Archivo por meses: octubre 2010

DOMINGO XXXII ORDINARIO “C”


Creo en la resurrección de la carne

2 M 7, 1-2.9-14: El rey del universo nos resucitará para una vida eterna.

Sal 16,1-15: Al despertar me saciaré de tu semblante, Señor.

2 Ts 2, 15-3,5: El Señor os dé fuerza para toda clase de palabras y de obras buenas.

Lc 20,27-38: Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos.

I. LA PALABRA DE DIOS

En la última etapa del Antiguo Testamento era bastante común la creencia en la resurrección de los muertos, si bien limitada a los justos y a los mártires, como los siete hermanos Macabeos con su madre.

Jesús se remonta al más antiguo testimonio de Moisés para fundamentar la doctrina sobre la vida eterna y la resurrección de todos los difuntos, contra los saduceos de Jerusalén, que sólo aceptaban el Pentateuco y que la negaban e ironizaban sobre ello, tal como se expresan en la pregunta que hacen a Jesús.

La argumentación de Jesús es: 1.°) No aceptáis la resurrección por entenderla de forma demasiado «carnal». 2.°) Aun aceptando de la Escritura solamente el Pentateuco, debéis recordar que en sus páginas se habla de la inmortalidad y la resurrección. Como en la parábola del rico y de Lázaro, las palabras de Jesús suponen la existencia de un estado, o situación, de los difuntos previo a la resurrección universal.  

El texto evangélico quiere recordarnos algo tan central en nuestra fe como es la resurrección de los muertos. Se trata de algo tan fundamental, de una realidad tan conectada al misterio de Cristo, que san Pablo puede afirmar: «Si los muertos no resucitan, tampoco Cristo ha resucitado» (1 Cor 15, 13.16). Y es que Dios es un Dios de vivos, el Dios vivo y fuente de vida. El que realmente está unido a Él no permanece en la muerte, ni en la muerte del pecado ni en la muerte corporal.

Esta esperanza en la resurrección nos libra del miedo a la muerte. Cristo ha venido a «liberar a los que por miedo a la muerte pasaban la vida como esclavos» (Hb 2,15). La muerte es como un paño oscuro que cubre la humanidad cerrando todo horizonte (Is 25,7). Pero Cristo ha descorrido ese paño y ha abierto la puerta de la luz y la esperanza, de manera que la muerte ya no es el final. La primera lectura nos muestra como el que cree en la resurrección no teme la muerte; al contrario, la encara con valentía y la desafía con firmeza triunfal. «¿Dónde está, muerte, tu victoria?» (1 Cor 15,55).

La certeza de la resurrección es el «consuelo permanente» y la «gran esperanza» que Dios ha regalado precisamente porque «nos ha amado tanto» (segunda lectura). Frente a la pena y aflicción en que viven los que no tienen esperanza, el verdadero creyente vive en el gozo de la esperanza (Rom 12,12). A la luz de esto hemos de preguntarnos: ¿Cómo es mi esperanza en la resurrección? ¿Qué grado de convicción y certeza tiene? ¿En qué medida ilumina y sostiene toda mi vida?

La Iglesia ora por los difuntos. Sabe por la fe que viven. Pide la intercesión de los santos que viven con Dios, en el cielo. Ora en sufragio por los que se purifican después de muertos en el purgatorio. Ora para que nadie muera eternamente yendo al infierno.

II. LA FE DE LA IGLESIA

Creo en la resurrección de la carne
(988 – 991)

El Credo cristiano culmina en la proclamación de la resurrección de los muertos al fin de los tiempos, y en la vida eterna. Creemos firmemente, y así lo esperamos, que del mismo modo que Cristo ha resucitado verdaderamente de entre los muertos, y que vive para siempre, igualmente los justos después de su muerte vivirán para siempre con Cristo resucitado y que Él los resucitará en el último día.

La «resurrección de la carne» significa que, después de la muerte, no habrá solamente vida del alma inmortal, sino que también «nuestros cuerpos mortales» volverán a tener vida. Creer en la resurrección de los muertos ha sido desde sus comienzos un elemento esencial de la fe cristiana.

