Jn 2,13-25: «Destruyan este templo y en tres días lo levantaré»
I. LA PALABRA DE DIOS
«Destruid este templo, y en tres días lo levantaré». El evangelio nos presenta a Jesús como el Nuevo Templo, destruido en la cruz y reconstruido a los tres días. El antiguo templo de Jerusalén ya no tiene razón de ser a partir del Nuevo Templo que es Cristo. Y la referencia a los «tres días» y a la «pascua de los judíos», muestra que el evangelista está pensando en el acontecimiento pascual de Cristo que dará lugar al inicio del tiempo nuevo.
Implícitamente, Jesús, está afirmando su divinidad al declararse autor de su propia resurrección, ya que la resurrección de un cadáver sólo Dios la puede hacer. De este Templo –la humanidad resucitada de Jesús– manará para nosotros el agua vivificante del Espíritu. En este Templo estamos llamados a morar, a permanecer, lo mismo que Él mora en el seno del Padre. De este Templo llegamos a formar parte como piedras vivas por el bautismo. Y también nosotros, como Él, aunque en medida muy inferior, somos hechos «templo de Dios».
«Hizo un látigo de cuerdas y los echó a todos del Templo». Jesús aparece empleando la violencia. Nos encontramos en este texto de san Juan con un rasgo de Jesús en el que solemos reparar poco: la dureza de Jesús frente al mal y la hipocresía, que aparece otras muchas veces en sus invectivas contra los fariseos. ¿La razón? «El celo de tu casa me devora». Algunos identifican el amor con la melosidad inofensiva. Y, sin embargo, la postura violenta de Jesús es fruto del amor, de un amor apasionado, porque el celo es el amor llevado al extremo.
Jesús es fuerte para defender los derechos de su Padre. Su corazón humano, que ama el Padre con todas sus fuerzas, se enciende de celo ante la profanación del Templo, el lugar santo, la morada de Dios. En medio de un mundo que desprecia a Dios, también el cristiano debe vivir la actitud de Jesús: «El celo de tu casa me devora».
Jesús es intransigente contra el mal. El mismo Jesús que vemos lleno de ternura y amor hacia los pecadores hasta dar la vida por ellos es el que aquí contemplamos actuando enérgicamente en contra del pecado. El mismo y único Cristo.
Por lo demás, Cristo no ejerce su fortaleza contra los hombres, sino en favor de ellos, dejando que destruyan en la pasión el templo de su cuerpo y resucitando a los tres días. «Tengo poder para entregar mi vida y poder para recobrarla de nuevo». De igual modo, el cristiano unido a Cristo es invencible, aunque deje su piel y su vida en la lucha contra el mal: «No teman a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma… Hasta los cabellos de sus cabezas están contados».
Jesús no pacta nunca con el mal. Lo hemos contemplado devorado por el celo de la casa de Dios, del templo. El mismo celo que debe encendernos a nosotros en la lucha contra el mal y el pecado, que debe devorarnos por la santidad de la casa de Dios que es la Iglesia, que debe hacernos arder en esta Cuaresma por la purificación del templo que somos nosotros mismos.
La lucha contra el mal es sobre todo una opción positiva, una adhesión al bien, al Bien que es Dios mismo. Cumpliendo los Mandamientos decimos «sí» a Dios, reafirmamos la alianza –el pacto de amor que Dios hizo con nosotros en el bautismo–, y nos lanzamos por el camino que nos hace verdaderamente libres. La cuaresma es una oportunidad de gracia para renovar nuestra vivencia de los mandamientos. Para renovar, mediante el cumplimiento fiel de los mandamientos, nuestra pertenencia al Señor que nos ha sacado de la esclavitud y nos ha hecho libres.
II. LA FE DE LA IGLESIA
Jesús y el Templo
(583 – 586)
Como los profetas anteriores a Él, Jesús profesó el más profundo respeto al Templo de Jerusalén. Fue presentado en él por José y María cuarenta días después de su nacimiento. A la edad de doce años, decidió quedarse en el Templo para recordar a sus padres que se debía a los asuntos de su Padre. Durante su vida oculta, subió allí todos los años al menos con ocasión de la Pascua; su ministerio público estuvo jalonado por sus peregrinaciones a Jerusalén con motivo de las grandes fiestas judías.
