12 de mayo de 2024: DOMINGO VII DE PASCUA “B” Solemnidad de la Ascensión del Señor


«Nadie ha subido al cielo,
sino el que bajó del cielo,
el Hijo del hombre»

Hch 1,1-11: «A la vista de ellos, fue elevado al cielo«
Sal 46: «Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas»
Ef 1,17-23: «Lo sentó a su derecha en el cielo»
Mc 16,15-20: «Fue llevado al cielo y se sentó a la derecha de Dios»

I. LA PALABRA DE DIOS

Lo verdaderamente importante para el autor de los Hechos no es cuándo pasó algo o cuánto duró, sino qué pasó y con qué finalidad. El hecho de la Ascensión, que sigue a la última aparición de Jesús resucitado, es, ante todo, la desaparición visible de Jesús, comprobada experimentalmente por el grupo de discípulos. Su significado teológico, tal como lo muestra el Nuevo Testamento, incluye: 1º) La entronización de Jesucristo Rey; 2º) El ejercicio de su realeza actualmente, en este «tiempo de la Iglesia»; 3º) La conexión con otros misterios de fe, como: la Parusía o la evangelización a partir de Pentecostés.

La presencia de Dios entre su pueblo en el Antiguo Testamento encontró en la nube que los guiaba en el desierto un signo y el pueblo percibía en ella la presencia invisible de Yahvé. San Lucas, en la «nube» quiere simbolizar por una parte la ocultación de Jesús y por otra la nueva presencia de Cristo en medio de los suyos. 

El cielo será, en adelante, el centro de gravedad de quienes en el mundo son forasteros y peregrinos. Pero ahora importa la misión, la tarea, el testimonio, la  evangelización. Y en ese contexto hay que situar el «reproche» de los ángeles: «¿Qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?»

San Marcos nos presenta a Jesús llevado «al cielo», es decir, al lugar propio de Dios, y «sentado» a la derecha de Dios. Efectivamente, el misterio de la Ascensión significa que el que por nosotros tomó la condición de siervo, pasó por uno de tantos y se humilló hasta la muerte de cruz, ahora ha sido exaltado, enaltecido, constituido «Señor». Cristo en cuanto hombre «fue llevado al cielo y se sentó a la derecha de Dios»: se ha sentado en el trono de su Padre, ha recibido todo poder en el cielo y en la tierra y ha sido constituido Señor del Universo ante el que toda rodilla se dobla.

Sin embargo, la Ascensión al cielo no significa la ausencia de Cristo en la tierra. A renglón seguido de narrar la Ascensión de Jesús, san Marcos subraya que «el Señor cooperaba confirmando la palabra con las señales que los acompañaban». Ciertamente Cristo ha dejado su presencia visible, sensible. Pero sigue presente. Y lo manifiesta cooperando con la acción de los discípulos. En estas pocas palabras queda resumido todo el misterio de la Iglesia. Toda acción de la Iglesia –y de cada cristiano en ella– no es algo simplemente humano, sino acción de Cristo a través de ella. Cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza. Por tanto, todo nuestro empeño ha de ser buscar la sintonía con Cristo para que se realice verdaderamente esa cooperación y nuestros actos sean también suyos y así tengan un valor inmenso: «el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y aun mayores» (Jn 14,12).

San Marcos quiere subrayar el anuncio del Resucitado a partir de su triunfo. Su permanente presencia se notará a través de los «signos», que apoyarán y «acompañarán» tanto a los que predican como a los que oyen. De ahí la importancia de los signos, que indica el evangelio. Los signos manifiestan que la Iglesia es más que palabras, es hechos. Mediante ellos se ve la acción del Señor. Ya no se tratará de coger serpientes en las manos, pero sí que hay que preguntarse cómo hoy nosotros podemos ser  signo visible de Cristo para aquellos con los que vivimos.