La resurrección de Cristo y la nuestra
(992 – 1004)

La esperanza en la resurrección de los muertos es una consecuencia intrínseca de la fe en un Dios creador del hombre todo entero, alma y cuerpo. Jesús liga la fe en la resurrección a la fe en su propia persona: «Yo soy la resurrección y la vida». Es el mismo Jesús el que resucitará en el último día a quienes hayan creído en Él y hayan comido su cuerpo y bebido su sangre. Nosotros resucitaremos como Él, con Él, y por Él.

¿Qué es resucitar? En la muerte –separación del alma y el cuerpo al final de la vida terrena– el cuerpo del hombre cae en la corrupción, mientras que su alma inmortal va al encuentro con Dios, en espera de reunirse con su cuerpo glorificado. Dios en su omnipotencia dará definitivamente a nuestros cuerpos la vida incorruptible uniéndolos definitivamente a nuestras almas, por la virtud de la Resurrección de Jesús.

¿Quién resucitará? Todos los hombres que han muerto: «los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la condenación».

¿Cómo resucitaremos? Cristo resucitó con su propio cuerpo: «Miren mis manos y mis pies; soy yo mismo»; pero Él no volvió a una vida terrenal. Del mismo modo, en Él «todos resucitarán con su propio cuerpo, que tienen ahora», pero este cuerpo será «transfigurado en cuerpo de gloria», en «cuerpo espiritual».

¿Cuándo vamos a resucitar? Sin duda en el «último día»; «al fin del mundo». En efecto, la resurrección de los muertos está íntimamente asociada a la Parusía de Cristo: «El Señor mismo, a la orden dada por la voz de un arcángel y por la trompeta de Dios, bajará del cielo, y los que murieron en Cristo resucitarán en primer lugar» (1Ts 4, 16).

El sentido de la muerte cristiana
(1010 – 1014)

En un sentido, la muerte corporal es natural, pero por la fe sabemos que realmente es «salario del pecado». Y para los que mueren en la gracia de Cristo, es una participación en la muerte del Señor para poder participar también en su Resurrección.

La muerte es el final de la vida terrena. Nuestras vidas están medidas por el tiempo, en el curso del cual cambiamos, envejecemos y, como en todos los seres vivos de la tierra, al final aparece la muerte como terminación normal de la vida. Este aspecto de la muerte da urgencia a nuestras vidas: el recuerdo de nuestra mortalidad sirve también para hacernos pensar que no contamos más que con un tiempo limitado para llevar a término nuestra vida.

La visión cristiana de la muerte se expresa de modo privilegiado en la liturgia de la Iglesia: «La vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma; y, al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo.» (Misa de difuntos).

La muerte es el fin de la peregrinación terrena del hombre, del tiempo de gracia y de misericordia que Dios le ofrece para realizar su vida terrena según el designio divino y para decidir su último destino. Cuando ha tenido fin «el único curso de nuestra vida terrena«, ya no volveremos a otras vidas terrenas. «Está establecido que los hombres mueran una sola vez» (Hb 9, 27). Por tanto, no hay «reencarnación» después de la muerte.

La Iglesia nos anima a prepararnos para la hora de nuestra muerteDe la muerte repentina e imprevista, líbranos Señor«: antiguas Letanías de los santos), a pedir a la Madre de Dios que interceda por nosotros «en la hora de nuestra muerte» (Avemaría), y a confiarnos a San José, patrono de la buena muerte.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Y por la hermana muerte, ¡loado mi Señor!
Ningún viviente escapa de su persecución;
¡ay si en pecado grave sorprende al pecador!
¡Dichosos los que cumplen la voluntad de Dios!
»
(San Francisco de Asís).

«Habrías de ordenarte en toda cosa como si luego hubieses de morir. Si tuvieses buena conciencia no temerías mucho la muerte. Mejor sería huir de los pecados que de la muerte. Si hoy no estás aparejado, ¿cómo lo estarás mañana?» (Imitación de Cristo).

«Así como el pan que viene de la tierra, después de haber recibido la invocación de Dios, ya no es pan ordinario, sino Eucaristía, constituida por dos cosas, una terrena y otra celestial, así nuestros cuerpos que participan en la Eucaristía ya no son corruptibles, ya que tienen la esperanza de la resurrección». (S. Ireneo de Lyón).

«La resurrección de los muertos es esperanza de los cristianos; somos cristianos por creer en ella» (Tertuliano).

IV LA ORACIÓN CRISTIANA

No me mueve, mi Dios, para quererte
el cielo que me tienes prometido;
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.