Jesús subió al Templo como al lugar privilegiado para el encuentro con Dios. El Templo era para Él la casa de su Padre, una casa de oración, y se indigna porque el atrio exterior se haya convertido en un mercado.
No obstante, en el umbral de su Pasión, Jesús anunció la ruina de ese espléndido edificio del cual no quedará piedra sobre piedra. Hay aquí un anuncio de una señal de los últimos tiempos que se van a abrir con su propia Pascua.
Jesús se identificó con el Templo presentándose como la morada definitiva de Dios entre los hombres. Por eso su muerte corporal anuncia la destrucción del Templo que señalará la entrada en una nueva edad de la historia de la salvación: «Llega la hora en que, ni en este monte, ni en Jerusalén adorarán al Padre».
El templo, lugar propio de oración
en espíritu y en verdad
(1179, 1180, 1197–1199, 2519, 2691).
Cristo es el verdadero Templo de Dios, «el lugar donde reside su gloria»; por la gracia de Dios los cristianos son también templos del Espíritu Santo, piedras vivas con las que se construye la Iglesia.
A los «limpios de corazón» se les promete que verán a Dios cara a cara y que serán semejantes a Él. La pureza de corazón es el preámbulo de la visión. Ya desde ahora esta pureza nos concede ver según Dios, recibir a otro como un «prójimo»; nos permite considerar el cuerpo humano, el nuestro y el del prójimo, como un templo del Espíritu Santo, una manifestación de la belleza divina.
El culto «en espíritu y en verdad» de la Nueva Alianza no está ligado a un lugar exclusivo. Toda la tierra es santa y ha sido confiada a los hijos de los hombres. Cuando los fieles se reúnen en un mismo lugar, lo fundamental es que ellos son las «piedras vivas», reunidas para «la edificación de un edificio espiritual». El Cuerpo de Cristo resucitado es el templo espiritual de donde brota la fuente de agua viva. Incorporados a Cristo por el Espíritu Santo, «somos el templo de Dios vivo».
En su condición terrena, la Iglesia tiene necesidad de lugares donde la comunidad pueda reunirse (catedrales, templos, capillas…): nuestras iglesias visibles, lugares santos, imágenes de la Ciudad santa, la Jerusalén celestial hacia la cual caminamos como peregrinos, son los edificios destinados al culto divino. Estas iglesias visibles no son simples lugares de reunión, sino que significan y manifiestan a la Iglesia que vive en ese lugar, morada de Dios con los hombres reconciliados y unidos en Cristo. En estos templos, la Iglesia celebra el culto público para gloria de la Santísima Trinidad; en ellos escucha la Palabra de Dios y canta sus alabanzas, eleva su oración y ofrece el Sacrificio de Cristo, sacramentalmente presente en medio de la asamblea. Estas iglesias son también lugares de recogimiento y de oración personal.
III. EL TESTIMONIO CRISTIANO
«Cristo ora por nosotros como sacerdote nuestro; ora en nosotros como cabeza nuestra; a Él se dirige nuestra oración como a Dios nuestro. Reconozcamos, por tanto, en Él nuestras voces; y la voz de Él, en nosotros» (San Agustín).
«El Espíritu es verdaderamente el lugar de los santos, y el santo es para el Espíritu un lugar propio, ya que se ofrece a habitar con Dios y es llamado su templo» (San Basilio).
IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO
Piedra angular y fundamento es Cristo
del templo espiritual que al Padre alaba,
en comunión de amor con el Espíritu
viviente, en lo más íntimo del alma.
Piedras vivas son todos los cristianos,
ciudad, reino de Dios edificándose,
entre sonoros cánticos de júbilo,
al Rey del universo, templo santo.
El cosmos de alegría se estremece
en latido vital de nueva savia,
al pregustar el gozo y la alegría
de un cielo y una tierra renovados.
Cantad, hijos de Dios, adelantados
del Cristo total, humanidad salvada,
en la que Dios en todos será todo,
comunión viva en plenitud colmada.
Demos gracias al Padre, que nos llama
a ser sus hijos en el Hijo amado,
abramos nuestro espíritu al Espíritu,
adoremos a Dios que a todos salva.
Amén.