Archivo por meses: febrero 2010

DOMINGO II DE CUARESMA “C”


«¡Maestro, qué bien se está aquí!»
Gn 15, 5-12. 17-18: Dios hace alianza con el fiel Abrahán
Sal 26, 1-14:            El Señor es mi luz y mi salvación
Flp 3, 17-4, 1:          Cristo nos transformará, según el modelo de su cuerpo glorioso
Lc 9, 28b-36:           Mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió
I. LA PALABRA DE DIOS
Comenzado el camino cuaresmal, la Iglesia nos presenta hoy a Cristo en su transfiguración –estrechamente vinculada al primer anuncio de la pasión y a la oración de Jesús–.  Un acontecimiento indescriptible, pero que pone de relieve la hermosura de Cristo –«mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió, sus vestidos brillaban de blancos»– y el enorme atractivo de su persona, que hace exclamar a Pedro «¡Qué hermoso es estar aquí!».
«Su rostro cambió». Su oración es la que transfigura a Jesús y lo hace aparecer con la luminosidad propia del Hijo de Dios. Transitoriamente, la apariencia humilde y cotidiana de Jesús se transformó, ante sus más íntimos, en irradiación de su gloria divina, inseparable de su persona de Hijo de Dios.
«Qué bueno sería quedarnos aquí». Precipitadamente, Pedro habla en términos de estabilidad, de vida feliz, como si todo pudiera arreglarse sin la cruz; lo saca de sus fantasías la voz del Padre: «Éste es mi Hijo, mi elegido, escúchenlo».
Todo el esfuerzo de conversión en esta Cuaresma sólo tiene sentido si nace de este encuentro con Cristo y de escuchar su voz. Pablo se convierte porque se encuentra con Jesús en el camino de Damasco. Pues, del mismo modo, nosotros no nos convertiremos a unas normas éticas, por elevadas que sean, sino a una persona viviente; tampoco por un conocimiento superficial, sino por un encuentro personal con Él. De ahí las palabras del salmo y de la antífona de entrada: «Oigo en mi corazón: Buscad mi rostro. Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro». Se trata de mirar a Cristo y de dejarnos seducir por Él. De esta manera experimentaremos, como Pablo, que lo que nos parecía ganancia nos parece pérdida y la conversión se obrará con rapidez y facilidad.
La transfiguración nos da la certeza de que nuestra conversión es posible: «Él transformará nuestra condición humilde según el modelo de su condición gloriosa, con esa energía que posee para sometérselo todo». Si la conversión dependiera de nuestras débiles fuerzas, poco podríamos esperar de la Cuaresma. Pero el saber que depende de la energía poderosa de Cristo nos da la confianza y el deseo de lograrla, porque Cristo puede y quiere cambiarnos.
II. LA FE DE LA IGLESIA
Una visión anticipada del Reino:
La Transfiguración
(554 – 556)
En el umbral de la vida pública se sitúa el Bautismo; en el de la Pascua, la Transfiguración. «Por el bautismo de Jesús fue manifestado el misterio de la primera regeneración: nuestro bautismo; la Transfiguración es el sacramento de la segunda regeneración: nuestra propia resurrección» (Santo Tomás). Desde ahora nosotros participamos en la Resurrección del Señor por el Espíritu Santo que actúa en los sacramentos. La Transfiguración nos concede una visión anticipada de la gloriosa venida de Cristo «el cual transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo». Pero ella nos recuerda también que «es necesario que pasemos por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios» (Hch 14, 22).
Lo que confiesa la fe, los sacramentos lo comunican: por los sacramentos que les han hecho renacer, los cristianos han llegado a ser hijos de Dios, partícipes de la naturaleza divina. Por los sacramentos y la oración reciben la gracia de Cristo y los dones de su Espíritu que les capacitan para ello. Los cristianos, reconociendo en la fe su nueva dignidad, son llamados a llevar en adelante una vida digna del Evangelio de Cristo.
La gracia transfigura ya a los hombres
(1996 – 2005)
La gracia es una participación en la vida de Dios. Nos introduce en la intimidad de la vida trinitaria. Es el don gratuito que Dios nos hace de su vida infundida por el Espíritu Santo en nuestra alma para sanarla del pecado y santificarla.
La gracia santificante es un don habitual (permanente), una disposición estable y sobrenatural que perfecciona al alma para hacerla capaz de vivir con Dios y de obrar por su amor. La gracia comprende también los dones que el Espíritu Santo nos concede para asociarnos a su obra, para hacernos capaces de colaborar en la salvación de los otros y en el crecimiento del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia.
La transfiguración del bautizado por la oración
(2559 – 2565)
La oración es la relación viva de los hijos de Dios con su Padre infinitamente bueno, con su Hijo Jesucristo y con el Espíritu Santo. Así, la vida de oración es estar habitualmente en presencia de Dios, tres veces Santo, y en comunión con Él.
La transfiguración del bautizado por la vida moral
(1691 – 1698)
«Cristiano, reconoce tu dignidad. Puesto que ahora participas de la naturaleza divina, no degeneres volviendo a la bajeza de tu vida pasada. Recuerda a qué Cabeza perteneces y de qué Cuerpo eres miembro. Acuérdate de que has sido arrancado del poder de las tinieblas para ser trasladado a la luz del Reino de Dios» (San León Magno).
