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DOMINGO VII DE PASCUA “A”: La Ascensión del Señor



SOLEMNIDAD DE LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR
 «Creer es también saberse enviado«
Hch 1,1-11: «Se elevó a la vista de ellos»
Sal 46, 2-9: «Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas»
Ef 1,17-23: «Lo sentó a su derecha en el cielo»

Mt 28,16-20: «Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra»

I. LA PALABRA DE DIOS

«Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra». El misterio de la Ascensión celebra el triunfo total, perfecto y definitivo de Cristo. No sólo ha resucitado, sino que es «el Señor». En Él Dios Padre ha desplegado su poder infinito. A san Pablo le faltan palabras para describir «la eficacia de la fuerza poderosa de Dios» por la que el crucificado, el despreciado de todos los pueblos, ha sido glorificado en su humanidad y en su cuerpo y ha sido constituido Señor absoluto de todo lo que existe. Todo ha sido puesto bajo sus pies, bajo su dominio soberano. La Ascensión es la «fiesta de Cristo glorificado», exaltado sobre todo, entronizado a la derecha del Padre. Por tanto, fiesta de adoración de la majestad infinita de Cristo. 

Pero la Ascensión es también la «fiesta de la Iglesia». Aparentemente su Esposo le ha sido arrebatado. Y sin embargo la segunda lectura nos dice que precisamente por su Ascensión Cristo ha sido dado a la Iglesia. Libre ya de los condicionamientos de tiempo y espacio, Cristo es Cabeza de la Iglesia, la llena con su presencia totalizante, la vivifica, la plenifica. La Iglesia vive de Cristo. Más aún, es plenitud de Cristo, es Cuerpo de Cristo, es Cristo mismo. La Iglesia no está añadida o sobrepuesta a Cristo. Es una sola cosa con Él, es Cristo mismo viviendo en ella. Ahí está la grandeza y la belleza de la Iglesia: «Yo estoy con vosotros todos los días».

«Id y haced discípulos de todos los pueblos». La Ascensión es también «fiesta y compromiso de evangelización». Pero entendiendo este mandato de Jesús desde las otras dos frases que Él mismo dice –«se me ha dado pleno poder» –«yo estoy con vosotros». Evangelizar, hacer apostolado no es tampoco añadir algo a Cristo, sino sencillamente ser instrumento de Cristo, presente y todopoderoso, que quiere contar con nosotros y con nuestra colaboración para extender su señorío en el mundo. Pero sabiendo que el que actúa es Él y la eficacia es suya, de lo contrario, no hay eficacia alguna.

Para bien de toda la Iglesia, Cristo concedió a los apóstoles y a sus sucesores el magisterio autorizado (Se me dio toda autoridad… por lo tanto, id,…), no para impartir cualquier enseñanza, sino para «hacer discípulos» de Cristo; les dio también el magisterio infalible, por su asistencia ininterrumpida y perenne (todos los días, hasta el fin del mundo); y establece la íntima conexión entre predicación del Evangelio, fe y bautismo: a impulsos de Dios y con su ayuda, el hombre se abre a la fe por la predicación, y se mueve libremente hacia Dios. Además, según estos versículos, la Iglesia la forman la comunidad universal de los discípulos de Jesús, que observan lo que el Señor ha mandado, a la que se agregan mediante la fe y el signo eficaz del bautismo, y en la que viven orientados hacia la manifestación definitiva del señorío de Jesucristo sobre toda la creación. 

II. LA FE DE LA IGLESIA

Jesús subió a los cielos y está sentado
a la derecha de Dios, Padre Todopoderoso
(659-664)

El Cuerpo de Cristo fue glorificado desde el instante de su Resurrección como lo prueban las propiedades nuevas y sobrenaturales, de las que desde entonces su cuerpo disfruta. Pero durante los cuarenta días en los que Él come y bebe familiarmente con sus discípulos y les instruye sobre el Reino, su gloria aún queda velada bajo los rasgos de una humanidad ordinaria. La última aparición de Jesús termina con la entrada irreversible de su humanidad en la gloria divina simbolizada por la nube y por el cielo donde Él se sienta para siempre a la derecha de Dios. 

