7 DE MAYO DE 2023: DOMINGO V DE PASCUA “A”


 «Yo soy el camino, y la verdad, y la vida»

Hch 6, 1-7: «Eligieron a siete hombres llenos del Espíritu Santo»
Sal 32: «Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti»
1P 2,4-9: «Vosotros, en cambio, sois un linaje elegido, un sacerdocio real»

Jn 14, 1-12: «Yo soy el camino y la verdad y la vida»

I. LA PALABRA DE DIOS

La segunda lectura nos recuerda que los cristianos somos un pueblo que Dios ha elegido «para que anunciéis las proezas del que os llamó de las tinieblas a su luz maravillosa». La Iglesia no vive de recuerdos. A Cristo no le conocemos sólo por lo que hizo, sino sobre todo por lo que hace. Cada generación cristiana y cada cristiano están llamados a experimentar en primera persona la presencia, la vida y la fuerza del Resucitado.

«Yo soy el camino y la verdad y la vida». El «camino» es aquí la palabra principal; la «verdad» y la «vida», explican por qué Jesús es el camino. Él es el camino porque, y en cuanto, es la verdad –la revelación total del Padre– gracias a la cual tenemos la vida. No hay desorientación posible teniendo a Jesús, que es el camino que conduce a Dios, la verdad que libera, la vida que alimenta. Para el evangelista Juan, el camino no es meramente una moral, como la verdad no es una serie de proposiciones doctrinales; son una persona viviente: Jesucristo, nuestro mediador para llegar al Padre; fuera de Él sólo hay muerte. 

Tomás es el prototipo de quienes quieren pisar siempre sobre terreno firme. No arriesga. La respuesta que Jesús le da suena más a propuesta: Si Él es el Camino, ya sabe por dónde hay que ir; si Él es la Verdad, ya sabe de quién ha de fiarse; si Él es la Vida, ya sabe por quién la entrega. Tomás y todos los demás discípulos, cuando se escribía esto, ya habían comprobado que descubrir a Jesucristo no viene de planteamientos teóricos, sino de un encuentro personal y supone una adhesión incondicional.

No se trata de recuerdos pasados, sino de realidad presente. Cristiano es el que conoce a Cristo por experiencia, porque experimenta «la fuerza de su resurrección y la comunión en sus padecimientos», porque es tocado por la eficacia de la fuerza poderosa que Dios despliega en Cristo Resucitado.

El que realmente experimenta en su vida esta acción del Resucitado necesita proclamar las hazañas que el Señor ha realizado en él. El verdadero cristiano es necesariamente testigo, y por eso «no puede callar lo que ha visto y oído».

Desde ahí se entiende: «El que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y aún mayores». Lo mismo que Cristo hace cosas grandes porque está unido al Padre, porque el Padre y Él son uno, porque el Padre permaneciendo en Él hace las obras, así también ocurre entre el cristiano y Cristo. Jesucristo Resucitado se une a nosotros, vive en nosotros. El que está unido a Cristo, el que deja que Cristo viva en él, realiza las obras de Cristo. La condición es estar unido a Él por la fe: «el que cree en mí». Si no suceden «obras … aún mayores» es porque nos falta fe. «Si tuvieran fe como un granito de mostaza…».

II. LA FE DE LA IGLESIA

Creer en Jesucristo
(151)

Para el cristiano, creer en Dios es inseparablemente creer en aquel que Él ha enviado, «su Hijo amado», en quien ha puesto toda su complacencia. Dios nos ha dicho que les escuchemos. El Señor mismo dice a sus discípulos: «Creed en Dios, creed también en mí». Podemos creer en Jesucristo porque es Dios, el Verbo hecho carne: «A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado». Porque «ha visto al Padre», Él es único en conocerlo y en poderlo revelar.

Cristo, nuestro modelo
(459; 516)

El Verbo se encarnó para ser nuestro modelo de santidad: «Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí…». «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí». Y el Padre, en el monte de la transfiguración, ordena: «Escuchadle». Él es, en efecto, el modelo de las bienaventuranzas y la norma de la ley nueva: «Amaos los unos a los otros como yo les he amado». Este amor tiene como consecuencia la ofrenda efectiva de sí mismo.

Toda la vida de Cristo es Revelación del Padre: sus palabras y sus obras, sus silencios y sus sufrimientos, su manera de ser y de hablar. Jesús puede decir: «Quien me ve a mí, ve al Padre», y el Padre: «Este es mi Hijo amado; escuchadle». Nuestro Señor, al haberse hecho hombre para cumplir la voluntad del Padre, nos «manifestó el amor que nos tiene» con los menores rasgos de sus misterios.