Cristo Jesús hizo siempre lo que agradaba al Padre. Vivió siempre en perfecta comunión con Él. De igual modo sus discípulos son invitados a vivir bajo la mirada del Padre que ve en lo secreto para ser perfectos como el Padre celestial es perfecto.
Incorporados a Cristo por el bautismo, los cristianos están muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús, participando así en la vida del Resucitado. Siguiendo a Cristo y en unión con él, los cristianos pueden ser imitadores de Dios, como hijos queridos y vivir en el amor, conformando sus pensamientos, sus palabras y sus acciones con los sentimientos que tuvo Cristo y siguiendo sus ejemplos.
Justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios, santificados y llamados a ser santos, los cristianos se convierten en el templo del Espíritu Santo. Este Espíritu del Hijo les enseña a orar al Padre y, haciéndose vida en ellos, les hace obrar para dar los frutos del Espíritu por la caridad operante. Sanando las heridas del pecado, el Espíritu Santo nos renueva interiormente mediante una transformación espiritual, nos ilumina y nos fortalece para vivir como hijos de la luz, por la bondad, la justicia y la verdad en todo.
El camino de Cristo lleva a la vida, un camino contrario lleva a la perdición. Es preciso caer en cuenta de la importancia de las decisiones morales para nuestra salvación. Es importante destacar con toda claridad el gozo y las exigencias del camino de Cristo. La vida nueva en Él será: vida de gracia, pues por la gracia somos salvados, y también por la gracia nuestras obras pueden dar fruto para la vida eterna; vida en el Espíritu Santo, Maestro interior de la vida según Cristo, dulce huésped del alma que inspira, conduce, rectifica y fortalece esta vida; vivencia de las bienaventuranzas, porque el camino de Cristo está resumido en las bienaventuranzas, único camino hacia la dicha eterna a la que aspira el corazón del hombre; viva conciencia de la gravedad del pecado y de la necesidad del perdón, porque sin reconocerse pecador, el hombre no puede conocer la verdad sobre sí mismo, condición del obrar justo, y sin el ofrecimiento del perdón no podría soportar esta verdad; cultivo de las virtudes humanas que haga captar la belleza y el atractivo de las rectas disposiciones para el bien; experiencia de las virtudes cristianas de fe, esperanza y caridad inspiradas en el ejemplo de los santos; práctica del doble mandamiento de la caridad desarrollado en el Decálogo; vida eclesial, pues en los múltiples intercambios de los bienes espirituales en la comunión de los santos es donde la vida cristiana puede crecer, desplegarse y comunicarse.
La referencia primera y última de esta vida nueva será siempre Jesucristo que es «el camino, la verdad y la vida». Contemplándole en la fe, los fieles de Cristo podemos esperar que Él realice en nosotros sus promesas, y que amándolo con el amor con que Él nos ha amado realicemos las obras que corresponden a nuestra dignidad.
La transformación de los deseos
(2520 – 2533; 2544 – 2550)
El Bautismo confiere al que lo recibe la gracia de la purificación de todos los pecados. Pero el bautizado debe seguir luchando contra la concupiscencia de la carne y los apetitos desordenados. La pureza del corazón nos alcanzará el ver a Dios y nos da desde ahora la capacidad de ver según Dios todas las cosas. La purificación del corazón es imposible sin la oración; la práctica de la castidad, que nos permite amar con un corazón recto e indiviso; la pureza de intención, que es afán por encontrar y realizar en todo la voluntad de Dios; la limpieza de mirada, exterior e interior; la disciplina de los sentidos y la imaginación; y el rechazo de toda complacencia en los pensamientos impuros.
La buena nueva de Cristo renueva continuamente la vida y la cultura del hombre caído; combate y elimina los errores y males que brotan de la seducción, siempre amenazadora, del pecado. Purifica y eleva sin cesar las costumbres de los pueblos. Con las riquezas de lo alto fecunda, consolida, completa y restaura en Cristo, como desde dentro, las bellezas y cualidades espirituales de cada pueblo o edad.
III. EL TESTIMONIO CRISTIANO
«Ciertamente nosotros trabajamos también, pero no hacemos más que trabajar con Dios que trabaja. Porque su misericordia se nos adelantó para que fuésemos curados; nos sigue todavía para que, una vez sanados, seamos vivificados; se nos adelanta para que seamos llamados, nos sigue para que seamos glorificados; se nos adelanta para que vivamos según la piedad, nos sigue para que vivamos por siempre con Dios, pues sin él no podemos hacer nada» (San Agustín).
IV. LA ORACIÓN CRISTIANA
Transfigúrame, Señor, transfigúrame
Quiero ser tu vidriera,
tu alta vidriera azul, morada y amarilla.
Quiero ser mi figura, sí, mi historia,
pero de ti en tu gloria traspasado
Transfigúrame, Señor, transfigúrame
Mas no a mí solo,
purifica también
a todos los hijos de tu Padre
que te rezan conmigo o te rezaron,
o que acaso ni una madre tuvieron
que les guiara a balbucir el Padrenuestro
Transfigúranos, Señor, transfigúranos
Si acaso no te saben, o te dudan
o te blasfeman, límpiales el rostro
como a ti la Verónica;
descórreles las densas cataratas de sus ojos,
que te vean, Señor, como te veo
Transfigúralos, Señor, transfigúralos
Que todos puedan, en la misma nube
que a ti te envuelve,
despojarse del mal y revestirse
de su figura vieja y en ti transfigurada.
Y a mí, con todos ellos, transfigúrame
Transfigúranos, Señor, transfigúranos.

