Archivo por meses: febrero 2012

DOMINGO III DE CUARESMA “B”



«La Pascua de Cristo no es para «destruir», sino para que nazca el hombre nuevo» 

Ex 20,1-17: «La Ley fue dada por Moisés»
Sal 18,8-11: «Señor, tu tienes palabras de vida eterna»
1Co 1,22-25: «Predicamos a Cristo crucificado, escándalo para el mundo, …sabiduría de Dios»

Jn 2,13-25: «Destruyan este templo y en tres días lo levantaré»


I. LA PALABRA DE DIOS

«Destruid este templo, y en tres días lo levantaré». El evangelio nos presenta a Jesús como el Nuevo Templo, destruido en la cruz y reconstruido a los tres días. El antiguo templo de Jerusalén ya no tiene razón de ser a partir del Nuevo Templo que es Cristo. Y la referencia a los «tres días» y a la «pascua de los judíos», muestra que el evangelista está pensando en el acontecimiento pascual de Cristo que dará lugar al inicio del tiempo nuevo.

Implícitamente, Jesús, está afirmando su divinidad al declararse autor de su propia resurrección, ya que la resurrección de un cadáver sólo Dios la puede hacer. De este Templo –la humanidad resucitada de Jesús– manará para nosotros el agua vivificante del Espíritu. En este Templo estamos llamados a morar, a permanecer, lo mismo que Él mora en el seno del Padre. De este Templo llegamos a formar parte como piedras vivas por el bautismo. Y también nosotros, como Él, aunque en medida muy inferior, somos hechos «templo de Dios».

«Hizo un látigo de cuerdas y los echó a todos del Templo». Jesús aparece empleando la violencia. Nos encontramos en este texto de san Juan con un rasgo de Jesús en el que solemos reparar poco: la dureza de Jesús frente al mal y la hipocresía, que aparece otras muchas veces en sus invectivas contra los fariseos. ¿La razón? «El celo de tu casa me devora». Algunos identifican el amor con la melosidad inofensiva. Y, sin embargo, la postura violenta de Jesús es fruto del amor, de un amor apasionado, porque el celo es el amor llevado al extremo. 

Jesús es fuerte para defender los derechos de su Padre. Su corazón humano, que ama el Padre con todas sus fuerzas, se enciende de celo ante la profanación del Templo, el lugar santo, la morada de Dios. En medio de un mundo que desprecia a Dios, también el cristiano debe vivir la actitud de Jesús: «El celo de tu casa me devora».

Jesús es intransigente contra el mal. El mismo Jesús que vemos lleno de ternura y amor hacia los pecadores hasta dar la vida por ellos es el que aquí contemplamos actuando enérgicamente en contra del pecado. El mismo y único Cristo.

Por lo demás, Cristo no ejerce su fortaleza contra los hombres, sino en favor de ellos, dejando que destruyan en la pasión el templo de su cuerpo y resucitando a los tres días. «Tengo poder para entregar mi vida y poder para recobrarla de nuevo». De igual modo, el cristiano unido a Cristo es invencible, aunque deje su piel y su vida en la lucha contra el mal: «No teman a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma… Hasta los cabellos de sus cabezas están contados». 

Jesús no pacta nunca con el mal. Lo hemos contemplado devorado por el celo de la casa de Dios, del templo. El mismo celo que debe encendernos a nosotros en la lucha contra el mal y el pecado, que debe devorarnos por la santidad de la casa de Dios que es la Iglesia, que debe hacernos arder en esta Cuaresma por la purificación del templo que somos nosotros mismos. 

La lucha contra el mal es sobre todo una opción positiva, una adhesión al bien, al Bien que es Dios mismo. Cumpliendo los Mandamientos decimos «sí» a Dios, reafirmamos la alianza –el pacto de amor que Dios hizo con nosotros en el bautismo–, y nos lanzamos por el camino que nos hace verdaderamente libres. La cuaresma es una oportunidad de gracia para renovar nuestra vivencia de los mandamientos. Para renovar, mediante el cumplimiento fiel de los mandamientos, nuestra pertenencia al Señor que nos ha sacado de la esclavitud y nos ha hecho libres. 