Vivir en la verdad
(2465 — 2473)

El Antiguo Testamento lo proclama: Dios es fuente de toda verdad. Su Palabra es verdad. Su ley es verdad. Porque Dios es el «Veraz», los miembros de su Pueblo son llamados a vivir en la verdad.

En Jesucristo la verdad de Dios se manifestó toda entera. «Lleno de gracia y de verdad», Él es la «luz del mundo», la Verdad. El que cree en Él, no permanece en las tinieblas. El discípulo de Jesús, «permanece en su palabra», para conocer «la verdad que hace libre» y que santifica. Seguir a Jesús es vivir del «Espíritu de verdad» que el Padre envía en su nombre y que conduce «a la verdad completa». Jesús enseña a sus discípulos el amor incondicional a la Verdad: «Sea vuestro lenguaje: ‘sí, sí’; ‘no, no’».

El hombre busca naturalmente la verdad. Está obligado a honrarla y testimoniarla: Todos los hombres, conforme a su dignidad, por ser personas se ven impulsados, por su misma naturaleza, a buscar la verdad y, además, tienen la obligación moral de hacerlo, sobre todo la verdad religiosa. Están obligados también a adherirse a la verdad conocida y a ordenar toda su vida según sus exigencias.

La verdad como rectitud de la acción y de la palabra humana tiene por nombre veracidad, sinceridad o franqueza. La verdad o veracidad es la virtud que consiste en mostrarse verdadero en sus actos y en decir verdad en sus palabras, evitando la duplicidad, la simulación y la hipocresía.

Los hombres no podrían vivir juntos si no tuvieran confianza recíproca, es decir, si no se manifestasen la verdad. La virtud de la veracidad da justamente al prójimo lo que le es debido; observa un justo medio entre lo que debe ser expresado y el secreto que debe ser guardado: implica la honradez y la discreción. En justicia, un hombre debe honestamente a otro la manifestación de la verdad.

El discípulo de Cristo acepta «vivir en la verdad«, es decir, en la simplicidad de una vida conforme al ejemplo del Señor y permaneciendo en su Verdad. «Si decimos que estamos en comunión con Él, y caminamos en tinieblas, mentimos y no obramos conforme a la verdad».

El deber de los cristianos de tomar parte en la vida de la Iglesia los impulsa a actuar como testigos del evangelio y de las obligaciones que de ello se derivan. Este testimonio es transmisión de la fe en palabras y obras. El testimonio es un acto de justicia que establece o da a conocer la verdad:

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«¡Qué dichosa suerte y qué gozoso y bienaventurado viaje, adonde el camino es Cristo, y la guía de él es Él mismo, y la guarda y la seguridad ni más ni menos es Él, y adonde los que van por Él son su hechuras y rescatados suyos!» (Fray Luís de León).

«Todo nuestro bien y remedio es la sacratísima humanidad de nuestro Señor Jesucristo. Si pierden la guía, que es el buen Jesús, no acertarán el camino; porque el mismo Señor dice que es «camino», y que no puede ninguno ir al Padre sino por Él, y «quien me ve a mí ve al Padre». Dirán que se da otro sentido a estas palabras; yo no sé esos otros sentidos; con éste, que siempre siente mi alma ser verdad, me ha ido muy bien» (Santa Teresa de Jesús).   

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Benditos los pies de los que llegan
para anunciar la paz que el mundo espera,
apóstoles de Dios que Cristo envía,
voceros de su voz, grito del Verbo.

De pie en la encrucijada del camino
del hombre peregrino y de los pueblos,
es el fuego de Dios el que los lleva
como cristos vivientes a su encuentro.

Abrid, pueblos, la puerta a su llamada,
la verdad y el amor son don que llevan;
no temáis, pecadores, acogedlos,
el perdón y la paz serán su gesto.

Gracias, Señor, que el pan de tu palabra
nos llega por tu amor, pan verdadero;
gracias, Señor, que el pan de vida nueva
nos llega por tu amor, partido y tierno. 

Amén.

