“Poner plazos al amor es no conocer a un Dios que ama sin límites”
Gn 2,18-24: “Y serán los dos una sola carne”
Sal 127,1-6: “Que el Señor nos bendiga todos los días de nuestra vida”
Hb 2,9-11: “El santificador y los santificados proceden todos del mismo”
Mc 10,2-16: “Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre”
I. LA PALABRA DE DIOS
Ya en el libro del Génesis aparece la estructura del matrimonio como contrato natural indisoluble entre un hombre y una mujer, pero la primitiva unidad e indisolubilidad del contrato no fue siempre observada, ni siquiera por el pueblo judío. Cristo, con su autoridad, dignifica la institución matrimonial: restableciendo la pureza de la “unidad” primitiva frente a la poligamia y la “indisolubilidad” del vínculo matrimonial frente al divorcio y elevando la institución del matrimonio a sacramento de la nueva Ley.
«¿Qué ordenó Moisés? … Moisés permitió». Jesús les preguntó qué «ordenó» Moisés en nombre de Dios; ellos responden lo que Moisés «permitió»; a Jesús le interesa el mandamiento de Dios, no la dispensa del hombre; el sentido del matrimonio en el plan de Dios, no sus desviaciones por la obstinación del hombre.
Jesús invocará el Génesis para sancionar definitivamente la indisolubilidad del matrimonio. Al rechazar el divorcio, lo que hace Jesús es remitir al proyecto originario de Dios. No se trata de que el evangelio sea más estricto o exigente. Si Moisés permitió el divorcio, fue «por la dureza de vuestros corazones», es decir, como mal menor por la obstinación en el pecado. Como siempre, Cristo va a la raíz de la cuestión. Él viene a hacer posible la vivencia del matrimonio tal como el Creador lo había querido «al principio». La propia voluntad divina será la mejor garantía de la unión entre el hombre y la mujer: «Lo que Dios ha unido».
«Desde el principio de la creación». La unión matrimonial, recuerda Jesús, pertenece al diseño de Dios en cuanto obra de creación y está formalmente determinada en la ley divina, antes de la promulgación de la ley mosaica: un hombre con una mujer y para siempre. ¿Cómo puede el hombre atreverse a alterarla?
La palabra «carne», en sentido bíblico, no se refiere sólo al “cuerpo”, sino a la “persona” entera bajo el aspecto corporal. Por tanto, «ser una sola carne» indica que los esposos han de vivir una unión total: unión de cuerpos y voluntades, de mente y corazón, de vida y de afectos, de proyectos y actuaciones… Jesús insiste: «ya no son dos». La unión es tan grande que forman como una sola persona. Por eso el divorcio es un desgarrón de uno mismo y necesariamente es fuente de sufrimiento.
La infidelidad a la alianza conyugal la califica Jesús simple y llanamente de «adulterio». Con la mirada puesta en el diseño originario de Dios creador, Jesús quiere inculcar a los casados la máxima responsabilidad moral y que no disuelvan su matrimonio. La Iglesia ha tomado muy en serio esta llamada obligatoria, a pesar de la oposición de este mundo. Una interpretación complaciente con las apetencias humanas llevaría a una práctica muy parecida a la que Jesús condenó en los fariseos.
Cristo viene a hacerlo todo nuevo. Cristo manifiesta que los matrimonios pueden vivir el plan de Dios porque Él viene a sanar al ser humano en su totalidad, viene a dar un corazón nuevo, un nuevo modo de amar. Al renovar el corazón del hombre, renueva también el matrimonio y la familia, lo mismo que la sociedad, el trabajo, la amistad… todo. En cambio, al margen de Cristo sólo queda la perspectiva del corazón duro, irremediablemente abocado al fracaso del egoísmo. Sólo unidos a Cristo y apoyados en su gracia los matrimonios pueden ser fieles al plan de Dios y vivir a la verdad del matrimonio: ser uno en Cristo Jesús.
II. LA FE DE LA IGLESIA
Hombre y mujer los creo
(1602 – 1605)
Dios creó a la vez al ser humano “hombre” y “mujer”, en igual perfección de naturaleza y dignidad de personas, y complementarios en cuanto masculino y femenino. Es decir, Dios nos ha creado, no “a medias” o “incompletos”; sino para la comunión de personas, en la que cada uno puede ser “ayuda” para el otro. Al crear al ser humano hombre y mujer, Dios confiere la dignidad personal de manera idéntica a uno y otra, pero con distinta identidad sexual.
La diferencia y la complementariedad físicas, morales y espirituales, están orientadas a los bienes del matrimonio y al desarrollo de la vida familiar. A cada uno, hombre y mujer, corresponde reconocer y aceptar su identidad sexual, masculina o femenina, como diseño y don del Creador.
La sexualidad hace referencia particularmente a la afectividad, a la capacidad de amar y de procrear y, de manera más general, a la aptitud para establecer vínculos de comunión con otro. No es algo puramente biológico, sino que afecta al núcleo íntimo de la persona humana en cuanto tal y abraza todos los aspectos de la persona humana, en la unidad de su cuerpo y de su alma. La sexualidad está ordenada al amor conyugal entre el hombre y la mujer.