II. LA FE DE LA IGLESIA

El Misterio de la Ascensión
(659 – 664)

El Cuerpo de Cristo fue glorificado desde el instante de su Resurrección, como lo prueban las propiedades nuevas y sobrenaturales, de las que desde entonces su cuerpo disfruta para siempre. Pero durante los cuarenta días en los que Él come y bebe familiarmente con sus discípulos y les instruye sobre el Reino, su gloria aún queda velada bajo los rasgos de una humanidad ordinaria. La última aparición de Jesús termina con la entrada irreversible de su humanidad en la gloria divina simbolizada por la nube y por el cielo donde Él se sienta para siempre a la derecha de Dios.

El carácter velado de la gloria del Resucitado durante este tiempo se transparenta en sus palabras misteriosas a María Magdalena: «Todavía no he subido al Padre. Vete donde los hermanos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios» (Jn 20, 17). Esto indica una diferencia de manifestación entre la gloria de Cristo resucitado y la de Cristo exaltado a la derecha del Padre. El acontecimiento a la vez histórico y transcendente de la Ascensión marca la transición de una a otra.

Esta última etapa permanece estrechamente unida a la primera, es decir, a la bajada desde el cielo realizada en la Encarnación. Sólo el que «salió del Padre» puede «volver al Padre»: Cristo. «Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre». Dejada a sus fuerzas naturales, la humanidad no tiene acceso a la «Casa del Padre», a la vida y a la felicidad de Dios. Sólo Cristo ha podido abrir este acceso al hombre, «ha querido precedernos como cabeza nuestra para que nosotros, miembros de su Cuerpo, vivamos con la ardiente esperanza de seguirlo en su Reino«.

«Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí». La elevación en la Cruz significa y anuncia la elevación en la Ascensión al cielo. Es su comienzo. Jesucristo, el único Sacerdote de la Alianza nueva y eterna, no «penetró en un Santuario hecho por mano de hombre, … sino en el mismo cielo, para presentarse ahora ante el acatamiento de Dios en favor nuestro». En el cielo, Cristo ejerce permanentemente su sacerdocio. «De ahí que pueda salvar perfectamente a los que por él se llegan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder en su favor». Como «Sumo Sacerdote de los bienes futuros», es el centro y el oficiante principal de la liturgia que honra al Padre en los cielos.

Cristo, desde entonces, está sentado a la derecha del Padre: «Por derecha del Padre entendemos la gloria y el honor de la divinidad, donde el que existía como Hijo de Dios antes de todos los siglos como Dios y consubstancial al Padre, está sentado corporalmente después de que se encarnó y de que su carne fue glorificada» (San Juan Damasceno).

Sentarse a la derecha del Padre significa la inauguración del reino del Mesías, cumpliéndose la visión del profeta Daniel respecto del Hijo del hombre: «A él se le dio imperio, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino no será destruido jamás». A partir de este momento, los apóstoles se convirtieron en los testigos del «Reino que no tendrá fin».

El mandato misionero
(849)

La Iglesia, enviada por Dios a las gentes para ser «sacramento universal de salvación», por exigencia íntima de su misma catolicidad, obedeciendo al mandato de su Fundador se esfuerza por anunciar el Evangelio a todos los hombres: «Vayan, pues, y hagan discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo les he mandado. Y sepan que yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo».

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«El Señor arrastró cautivos cuando subió a los cielos, porque con su poder trocó en incorrupción nuestra corrupción. Repartió sus dones, porque enviando desde arriba al Espíritu Santo, a unos les dio palabras de sabiduría, a otros de ciencia, a otros de gracia de los milagros, a otros la de curar, a otros la de interpretar. En cuanto Nuestro Señor subió a los cielos, su Santa Iglesia desafió al mundo y, confortada con su Ascensión, predicó abiertamente lo que creía a ocultas» (San Gregorio Magno).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

No; yo no dejo la tierra.
No; yo no olvido a los hombres.
Aquí, yo he dejado la guerra;
arriba, están ya sus nombres.

