristo tan presto las almas que una vez toma«, decía San Juan de Ávila. Ningún verdadero mal puede suceder al que de verdad confía en Cristo y se deja conducir por su mano poderosa.

II. LA FE DE LA IGLESIA

Los pastores en la misión de la Iglesia
(754, 873, 874, 879, 881, 1546 – 1547)

El Señor hizo de Simón, al que dio el nombre de Pedro, la piedra de su Iglesia. Le entregó las llaves de ella; lo instituyó pastor de todo el rebaño. Este oficio pastoral de Pedro y de los demás apóstoles pertenece a los cimientos de la Iglesia. Se continúa por los obispos bajo el primado del Papa.

Para dirigir al Pueblo de Dios y hacerle progresar siempre, Cristo instituyó en su Iglesia diversos ministerios que están ordenados al bien de todo el Cuerpo. El mismo Cristo es la fuente del ministerio en la Iglesia. Él lo ha instituido, le ha dado autoridad y misión, orientación y finalidad. A los Apóstoles y sus sucesores les confirió Cristo la función de enseñar, santificar y gobernar en su propio nombre y autoridad. Los ministros que poseen la sagrada potestad están al servicio de sus hermanos para que todos los que son miembros del Pueblo de Dios lleguen a la salvación.

Hay dos modos diferentes de participar del sacerdocio de Cristo: el sacerdocio ministerial o jerárquico de los obispos y de los presbíteros, y el sacerdocio común de todos los fieles. Aunque su diferencia es esencial y no sólo de grado, están ordenados el uno al otro y ambos participan, cada uno a su manera, del único sacerdocio de Cristo. ¿En qué sentido? Mientras el sacerdocio común de los fieles se realiza en el desarrollo de la gracia bautismal (vida de fe, esperanza y caridad, vida según el Espíritu), el sacerdocio ministerial está al servicio del sacerdocio común, en orden al desarrollo de la gracia bautismal de todos los cristianos. El ministerio sacerdotal es uno de los medios por los cuales Cristo no cesa de construir y de conducir a su Iglesia. Por esto es transmitido mediante un sacramento propio, el sacramento del Orden.

El Sacramento del Orden
(1536, 1545)

El Orden es el sacramento gracias al cual la misión confiada por Cristo a sus Apóstoles sigue siendo ejercida en la Iglesia hasta el fin de los tiempos. Es, pues, el sacramento del ministerio apostólico. Comprende tres grados: el episcopado, el presbiterado y el diaconado.

El sacramento del Orden comunica un poder sagrado, que no es otro que el de Cristo. El ejercicio de esta autoridad debe, por tanto, medirse según el modelo de Cristo, que por amor se hizo el último y el servidor de todos. Este sacerdocio es ministerial. Esta función, que el Señor confió a los pastores de su pueblo, es un verdadero servicio. Está enteramente referido a Cristo y a los hombres. Depende totalmente de Cristo y de su sacerdocio único, y fue instituido en favor de los hombres y de la comunidad de la Iglesia.

Los pastores tienen la misión de enseñar
(888 – 892)

Los obispos con los presbíteros, sus colaboradores, tienen como primer deber el anunciar a todos el Evangelio de Dios, según la orden del Señor. Son los predicadores del Evangelio que llevan nuevos discípulos a Cristo. Son también los maestros auténticos, por estar dotados de la autoridad de Cristo.

El oficio pastoral del Magisterio está dirigido a velar para que el Pueblo de Dios permanezca en la verdad que libera. Debe protegerlo de las desviaciones y de los fallos, y garantizarle la posibilidad objetiva de profesar sin error la fe auténtica.

Los pastores tienen la misión de santificar
(893)

El obispo y los presbíteros santifican la Iglesia con su oración y su trabajo, por medio del ministerio de la palabra y de los sacramentos. La santifican con su ejemplo, no tiranizando a los que les ha tocado cuidar, sino siendo modelos de la grey. Así es como llegan a la vida eterna junto con el rebaño que les fue confiado.

Los pastores tienen la misión de gobernar
(894 – 896)

Los obispos, como vicarios y legados de Cristo, gobiernan las Iglesias particulares que se les han confiado, no sólo con sus proyectos, con sus consejos y con ejemplos, sino también con su autoridad y potestad sagrada, que deben, no obstante, ejercer para edificar con espíritu de servicio que es el de su Maestro.

El Buen Pastor será el modelo y la «forma» de la misión pastoral del obispo. Consciente de sus propias debilidades, el obispo puede disculpar a los ignorantes y extraviados. No debe negarse nunca a escuchar a sus súbditos, a los que cuida como verdaderos hijos.