DOMINGO I DE CUARESMA “C”


La tentación y la victoria de Cristo

Dt 26, 4-10: Profesión de fe del pueblo escogido

Sal 90, 1-15: Acompáñame, Señor, en la tribulación

Rm 10, 8-13: Profesión de fe del que cree en Jesucristo

Lc 4, 1-13: El Espíritu le iba llevando por el desierto, mientras era tentado

I. LA PALABRA DE DIOS

Al inicio de la Cuaresma, este evangelio pone delante de nuestros ojos toda la seriedad de la vida cristiana. «Nuestra lucha no es contra la carne y la sangre, sino… contra los espíritus del mal que están en las alturas» (Ef 6, 12). Desde el Paraíso, toda la historia humana es una lucha entre el bien y el mal, entre Cristo y Satanás.

Jesucristo –el segundo Adán–, semejante a nosotros en todo menos en el pecado, fue verdaderamente tentado. Sus tentaciones fueron distintas de las nuestras, pues en Cristo –persona divina– no se da nuestra inclinación al mal; pero fueron verdaderas: por ser verdadero hombre, con reflejos, sentimientos e impresiones humanas, pudo darse una brecha entre la misión señalada por el Padre y la experiencia que de la misma tenía Jesús, humanamente hablando. Es la tentación ante el aparente fracaso de su tarea redentora; y sobre ello carga Satanás con astucia.

La tentación más importante es la tercera, en Jerusalén; allí volverán a enfrentarse Jesús y el Tentador «cuando llegara la hora», cuando llegue la gran prueba (= tentación) de la Pasión. Jesús fue tentado también en otras ocasiones; los instrumentos de los que se valió el Adversario fueron los fariseos, la muchedumbre, e incluso Pedro.

Cristo ha luchado, para que nosotros luchemos; Cristo ha vencido para que nosotros venzamos. La liturgia de Cuaresma comienza haciéndonos elevar los ojos a Cristo, para seguirle como modelo y para dejarnos influir por el impulso interior de combate victorioso que quiere infundir en nosotros.