II. LA FE DE LA IGLESIA

Jesús y el Templo
(583 – 586)

Como los profetas anteriores a Él, Jesús profesó el más profundo respeto al Templo de Jerusalén. Fue presentado en él por José y María cuarenta días después de su nacimiento. A la edad de doce años, decidió quedarse en el Templo para recordar a sus padres que se debía a los asuntos de su Padre. Durante su vida oculta, subió allí todos los años al menos con ocasión de la Pascua; su ministerio público estuvo jalonado por sus peregrinaciones a Jerusalén con motivo de las grandes fiestas judías.

Jesús subió al Templo como  al lugar privilegiado para el encuentro con Dios. El Templo era para Él la casa de su Padre, una casa de oración, y se indigna porque el atrio exterior se haya convertido en un mercado. 

No obstante, en el umbral de su Pasión, Jesús anunció la ruina de ese espléndido edificio del cual no quedará piedra sobre piedra. Hay aquí un anuncio de una señal de los últimos tiempos que se van a abrir con su propia Pascua. 

Jesús se identificó con el Templo presentándose como la morada definitiva de Dios entre los hombres. Por eso su muerte corporal anuncia la destrucción del Templo que señalará la entrada en una nueva edad de la historia de la salvación: «Llega la hora en que, ni en este monte, ni en Jerusalén adorarán al Padre». 

El templo, lugar propio de oración
en espíritu y en verdad
(1179, 1180, 1197–1199, 2519, 2691).

Cristo es el verdadero Templo de Dios, «el lugar donde reside su gloria»; por la gracia de Dios los cristianos son también templos del Espíritu Santo, piedras vivas con las que se construye la Iglesia. 

A los «limpios de corazón» se les promete que verán a Dios cara a cara y que serán semejantes a Él. La pureza de corazón es el preámbulo de la visión. Ya desde ahora esta pureza nos concede ver según Dios, recibir a otro como un «prójimo»; nos permite considerar el cuerpo humano, el nuestro y el del prójimo, como un templo del Espíritu Santo, una manifestación de la belleza divina. 

El culto «en espíritu y en verdad» de la Nueva Alianza no está ligado a un lugar exclusivo. Toda la tierra es santa y ha sido confiada a los hijos de los hombres. Cuando los fieles se reúnen en un mismo lugar, lo fundamental es que ellos son las «piedras vivas», reunidas para «la edificación de un edificio espiritual». El Cuerpo de Cristo resucitado es el templo espiritual de donde brota la fuente de agua viva. Incorporados a Cristo por el Espíritu Santo, «somos el templo de Dios vivo».

En su condición terrena, la Iglesia tiene necesidad de lugares donde la comunidad pueda reunirse (catedrales, templos, capillas…): nuestras iglesias visibles, lugares santos, imágenes de la Ciudad santa, la Jerusalén celestial hacia la cual caminamos como peregrinos, son los edificios destinados al culto divino. Estas iglesias visibles no son simples lugares de reunión, sino que significan y manifiestan a la Iglesia que vive en ese lugar, morada de Dios con los hombres reconciliados y unidos en Cristo. En estos templos, la Iglesia celebra el culto público para gloria de la Santísima Trinidad; en ellos escucha la Palabra de Dios y canta sus alabanzas, eleva su oración y ofrece el Sacrificio de Cristo, sacramentalmente presente en medio de la asamblea. Estas iglesias son también lugares de recogimiento y de oración personal. 


III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Cristo ora por nosotros como sacerdote nuestro; ora en nosotros como cabeza nuestra; a Él se dirige nuestra oración como a Dios nuestro. Reconozcamos, por tanto, en Él nuestras voces; y la voz de Él, en nosotros» (San Agustín).