¿Qué hacen mirando al cielo,
varones, sin alegría?
Lo que ahora parece un vuelo
ya es vuelta y es cercanía.

El gozo es mi testigo.
La paz, mi presencia viva,
que, al irme, se va conmigo
la cautividad cautiva.

El cielo ha comenzado.
Ustedes son mi cosecha,
El padre les ha sentado
conmigo, a su derecha.

Partan frente a la aurora.
Salven a todo el que crea.
Ustedes marcan mi hora.
Comienza ya su tarea. 

Amén.

5 de mayo de 2024: DOMINGO VI DE PASCUA “B”


«Conocer por Cristo los secretos del Padre,
es signo de su amistad; 
que otros conozcan a Cristo por medio de la Iglesia,
es signo de nuestra fidelidad«
 

Hch  10,25-26.34-35.44-48: «El don del Espíritu Santo se ha derramado también sobre los gentiles»
Sal 97: «El Señor revela a las naciones su salvación»
1 Jn 4,7-10: «Dios es Amor»
Jn 15,9-17: «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos» 

I. LA PALABRA DE DIOS

«Permaneced en mi amor». En esta Pascua Cristo nos ha manifestado más clara e intensamente su amor. Y ahora nos invita a permanecer bajo el influjo de su amor. En realidad podemos decir que toda la vida del cristiano se resume en dejarse amar por Dios. Dios nos amó primero. Nos entregó a su Hijo como víctima por nuestros pecados. Y el secreto del cristiano es descubrir este amor y permanecer en él, vivir de él. Sólo la certeza de ser amados por Dios puede sostener una vida. No sólo «hemos sido» amados, sino que «somos» amados continuamente, en toda circunstancia y situación. Y se trata de permanecer en su amor, de no salirnos de la órbita de su amor que permanece amándonos siempre, que nos rodea, que nos persigue, que está siempre volcado sobre nosotros.

«Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros».  El amor de Cristo transforma al que lo recibe. El que de veras acoge el amor de Cristo se hace capaz de amar a los demás, pues el amor de Cristo es eficaz. Lo mismo que Él nos ama con el amor que recibe de su Padre, nosotros amamos a los demás con el amor que recibimos de Él. La caridad para con el prójimo es el signo más claro de la presencia de Cristo en nosotros y la demostración más palpable del poder del Resucitado.

«Como yo os he amado». Sabemos que tenemos que amar al prójimo. Pero tal vez no meditamos tanto en la calidad de ese amor, en ese «como yo». Sólo el que permanece en su amor puede amar a los demás como Él nos ama. La medida del amor al hermano es dar la vida por él como Cristo la ha dado por nosotros y por él, gastar la vida por los demás día tras día. Mientras no lleguemos a eso hemos de considerarnos en déficit. Cristo resucitado, viviendo en nosotros por la gracia, nos capacita y nos impulsa a amar «como Él».

Dios quiere infundir en nosotros su misma caridad. Por eso nuestro amor, si es auténtico, debe ser semejante al de Dios. Y Dios ama dando la vida: el Padre nos da a su Hijo; Cristo se entrega a sí mismo, ambos nos comunican el Espíritu. La caridad no consiste tanto en dar cuanto en darse, en dar la propia vida por aquellos a quienes se ama; y eso hasta el final, hasta el extremo, como ha hecho Cristo y como quiere hacer también en nosotros: «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos». El amor de Cristo es de este calibre. Y el amor al prójimo, que Cristo quiere infundir en nosotros, también.

«A vosotros os llamo amigos». Cristo resucitado, vivo y presente, nos llama y nos atrae a su amistad. Ante todo, busca una intimidad creciente con cada uno de nosotros. Nos ha contado todos sus secretos, nos ha introducido en la intimidad del Padre. Y es una amistad que va en serio: la ha demostrado dando su vida por los que éramos enemigos convirtiéndonos en amigos. A la luz de la Pascua hemos de examinar si nuestra vida discurre por los cauces de la verdadera amistad e intimidad con Cristo o –por el contrario– todavía le vemos distante, lejano. Y si correspondemos a esta amistad con la fidelidad a sus mandamientos.