También se nos indican las armas para vencer a Satanás. A cada tentación Jesús responde con un texto de la Escritura «está escrito», «está mandado». En estos días cuaresmales se nos invita a alimentarnos con más abundancia de la Palabra de Dios, para que ésta sea como un escudo que nos haga inmunes a las asechanzas del Enemigo. El salmo responsorial nos recuerda la confianza que, ante la prueba, Cristo tiene en el Padre y que nosotros necesitamos para no sucumbir a la tentación: «Me invocará y lo escucharé».

Necesitamos vivir la fe (segunda lectura), una fe hecha plegaria –«no nos dejes caer en la tentación»–, que es la que nos libra de la esclavitud del pecado y de Satanás, pues sólo la fe da la victoria: «Nadie que cree en él quedará defraudado».

II. LA FE DE LA IGLESIA

Un duro combate
(407 – 415)

No fue Dios quien hizo la muerte ni se recrea en la destrucción de los vivientes, por envidia del diablo entró la muerte en el mundo. Satanás y los otros demonios, de los que hablan la Sagrada Escritura y la Tradición de la Iglesia, eran inicialmente ángeles creados buenos por Dios, que se transformaron en malvados porque rechazaron a Dios y a su Reino, mediante una libre e irrevocable elección, dando así origen al infierno. Los demonios intentan asociar al hombre a su rebelión contra Dios, pero Dios afirma en Cristo su segura victoria sobre el Maligno.

Constituido por Dios en la justicia, el hombre, persuadido por el Maligno, abusó de su libertad, desde el comienzo de la historia, levantándose contra Dios e intentando alcanzar su propio fin al margen de Dios. Como consecuencia del pecado original, la naturaleza humana, aun sin estar totalmente corrompida, se halla herida en sus propias fuerzas naturales, sometida a la ignorancia, al sufrimiento y al poder de la muerte, e inclinada al pecado. Esta inclinación al mal se llama concupiscencia.

La doctrina sobre el pecado original –vinculada a la de la Redención de Cristo– proporciona una mirada de discernimiento lúcido sobre la situación del hombre y de su obrar en el mundo. Por el pecado de los primeros padres, el diablo adquirió un cierto dominio sobre el hombre, aunque éste permanezca libre. El pecado original entraña la servidumbre bajo el poder del que poseía el imperio de la muerte, es decir, del diablo. Ignorar que el hombre posee una naturaleza herida, inclinada al mal, da lugar a graves errores en el dominio de la educación, de la política, de la acción social y de las costumbres.

Las consecuencias del pecado original y de todos los pecados personales de los hombres confieren al mundo en su conjunto una condición pecadora, que puede ser designada con la expresión de S. Juan: «el pecado del mundo» (Jn 1,29). Mediante esta expresión se significa también la influencia negativa que ejercen sobre las personas las situaciones comunitarias y las estructuras sociales que son fruto de los pecados de los hombres.

Esta situación dramática del mundo que «todo entero yace en poder del maligno», hace de la vida del hombre un combate: A través de toda la historia del hombre se extiende una dura batalla contra los poderes de las tinieblas que, iniciada ya desde el origen del mundo, durará hasta el último día según dice el Señor. Inserto en esta lucha, el hombre debe combatir continuamente para adherirse al bien, y no sin grandes trabajos, con la ayuda de la gracia de Dios, es capaz de lograr la unidad en sí mismo.

Pero, ¿por qué Dios no impidió que el primer hombre pecara? S. León Magno responde: «La gracia inefable de Cristo nos ha dado bienes mejores que los que nos quitó la envidia del demonio«. Y santo Tomás de Aquino: «Nada se opone a que la naturaleza humana haya sido destinada a un fin más alto después de el pecado. Dios, en efecto, permite que los males se hagan para sacar de ellos un mayor bien. De ahí las palabras de S. Pablo: «Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rm 5,20). Y el canto del Exultet (Pregón de la Vigilia pascual): ¡Oh feliz culpa que mereció tal y tan grande Redentor!«.