Tú me mueves, Señor; muéveme el verte
clavado en esa cruz y escarnecido;
muéveme el ver tu cuerpo tan herido;
muévenme tus afrentas y tu muerte.

Muéveme, al fin, tu amor, y en tal manera,
que, aunque no hubiera cielo, yo te amara,
y, aunque no hubiera infierno, te temiera.

No me tienes que dar porque te quiera,
pues, aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.

Amén.

DOMINGO XXXI ORDINARIO “C”


«Cristiano, reconoce tu dignidad»

Sb 11, 23-12,2:      Te compadeces, Señor, de todos, porque amas a todos los seres.

Sal 144, 1-14:        Bendeciré tu nombre por siempre, Dios mío, mi rey.

2 Ts 1, 11-2,2:       Que Jesús nuestro Señor sea su gloria y ustedes sean la gloria de Él.

Lc 19, 1-10:           El Hijo del Hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido.

I. LA PALABRA DE DIOS

El libro de la Sabiduría describe la infinita misericordia y bondad de Dios Padre sobre los hombres.

Comienza la lectura de la segunda carta a los Tesalonicenses que trata sobre el fin de los tiempos.

En el Evangelio, antes de llegar Jesús a Jerusalén pasó por Jericó; allí mostró una vez más su misericordia acercándose al pecador más marginado, el jefe de los recaudadores, Zaqueo, y provocando su conversión.

Zaqueo es presentado con discretas pinceladas humorísticas: «era bajo de estatura», fracasa en sus intentos y queda ahogado entre «la gente» «normal», pero su deseo de ver a Jesús –no precisamente de ser visto por Él– es más fuerte que el respeto humano: corre aparatosamente para adelantarse al gentío y sube gateando al primer árbol.

«Trataba de distinguir quién era Jesús, … Jesús levantó los ojos». Hay un juego de miradas: Zaqueo intentaba ver a Jesús; y «para verlo» trepó al árbol; no sospechaba que la iniciativa de ver la tiene el Señor. Y hay también un juego de subir y de bajar, físico y espiritual: Zaqueo ha subido para ver, Jesús le manda bajar; se repite el estilo salvador de Dios, proclamado treinta años antes por María.

«Hoy tengo que alojarme en tu casa». Sorprende la actitud de Jesús que toma la iniciativa. Zaqueo no le ha pedido nada, simplemente tenía curiosidad por conocer a ese Jesús de quien probablemente había oído hablar. Pero Jesús se adelanta, se auto invita. Él quiere vivir contigo, entrar en tu casa, permanecer en ella. ¿Le dejas? «Estoy a la puerta llamando; si alguno me oye y abre, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo» (Ap 3,20). Jesús desea ante todo la intimidad contigo. Precisamente «hoy», ahora.

«…en casa de un pecador». Una vez más Jesús rompe todas las barreras. Los fariseos –los más cumplidores y los maestros espirituales del pueblo judío– no osaban juntarse con los publicanos, pecadores públicos; cuánto menos entrar en sus casas: se contaminarían. Pero Jesús se acerca sin prejuicios, a pesar de las murmuraciones.

«Restituiré cuatro veces más». La Misná decía: «la regla de restituir el doble (Cf. Ex 22,6) se aplica más frecuentemente que la de restituir el cuádruplo o el quíntuplo» (Cf. Ex 21,37). Pero la ley antigua quedaba corta para el alma bien dispuesta de Zaqueo, hombre de muy buena estatura espiritual.

«Hoy ha sido la salvación de esta casa». La entrada de Jesús no le contamina; por el contrario, Jesús «contagia» a Zaqueo la salvación, porque donde entra el Salvador entra la salvación. Por eso Zaqueo, sorprendido por este amor gratuito e incondicional, le recibe «muy contento». Y cambia de vida. Sin que Jesús le exija –ni tan siquiera le insinúe– nada. Ha sido vencido por la fuerza del amor. El que los fariseos daban por perdido –hasta el punto de no acercarse a él– ha sido salvado. Pues Jesús ha venido precisamente para eso: «a buscar y a salvar lo que estaba perdido». Su sola presencia transforma. En la medida en que le dejes entrar en tu vida irás viendo cómo toda ella se renueva.

