Archivo del Autor: P. Antonio Diufaín Mora

Acerca de P. Antonio Diufaín Mora

Sacerdote católico de la Diócesis de Cádiz y Ceuta (España). https://www.facebook.com/adiufain https://twitter.com/adiufain http://antoniodiufain.com

28 de mayo de 2023: DOMINGO DE PENTECOSTÉS “A”


«Todos hemos bebido de un solo Espíritu»

Hch 2,1-11: «Se llenaron todos del Espíritu Santo y empezaron a hablar»
Sal 103: «Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra»
1Co 12,3b-7.12-13: «Hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo»

Jn 20,19-23: «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo; recibid el Espíritu Santo»

I. LA PALABRA DE DIOS

«Recibid el Espíritu Santo». Cristo da a su Esposa la Iglesia el don del Espíritu, el único que la hace fecunda. Pentecostés funda y edifica la Iglesia. Para esto ha muerto Cristo, para darnos el Espíritu que brota de su costado abierto. Cristo quiere a su Esposa llena de hermosura, santa, fecunda. Para eso le da su Espíritu, el Espíritu que viene no sólo a santificar a cada uno, sino a santificar y a acrecentar la Iglesia, y, a través de ella, a renovar la faz de la tierra.

«Se llenaron todos de Espíritu Santo». He aquí la característica principal de la Iglesia primitiva. Es el Espíritu Santo quien pone en marcha a la Iglesia. Es su alma y su motor. Sin Él, la Iglesia es un grupo de hombres más, sin fuerza, sin entusiasmo, sin vida. He aquí el secreto de la Iglesia: no con «algo» de Espíritu Santo, sino «llenos» de Él; y llenos no alguno, sino «todos».

Aquí radican también todos los males de la Iglesia: En la falta de Espíritu. Por eso, la solución a los problemas y dificultades de la Iglesia no consisten en una mejor organización o en un cambio de métodos, sino en volver a sus orígenes, a su identidad más profunda: que cada uno de sus miembros acepte dejarse llenar de Espíritu Santo. Sin esta vida en el Espíritu todo lo demás será completamente estéril.

Esta es la tentación de la Iglesia de nuestros días, nuestra tentación: intentar combatir con las armas de este mundo, con armas humanas, que son impotentes e inútiles, dejando de lado la fuerza infinita y omnipotente del Espíritu Santo. Una Iglesia o un cristiano que olvidan al Espíritu Santo son una Iglesia o un cristiano que reniegan de su identidad, de lo que les constituye como tales; son como un cuerpo sin alma: está muerto, no tiene vida, no da fruto ni puede darlo.

II. LA FE DE LA IGLESIA

La Pascua de Cristo
se consuma con la efusión del Espíritu Santo
(747. 731. 732)

El día de Pentecostés la Pascua de Cristo se consuma con la efusión del Espíritu Santo, que se manifiesta, da y comunica como Persona divina: desde su plenitud, Cristo, el Señor, derrama profusamente el Espíritu.

En este día se revela plenamente la Santísima Trinidad. Desde ese día el Reino anunciado por Cristo está abierto a todos los que creen en Él: en la humildad de la carne y en la fe, participan ya en la Comunión de la Santísima Trinidad. Con su venida, que no cesa, el Espíritu Santo hace entrar al mundo en los «últimos tiempos», el tiempo de la Iglesia, el Reino ya heredado, pero todavía no consumado.

El Espíritu Santo que Cristo, Cabeza, derrama sobre sus miembros, construye, anima y santifica a la Iglesia. Ella es el sacramento de la Comunión de la Santísima Trinidad con los hombres.

El nombre, los apelativos
y símbolos del Espíritu Santo
(691-701)

«Espíritu Santo«, tal es el nombre propio de Aquél que adoramos y glorificamos con el Padre y el Hijo. La Iglesia ha recibido este nombre del Señor y lo profesa en el Bautismo de sus nuevos hijos. Jesús, cuando anuncia y promete la Venida del Espíritu Santo, le llama el «Paráclito«, literalmente «aquél que es llamado junto a uno», «advocatus», «abogado». «Paráclito» se traduce habitualmente por «Consolador«, siendo Jesús el primer consolador. El mismo Señor llama al Espíritu Santo «Espíritu de Verdad«.