Cristo venció al Tentador a favor nuestro
(538 – 540)

La Iglesia se une todos los años, durante los cuarenta días de Cuaresma, al Misterio de Jesús en el desierto. Los evangelistas indican el sentido salvífico de este acontecimiento misterioso: Jesús es el nuevo Adán que permaneció fiel allí donde el primero sucumbió a la tentación. Jesús es vencedor del diablo; Él ha «atado al hombre fuerte» para despojarle de lo que se había apropiado (Mc 3, 27). La victoria de Jesús en el desierto sobre el Tentador es un anticipo de la victoria de la Pasión, suprema obediencia de su amor filial al Padre.

«No nos dejes caer en la tentación»
(2846-2849)

Nuestros pecados son los frutos del consentimiento a la tentación. Pedimos a nuestro Padre que no nos «deje caer» en ella. Traducir en una sola palabra el texto griego es difícil: significa «no permitas entrar en«, «no nos dejes sucumbir a la tentación«. Le pedimos que no nos deje tomar el camino que conduce al pecado.

El Espíritu Santo nos hace discernir entre la prueba, necesaria para el crecimiento del hombre interior en orden a una «virtud probada» (Rm 5, 3-5), y la tentación que conduce al pecado y a la muerte. También debemos distinguir entre «ser tentado» y «consentir» en la tentación. Por último, el discernimiento desenmascara la mentira de la tentación: aparentemente su objeto es «bueno, seductor a la vista, deseable» (Gn 3, 6), mientras que, en realidad, su fruto es la muerte.

«No entrar en la tentación» implica una decisión del corazón. El Padre nos da la fuerza: «no permitirá que seáis tentados sobre vuestras fuerzas. Antes bien, con la tentación os dará modo de poderla resistir con éxito» (1 Co 10, 13).

«Y líbranos del mal» [«del Malo»]
(2850-2854)

En esta petición, el mal no es una abstracción, sino que designa una persona, Satanás, el Maligno, el ángel que se opone a Dios. El «diablo» [«dia-bolos«] es aquél que «se atraviesa» en el designio de Dios y su obra de salvación cumplida en Cristo.

«Homicida desde el principio, mentiroso y padre de la mentira», Satanás, el seductor del mundo entero, es aquél por medio del cual el pecado y la muerte entraron en el mundo y, por cuya definitiva derrota, toda la creación entera será liberada del pecado y de la muerte.

La victoria sobre el «príncipe de este mundo» (Jn 14, 30) se adquirió de una vez por todas en la Hora en que Jesús se entregó libremente a la muerte para darnos su Vida. Es el juicio de este mundo, y el príncipe de este mundo está echado abajo. «El se lanza en persecución de la Mujer» (cf Ap 12, 13-16), pero no consigue alcanzarla: la nueva Eva, «llena de gracia» del Espíritu Santo es preservada del pecado y de la corrupción de la muerte (Concepción inmaculada y Asunción de la santísima Madre de Dios, María, siempre virgen). «Entonces despechado contra la Mujer, se fue a hacer la guerra al resto de sus hijos» (Ap 12, 17). Por eso, el Espíritu y la Iglesia oran: «Ven, Señor Jesús» ya que su Venida nos librará del Maligno.

Al pedir ser liberados del Maligno, oramos igualmente para ser liberados de todos los males, presentes, pasados y futuros de los que él es autor o instigador. En esta última petición, la Iglesia presenta al Padre todas las desdichas del mundo. Con la liberación de todos los males que abruman a la humanidad, implora el don precioso de la paz y la gracia de la espera perseverante en el retorno de Cristo. Orando así, anticipa en la humildad de la fe la recapitulación de todos y de todo en Aquél que «tiene las llaves de la Muerte y del Hades» (Ap 1,18), «el Dueño de todo, Aquél que es, que era y que ha de venir», Jesucristo.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Dios no quiere imponer el bien, quiere seres libres. En algo la tentación es buena. Todos, menos Dios, ignoran lo que nuestra alma ha recibido de Dios, incluso nosotros. Pero la tentación lo manifiesta para enseñarnos a conocernos, y así, descubrirnos nuestra miseria, y obligarnos a dar gracias por los bienes que la tentación nos ha manifestado» (Orígenes).

«El Señor, que ha borrado vuestro pecado y perdonado vuestras faltas, también os protege y os guarda contra las astucias del Diablo, que os combate, para que el enemigo –que tiene la costumbre de engendrar la falta– no os sorprenda. Quien confía en Dios, no tema al Demonio. «Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?»» (S. Ambrosio).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

Líbranos de todos los males, Señor,
y concédenos la paz en nuestros días,
para que, ayudados por tu misericordia,
vivamos siempre libres de pecado
y protegidos de toda perturbación,
mientras esperamos la gloriosa venida
de nuestro Salvador Jesucristo. Amén.