Los sacerdotes representan a Cristo
(1548 – 1551)

En el servicio eclesial del ministro ordenado es Cristo mismo quien está presente en su Iglesia como Cabeza de su cuerpo, Pastor de su rebaño, Sumo Sacerdote del sacrificio redentor, Maestro de la Verdad. Es lo que la Iglesia expresa al decir que, en virtud del sacramento del Orden, el sacerdote actúa «in persona Christi Capitis» (en la persona de Cristo Cabeza). Por la consagración sacerdotal recibida, goza de la facultad de actuar por el poder de Cristo mismo a quien representa.

Esta presencia de Cristo en el ministro no debe ser entendida como si éste estuviese exento de todas las flaquezas humanas, del afán de poder, de errores, es decir del pecado. No todos los actos del ministro son garantizados de la misma manera por la fuerza del Espíritu Santo. Mientras que en los sacramentos esta garantía es dada de modo que ni siquiera el pecado del ministro puede impedir el fruto de la gracia, existen muchos otros actos en que la condición humana del ministro deja huellas que no son siempre el signo de la fidelidad al evangelio y que pueden dañar por consiguiente a la fecundidad apostólica de la Iglesia.

En último término es Cristo quien actúa y realiza la salvación a través del ministro ordenado, la indignidad de éste no impide a Cristo actuar. San Agustín lo dice con firmeza: «En cuanto al ministro orgulloso, hay que colocarlo con el diablo. Sin embargo, el don de Cristo no por ello es profanado: lo que llega a través de él conserva su pureza, lo que pasa por él permanece limpio y llega a la tierra fértil. En efecto, la virtud espiritual del sacramento es semejante a la luz: los que deben ser iluminados la reciben en su pureza y, si atraviesa seres manchados, no se mancha».

Los sacerdotes también representan a la Iglesia
(1552 – 1553)

El sacerdocio ministerial no tiene solamente por tarea representar a Cristo –Cabeza de la Iglesia– ante la asamblea de los fieles, actúa también en nombre de toda la Iglesia cuando presenta a Dios la oración de la Iglesia y sobre todo cuando ofrece el sacrificio eucarístico.

Esto no quiere decir que los sacerdotes sean los delegados de la comunidad. La oración y la ofrenda de la Iglesia son inseparables de la oración y la ofrenda de Cristo, su Cabeza. Todo el cuerpo, cabeza y miembros, ora y se ofrece, y por eso quienes, en este cuerpo, son específicamente sus ministros, son llamados ministros no sólo de Cristo, sino también de la Iglesia. El sacerdocio ministerial puede representar a la Iglesia porque representa a Cristo.

El carácter sacerdotal es imborrable
(1581 – 1584)

El sacramento del Orden configura con Cristo mediante una gracia especial del Espíritu Santo a fin de servir de instrumento de Cristo en favor de su Iglesia. Por la ordenación se recibe la capacidad de actuar como representante de Cristo, Cabeza de la Iglesia, en su triple función de sacerdote, profeta y rey.

Como en el caso del Bautismo y de la Confirmación, esta participación en la misión de Cristo es concedida de una vez para siempre. El sacramento del Orden confiere también un carácter espiritual indeleble y no puede ser reiterado ni ser conferido para un tiempo determinado.

Un sacerdote válidamente ordenado puede ciertamente, por causas graves, ser liberado de las obligaciones y las funciones vinculadas a la ordenación (secularizado), o se le puede impedir ejercerlas (suspendido), pero no puede convertirse de nuevo en laico en sentido estricto porque el carácter impreso por la ordenación es para siempre. La vocación y la misión recibidas el día de su ordenación, lo marcan de manera permanente.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Es preciso comenzar por purificarse antes de purificar a los otros; es preciso ser instruido para poder instruir; es preciso ser luz para iluminar, acercarse a Dios para acercarle a los demás, ser santificado para santificar, conducir de la mano y aconsejar con inteligencia. Sé de quién somos ministros, dónde nos encontramos y a dónde nos dirigimos. Conozco la altura de Dios y la flaqueza del hombre, pero también su fuerza. Por tanto, ¿quién es el sacerdote? Es el defensor de la verdad, se sitúa junto a los ángeles, glorifica con los arcángeles, hace subir sobre el altar de lo alto las víctimas de los sacrificios, comparte el sacerdocio de Cristo, restaura la criatura, restablece en ella la imagen de Dios, la recrea para el mundo de lo alto, y, para decir lo más grande que hay en él, es divinizado y diviniza» (San Gregorio Nazianceno).

«El Señor dijo claramente que la atención prestada a su rebaño era prueba de amor a Él» (San Juan Crisóstomo).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Puerta de Dios en el redil humano
fue Cristo, el buen Pastor que al mundo vino,
glorioso va delante del rebaño,
guiando su marchar por buen camino.  

Pastores del Señor son sus ungidos,
nuevos cristos de Dios, son enviados
a los pueblos del mundo redimidos;
del único Pastor siervos amados.

Apacienta, Señor, guarda a tus hijos,
manda siempre a tu mies trabajadores;
cada aurora, a la puerta del aprisco,
nos aguarde el amor de tus pastores. 

Amén.