«Soy yo quien os he elegido». Los amigos se eligen mutuamente, pero con Jesús no es así: el Hijo, siempre más grande que nosotros, nos llama «amigos suyos», nunca se llama a sí mismo «amigo nuestro», menos aún «compañero», «colega», «cómplice» o cosas por el estilo. En aquel tiempo, el alumno de los rabinos podía elegir un maestro entre los diversos escribas; pero no se es discípulo de Jesús por decisión propia, sino porque Él nos ha elegido. Nuestra fe, nuestro ser cristiano, no depende primera ni principalmente de una opción que nosotros hayamos hecho. Ante todo, hemos sido elegidos, personalmente, con nombre y apellidos. Cristo se ha adelantado a lo que yo pudiera pensar, querer o hacer, ha tomado la iniciativa, me ha elegido Él. Ahí está la clave de todo, esa es la raíz de nuestra identidad. Eso es lo sorprendente. Y es preciso agradecer y dejarnos sorprender continuamente por esta elección libre y gratuita de Dios, «Él nos amó primero» (1Jn 4,19).

II. LA FE DE LA IGLESIA

La Iglesia, instituida por Cristo Jesús
(763  765)

Corresponde al Hijo realizar el plan de Salvación de su Padre, en la plenitud de los tiempos; ese es el motivo de su «misión». Para cumplir la voluntad del Padre, Cristo inauguró el Reino de los cielos en la tierra. La Iglesia es el Reino de Cristo presente ya en misterio.

Este Reino se manifiesta a los hombres en las palabras, en las obras y en la presencia de Cristo. Acoger la palabra de Jesús es acoger el Reino. El germen y el comienzo del Reino son el «pequeño rebaño», de los que Jesús ha venido a convocar en torno suyo y de los que Él mismo es el Pastor. Constituyen la verdadera familia de Jesús

El Señor Jesús dotó a su comunidad de una estructura que permanecerá hasta la plena consumación del Reino. Ante todo está la elección de los Doce, con Pedro como su Cabeza; puesto que representan a las doce tribus de Israel, ellos son los cimientos de la nueva Jerusalén. Los Doce y los otros discípulos participan en la misión de Cristo, en su poder, y también en su suerte. Con todos estos actos, Cristo prepara y edifica su Iglesia.

La misión de los apóstoles
(858  859; 764)

Jesús es el enviado del Padre. Desde el comienzo de su ministerio, «llamó a los que él quiso, y vinieron donde él. Instituyó Doce para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar» (Mc 3, 13-14). Desde entonces, serán sus «enviados» (esto es lo que significa la palabra griega «apostoloi«). En ellos continúa su propia misión: «Como el Padre me envió, también yo os envío». Por tanto su ministerio es la continuación de la misión de Cristo: «Quien a vosotros recibe, a mí me recibe», dice a los Doce.

Jesús los asocia a su misión recibida del Padre: como «el Hijo no puede hacer nada por su cuenta», sino que todo lo recibe del Padre que le ha enviado, así, aquellos a quienes Jesús envía no pueden hacer nada sin Él, de quien reciben el encargo de la misión y el poder para cumplirla. Los apóstoles de Cristo saben por tanto que están calificados por Dios como «ministros de una nueva alianza», «ministros de Dios», «embajadores de Cristo», «servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios».

Los obispos sucesores de los apóstoles
(861  862, 869)

Para que continuase después de su muerte la misión a ellos confiada, los apóstoles encargaron mediante una especie de testamento a sus colaboradores más inmediatos que terminaran y consolidaran la obra que ellos empezaron. Les encomendaron que cuidaran de todo el rebaño en el que el Espíritu Santo les había puesto para ser los pastores de la Iglesia de Dios. Nombraron, por tanto, de esta manera a algunos varones y luego dispusieron que, después de su muerte, otros hombres probados les sucedieran en el ministerio.