30 de abril de 2023: DOMINGO IV DE PASCUA “A”


«La del Buen Pastor, es una voz distinta»

Hch 2, l4a,36-41: «Dios lo ha constituido Señor y Mesías»
Sal 22: «El Señor es mi pastor, nada me falta»
1P 2, 2-25: «Os habéis convertido al pastor de vuestras almas»

Jn 10,1-10: «Yo soy la puerta de las ovejas»

I. LA PALABRA DE DIOS

Cristo es el Buen Pastor. Pero lo es de cada uno. «Va llamando por el nombre a sus ovejas»: la relación con Cristo es personalísima. Y el tiempo pascual ha de afianzar esta relación. Ha de afianzar la certeza y la experiencia de que «el Señor es mi pastor». Esta es la única seguridad, incluso en medio de las oscuridades: «Nada temo, porque tú vas conmigo».

«Y las saca fuera»: «las hace salir». Es la terminología tradicional de las narraciones del Éxodo para hablar de la liberación de la esclavitud.

¿Cómo vivo mi relación personal con Cristo? ¿Mi fe se traduce en confianza? ¿Experimento el gozo de saberme salvado y cuidado?

La imagen bíblica del «pastor» no es metáfora bucólica, ni idílica: aparece en contexto de lucha y enfrentamiento con los malos pastores, y entre continuas alusiones a perder la vida por las ovejas. El Buen Pastor se contrapone a los ladrones y salteadores que se aprovechan de las ovejas, y se distingue de los asalariados, porque da su vida en bien del rebaño. «Andabais errantes como ovejas, pero ahora os habéis convertido al pastor y guardián de vuestras almas». La Pascua es la celebración gozosa de haber sido encontrados y salvados por Cristo. Perdidos como estábamos, Cristo ha salido a buscarnos por los caminos del mundo y en esa búsqueda se ha dejado la piel: «Sus heridas nos han curado». En su búsqueda de nosotros nos ha amado «hasta el extremo». De ahí que también nosotros debamos imitar su ejemplo y seguir sus huellas, estando dispuestos a dejarnos el pellejo por buscar a los hombres que permanecen descarriados y perdidos.

«Yo soy la puerta: quien entre por mí se salvará». Cristo es la Puerta. Jesús es nuestro acceso al Padre. Él es el único mediador. «No se nos ha dado otro nombre en quien podamos salvarnos». Por Él, la Puerta, tenemos entrada al nuevo Templo, a la intimidad de Dios. Es a través de la puerta de la humanidad de Cristo como llegamos al Padre y recibimos el Espíritu. El corazón de Cristo, que fue traspasado en la cruz, ahora permanece eternamente glorificado como la única Puerta de salvación.

«Y podrá entrar y salir, y encontrará pastos»: En Cristo estamos en la esfera trinitaria, donde reina la verdadera libertad –«entrar y salir» es una expresión semítica que indica libertad de movimientos y actividad sin coacción– y la plenitud de vida («encontrará pastos»). Sólo a través de la humanidad de Jesús recibimos vida, y vida abundante. De ahí la llamada a convertirnos y a acoger plenamente a Cristo en nuestra vida.

II. LA FE DE LA IGLESIA

Los pastores de la Iglesia
(880 — 896; 935 — 939)

El colegio episcopal y su cabeza, el Papa

Cristo, al instituir a los Doce, formó una especie de Colegio o grupo estable y eligiendo de entre ellos a Pedro lo puso al frente de él. Así como, por disposición del Señor, San Pedro y los demás Apóstoles forman un único Colegio apostólico, por análogas razones están unidos entre sí el Romano Pontífice, sucesor de Pedro, y los obispos, sucesores de los Apóstoles.

El Señor hizo de Simón, al que dio el nombre de Pedro, y solamente de él, la piedra de su Iglesia. Le entregó las llaves de ella; lo instituyó pastor de todo el rebaño. Está claro que también el Colegio de los Apóstoles, unido a su Cabeza, recibió la función de atar y desatar dada a Pedro. Este oficio pastoral de Pedro y de los demás apóstoles pertenece a los cimientos de la Iglesia. Se continúa por los obispos bajo el primado del Papa.

El Papa, obispo de Roma y sucesor de San Pedro, es el principio y fundamento perpetuo y visible de unidad, tanto de los obispos como de la muchedumbre de los fieles. El Pontífice Romano tiene en la Iglesia, en virtud de su función de Vicario de Cristo y Pastor de toda la Iglesia, la potestad plena, suprema y universal, que puede ejercer siempre con entera libertad.