Los símbolos del Espíritu Santo en la Sagrada Escritura son:

El agua: El simbolismo del agua es significativo de la acción del Espíritu Santo en el Bautismo, ya que, después de la invocación del Espíritu Santo, ésta se convierte en el signo sacramental eficaz del nuevo nacimiento. El Espíritu es también personalmente el Agua viva que brota de Cristo crucificado como de su manantial y que en nosotros brota en vida eterna.

La unción: El simbolismo de la unción con el óleo es también significativo del Espíritu Santo. Es el signo sacramental de la Confirmación. Cristo («Mesías» en hebreo) significa «Ungido» del Espíritu de Dios.

El fuego: Simboliza la energía transformadora de los actos del Espíritu Santo. Bajo la forma de lenguas «como de fuego» el Espíritu Santo se posó sobre los discípulos la mañana de Pentecostés y los llenó de Él.

La nube y la luz: Estos dos símbolos son inseparables en las manifestaciones del Espíritu Santo. La Nube, unas veces oscura, otras luminosa, revela al Dios vivo y salvador, tendiendo así un velo sobre la transcendencia de su Gloria. Él es quien desciende sobre la Virgen María y la cubre «con su sombra» para que ella conciba y dé a luz a Jesús. En la montaña de la Transfiguración es Él quien «vino en una nube y cubrió con su sombra» a Jesús, a Moisés y a Elías, a Pedro, Santiago y Juan, y «se oyó una voz desde la nube que decía: Este es mi Hijo, mi Elegido, escúchenle». Es, finalmente, la misma nube la que «ocultó a Jesús a los ojos» de los discípulos el día de la Ascensión, y la que lo revelará como Hijo del hombre en su Gloria el Día de su Advenimiento.

El sello: Es un símbolo cercano al de la unción. La imagen del sello («sphragis») indica el carácter indeleble de la Unción del Espíritu Santo en los sacramentos del Bautismo, de la Confirmación y del Orden, los cuales no pueden ser reiterados.

La mano: Imponiendo las manos Jesús cura a los enfermos y bendice a los niños. En su Nombre, los Apóstoles harán lo mismo. Más aún, mediante la imposición de manos de los Apóstoles el Espíritu Santo nos es dado. Este signo de la efusión todopoderosa del Espíritu Santo, la Iglesia lo ha conservado en sus Sacramentos.

El dedo: «Por el dedo de Dios expulso yo [Jesús] los demonios». Si la Ley de Dios ha sido escrita en tablas de piedra «por el dedo de Dios», la «carta de Cristo» entregada a los Apóstoles «está escrita no con tinta, sino con el Espíritu de Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en las tablas de carne del corazón». El himno «Veni Creator» invoca al Espíritu Santo como «dedo de la diestra del Padre».

La paloma: Al final del diluvio (cuyo simbolismo se refiere al Bautismo), la paloma soltada por Noé vuelve con una rama tierna de olivo en el pico. Cuando Cristo sale del agua de su bautismo, el Espíritu Santo, en forma de paloma, baja y se posa sobre Él. El Espíritu desciende y reposa en el corazón purificado de los bautizados. El símbolo de la paloma para sugerir al Espíritu Santo es tradicional en la iconografía cristiana.

La gracia del Espíritu Santo
tiene el poder de santificarnos
(1987. 1995)

La primera obra de la gracia del Espíritu Santo es la conversión. Movido por la gracia, el hombre se vuelve a Dios y se aparta del pecado, acogiendo así el perdón, la santificación y la renovación del hombre interior. «Si en otros tiempos ofrecieron sus miembros como esclavos a la impureza y al desorden hasta desordenarse ustedes, ofrecézcanlos igualmente ahora a la justicia para la santidad… al presente, libres del pecado y esclavos de Dios, fructificarán para la santidad; y el fin, la vida eterna» (Rm 6, 19.22).