«El Espíritu es verdaderamente el lugar de los santos, y el santo es para el Espíritu un lugar propio, ya que se ofrece a habitar con Dios y es llamado su templo» (San Basilio).


IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Piedra angular y fundamento es Cristo
del templo espiritual que al Padre alaba,
en comunión de amor con el Espíritu
viviente, en lo más íntimo del alma.

Piedras vivas son todos los cristianos,
ciudad, reino de Dios edificándose,
entre sonoros cánticos de júbilo,
al Rey del universo, templo santo.

El cosmos de alegría se estremece
en latido vital de nueva savia,
al pregustar el gozo y la alegría
de un cielo y una tierra renovados.

Cantad, hijos de Dios, adelantados
del Cristo total, humanidad salvada,
en la que Dios en todos será todo,
comunión viva en plenitud colmada.

Demos gracias al Padre, que nos llama
a ser sus hijos en el Hijo amado,
abramos nuestro espíritu al Espíritu,
adoremos a Dios que a todos salva. 

Amén.

LECTIO DIVINA: Evangelio del segundo domingo de cuaresma, ciclo B, 4 de marzo de 2012


Mc 9,2-10

“Ante la proximidad de la Pasión,
fortaleció la fe de los apóstoles,
para que sobrellevasen
el escándalo de la cruz”

La Transfiguración

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OL Domingo II de Cuaresma, B PDF

Mozart, String Quartet #17 In B Flat, K 458, «Hunt» – 3. Adagio

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LECTURAS DEL SIGUIENTE DOMINGO, 11 de marzo
Domingo III de Cuaresma, ciclo B

Ex 20,1-17: “La Ley fue dada por Moisés”
Sal 18,8-11: “Señor, tu tienes palabras de vida eterna”
1Co 1,22-25: “Predicamos a Cristo crucificado, escándalo para el mundo, …sabiduría de Dios”
Jn 2,13-25: “Destruyan este templo y en tres días lo levantaré”

DOMINGO II DE CUARESMA “B”



«Ante la proximidad de la Pasión, 
fortaleció la fe de los apóstoles, para que sobrellevasen el escándalo de la cruz» 

Gn 22,1-2.9-13.15-18: «El sacrificio de Abraham, nuestro padre en la fe»
Sal 115: «Siempre confiaré en el Señor»
Rm 8,31b-34: «Dios no perdonó a su propio Hijo»

Mc 9,2-10: «Éste es mi Hijo amado» 


I. LA PALABRA DE DIOS

La liturgia del segundo domingo de cuaresma nos lleva a contemplar a Jesús transfigurado. Tras el doloroso y desconcertante primer anuncio de la pasión y la llamada de Jesús a seguirle por el camino de la cruz, se hace necesario alentar a los discípulos abatidos. El Antiguo Testamento –La ley y los profetas– personificado en «Moisés y Elías», presenta a Jesús como aquel en quien halla su cumplimiento. Y es Dios mismo –simbolizado en la nube– quien le proclama su Hijo amado. 

El relato de la Transfiguración coloca estratégicamente en un solo cuadro la gloria y la cruz. Por un instante se ha desvelado el misterio de la gloria divina de Cristo para volver a ocultarse de nuevo; más aún, para esconderse todavía más en el camino de la progresiva humillación hasta la muerte de cruz. La enseñanza de este misterio, dirigida a los tres apóstoles más cercanos a Jesús, tampoco fue entendida por estos. Como en la oración en Getsemaní, Pedro se durmió y, al despertar, «no sabía lo que decía». Sólo después –«cuando resucite de entre los muertos»– les será posible entender todo lo que encerraba el misterio de la Transfiguración.  