Cada uno de los obispos, por su parte, es el principio  y fundamento visible de unidad en sus Iglesias particulares (diócesis, prelaturas, vicariatos). Como tales ejercen su gobierno pastoral sobre la porción del Pueblo de Dios que le ha sido confiada, asistidos por los presbíteros y los diáconos. Pero, como miembros del colegio  episcopal, cada uno de ellos participa de la solicitud por todas las Iglesias, que ejercen primeramente dirigiendo bien su propia Iglesia, como porción de la Iglesia universal. Esta solicitud se extenderá particularmente a los pobres, a los perseguidos por la fe y a los misioneros que trabajan por toda la tierra. 

Los obispos han sucedido a los apóstoles como pastores de la Iglesia. El que los escucha, escucha a Cristo; el que, en cambio, los desprecia, desprecia a Cristo y al que lo envió.

Los obispos, ayudados por los presbíteros, sus colaboradores, y por los diáconos, tienen la misión de enseñar auténticamente la fe, de celebrar el culto divino, sobre todo la Eucaristía, y de dirigir su Iglesia como verdaderos pastores.

La misión de enseñar

Los obispos con los presbíteros, sus colaboradores, tienen como primer deber el anunciar a todos el Evangelio de Dios. Son los predicadores del Evangelio que llevan nuevos discípulos a Cristo. Son también los maestros auténticos, por estar dotados de la autoridad de Cristo.

La misión del Magisterio es proteger al Pueblo de Dios de las desviaciones y de los fallos, y garantizarle la posibilidad objetiva de profesar sin error la fe auténtica. El oficio pastoral del Magisterio está dirigido, así, a velar para que el Pueblo de Dios permanezca en la verdad que libera. Para cumplir este servicio, Cristo ha dotado a los pastores con el carisma de infalibilidad en materia de fe y de costumbres. Cuando la Iglesia propone por medio de su Magisterio supremo que algo se debe aceptar «como revelado por Dios para ser creído» y como enseñanza de Cristo, hay que aceptar sus definiciones con la obediencia de la fe. Esta infalibilidad abarca todo el depósito de la Revelación divina.

La misión de santificar

El obispo y los presbíteros santifican la Iglesia con su oración y su trabajo, por medio del ministerio de la palabra y de los sacramentos. La santifican con su ejemplo, «no tiranizando a los que os ha tocado cuidar, sino siendo modelos de la grey». Así es como llegan a la vida eterna junto con el rebaño que les fue confiado.

La misión de gobernar

Los obispos, como vicarios y legados de Cristo, gobiernan las Iglesias particulares que se les han confiado, no sólo con sus proyectos, con sus consejos y con ejemplos, sino también con su autoridad y potestad sagrada, que deben, no obstante, ejercer para edificar con espíritu de servicio, que es el de su Maestro.

El Buen Pastor será el modelo y la «forma» de la misión pastoral del obispo. Consciente de sus propias debilidades, el obispo puede disculpar a los ignorantes y extraviados. No debe negarse nunca a escuchar a sus súbditos, a los que cuida como verdaderos hijos. Los fieles, por su parte, deben estar unidos a su obispo como la Iglesia a Cristo y como Jesucristo al Padre. «Que nadie haga al margen del obispo nada en lo que atañe a la Iglesia» (San Ignacio de Antioquía).

La parroquia y su pastor
(2179)

La parroquia es una determinada comunidad de fieles constituida de modo estable en la Iglesia particular, cuya cura pastoral, bajo la autoridad del Obispo diocesano, se encomienda a un párroco, como su pastor propio. Es el lugar donde todos los fieles pueden reunirse para la celebración dominical de la eucaristía

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«No puedes orar en casa como en la Iglesia, donde son muchos los reunidos, donde el grito de todos se dirige a Dios como desde un solo corazón. Hay en ella algo más: la unión de los espíritus, la armonía de las almas, el vínculo de la caridad, las oraciones de los sacerdotes» (S. Juan Crisóstomo).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

Puerta de Dios en el redil humano
fue Cristo el Buen Pastor que al mundo vino;
glorioso va delante del rebaño,
guiando su marchar por buen camino. 

Madero de la cruz es su cayado,
su voz es la verdad que a todos llama,
su amor es el del Padre, que le ha dado
Espíritu de Dios que a todos ama.

Pastores del Señor son sus ungidos,
nuevos cristos de Dios, son enviados
a los pueblos del mundo redimidos;
del único Pastor siervos amados.

La cruz de su Señor es su cayado,
la voz de su verdad es su llamada,
los pastos de su amor, fecundo prado,
son vida del Señor que nos es dada. 

Amén.