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Por la comunión con Él, el Espíritu Santo nos hace espirituales, nos restablece en el Paraíso, nos lleva al Reino de los cielos y a la adopción filial, nos da la confianza de llamar a Dios Padre y de participar en la gracia de Cristo, de ser llamados hijos de la luz y de tener parte en la gloria eterna» (S.  Basilio).

«Por el Espíritu Santo participamos de Dios. Por la participación del Espíritu venimos a ser partícipes de la naturaleza divina…Por eso, aquellos en quienes habita el Espíritu están divinizados» (San Atanasio).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Ven, Espíritu divino,
manda tu luz desde el cielo.
Padre amoroso del pobre;
don, en tus dones espléndido;
luz que penetra las almas;
fuente del mayor consuelo.

Ven, dulce huésped del alma,
descanso de nuestro esfuerzo,
tregua en el duro trabajo,
brisa en las horas de fuego,
gozo que enjuga las lágrimas
y reconforta en los duelos.

Entra hasta el fondo del alma,
divina luz, y enriquécenos.
Mira el vacío del hombre,
si tú le faltas por dentro;
mira el poder del pecado,
cuando no envías tu aliento.

Riega la tierra en sequía,
sana el corazón enfermo,
lava las manchas, infunde
calor de vida en el hielo,
doma el espíritu indómito,
guía al que tuerce el sendero.

Reparte tus siete dones,
según la fe de tus siervos;
por tu bondad y gracia,
dale al esfuerzo su mérito;
salva al que busca salvarse
y danos tu gozo eterno. Amén.

21 de mayo de 2024: DOMINGO VII DE PASCUA “A”: La Ascensión del Señor


SOLEMNIDAD DE LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR

 «Creer es también saberse enviado»

Hch 1,1-11: «A la vista de ellos, fue elevado al cielo»
Sal 46, 2-9: «Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas»
Ef 1,17-23: «Lo sentó a su derecha en el cielo»

Mt 28,16-20: «Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra»

I. LA PALABRA DE DIOS

«Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra». El misterio de la Ascensión celebra el triunfo total, perfecto y definitivo de Cristo. No sólo ha resucitado, sino que es «el Señor». En Él Dios Padre ha desplegado su poder infinito. A san Pablo le faltan palabras para describir «la extraordinaria grandeza» del poder de Dios Padre «en favor de nosotros, los creyentes, según la eficacia de su fuerza poderosa», por la que el crucificado, el despreciado de todos los pueblos, ha sido glorificado en su humanidad y en su cuerpo y ha sido constituido Señor absoluto de todo lo que existe. Todo ha sido puesto bajo sus pies, bajo su dominio soberano. La Ascensión es la «fiesta de Cristo glorificado», exaltado sobre todo, entronizado a la derecha del Padre. Por tanto, fiesta de adoración de la majestad infinita de Cristo. 

Pero la Ascensión es también la «fiesta de la Iglesia». Aparentemente su Esposo le ha sido arrebatado. Y sin embargo la segunda lectura nos dice que precisamente por su Ascensión Cristo ha sido dado a la Iglesia. Libre ya de los condicionamientos de tiempo y espacio, Cristo es Cabeza de la Iglesia, la llena con su presencia totalizante, la vivifica, la plenifica. La Iglesia vive de Cristo. Más aún, es plenitud de Cristo, es Cuerpo de Cristo, es Cristo mismo. La Iglesia no está añadida o sobrepuesta a Cristo. Es una sola cosa con Él, es Cristo mismo viviendo en ella. Ahí está la grandeza y la belleza de la Iglesia: «Yo estoy con vosotros todos los días».

«Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos». La Ascensión es también «fiesta y compromiso de evangelización». Pero entendiendo este mandato de Jesús desde las otras dos frases que Él mismo dice: «se me ha dado todo poder» y «yo estoy con vosotros». Evangelizar, hacer apostolado no es tampoco añadir algo a Cristo, sino sencillamente ser instrumento vivo, colaborador personal, de Cristo, presente y todopoderoso, que quiere contar con nosotros y con nuestra colaboración para extender su señorío en el mundo. Pero sabiendo que el que actúa es Él y la eficacia es suya, de lo contrario, no hay eficacia alguna.

Para bien de toda la Iglesia, Cristo concedió a los apóstoles y a sus sucesores el magisterio autorizado (Se me dio toda autoridad… por lo tanto, id,…), no para impartir cualquier enseñanza, sino para hacer discípulos de Cristo; les dio también el magisterio infalible, por su asistencia ininterrumpida y perenne (todos los días, hasta el fin del mundo); y establece la íntima conexión entre predicación del Evangelio, fe y bautismo: a impulsos de Dios y con su ayuda, el hombre se abre a la fe por la predicación, y se mueve libremente hacia Dios. Además, según estos versículos, la Iglesia la forman la comunidad universal de los discípulos de Jesús, que observan lo que el Señor ha mandado, a la que se agregan mediante la fe y el signo eficaz del bautismo, y en la que viven orientados hacia la manifestación definitiva del señorío de Jesucristo sobre toda la creación. 

II. LA FE DE LA IGLESIA

Jesús subió a los cielos
y está sentado a la derecha de Dios,
Padre Todopoderoso
(659 — 664)

El Cuerpo de Cristo fue glorificado desde el instante de su Resurrección como lo prueban las propiedades nuevas y sobrenaturales, de las que desde entonces su cuerpo disfruta. Pero durante los cuarenta días en los que Él come y bebe familiarmente con sus discípulos y les instruye sobre el Reino, su gloria aún queda velada bajo los rasgos de una humanidad ordinaria. La última aparición de Jesús termina con la entrada irreversible de su humanidad en la gloria divina simbolizada por la nube y por el cielo donde Él se sienta para siempre a la derecha de Dios. 

La elevación en la Cruz significa y anuncia la elevación en la Ascensión al cielo. Es su comienzo. Jesucristo, el único Sacerdote de la Alianza nueva y eterna, no «penetró en un Santuario hecho por mano de hombre, … sino en el mismo cielo, para presentarse ahora ante el acatamiento de Dios en favor nuestro». En el cielo, Cristo ejerce permanentemente su sacerdocio. «De ahí que pueda salvar perfectamente a los que por él se llegan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder en su favor». Como «Sumo Sacerdote de los bienes futuros», es el centro y el oficiante principal de la liturgia que honra al Padre en los cielos.

Cristo, desde entonces, está sentado a la derecha del Padre: «Por derecha del Padre entendemos la gloria y el honor de la divinidad, donde el que existía como Hijo de Dios antes de todos los siglos como Dios y consubstancial al Padre, está sentado corporalmente después de que se encarnó y de que su carne fue glorificada» (San Juan Damasceno).

Sentarse a la derecha del Padre significa la inauguración del reino del Mesías, cumpliéndose la visión del profeta Daniel respecto del Hijo del hombre: «A él se le dio imperio, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino no será destruido jamás». A partir de este momento, los apóstoles se convirtieron en los testigos del «Reino que no tendrá fin».

Misión de los Apóstoles
y de la Iglesia en el mundo
(858 — 860. 849 — 852)

Jesús es el enviado del Padre. Desde el comienzo de su ministerio, «llamó a los que él quiso, y vinieron donde él. Instituyó Doce para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar». Desde entonces, serán sus «enviados» (es lo que significa la palabra griega «apostoloi»). En ellos continúa su propia misión: «Como el Padre me envió, también yo os envío». Por tanto su ministerio es la continuación de la misión de Cristo: «Quien a vosotros recibe, a mí me recibe».