No es sólo que Cristo haya sufrido humillaciones ocasionales, sino que ha vivido humillado, pues «tomó la condición de esclavo pasando por uno de tantos» y «actuando como un hombre cualquiera» cuando en realidad era igual a Dios (Fil 2,6-8). El relato de la Transfiguración quiere mostrarnos la gloria oculta de Cristo. El resplandor que aparece en la transfiguración debía ser normal en Jesús, pero se despojó voluntariamente de él. ¿No es este un aspecto de Cristo que debemos contemplar mucho nosotros, tan propensos a exaltarnos a nosotros mismos y buscar la gloria humana?

En la Transfiguración escuchamos la voz del Padre que nos dice: «Éste es mi Hijo amado». No es sólo un gesto de presentación, de manifestación de Cristo. Es el gesto del Padre que nos entrega a su Hijo, nos lo da para nuestra salvación: «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único…». Este gesto de Dios Padre aparece simbolizado y prefigurado en el de Abraham, que toma a su «hijo único, al que quiere» y lo ofrece en sacrificio sobre un monte. La muerte de Cristo en el Calvario, que la Cuaresma nos prepara a celebrar, es la mayor manifestación del amor de Dios.

Pero el gesto de Abraham no sólo simboliza el de Dios. Resume también nuestra actitud ante Dios. Abraham lo da todo, lo más querido, su hijo único, en quien tiene todas sus esperanzas. Lo da a Dios. Y al darlo parece que lo pierde. Sin embargo, realizado el sacrificio de su corazón, Dios le devuelve a su hijo, y precisamente en virtud de ese sacrificio –«por haber hecho eso, por no haberte reservado a tu hijo, tu hijo único»– Dios le bendice abundantemente dándole una descendencia «como las estrellas del cielo y como la arena de la playa». Los sacrificios de la cuaresma –y en general nuestra fidelidad al evangelio– no son muerte, son vida. Todo sacrificio realizado con verdadero espíritu cristiano nos eleva, nos santifica. Cada sacrificio hecho por amor es una puerta abierta por donde la gracia nos llega de manera torrencial.

En pleno camino cuaresmal de esfuerzo confiado y sacrificio amoroso, también a nosotros –tan torpes como los discípulos– se dirige la voz del Padre con un mandato único y preciso: «Escúchenle», es decir, fíjense en Él y fíense de Él –de este Cristo que se ha transfigurado ante sus ojos–, aunque les introduzca por caminos de cruz. En el camino hacia la pasión, Jesús nos es presentado como el Hijo amado del Padre, objeto de su amor y su complacencia. La cruz y el sufrimiento no están en contradicción con el amor del Padre. Al contrario, es en la cruz donde más se manifiesta ese amor; precisamente porque muere confiando en el Padre y en su amor, Jesús se revela en la cruz como el Hijo de Dios. De igual modo nosotros, al sufrir la cruz, no debemos sentirnos rechazados por Dios, sino –al contrario– especialmente amados.

El conocimiento y la experiencia de este amor de Dios es el fundamento de nuestro camino cuaresmal. San Pablo prorrumpe lleno de admiración, de gozo y de confianza: «El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó a la muerte por nosotros, ¿cómo no nos dará todo con Él?» Al darnos a su Hijo, Dios ha demostrado que está «por nosotros», a favor nuestro. Pues «si Dios está por nosotros, ¿quién estará contra nosotros?» No podemos encontrar fundamento más sólido para nuestra confianza en la lucha contra el pecado y en el camino hacia nuestra propia transfiguración pascual.


II. LA FE DE LA IGLESIA

La Transfiguración,
visión anticipada del Reino
(554 – 556).

A partir del día en que Pedro confesó que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios vivo, el Maestro «comenzó a mostrar a sus discípulos que Él debía ir a Jerusalén, y sufrir … y ser condenado a muerte y resucitar al tercer día»: Pedro rechazó este anuncio, los otros no lo comprendieron mejor. En este contexto se sitúa el episodio misterioso de la Transfiguración de Jesús, sobre una montaña, ante tres testigos elegidos por Él: Pedro, Santiago y Juan. El rostro y los vestidos de Jesús se pusieron refulgentes como la luz, Moisés y Elías aparecieron y le «hablaban de su partida, que estaba para cumplirse en Jerusalén». Una nube les cubrió y se oyó una voz desde el cielo que decía: «Este es mi Hijo, mi elegido; escúchenle».