DOMINGO VI ORDINARIO “C”


Vida o muerte. ¡Bienaventurados! o ¡Malditos!

Jr 17,5-8: Maldito quien confía en el hombre; bendito quien confía en el Señor

Sal 1, 1- 6: Dichoso el hombre que ha puesto su confianza en el Señor

1 Co 15,12.16-20: Si Cristo no ha resucitado, vuestra fe no tiene sentido

Lc 6, 17.20-26: Dichosos los pobres: ¡ay de vosotros, los ricos!

I. LA PALABRA DE DIOS

San Pablo proclama que nuestra fe en la resurrección de los muertos no se basa en razonamientos filosóficos, sino que es consecuencia directa de la fe en la resurrección de Jesucristo.

El profeta Jeremías y el Salmo señalan «los dos caminos» para la vida o la muerte del hombre: el de la confianza en Dios o el de la seguridad en el hombre.

San Lucas nos muestra un discurso semejante al «sermón de la montaña» de San Mateo, aunque de forma más breve. Los dichos de Jesús abren una reflexión sobre la vida del cristiano, la vida moral, que sigue el esquema de «los dos caminos».

El «primer catecismo cristiano» o «Didajé» decía: «Hay dos caminos: uno de la vida y otro de la muerte; pero muy grande es la diferencia entre los dos caminos». El discurso de Cristo que nos trasmite el evangelista S. Lucas, y que se va a proclamar en este y los próximos domingos, se inicia con cuatro bienaventuranzas –del camino de la vida– y cuatro lamentaciones –del camino de la muerte–. El camino de las bienaventuranzas no es otro que el de la vida en Cristo. Esa es la vida moral cristiana.

Jesús no sólo proclama las bienaventuranzas en positivo. También nos avisa de los peligros. El «¡ay de vosotros!» es un fuerte aldabonazo para que nadie se llame a engaño.

Vivimos en una sociedad opulenta, ambiciosa, y con frecuencia se intenta compaginar las riquezas –el bienestar, el consumismo y la diversión sin límites, el poder y la fama– con la fe en Jesucristo. Nunca más necesarias estas palabras de Cristo que ahora. Con ello está resaltando que no se puede ser «rico» y cristiano al mismo tiempo.

El evangelio es bastante explícito y Jesús no ahorra palabras para poner en guardia frente al peligro de las riquezas. Pocos males hay tan rechazados en los evangelios como este. Ante todo, porque las riquezas embotan, hacen al hombre necio e impiden escuchar la palabra de la salvación (Mt 13,22). Las riquezas llevan al hombre a hacerse auto-suficiente, endurecen su corazón y le impiden acoger a Dios; en vez de recibir todo como hijo, lleno de gratitud, el rico se afianza en sus posesiones y se olvida de Dios (Lc 12,15-21). Las riquezas empobrecen al hombre. Le impiden experimentar la inmensa dicha de poseer sólo a Dios.

A Cristo le duele que los ricos se pierdan, al no haber encontrado el único tesoro verdadero (Mt 13,44) y por eso grita y denuncia el daño de las riquezas, que además cierran y endurecen el corazón frente al hermano necesitado. Epulón no ha hecho nada malo a Lázaro; es condenado simplemente porque se hizo el desentendido (Lc 16,19-31).

El cristiano tiene hoy, como ayer, en el dinero y en el poder o la «notoriedad» la tentación del camino de la muerte… y este peligro no es sólo para los que aspiran o ejercen cargos públicos. La Virgen sabía bien, al cantar el Magnificat, que Dios «a los ricos los despide vacíos» (Lc 1,53).

II. LA FE DE LA IGLESIA

«Los dos caminos»
(1696)

El camino de Cristo «lleva a la vida», un camino contrario «lleva a la perdición». La parábola evangélica de los dos caminos está siempre presente en la catequesis de la Iglesia. Significa la importancia de las decisiones morales para nuestra salvación. «Hay dos caminos, el uno de la vida, el otro de la muerte; pero entre los dos, una gran diferencia» (Didajé, 1,1).