La elevación en la Cruz significa y anuncia la elevación en la Ascensión al cielo. Es su comienzo. Jesucristo, el único Sacerdote de la Alianza nueva y eterna, no «penetró en un Santuario hecho por mano de hombre, … sino en el mismo cielo, para presentarse ahora ante el acatamiento de Dios en favor nuestro». En el cielo, Cristo ejerce permanentemente su sacerdocio. «De ahí que pueda salvar perfectamente a los que por él se llegan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder en su favor». Como «Sumo Sacerdote de los bienes futuros», es el centro y el oficiante principal de la liturgia que honra al Padre en los cielos.

Cristo, desde entonces, está sentado a la derecha del Padre: «Por derecha del Padre entendemos la gloria y el honor de la divinidad, donde el que existía como Hijo de Dios antes de todos los siglos como Dios y consubstancial al Padre, está sentado corporalmente después de que se encarnó y de que su carne fue glorificada» (San Juan Damasceno).

Sentarse a la derecha del Padre significa la inauguración del reino del Mesías, cumpliéndose la visión del profeta Daniel respecto del Hijo del hombre: «A él se le dio imperio, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino no será destruido jamás». A partir de este momento, los apóstoles se convirtieron en los testigos del «Reino que no tendrá fin».

Misión de los Apóstoles
y de la Iglesia en el mundo
(858-860. 849-852)

Jesús es el enviado del Padre. Desde el comienzo de su ministerio, «llamó a los que él quiso, y vinieron donde él. Instituyó Doce para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar». Desde entonces, serán sus «enviados» (es lo que significa la palabra griega «apostoloi«). En ellos continúa su propia misión: «Como el Padre me envió, también yo os envío». Por tanto su ministerio es la continuación de la misión de Cristo: «Quien a vosotros recibe, a mí me recibe».

El testimonio de vida cristiana,
exigencia para los bautizados
(2044. 2045. 2046)

La fidelidad de los bautizados es una condición primordial para el anuncio del evangelio y para la misión de la Iglesia en el mundo. Para manifestar ante los hombres su fuerza de verdad y de irradiación, el mensaje de la salvación debe ser autentificado por el testimonio de vida de los cristianos. El testimonio de la vida cristiana y las obras buenas realizadas con espíritu sobrenatural son eficaces para atraer a los hombres a la fe y a Dios.

Los cristianos, por ser miembros del Cuerpo, cuya Cabeza es Cristo, contribuyen, mediante la constancia de sus convicciones y de sus costumbres, a la edificación de la Iglesia. La Iglesia aumenta, crece y se desarrolla por la santidad de sus fieles, «hasta que lleguemos al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud en Cristo».

Mediante un vivir según Cristo, los cristianos apresuran la venida del Reino de Dios, Reino de justicia, de verdad y de paz. Sin embargo, no abandonan sus tareas terrenas; fieles al Maestro, las cumplen con rectitud, paciencia y amor.

El apostolado
(863)

Toda la Iglesia es apostólica mientras permanezca, a través de los sucesores de San Pedro y de los apóstoles, en comunión de fe y de vida con su origen. Toda la Iglesia es apostólica en cuanto que ella es «enviada» al mundo entero; todos los miembros de la Iglesia, aunque de diferentes maneras, tienen parte en este envío. La vocación cristiana, por su misma naturaleza, es también vocación al apostolado. Se llama «apostolado» a toda la actividad del Cuerpo Místico que tiende a propagar el Reino de Cristo por toda la tierra.

Siendo Cristo, enviado por el Padre, fuente y origen del apostolado de la Iglesia, es evidente que la fecundidad del apostolado, tanto el de los ministros ordenados como el de los laicos, depende de su unión vital con Cristo. Según sean las vocaciones, las interpretaciones de los tiempos, los dones variados del Espíritu Santo, el apostolado toma las formas más diversas. Pero es siempre la caridad, conseguida sobre todo en la Eucaristía, que es como el alma de todo apostolado.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«La Iglesia, enriquecida por los dones de su Fundador y guardando fielmente sus mandamientos del amor, la humildad y la renuncia, recibe la misión de anunciar y establecer en todos los pueblos el Reino de Cristo y de Dios. Ella constituye el germen y el comienzo de este Reino en la tierra» (Lumen Gentium, Concilio Vaticano II).