La sexualidad es verdaderamente humana cuando está integrada en la relación de persona a persona, en el don mutuo, total y temporalmente ilimitado, del hombre y de la mujer en el matrimonio.
La íntima unión del hombre y de la mujer en el matrimonio –consecuencia y expresión de su amor– es una manera de imitar en la carne la generosidad y la fecundidad del Creador. La unión sexual tiene un doble y esencial valor unitivo y procreativo, diseñado por Dios, que no es lícito separar. De esta unión nacen todas las generaciones humanas.
El Creador estableció que en la función de la generación los esposos experimentasen un placer y una satisfacción del cuerpo y del espíritu. Por tanto los esposos no hacen nada malo procurando este placer y gozando de él. El placer sexual es pecado cuando es buscado por sí mismo, separado de las finalidades de procreación y de unión, o fuera del matrimonio.
La homosexualidad designa las relaciones entre hombres o mujeres que experimentan una atracción sexual hacia personas de su mismo sexo. Esta inclinación es objetivamente desordenada y su origen psíquico permanece en gran medida inexplicado. ¿La homosexualidad es pecado? La tendencia homosexual, no; las prácticas homosexuales, sí.
Hay hombres y mujeres que presentan tendencias homosexuales profundamente arraigadas –que constituye para la mayoría de ellos una auténtica prueba– deben ser acogidos con respeto, compasión y delicadeza, evitando todo signo de discriminación injusta.
La práctica de la homosexualidad no puede recibir aprobación en ningún caso. Los actos homosexuales son depravaciones graves, intrínsecamente desordenados y contrarios a la ley natural. No proceden de una verdadera complementariedad afectiva y sexual y cierran el acto sexual al don de la vida.
El matrimonio cristiano
(1612 -1617)
El Matrimonio es el Sacramento instituido por Cristo, por el cual un hombre y una mujer, bautizados, se unen ante Dios para siempre, con el fin de formar una comunidad de vida y amor, colaborando con el Creador en la transmisión de la vida.
El matrimonio está establecido sobre el consentimiento de los esposos. Los fines del Matrimonio son dos: el bien de los esposos, y la generación y educación de los hijos. El amor de los esposos y la generación de los hijos establecen entre los miembros de una familia relaciones personales y responsabilidades primordiales.
El amor conyugal tiene tres propiedades esenciales: 1º) la unidad (un solo hombre con una sola mujer); 2º) la indisolubilidad (hasta la muerte) y 3º) la apertura a la fecundidad (sin impedir los hijos).
El Sacramento del Matrimonio produce los siguientes efectos: da a los esposos la gracia de amarse con el amor con el que Cristo ama a su Iglesia; reafirma su unidad indisoluble, y les ayuda a santificarse y a educar a los hijos formando una familia cristiana.
Toda la vida cristiana está marcada por el amor esponsal de Cristo y de la Iglesia. Ya el Bautismo, entrada en el Pueblo de Dios, es un misterio nupcial. Es, por así decirlo, como el baño de bodas que precede al banquete de bodas, la Eucaristía. El Matrimonio cristiano viene a ser por su parte signo eficaz, sacramento de la alianza de Cristo y de la Iglesia. El Matrimonio cristiano significa la unión de Cristo con la Iglesia, de modo que los esposos están llamados a amarse mutuamente como Cristo ama a su Iglesia.
Son ofensas graves a la dignidad del matrimonio el adulterio, el divorcio, la poligamia, el incesto, la unión libre (parejas de hecho, concubinato o amancebamiento) y la “unión a prueba”.
Las parejas que viven juntas sin recibir el Sacramento del Matrimonio, y los divorciados (anteriormente casados por la Iglesia) que se casan (civilmente) con otra persona (adulterio), realizan una unión irregular que va gravemente contra la Ley de Dios. Los que viven así, aunque no están separados de la Iglesia (es decir: no están excomulgados), no pueden recibir la Comunión eucarística ni ningún otro Sacramento mientras no regularicen su situación. Sí que pueden vivir la vida cristiana practicando la oración y educando a sus hijos en la fe.
III. EL TESTIMONIO CRISTIANO
“¿De dónde voy a sacar la fuerza para describir de manera satisfactoria la dicha del matrimonio que celebra la Iglesia, que confirma la ofrenda, que sella la bendición? Los ángeles lo proclaman, el Padre celestial lo ratifica… ¡Qué matrimonio el de dos cristianos, unidos por una sola esperanza, un solo deseo, una sola disciplina, el mismo servicio! Los dos hijos de un mismo Padre, servidores de un mismo Señor; nada los separa, ni en el espíritu ni en la carne; al contrario, son verdaderamente dos en una sola carne” (Tertuliano).
IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO
Desde que mi voluntad
está a la vuestra rendida,
conozco yo la medida
de la mejor libertad.
Venid, Señor, y tomad
las riendas de mi albedrío;
de vuestra mano me fío
y a vuestra mano me entrego,
que es poco lo que me niego
si yo soy vuestro y vos mío
A fuerza de amor humano
me abraso en amor divino.
La santidad es camino
que va de mí hacia mi hermano.
Me dí sin tender la mano
para cobrar el favor;
me dí en salud y en dolor
a todos, y de tal suerte
que me ha encontrado la muerte
sin nada más que el amor.
Amén.