El testimonio de vida cristiana,
exigencia para los bautizados
(2044 — 2046)

La fidelidad de los bautizados es una condición primordial para el anuncio del evangelio y para la misión de la Iglesia en el mundo. Para manifestar ante los hombres su fuerza de verdad y de irradiación, el mensaje de la salvación debe ser autentificado por el testimonio de vida de los cristianos. El testimonio de la vida cristiana y las obras buenas realizadas con espíritu sobrenatural son eficaces para atraer a los hombres a la fe y a Dios.

Los cristianos, por ser miembros del Cuerpo, cuya Cabeza es Cristo, contribuyen, mediante la constancia de sus convicciones y de sus costumbres, a la edificación de la Iglesia. La Iglesia aumenta, crece y se desarrolla por la santidad de sus fieles, «hasta que lleguemos al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud en Cristo».

Mediante un vivir según Cristo, los cristianos apresuran la venida del Reino de Dios, Reino de justicia, de verdad y de paz. Sin embargo, no abandonan sus tareas terrenas; fieles al Maestro, las cumplen con rectitud, paciencia y amor.

El apostolado
(863)

Toda la Iglesia es apostólica mientras permanezca, a través de los sucesores de San Pedro y de los apóstoles, en comunión de fe y de vida con su origen. Toda la Iglesia es apostólica en cuanto que ella es «enviada» al mundo entero; todos los miembros de la Iglesia, aunque de diferentes maneras, tienen parte en este envío. La vocación cristiana, por su misma naturaleza, es también vocación al apostolado. Se llama «apostolado» a toda la actividad del Cuerpo Místico que tiende a propagar el Reino de Cristo por toda la tierra.

Siendo Cristo, enviado por el Padre, fuente y origen del apostolado de la Iglesia, es evidente que la fecundidad del apostolado, tanto el de los ministros ordenados como el de los laicos, depende de su unión vital con Cristo. Según sean las vocaciones, las interpretaciones de los tiempos, los dones variados del Espíritu Santo, el apostolado toma las formas más diversas. Pero es siempre la caridad, conseguida sobre todo en la Eucaristía, que es como el alma de todo apostolado.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«La Iglesia, enriquecida por los dones de su Fundador y guardando fielmente sus mandamientos del amor, la humildad y la renuncia, recibe la misión de anunciar y establecer en todos los pueblos el Reino de Cristo y de Dios. Ella constituye el germen y el comienzo de este Reino en la tierra» (Lumen Gentium, Concilio Vaticano II).

La Iglesia «continúa y desarrolla en el curso de la historia la misión del propio Cristo, que fue enviado a evangelizar a los pobres. Impulsada por el Espíritu Santo debe avanzar por el mismo camino por el que avanzó Cristo; esto es, el camino de la pobreza, la obediencia, el servicio y la inmolación de sí mismo hasta la muerte, de la que surgió victorioso por su resurrección» (Ad Gentes, Concilio Vaticano II).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

No; yo no dejo la tierra.
No; yo no olvido a los hombres.
Aquí, yo he dejado la guerra;
arriba, están vuestros nombres».

¿Qué hacéis mirando al cielo,
varones, sin alegría?
Lo que ahora parece un vuelo
ya es vuelta y es cercanía.

El gozo es mi testigo.
La paz, mi presencia viva,
que, al irme, se va conmigo
la cautividad cautiva.

El cielo ha comenzado.
Vosotros sois mi cosecha,
el Padre os ha sentado
conmigo, a su derecha.

Partid frente a la aurora.
Salvad a todo el que crea.
Vosotros marcáis mi hora.
Comienza vuestra tarea. 

Amén.

14 de mayo de 2023: DOMINGO VI DE PASCUA “A”


«El Espíritu vive con nosotros y está en nosotros»

Hch 8,5-8.14-17: «Les imponían las manos y recibían el Espíritu Santo»
Sal 65, 1-20: «Aclamad al Señor, tierra entera»
1P 3,15-18: «Muerto en la carne pero vivificado en el Espíritu»

Jn 14,15-21: «Le pediré al Padre que os dé otro Paráclito»

I. LA PALABRA DE DIOS

«Yo le pediré al Padre que os dé otro Paráclito, que esté siempre con vosotros». El Espíritu Santo será «otro» intercesor a favor de nosotros, otro consolador, que prolongará en la tierra la acción del primero: Cristo. El tiempo pascual está flechado hacia Pentecostés. Cristo glorificado ha sido constituido «Espíritu vivificante», donador permanente del Espíritu que da la vida. Por eso hemos de desear crecientemente el gran Don de Cristo Resucitado, acercándonos a Él sedientos.