Así como permanece el ministerio confiado personalmente por el Señor a Pedro, ministerio que tendría que ser transmitido a sus sucesores –los papas–, de la misma manera permanece el ministerio de los apóstoles de apacentar la Iglesia, que debe ser ejercido para siempre por el orden sagrado de los obispos. Por eso, la Iglesia enseña que –por institución divina– los obispos han sucedido a los apóstoles como pastores de la Iglesia. El que los escucha a ellos, escucha a Cristo; el que, en cambio, los desprecia, desprecia a Cristo y al que lo envió: Dios Padre.

Por eso la Iglesia es apostólica: Está edificada sobre sólidos cimientos: «los doce apóstoles del Cordero»; es indestructible; se mantiene infaliblemente en la verdad: Cristo la gobierna por medio de Pedro y los demás apóstoles, presentes en sus sucesores, el Papa y el colegio de los obispos.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Quiso Dios santificar y salvar a los hombres no individualmente y aislados entre sí, sino constituirlos en un pueblo que le conociera en la verdad y le sirviera santamente.» (Concilio Vaticano II: Lumen Gentium).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Benditos los pies de los que llegan
para anunciar la paz que el mundo espera,
apóstoles de Dios que Cristo envía,
voceros de su voz, grito del Verbo

De pie en la encrucijada del camino
del hombre peregrino y de los pueblos,
es el fuego de Dios el que los lleva
como cristos vivientes a su encuentro

Abrid, pueblos, la puerta a su llamada,
la verdad y el amor son don que llevan;
no temáis, pecadores, acogedlos,
el perdón y la paz serán su gesto

Gracias, Señor, que el pan de tu palabra
nos llega por tu amor, pan verdadero;
gracias, Señor, que el pan de vida nueva
nos llega por tu amor, partido y tierno. 

Amén.

28 de abril de 2024: DOMINGO V DE PASCUA “B”


«Vivir unidos a Cristo es estar convocados
a dar frutos de vida eterna» 

Hch 9,26-31: «Él les contó cómo había visto al Señor en el camino«
Sal 21: «El Señor es mi alabanza en la gran asamblea«
1 Jn 3,18-24: «Éste es su mandamiento: que creamos y que nos amemos»
Jn 15,1-8: «El que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante»

I. LA PALABRA DE DIOS

El misterio de Cristo y de su Resurrección es de una fecundidad inagotable. Los autores sagrados no encuentran palabras ni imágenes para expresarlo. No hemos de imaginar a Cristo fuera de nosotros. Gracias a su glorificación, Él vive en nosotros y nosotros vivimos en Él. Por el Bautismo hemos sido injertados en Cristo; Él nos comunica su propia vida, lo mismo que los sarmientos tienen la misma vida que reciben de la vid.

«Yo soy la verdadera vid». Nueva fórmula de revelación de Jesús, identificándose con el Yahvé (Yo Soy) del Antiguo Testamento. Ahora con la imagen bíblica de «La Vid», símbolo de la unión vital de Cristo y los cristianos y de los cristianos entre sí. La comunidad de creyentes en Jesús es el nuevo Israel que sustituye al antiguo, viña devastada.

El mandato de Cristo es muy sencillo: «permaneced en mí». Este mandamiento resume toda la vida y actividad del cristiano. Como la vida del sarmiento depende de su unión con la vid, la vida del cristiano depende de su unión con Cristo. Nuestra relación con Cristo no es a distancia. Vivimos en Él. Y Él vive en nosotros. Por eso Él mismo insiste: «permaneced en mí amor». Esta unión vital y continua con Cristo es la clave del crecimiento del cristiano y del fruto que pueda dar. Toda la vida viene de la Vid y nada más que de la Vid, que es Cristo. La vida cristiana, aunque parezca compleja, es en realidad muy simple: se trata de adherirse a Cristo y perseverar fielmente unidos a Él. En san Juan, permanecer en Cristo supone vivir en gracia, pero no sólo; implica además una relación personal y una intimidad amorosa con Él, cada vez más consciente, más continua y más profunda.