Por un instante, Jesús muestra su gloria divina, confirmando así la confesión de Pedro. Muestra también que «para entrar en su gloria», es necesario pasar por la cruz en Jerusalén. Moisés y Elías habían visto la gloria de Dios en la Montaña; la ley y los Profetas habían anunciado los sufrimientos del Mesías. La Pasión de Jesús es la voluntad por excelencia del Padre: el Hijo actúa como Siervo de Dios. La nube indica la presencia del Espíritu Santo. Apareció toda la Trinidad: el Padre en la voz, el Hijo en el hombre, el Espíritu en la nube luminosa.

En el umbral de la vida pública se sitúa el Bautismo; en el de la Pascua, la Transfiguración. Por el bautismo de Jesús «fue manifestado el misterio de la primera regeneración»: nuestro bautismo; la Transfiguración «es sacramento de la segunda regeneración»: nuestra propia resurrección. Desde ahora nosotros participamos en la Resurrección del Señor por el Espíritu Santo que actúa en los sacramentos del Cuerpo de Cristo. La Transfiguración nos concede una visión anticipada de la gloriosa venida de Cristo «el cual transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo». Pero ella nos recuerda también que «es necesario que pasemos por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios». 

Fe-obediencia de Abraham
(2572).

Como última purificación de su fe, se le pide al «que había recibido las promesas» (Hb 11,17) que sacrifique al hijo que Dios le ha dado. Su fe no vacila: «Dios proveerá el cordero para el holocausto», «pensaba que poderoso era Dios aun para resucitar a los muertos» (Hb 11,19). Así, el padre de los creyentes se hace semejante al Padre que no perdonará a su propio Hijo, sino que lo entregará por todos nosotros. 


III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Tú te has transfigurado en la montaña, y, en la medida en que ellos eran capaces, tus discípulos han contemplado tu Gloria, oh Cristo Dios, a fin de que cuando te vieran crucificado comprendiesen que tu Pasión era voluntaria y anunciasen al mundo que Tú eres verdaderamente la irradiación del Padre» (Liturgia bizantina).

«Pedro no había comprendido eso cuando deseaba vivir con Cristo en la montaña. Te ha reservado eso, oh Pedro, para después de la muerte. Pero ahora, Él mismo dice: Desciende para penar en la tierra, para servir en la tierra, para ser despreciado y crucificado en la tierra. La Vida desciende para hacerse matar; el Pan desciende para tener hambre; el camino desciende para fatigarse andando; la fuente desciende para sentir la sed; y tú, ¿vas a negarte a sufrir?» (San Agustín).


IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Transfigúrame, Señor, transfigúrame.

Quiero ser tu vidriera,
tu alta vidriera azul, morada y amarilla.
Quiero ser mi figura, sí, mi historia,
pero de ti en tu gloria traspasado.

Transfigúrame, Señor, transfigúrame.

Mas no a mí solo,
purifica también
a todos los hijos de tu Padre
que te rezan conmigo o te rezaron,
o que acaso ni una madre tuvieron
que les guiara a balbucir el Padrenuestro.

Transfigúranos, Señor, transfigúranos.

Si acaso no te saben, o te dudan
o te blasfeman, límpiales el rostro
como a ti la Verónica;
descórreles las densas cataratas de sus ojos,
que te vean, Señor, como te veo.

Transfigúralos, Señor, transfigúralos.

Que todos puedan, en la misma nube
que a ti te envuelve,
despojarse del mal y revestirse
de su figura vieja y en ti transfigurada.
Y a mí, con todos ellos, transfigúrame.

Transfigúranos, Señor, transfigúranos.

Amén.