A partir del episodio de la conversión de Zaqueo descubrimos: a Cristo, imagen perfecta del amor misericordioso de Dios, proclamado en la primera lectura; al pecador, que recibe el abrazo del perdón y la conversión; la vocación del convertido ser –como el Señor que le ha perdonado– compasivo y misericordioso.

La vida en Cristo o vida  moral tiene estos mismos principios: ser perfectos como el Padre celestial es perfecto; en Cristo está el Camino, la Verdad y la vida; el Espíritu Santo, recibido en el Bautismo, nos da la dignidad de participar de la misma naturaleza divina y vivir como Él.

II. LA FE DE LA IGLESIA

La vida en Cristo
(1691 – 1696)

En el Símbolo de la fe (el Credo) profesamos la grandeza de los dones de Dios al hombre por la obra de su Creación, y más aún, por la Redención y la Santificación. Lo que confesamos por la fe, los sacramentos nos lo comunican: por los sacramentos que nos han hecho renacer, hemos llegado a ser hijos de Dios, partícipes de la naturaleza divina. Los cristianos, reconociendo en la fe nuestra nueva dignidad, somos llamados a llevar en adelante una vida digna del Evangelio de Cristo. Por los sacramentos y la oración recibimos la gracia de Cristo y los dones de su Espíritu que nos capacitan para ello.

Cristo Jesús hizo siempre lo que agradaba al Padre. Vivió siempre en perfecta comunión con Él. De igual modo sus discípulos somos invitados a vivir bajo la mirada del Padre «que ve en lo secreto» para ser «perfectos como el Padre celestial es perfecto».

Incorporados a Cristo por el bautismo, estamos «muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús», participando así en la vida del Resucitado. Siguiendo a Cristo y en unión con Él, los cristianos podemos ser «imitadores de Dios, como hijos queridos y vivir en el amor», conformando nuestros pensamientos, nuestras palabras y nuestras acciones con «los sentimientos que tuvo Cristo» y siguiendo sus ejemplos.

«Justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios», «santificados y llamados a ser santos», los cristianos se convierten en «el templo del Espíritu Santo». Este «Espíritu del Hijo» nos enseña a orar al Padre y, haciéndose vida en nosotros, nos hace obrar para dar «los frutos del Espíritu» por la Caridad operante. Sanando las heridas del pecado, el Espíritu Santo nos renueva interiormente mediante una transformación espiritual, nos ilumina y nos fortalece para vivir como «hijos de la luz», «por la bondad, la justicia y la verdad» en todo.

Hay dos caminos, el uno de la vida, el otro de la muerte; pero entre los dos, una gran diferencia. El camino de Cristo «lleva a la vida», un camino contrario «lleva a la perdición». La parábola evangélica de «los dos caminos» está siempre presente en la catequesis de la Iglesia. Significa la importancia de las decisiones morales para nuestra salvación.

La vida moral o vida según Cristo
(1697 – 1698)

Es importante destacar con toda claridad el gozo y las exigencias del camino de Cristo.

La «vida nueva» en Él será:

– una vida en el Espíritu Santo, Maestro interior de la vida según Cristo, dulce huésped del alma que inspira, conduce, rectifica y fortalece esta vida;

– una vida en gracia, pues por la gracia somos salvados, y también por la gracia nuestras obras pueden dar fruto para la vida eterna;

– una vida según las bienaventuranzas, porque el camino de Cristo está resumido en las bienaventuranzas, único camino hacia la dicha eterna a la que aspira el corazón del hombre;

– una vida que reconoce y rechaza el pecado y recibe el perdón, porque sin reconocerse pecador, el hombre no puede conocer la verdad sobre sí mismo, condición del obrar justo, y sin el ofrecimiento del perdón no podría soportar esta verdad;

– una vida de virtudes humanas (prudencia, justicia, fortaleza y templanza) que haga experimentar la belleza y el atractivo de las rectas disposiciones para el bien;

– una vida de virtudes cristianas de fe, esperanza y caridad que se inspire ampliamente en el ejemplo de los santos;

– una vida en del doble mandamiento de la caridad desarrollado en el Decálogo (los Diez Mandamientos);

– una vida eclesial, pues en los múltiples intercambios de los «bienes espirituales» en la «comunión de los santos» es donde la vida cristiana puede crecer, desplegarse y comunicarse.