 

23 de abril de 2023: DOMINGO III DE PASCUA “A”


 «Le reconocieron al partir el pan»

Hch 2,14.22-28: «No era posible que la muerte lo retuviera bajo su dominio«
Sal 15,1-11: «Señor, me enseñarás el sendero de la vida»
1P 1,17-21: «Fuisteis liberados con una sangre preciosa, como la de un
cordero sin mancha, Cristo
«

Lc 24, 13-35: «Lo reconocieron al partir el pan«

I. LA PALABRA DE DIOS

«Jesús en persona se acercó y se puso a caminar con ellos. Pero sus ojos no eran capaces de reconocerlo». Después del grito exultante del día de Pascua, la Iglesia nos regala cincuenta días para «reconocer» serena y pausadamente al Resucitado, que camina con nosotros. Esa es nuestra tarea de toda la vida. El Cristo en quien creemos, el único que existe actualmente, es el Resucitado, el Viviente, el Señor glorioso. Él está siempre con nosotros, camina con nosotros. Y nuestra tragedia consiste en no ser capaces de reconocerle. Pidamos ansiosamente que en este tiempo de Pascua aumente nuestra fe para saber descubrir espontáneamente a Cristo siempre y en todo.

«Les explicó lo que se refería Él en todas las Escrituras». Es lo primero que hace Cristo Resucitado: iluminar a sus discípulos el sentido de las Escrituras, oculto a sus mentes. También a nosotros nos quiere explicar las Escrituras. Leer y entender la Biblia no es sólo ni principalmente tarea y esfuerzo nuestro. Se trata de pedir a Cristo Resucitado, vivo y presente, que nos ilumine para poder entender. ¡Cuánto más provecho sacaríamos de la lectura de la Palabra de Dios si nos pusiéramos a escuchar a Cristo y le dejásemos que nos explicase las Escrituras!

«Tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando. A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron». Además de las Escrituras, Cristo Resucitado se nos da a conocer en la Eucaristía. El tiempo de Pascua es especialmente propicio para una experiencia gozosa y abundante, sosegada, de Cristo Resucitado, que sale a nuestro encuentro principalmente en su presencia eucarística. Se ha quedado para nosotros, para cada uno. Ahí nos espera para una intimidad inimaginable. Para contagiarnos su amor, para que también nuestro corazón se caldee y arda, como el de los de Emaús. Para que tengamos experiencia viva de «Jesús en persona», de Cristo vivo. Para que también nosotros podamos gritar con certeza: «¡Era verdad! ¡Ha resucitado el Señor!».

II. LA FE DE LA IGLESIA

El Banquete del Señor
(1346 — 1347)

La liturgia de la Eucaristía se desarrolla conforme a una estructura fundamental que se ha conservado a través de los siglos hasta nosotros. Comprende dos grandes momentos que forman una unidad básica:

–La reunión, la liturgia de la Palabra, con las lecturas, la homilía y la oración universal;

–la liturgia eucarística, con la presentación del pan y del vino, la acción de gracias consecratoria y la comunión.

Liturgia de la Palabra y Liturgia eucarística constituyen juntas un solo acto de culto; la doble mesa preparada para nosotros en la Eucaristía es a la vez la mesa de la Palabra de Dios y la mesa del Cuerpo del Señor.

He aquí el mismo dinamismo del banquete pascual de Jesús resucitado con sus discípulos: en el camino les explicaba las Escrituras, luego, sentándose a la mesa con ellos, «tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio». 

El nombre de este sacramento
(1328 — 1332)

La riqueza inagotable de este sacramento se expresa mediante los distintos nombres que se le da. Cada uno de estos nombres evoca alguno de sus aspectos. Se le llama:

Eucaristía, porque es acción de gracias a Dios. Las palabras «eucharistein» y «eulogein» recuerdan las bendiciones judías que proclaman –sobre todo durante la comida– las obras de Dios: la creación, la redención y la santificación.

Banquete del Señor, porque se trata de la Cena  que el Señor celebró con sus discípulos la víspera de su pasión y de la anticipación del banquete de bodas del Cordero en la Jerusalén celestial.

Fracción del pan, porque este rito, propio del banquete judío, fue utilizado por Jesús cuando bendecía y distribuía el pan como cabeza de familia, sobre todo en la última Cena. En este gesto los discípulos lo reconocerán después de su resurrección, y con esta expresión los primeros cristianos designaron sus asambleas eucarísticas. Con él se quiere significar que todos los que comen de este único pan, partido, que es Cristo, entran en comunión con él y forman un solo cuerpo en Él.