«Vosotros, en cambio, lo conocéis, porque mora con vosotros y está en vosotros». Esperamos una acción más abundante del Espíritu Santo en nosotros, que ya está «con» nosotros; más aún, está «en» nosotros. Por ello podemos tener experiencia de su acción en nosotros. ¿Quién dijo que es difícil la relación con el Espíritu Santo? Podemos relacionarnos con Él y experimentar su acción. Es «Paráclito», «abogado defensor». Nos defiende del pecado y del Maligno. Por eso no tiene sentido «estar a la defensiva» con Dios. Se trata más bien de abandonarse a su acción, de entregarse dócilmente al impulso omnipotente del Espíritu: «Si vivimos por el Espíritu, marchemos tras el Espíritu», pues «si vivís según el Espíritu no daréis satisfacción a las apetencias de la carne».

Es, también, «el Espíritu de la verdad», porque nos revela a Cristo, que es la Verdad, nos ilumina para conocerle, nos mueve a amarle, a seguirle, a cumplir sus mandatos, a dar la vida por Él. Nos libra del error de nuestra ceguera natural y de nuestro pecado y nos conduce a la verdad plena, no fragmentaria y parcial, sino total. Él, «el Espíritu de la verdad», es enviado por el Padre a los creyentes en Jesús, mientras que «el mundo» no puede recibirlo por haberse cerrado a Cristo y su palabra. En su nueva forma de existencia «espiritual», el creyente está confortado y defendido por la presencia divina en su interior.

«El que me ama será amado por mi Padre, y yo también lo amaré y me manifestaré a él». Es cierto que Cristo es el primero en amarnos y que nos ama de manera incondicional. Pero también es cierto que Cristo se da más plenamente al que va respondiendo a su amor, es decir, al que le busca intensamente, al que desea agradarle en todo, al que cumple su voluntad, al que se entrega sin reservas. «El que acepta mis mandamientos y los guarda, ese me ama». El amor verdadero a Cristo no es un puro sentimentalismo devocional o falsamente pietista, sino que se tiene que demostrar en la aceptación y la guarda de sus mandamientos. A éste, Cristo se le da a conocer, le abre su intimidad, le comunica sus secretos, acrecienta la comunión con Él de manera insospechada.

II. LA FE DE LA IGLESIA

La promesa del Espíritu Santo:
(729,730)

Solamente cuando ha llegado «la Hora» en que va a ser glorificado Jesús promete la venida del Espíritu Santo, ya que su Muerte y su Resurrección serán el cumplimiento de la Promesa hecha a los Padres: El Espíritu de Verdad, el otro Paráclito, será dado por el Padre en virtud de la oración de Jesús; será enviado por el Padre en nombre de Jesús; Jesús lo enviará de junto al Padre porque Él ha salido del Padre. El Espíritu Santo vendrá, nosotros lo conoceremos, estará con nosotros para siempre, permanecerá con nosotros; nos lo enseñará todo y nos recordará todo lo que Cristo nos ha dicho y dará testimonio de Él; nos conducirá a la verdad completa y glorificará a Cristo. En cuanto al mundo lo acusará en materia de pecado, de justicia y de juicio.

Por fin llega la Hora de Jesús: Jesús entrega su espíritu en las manos del Padre en el momento en que por su Muerte es vencedor de la muerte, de modo que, «resucitado de los muertos por la Gloria del Padre», enseguida da a sus discípulos el Espíritu Santo dirigiendo sobre ellos su aliento. A partir de esta hora, la misión de Cristo y del Espíritu se convierte en la misión de la Iglesia: «Como el Padre me envió, también yo os envío».