La Iglesia «continúa y desarrolla en el curso de la historia la misión del propio Cristo, que fue enviado a evangelizar a los pobres. Impulsada por el Espíritu Santo debe avanzar por el mismo camino por el que avanzó Cristo; esto es, el camino de la pobreza, la obediencia, el servicio y la inmolación de sí mismo hasta la muerte, de la que surgió victorioso por su resurrección» (Ad Gentes, Concilio Vaticano II).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

No; yo no dejo la tierra.
No; yo no olvido a los hombres.
Aquí, yo he dejado la guerra;
arriba, están ya sus nombres».

¿Qué hacen mirando al cielo,
varones, sin alegría?
Lo que ahora parece un vuelo
ya es vuelta y es cercanía.

El gozo es mi testigo.
La paz, mi presencia viva,
que, al irme, se va conmigo
la cautividad cautiva.

El cielo ha comenzado.
Ustedes son mi cosecha,
El padre les ha sentado
conmigo, a su derecha.

Partan frente a la aurora.
Salven a todo el que crea.
Ustedes marcan mi hora.
Comienza ya su tarea. 

Amén.

DOMINGO VI DE PASCUA “A”



«El Espíritu vive con nosotros y está en nosotros«
Hch 8,5-8.14-17: «Les imponían las manos y recibían el Espíritu Santo»
Sal 65, 1-20: «Aclamad al Señor, tierra entera»
1P 3,15-18: «Murió en la carne, pero volvió a la vida por el Espíritu»

Jn 14,15-21: «Yo le pediré al Padre que os dé otro Defensor»

I. LA PALABRA DE DIOS

«Pediré al Padre que os dé otro Defensor que esté siempre con vosotros». El Espíritu Santo será «otro» intercesor a favor de nosotros, otro consolador, que prolongará en la tierra la acción del primero: Cristo. El tiempo pascual está flechado hacia Pentecostés. Cristo glorificado ha sido constituido «Espíritu vivificante», donador permanente del Espíritu que da la vida. Por eso hemos de desear crecientemente el gran Don de Cristo Resucitado, acercándonos a Él sedientos.

«Vosotros lo conocéis, porque vive con vosotros y está con vosotros». Esperamos una acción más abundante del Espíritu Santo en nosotros, pero ya está en nosotros; más aún, está «siempre». Por ello podemos tener experiencia de su acción en nosotros. ¿Quién dijo que es difícil la relación con el Espíritu Santo? Podemos relacionarnos con Él y experimentar su acción. Es «Defensor». Nos defiende del pecado y del Maligno. Por eso no tiene sentido «estar a la defensiva» con Dios. Se trata más bien de abandonarse a su acción, de entregarse dócilmente al impulso omnipotente del Espíritu: «Si vivimos por el Espíritu, marchemos tras el Espíritu», pues «si vivís según el Espíritu no daréis satisfacción a las apetencias de la carne».

Es también «Espíritu de la verdad», porque nos revela a Cristo, que es la Verdad, nos ilumina para conocerle, nos mueve a amarle, a seguirle, a cumplir sus mandatos, a dar la vida por Él. Nos libra del error de nuestra ceguera natural y de nuestro pecado y nos conduce a la verdad plena, no fragmentaria y parcial, sino total. El «Espíritu de la verdad» es enviado por el Padre a los creyentes en Jesús, mientras que «el mundo» no puede recibirlo por haberse cerrado a Cristo y su palabra. En su nueva forma de existencia «espiritual», el creyente está confortado y defendido por la presencia divina en su interior.

«Al que me ama… yo también lo amaré y me revelaré a él». Es cierto que Cristo es el primero en amarnos y que nos ama de manera incondicional. Pero también es cierto que Cristo se da más plenamente al que va respondiendo a su amor, es decir, al que le busca intensamente, al que desea agradarle en todo, al que cumple su voluntad, al que se entrega sin reservas. A éste, Cristo se le da a conocer, le abre su intimidad, le comunica sus secretos, acrecienta la comunión con Él de manera insospechada.

II. LA FE DE LA IGLESIA

La promesa del Espíritu Santo:
(729,730).