El camino de la Bienaventuranza cristiana
(1716-1717)

Las bienaventuranzas están en el centro de la predicación de Jesús. Con ellas Jesús recoge las promesas hechas al pueblo elegido desde Abraham; pero las perfecciona ordenándolas no sólo a la posesión de una tierra (la tierra prometida), sino al Reino de los cielos.

Las bienaventuranzas dibujan el rostro de Jesucristo y describen su caridad; expresan la vocación de los fieles asociados a la gloria de su Pasión y de su Resurrección; iluminan las acciones y las actitudes características de la vida cristiana; son promesas paradójicas que sostienen la esperanza en las tribulaciones; anuncian a los discípulos las bendiciones y las recompensas ya incoadas; quedan inauguradas en la vida de la Virgen María y de todos los santos.

La Bienaventuranza cristiana
(1718-1729)

Las bienaventuranzas responden al deseo natural de felicidad. Este deseo es de origen divino: Dios lo ha puesto en el corazón del hombre a fin de atraerlo hacia Él, el único que lo puede satisfacer.

Las bienaventuranzas descubren la meta de la existencia humana, el fin último de los actos humanos: Dios nos llama a su propia bienaventuranza. Esta vocación se dirige a cada uno personalmente, pero también al conjunto de la Iglesia, pueblo nuevo de los que han acogido la promesa y viven de ella en la fe.

Dios nos ha puesto en el mundo para conocerle, servirle y amarle, y así ir al cielo. La bienaventuranza nos hace participar de el Reino, de la visión de Dios, de la naturaleza divina y de la Vida eterna, de la filiación, del descanso en Dios. Con ella, el hombre entra en la gloria de Cristo y en el gozo de la vida trinitaria.

La bienaventuranza de la vida eterna es un don gratuito de Dios. Semejante bienaventuranza supera la inteligencia y las solas fuerzas humanas. Por eso la llamamos sobrenatural, así como la gracia que dispone al hombre a entrar en el gozo divino.

La bienaventuranza prometida nos coloca ante elecciones morales decisivas. Nos invita a purificar nuestro corazón de sus instintos malvados y a buscar el amor de Dios por encima de todo. Nos enseña que la verdadera dicha no reside ni en la riqueza o el bienestar, ni en la gloria humana o el poder, ni en ninguna obra humana, por útil que sea, como las ciencias, las técnicas y las artes, ni en ninguna criatura, sino en Dios sólo, fuente de todo bien y de todo amor.

La bienaventuranza del Cielo determina los criterios de discernimiento en el uso de los bienes terrenos conforme a la Ley de Dios. El Decálogo, el Sermón de la Montaña y la catequesis apostólica nos describen los caminos que conducen al Reino de los Cielos. Por ellos avanzamos paso a paso mediante actos cotidianos, sostenidos por la gracia del Espíritu Santo. Fecundados por la Palabra de Cristo, damos lentamente frutos en la Iglesia para la gloria de Dios.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«¿Cómo es, Señor, que yo te busco? Porque al buscarte, Dios mío, busco la vida feliz, haz que te busque para que viva mi alma, porque mi cuerpo vive de mi alma y mi alma vive de ti» (S. Agustín).

«Sólo Dios sacia» (Sto. Tomás de Aquino).

«El dinero es el ídolo de nuestro tiempo. A él rinde homenaje «instintivo» la multitud, la masa de los hombres. Estos miden la dicha según la fortuna, y, según la fortuna también, miden la honorabilidad… Todo esto se debe a la convicción de que con la riqueza se puede todo. La riqueza por tanto es uno de los ídolos de nuestros días, y la notoriedad es otro… La notoriedad, el hecho de ser reconocido y de hacer ruido en el mundo (lo que podría llamarse una fama de prensa) ha llegado a ser considerada como un bien en sí misma, un bien soberano, un objeto de verdadera veneración» (Newman).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

Este mundo del hombre, en que el se afana
tras la felicidad que tanto ansía,
tu lo vistes, Señor, de luz temprana
y de radiante sol al mediodía.

Así el poder de tu presencia encierra
el secreto más hondo de esta vida;
un nuevo cielo y una nueva tierra
colmarán nuestro anhelo sin medida.

Poderoso Señor de nuestra historia,
no tardes en venir gloriosamente;
tu luz resplandeciente y tu victoria
inunden nuestra vida eternamente.

Amén.