La referencia primera y última de esta nueva forma de vida será siempre Jesucristo que es «el camino, la verdad y la vida». Contemplándole en la fe, los fieles de Cristo podemos esperar que Él realice en nosotros sus promesas, y que amándolo con el amor con que Él nos ha amado realicemos las obras que corresponden a nuestra dignidad de cristianos.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Les ruego que piensen que Jesucristo, Nuestro Señor, es su verdadera Cabeza, y que ustedes son uno de sus miembros. Él es con relación a ustedes lo que la cabeza es con relación a sus miembros; todo lo que es suyo es de ustedes, su espíritu, su Corazón, su cuerpo, su alma y todas sus facultades, y deben usar de ellos como de cosas que son de ustedes, para servir, alabar, amar y glorificar a Dios. Ustedes son de Él como los miembros lo son de su cabeza. Así desea Él ardientemente usar de todo lo que hay en ustedes, para el servicio y la gloria de su Padre, como de cosas que son de Él» (S. Juan Eudes).

«Cristiano, reconoce tu dignidad. Puesto que ahora participas de la naturaleza divina, no degeneres volviendo a la bajeza de tu vida pasada. Recuerda  a qué Cabeza perteneces y de qué Cuerpo eres miembro. Acuérdate de que has sido arrancado del poder de las tinieblas para ser trasladado a la luz del reino de Dios» (S. León Magno).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

Hoy que sé que mi vida es un desierto,
en el que nunca nacerá una flor,
vengo a pedirte, Cristo jardinero,
por el desierto de mi corazón.

Para que nunca la amargura sea
en mi vida más fuerte que el amor,
pon, Señor, una fuente de alegría
en el desierto de mi corazón.

Para que nunca ahoguen los fracasos
mis ansias de seguir siempre tu voz,
pon, Señor, una fuente de esperanza
en el desierto de mi corazón.

Para nunca busque recompensa
al dar mi mano o al pedir perdón,
pon, Señor, una fuente de amor puro
en el desierto de mi corazón.

Para que no me busque a mí cuando te busco
y no sea egoísta mi oración,
pon tu Cuerpo, Señor, y tu Palabra
en el desierto de mi corazón.

Amén

DOMINGO XXX ORDINARIO “C”


¡Señor, enséñanos a orar!

Si 35,15-17.20-22: Los gritos del pobre atraviesan las nubes.

Sal 33, 2-3. 17-23: Si el afligido invoca al Señor, Él lo escucha.

1 Tm 4,6-8.16-18: Ahora me aguarda la corona merecida.

Lc 18, 9-14: El publicano bajó a su casa justificado; el fariseo, no.

I. LA PALABRA DE DIOS

En el libro sapiencial del Eclesiástico se subraya la perseverancia de los humildes en la oración. Esto es lo que mueve a Dios. Sólo el pobre es audaz en su humildad. La oración del pobre es escuchada. ¿Quién puede presentarse rico ante Dios?

Las últimas palabras de la primera carta a Timoteo son como el testamento espiritual de S. Pablo: él ha mantenido la fe y ésta le sostiene a él ante la prueba final y del martirio.

En el Evangelio, la parábola del fariseo y del publicano muestra que la oración, además de confiada y constante, ha de ser humilde.

«En pie, … ¡Oh Dios!, te doy gracias». El fariseo no pide, agradece; pero su agradecimiento es hipócrita; piensa que es Dios quien tiene que estarle agradecido por ser tan buen cumplidor: 1°) No hace cosas malas «como los demás». 2°) Hace obras buenas, y más de las que están prescritas en la Ley. El fariseo piensa no necesitar nada para salvarse, sabe salvarse solo. «Nos encontramos ante dos actitudes diferentes de la conciencia moral del hombre de todos los tiempos: el publicano nos presenta una conciencia penitente, plenamente consciente de la fragilidad de la propia naturaleza y que ve en sus faltas, cualesquiera que sean las justificaciones subjetivas, una confirmación de que su ser necesita redención. El fariseo nos presenta una conciencia satisfecha de sí misma, que cree poder observar la ley sin ayuda de la gracia y está convencida de no necesitar misericordia» (Juan Pablo II).

«Bajó a su casa justificado, y aquel no». El que se tenía por justo sale del templo siendo pecador, el que se confesó pecador sale del templo en amistad con Dios.