«Sin mí no podéis hacer nada». El que comprende de verdad estas palabras cambia por completo su modo de plantear las cosas. Cada acción realizada al margen de Cristo, cada momento vivido fuera de Él, cada palabra no inspirada por Él, están condenados a la esterilidad más absoluta. No sólo se pierde uno, sino que cuándo se hacen cosas que no vienen de Cristo, no se da ningún fruto. Deberíamos tener horror a no dar fruto, a malgastar nuestra vida, a perder el tiempo.

«Vosotros ya estáis purificados por las palabras que les he dicho». La adhesión a esas palabras, la fe en Jesús al someterse a su palabra, es lo que «limpia» al discípulo. El «fruto» es el amor de caridad, manifestación externa de la fe en Jesús. El que permanece en Cristo por la fe, vive y actúa como vive y actúa Cristo, movido por el mismo Espíritu.

«A todo el que da fruto lo poda, para que dé más fruto». Dios desea que demos fruto, y fruto abundante. Para ello es necesario permanecer en Cristo mediante la fe viva, la caridad ardiente, la esperanza invencible, mediante los sacramentos y la oración continua, mediante la atención a Cristo y la docilidad a sus impulsos. Pero hay más. Como Dios nos ama, y desea que demos mucho fruto, nos poda. Gracias a esta poda cae mucho ramaje inútil que estorba para dar el fruto. El sufrimiento, las humillaciones, el fracaso, las dificultades, los desengaños… son muchas veces los instrumentos de los que Dios se sirve para podarnos. Gracias a esta poda caen también muchas apariencias, nos enraizamos más en Cristo y podemos dar más fruto.

«Pedid lo que deseáis, y se realizará». El discípulo que permanece en Cristo, puede pedir lo que quiera; en realidad, pedirá lo que pide Jesús: en la línea del «fruto» que hay que producir (fe-caridad), en sintonía con lo que agrada al Padre.

Esto es de una importancia capital. Y san Juan lo subraya con una lógica y una coherencia implacables: «Lo mismo que el sarmiento separado de la vid se seca y no tiene vida ni da fruto, vosotros separados de mí no podéis hacer nada». Es preciso aprender esta lección de una vez por todas. Nuestro fruto no depende de nuestras cualidades humanas, métodos, técnicas, planes, saberes, etc., sino de nuestra unión con Cristo. Dios desea que demos fruto abundante y en ello es glorificado, y para eso nos poda, para que demos más fruto, pero nuestra fecundidad, nuestro dar fruto en la vida personal, en la Iglesia y en el mundo, está en proporción a nuestra santidad, a nuestra unión con el Señor Resucitado. Sin ella no haremos nada, ni daremos fruto abundante ni duradero; y si los hay, serán frutos aparentes, que se evaporan como la niebla mañanera.

II. LA FE DE LA IGLESIA

Injertados en la Iglesia, viña de Cristo
(736, 755, 1988)

La Iglesia es labranza o campo de Dios. En este campo crece el antiguo olivo cuya raíz santa fueron los patriarcas y en el que tuvo y tendrá lugar la reconciliación de los judíos y de los gentiles. El labrador del cielo la plantó como viña selecta.  La verdadera vid es Cristo, que da vida y fecundidad a los sarmientos, es decir, a nosotros, que permanecemos en Él por medio de la Iglesia y que sin Él no podemos hacer nada.