Asamblea eucarística (synaxis), porque la Eucaristía es celebrada en la asamblea de los fieles, expresión visible de la Iglesia.

Memorial de la pasión y de la resurrección del Señor.

Santo Sacrificio, porque actualiza el único sacrificio de Cristo Salvador e incluye la ofrenda de la Iglesia; o también, santo sacrificio de la misa, «sacrificio de alabanza»,  sacrificio espiritual, sacrificio puro y santo, puesto que completa y supera todos los sacrificios de la Antigua Alianza.

Santa y divina Liturgia, porque toda la liturgia de la Iglesia encuentra su centro y su expresión más densa en la celebración de este sacramento; en el mismo sentido se la llama también celebración  de los santos misterios

Se habla también del Santísimo Sacramento, porque es el Sacramento de los Sacramentos. Con este nombre se designan las especies eucarísticas guardadas en el sagrario.

Comunión, porque por este sacramento nos unimos a Cristo que nos hace partícipes de su Cuerpo y de su Sangre para formar un solo cuerpo; se la llama también las cosas santas (ta hagia; sancta) –es el sentido primero de la  comunión de los santos de que habla el Símbolo de los Apóstoles–,  pan de los ángeles, pan del cielo, medicina de inmortalidad, viático

Santa Misa, porque la liturgia en la que se realiza el misterio de salvación se termina con el envío de los fieles (missio)  a fin de que cumplan la voluntad de Dios en su vida cotidiana.

La Eucaristía,
fuente y cumbre de la vida eclesial
(1406 — 1413)

Jesús dijo: «Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre…el que come mi Carne y bebe mi Sangre, tiene vida eterna…permanece en mí y yo en él».

La Eucaristía es el corazón y la cumbre de la vida de la Iglesia, pues en ella Cristo asocia su Iglesia y todos sus miembros a su sacrificio de alabanza y acción de gracias ofrecido una vez por todas en la cruz a su Padre; por medio de este sacrificio derrama las gracias de la salvación sobre su Cuerpo, que es la Iglesia.

La Eucaristía es el memorial de la Pascua de Cristo, es decir, de la obra de la salvación realizada por la vida, la muerte y la resurrección de Cristo, obra que se hace presente por la acción litúrgica.

Es Cristo mismo, sumo sacerdote y eterno de la nueva Alianza, quien, por el ministerio de los sacerdotes, ofrece el sacrificio eucarístico. Y es también el mismo Cristo, realmente presente bajo las especies del pan y del vino, la ofrenda del sacrificio eucarístico.

Sólo los presbíteros (sacerdotes) válidamente ordenados pueden presidir la Eucaristía y consagrar el pan y el vino para que se conviertan en el Cuerpo y la Sangre del Señor.

Por la consagración se realiza la transubstanciación del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Bajo las especies consagradas del pan y del vino, Cristo mismo, vivo y glorioso, está presente de manera verdadera, real y substancial, con su Cuerpo, su Sangre, su alma y su divinidad.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Has gustado la sangre del Señor y no reconoces a tu hermano. Deshonras esta mesa, no juzgando digno de compartir tu alimento al que ha sido juzgado digno de participar en esta mesa. Dios te ha liberado de todos los pecados y te ha invitado a ella. Y tú, aún así, no te has hecho más misericordioso» (S. Juan Crisóstomo).

«Partimos un mismo pan que es remedio de inmortalidad, antídoto para no morir, sino para vivir en Jesucristo para siempre» (San Ignacio de Antioquia).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

Quédate con nosotros,
la tarde está cayendo.

¿Cómo te encontraremos
al declinar el día,
si tu camino no es nuestro camino?
Detente con nosotros;
la mesa está servida,
caliente el pan y envejecido el vino.

¿Cómo sabremos que eres
un hombre entre los hombres,
si no compartes nuestra mesa humilde?
Repártenos tu cuerpo,
y el gozo irá alejando
la oscuridad que pesa sobre el hombre.

Vimos romper el día
sobre tu hermoso rostro,
y al sol abrirse paso por tu frente.

Que el viento de la noche
no apague el fuego vivo
que nos dejó tu paso en la mañana.

Arroja en nuestras manos,
tendidas en tu busca,
las ascuas encendidas del Espíritu;
y limpia, en lo más hondo
del corazón del hombre,
tu imagen empañada por la culpa.

Amén.