La actitud adecuada del hombre en su relación con Dios sólo puede ser la de reconocer que Dios es «el que es» y «el que hace ser» (Ex 3,14), mientras que el hombre es «el que no es nada por sí mismo», el que lo recibe todo de Dios. La auténtica relación del hombre con Dios sólo puede basarse en la verdad de lo que es Dios y en la verdad de lo que es el hombre. Por eso, enorgullecerse delante de Dios no es sólo algo que esté moralmente mal, sino que es vivir en la mentira radical: «¿Qué tienes que no lo hayas recibido? Y, si lo has recibido, ¿a qué gloriarte como si no lo hubieras recibido?» (1 Cor 4,7).

Esto es válido sobre todo para el encuentro con Dios en la oración. Además de la fe, que nos recordaba el evangelio del domingo pasado, es radicalmente necesaria la humildad, que nos recuerda el de hoy. La única actitud justa delante de Dios es la de acercarnos a Él mendigando su gracia, como el pobre que sabe que no tiene derecho a exigir nada y que pide confiando sólo en la bondad del que escucha, no en sus propios méritos. Por eso, nada hay más contrario a la verdadera oración que la actitud del fariseo, que se presenta ante Dios exigiendo derechos, pasando factura de «sus buenas obras».

Más aún: no sólo no tenemos derecho, sino que somos positivamente indignos de estar en presencia de Dios por haber rechazado tantas invitaciones suyas a lo largo de nuestra vida. Nuestra realidad de pecadores es un motivo más para la humildad, que, como al publicano, nos debe hacer sentirnos avergonzados, sin atrevernos a levantar los ojos: «Ten compasión de este pecador».

En los anteriores domingos hemos recibido las enseñanzas de Jesús sobre la vida moral y la vida de oración. La parábola del fariseo y del publicano nos ayuda a recapitular nuestras reflexiones sobre la vida de oración: El único maestro de oración es Jesús; El ora y enseña a orar.

II. LA FE DE LA IGLESIA

Jesús ora
(2598 – 2606)

El modelo perfecto de oración se encuentra en la oración filial de Jesús. Hecha con frecuencia en la soledad –en lo secreto–, la oración de Jesús entraña una adhesión amorosa a la voluntad del Padre hasta la cruz y una absoluta confianza en ser escuchada.

Jesús se retira con frecuencia en soledad a la montaña, con preferencia por la noche, para orar. Lleva a los hombres en su oración, y los ofrece al Padre, ofreciéndose a sí mismo. Sus palabras y sus obras aparecen como la manifestación visible de su oración «en lo secreto».

Jesús ora antes de los momentos decisivos de su misión: antes de que el Padre dé testimonio de Él en su Bautismo y de su Transfiguración, y antes de dar cumplimiento con su Pasión al designio de amor del Padre. Jesús ora también ante los momentos decisivos que van a comprometer la misión de sus apóstoles: antes de elegir y de llamar a los Doce, antes de que Pedro lo confiese como «el Cristo de Dios» y para que la fe del príncipe de los apóstoles no desfallezca ante la tentación. La oración de Jesús es una entrega, humilde y confiada, de su voluntad humana a la voluntad amorosa del Padre.

Los evangelistas han conservado las dos oraciones más explícitas de Cristo durante su ministerio. Cada una de ellas comienza precisamente con la acción de gracias. En la primera, Jesús confiesa al Padre, le da gracias y lo bendice porque ha escondido los misterios del Reino a los que se creen doctos y los ha revelado a los «pequeños»: los pobres de las Bienaventuranzas. La segunda oración es narrada por San Juan en el pasaje de la resurrección de Lázaro. La acción de gracias precede al acontecimiento: «Padre, yo te doy gracias por haberme escuchado», lo que implica que el Padre escucha siempre su súplica; y Jesús añade a continuación: «Yo sabía bien que tú siempre me escuchas», lo que implica que Jesús, por su parte, pide de una manera constante.

La «oración sacerdotal» de Jesús (cf Jn 17) ocupa un lugar único en la Economía de la salvación. Esta oración, en efecto, muestra el carácter permanente de la plegaria de nuestro Sumo Sacerdote, y, al mismo tiempo, contiene lo que Jesús nos enseña en la oración del Padre Nuestro.