El Espíritu Santo y la Iglesia
(737-741)

La misión de Cristo y del Espíritu Santo se realiza en la Iglesia, Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu Santo. Esta misión conjunta asocia desde ahora a los fieles de Cristo en su Comunión con el Padre en el Espíritu Santo: El Espíritu Santo prepara a los hombres, los previene por su gracia, para atraerlos hacia Cristo. Les manifiesta al Señor resucitado, les recuerda su palabra y abre sus mentes para entender su Muerte y su Resurrección. Les hace presente el Misterio de Cristo, sobre todo en la Eucaristía, para reconciliarlos, para conducirlos a la Comunión con Dios, para que den «mucho fruto».

Puesto que el Espíritu Santo es la Unción de Cristo, es Cristo, Cabeza del Cuerpo, quien lo distribuye entre sus miembros para alimentarlos, sanarlos, organizarlos en sus funciones mutuas, vivificarlos, enviarlos a dar testimonio, asociarlos a su ofrenda al Padre y a su intercesión por el mundo entero. Por medio de los sacramentos de la Iglesia, Cristo comunica su Espíritu, Santo y Santificador, a los miembros de su Cuerpo.

Estas «maravillas de Dios», ofrecidas a los creyentes en los Sacramentos de la Iglesia, producen sus frutos en la vida nueva, en Cristo, según el Espíritu.

«El Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos pedir como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables». El Espíritu Santo, artífice de las obras de Dios, es el Maestro de la oración.

El Espíritu Santo,
principio de la vida de la Iglesia
(798)

El Espíritu Santo es el principio de toda acción vital y verdaderamente saludable en todas las partes del Cuerpo místico. Actúa de múltiples maneras en la edificación de todo el Cuerpo en la caridad: por la Palabra de Dios, que tiene el poder de construir el edificio, por el Bautismo mediante el cual forma el Cuerpo de Cristo; por los sacramentos que hacen crecer y curan a los miembros de Cristo; por la gracia concedida a los apóstoles que destaca entre estos dones, por las virtudes que hacen obrar según el bien, y por las múltiples gracias especiales (llamadas «carismas») mediante las cuales los fieles quedan preparados y dispuestos a asumir diversas tareas o ministerios que contribuyen a renovar y construir más y más la Iglesia.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Lo que nuestro espíritu, es decir, nuestra alma, es para nuestros miembros, eso mismo es el Espíritu Santo para los miembros de Cristo, para el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia» (San Agustín). 

«A este Espíritu de Cristo, como a principio invisible, ha de atribuirse también el que todas las partes del cuerpo estén íntimamente unidas, tanto entre sí como con su excelsa Cabeza, puesto que está todo Él en la Cabeza, todo en el Cuerpo, todo en cada uno de los miembros» (Pío XII). 

«Es a la misma Iglesia, a la que ha sido confiado el ‘Don de Dios’. Es en ella donde se ha depositado la comunión con Cristo, es decir el Espíritu Santo, arras de la incorruptibilidad, confirmación de nuestra fe y  escala de nuestra ascensión hacia Dios. Porque allí donde está la Iglesia, allí está también el Espíritu de Dios; y allí donde está el Espíritu de Dios, está la Iglesia y toda gracia.» (San Ireneo).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

El mundo brilla de alegría.
Se renueva la faz de la tierra.
Gloria al Padre, y al Hijo,
y al Espíritu Santo.

Esta es la hora
en que rompe el Espíritu
el techo de la tierra,
y una lengua de fuego innumerable
purifica, renueva, enciende, alegra
las entrañas del mundo.

Esta es la fuerza
que pone en pie a la Iglesia
en medio de las plazas
y levanta testigos en el pueblo,
para hablar con palabras como espadas
delante de los jueces.

Llama profunda,
que escrutas e iluminas
el corazón del hombre:
restablece la fe con tu noticia,
y el amor ponga en vela la esperanza,
hasta que el Señor vuelva. 

Amén.