Por el poder del Espíritu Santo participamos en la Pasión de Cristo, muriendo al pecado, y en su Resurrección, naciendo a una vida nueva; somos miembros de su Cuerpo que es la Iglesia, sarmientos unidos a la Vid que es él mismo. Gracias a este poder del Espíritu Santo los hijos de Dios pueden dar fruto. El que nos ha injertado en la Vid verdadera hará que demos «el fruto del Espíritu, que es caridad, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, templanza».

«Sin mí no podéis hacer nada»
(2074).

Jesús dice: «Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí, como yo en él, ése da mucho fruto; porque sin mí no podéis hacer nada». El fruto evocado en estas palabras es la santidad de una vida fecundada por la unión con Cristo. Cuando creemos en Jesucristo, participamos en sus misterios y guardamos sus mandamientos, el Salvador mismo ama en nosotros a su Padre y a sus hermanos, nuestro Padre y nuestros hermanos. Su persona viene a ser, por obra del Espíritu, la norma viva e interior de nuestro obrar. «Éste es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 15,12).

La comunión del Espíritu Santo
(1108)

La finalidad de la misión del Espíritu Santo en toda acción litúrgica es poner en comunión con Cristo para formar su Cuerpo. El Espíritu Santo es como la savia de la viña del Padre que da su fruto en los sarmientos. En la Liturgia se realiza la cooperación más íntima entre el Espíritu Santo y la Iglesia. El Espíritu de Comunión permanece indefectiblemente en la Iglesia, y por eso la Iglesia es el gran sacramento de la comunión divina que reúne a los hijos de Dios dispersos. El fruto del Espíritu en la Liturgia es inseparablemente comunión con la Trinidad Santa y comunión fraterna.

La unión con Cristo,
fruto de la comunión eucarística
(1391 — 1392)

La comunión acrecienta nuestra unión con Cristo. Recibir la Eucaristía en la comunión da como fruto principal la unión íntima con Cristo Jesús. En efecto, el Señor dice: «Quien come mi Carne y bebe mi Sangre habita en mí y yo en él». La vida en Cristo encuentra su fundamento en el banquete eucarístico: «Lo mismo que me ha enviado el Padre, que vive, y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí».

Lo que el alimento material produce en nuestra vida corporal, la comunión lo realiza de manera admirable en nuestra vida espiritual. La comunión con la Carne de Cristo resucitado, vivificada por el Espíritu Santo y vivificante, conserva, acrecienta y renueva la vida de gracia recibida en el Bautismo. Este crecimiento de la vida cristiana necesita ser alimentado por la comunión eucarística, pan de nuestra peregrinación, hasta el momento de la muerte, cuando nos sea dada como viático.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Pues, así como la raíz hace llegar su misma manera de ser a los sarmientos, del mismo modo el Verbo Unigénito de Dios Padre comunica a los santos una especie de parentesco consigo mismo y con el Padre, al darles parte en su propia naturaleza, y otorga su Espíritu a los que están unidos con Él por la fe: y así les comunica una santidad inmensa, los nutre en la piedad y los lleva al conocimiento de la verdad, y a la práctica de la virtud» (San Cirilo de Alejandría).

«Cuando en las fiestas del Señor los fieles reciben el Cuerpo del Hijo, proclaman unos a otros la Buena Nueva de que se dan las arras de la vida, como cuando el ángel dijo a María de Magdala: ‘¡Cristo ha resucitado!’ He aquí que ahora también la vida y la resurrección son comunicadas a quien recibe a Cristo» (Fanqîth, Oficio siriaco de Antioquía).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Acuérdate de Jesucristo,
resucitado de entre los muertos.
Él es nuestra salvación,
nuestra gloria para siempre

Si con Él morimos, viviremos con Él;
sin con Él sufrimos, reinaremos con Él

En Él nuestras penas, en Él nuestro gozo;
en Él la esperanza, en Él nuestro amor

En Él toda gracia, en Él nuestra paz;
en Él nuestra gloria, en Él la salvación.

Amén.