Cuando llega «la hora» de cumplir el plan amoroso del Padre, Jesús deja entrever la profundidad insondable de su plegaría filial, no sólo antes de entregarse libremente: «Abbá… no mi voluntad, sino la tuya»; sino hasta en sus últimas palabras en la Cruz, donde orar y entregarse son una sola cosa: hasta ese «fuerte grito» cuando expira entregando el espíritu. Todos los infortunios de la humanidad de todos los tiempos, esclava del pecado y de la muerte, todas las súplicas y las intercesiones de la historia de la salvación están recogidas en este grito del Verbo encarnado. He aquí que el Padre las acoge y, por encima de toda esperanza, las escucha al resucitar a su Hijo.

Jesús enseña a orar
(2607 – 2615)

«Estando él orando en cierto lugar, cuando terminó, le dijo uno de sus discípulos: «Maestro, enséñanos a orar»». Es, sobre todo, al contemplar a su Maestro en oración, cuando el discípulo de Cristo desea orar. Entonces, puede aprender del Maestro de oración. Contemplando y escuchando al Hijo, los hijos aprenden a orar al Padre.

En su enseñanza, Jesús instruye a sus discípulos para que oren con un corazón purificado, una fe viva y perseverante, una audacia filial. Les insta a la vigilancia y les invita a presentar sus peticiones a Dios en su nombre.

Jesús insiste en la conversión del corazón: la reconciliación con el hermano antes de presentar una ofrenda sobre el altar, el amor a los enemigos y la oración por los perseguidores, orar al Padre «en lo secreto», no gastar muchas palabras, perdonar desde el fondo del corazón al orar, la pureza del corazón y la búsqueda del Reino. Esta conversión se centra totalmente en el Padre; es lo propio de un hijo.

Del mismo modo que Jesús ora al Padre y le da gracias antes de recibir sus dones, nos enseña esta audacia filial: «todo cuanto pidan en la oración, crean que ya lo han recibido». La oración de fe no consiste solamente en decir «Señor, Señor», sino en disponer el corazón para hacer la voluntad del Padre. Jesús invita a sus discípulos a llevar a la oración esta voluntad de cooperar con el plan divino.

En comunión con su Maestro, la oración de los discípulos es un combate, y velando en la oración es como no se cae en la tentación.

Jesús escucha la oración
(2616)

La oración a Jesús ya ha sido escuchada por Él durante su ministerio: Jesús escucha la oración de fe expresada en palabras (el leproso, Jairo, la cananea, el buen ladrón), o en silencio (los portadores del paralítico, la hemorroisa que toca su vestido, las lágrimas y el perfume de la pecadora).

La petición apremiante de los ciegos: «¡Ten piedad de nosotros, Hijo de David!» o «¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!» ha sido recogida en la tradición de la Oración a Jesús: «¡Jesús, Cristo, Hijo de Dios, Señor, ten piedad de mí, pecador!» Sanando enfermedades o perdonando pecados, Jesús siempre responde a la plegaria del que le suplica con fe: «ve en paz, tu fe te ha salvado».

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«La conciencia que tenemos de nuestra condición de esclavos nos haría meternos bajo tierra, nuestra condición terrena se desharía en polvo, si la autoridad de nuestro mismo Padre y el Espíritu de su Hijo no nos empujase a proferir este grito: ¡Abbá, Padre!» (S. Pedro Crisólogo).

San Agustín resume admirablemente las tres dimensiones de la oración de Jesús: «Ora por nosotros como sacerdote nuestro; ora en nosotros como cabeza nuestra; a Él se dirige nuestra oración como a Dios nuestro. Reconozcamos, por tanto, en Él nuestras voces; y la voz de Él, en nosotros».

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

En esta tarde, Cristo del Calvario,
vine a rogarte por mi carne enferma;
pero, al verte, mis ojos van y vienen
de tu cuerpo a mi cuerpo con vergüenza.

¿Cómo quejarme de mis pies cansados,
cuando veo los tuyos destrozados?
¿Cómo mostrarte mis manos vacías,
cuando las tuyas están llenas de heridas?

¿Cómo explicarte a ti mi soledad,
cuando en la cruz alzado y solo estás?
¿Cómo explicarte que no tengo amor,
cuando tienes rasgado el corazón?

Ahora ya no me acuerdo de nada,
huyeron de mi todas mis dolencias.
El ímpetu del ruego que traía
se me ahoga en la boca pedigüeña.

Y sólo pido no pedirte nada,
estar aquí, junto a tu imagen muerta,
ir aprendiendo que el dolor es sólo
la llave santa de tu santa puerta. 

Amén.