Solamente cuando ha llegado «la Hora» en que va a ser glorificado Jesús promete la venida del Espíritu Santo, ya que su Muerte y su Resurrección serán el cumplimiento de la Promesa hecha a los Padres: El Espíritu de Verdad, el otro Paráclito, será dado por el Padre en virtud de la oración de Jesús; será enviado por el Padre en nombre de Jesús; Jesús lo enviará de junto al Padre porque Él ha salido del Padre. El Espíritu Santo vendrá, nosotros lo conoceremos, estará con nosotros para siempre, permanecerá con nosotros; nos lo enseñará todo y nos recordará todo lo que Cristo nos ha dicho y dará testimonio de Él; nos conducirá a la verdad completa y glorificará a Cristo. En cuanto al mundo lo acusará en materia de pecado, de justicia y de juicio.

Por fin llega la Hora de Jesús: Jesús entrega su espíritu en las manos del Padre en el momento en que por su Muerte es vencedor de la muerte, de modo que, «resucitado de los muertos por la Gloria del Padre», enseguida da a sus discípulos el Espíritu Santo dirigiendo sobre ellos su aliento. A partir de esta hora, la misión de Cristo y del Espíritu se convierte en la misión de la Iglesia: «Como el Padre me envió, también yo os envío»

El Espíritu Santo,
el principio de la vida de la Iglesia
 (798)

El Espíritu Santo es el principio de toda acción vital y verdaderamente saludable en todas las partes del Cuerpo místico. Actúa de múltiples maneras en la edificación de todo el Cuerpo en la caridad: por la Palabra de Dios, que tiene el poder de construir el edificio, por el Bautismo mediante el cual forma el Cuerpo de Cristo; por los sacramentos que hacen crecer y curan a los miembros de Cristo; por la gracia concedida a los apóstoles que destaca entre estos dones, por las virtudes que hacen obrar según el bien, y por las múltiples gracias especiales (llamadas «carismas») mediante las cuales los fieles quedan preparados y dispuestos a asumir diversas tareas o ministerios que contribuyen a renovar y construir más y más la Iglesia.

El Espíritu Santo y la Iglesia
(737-741)

La misión de Cristo y del Espíritu Santo se realiza en la Iglesia, Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu Santo. Esta misión conjunta asocia desde ahora a los fieles de Cristo en su Comunión con el Padre en el Espíritu Santo: El Espíritu Santo prepara a los hombres, los previene por su gracia, para atraerlos hacia Cristo. Les manifiesta al Señor resucitado, les recuerda su palabra y abre sus mentes para entender su Muerte y su Resurrección. Les hace presente el Misterio de Cristo, sobre todo en la Eucaristía, para reconciliarlos, para conducirlos a la Comunión con Dios, para que den «mucho fruto».

Puesto que el Espíritu Santo es la Unción de Cristo, es Cristo, Cabeza del Cuerpo, quien lo distribuye entre sus miembros para alimentarlos, sanarlos, organizarlos en sus funciones mutuas, vivificarlos, enviarlos a dar testimonio, asociarlos a su ofrenda al Padre y a su intercesión por el mundo entero. Por medio de los sacramentos de la Iglesia, Cristo comunica su Espíritu, Santo y Santificador, a los miembros de su Cuerpo.

Estas «maravillas de Dios», ofrecidas a los creyentes en los Sacramentos de la Iglesia, producen sus frutos en la vida nueva, en Cristo, según el Espíritu.

«El Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos pedir como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables». El Espíritu Santo, artífice de las obras de Dios, es el Maestro de la oración.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Lo que nuestro espíritu, es decir, nuestra alma, es para nuestros miembros, eso mismo es el Espíritu Santo para los miembros de Cristo, para el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia» (San Agustín). 

«A este Espíritu de Cristo, como a principio invisible, ha de atribuirse también el que todas las partes del cuerpo estén íntimamente unidas, tanto entre sí como con su excelsa Cabeza, puesto que está todo Él en la Cabeza, todo en el Cuerpo, todo en cada uno de los miembros» (Pío XII). 

«Es a la misma Iglesia, a la que ha sido confiado el ‘Don de Dios’. Es en ella donde se ha depositado la comunión con Cristo, es decir el Espíritu Santo, arras de la incorruptibilidad, confirmación de nuestra fe y  escala de nuestra ascensión hacia Dios. Porque allí donde está la Iglesia, allí está también el Espíritu de Dios; y allí donde está el Espíritu de Dios, está la Iglesia y toda gracia.» (San Ireneo).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

El mundo brilla de alegría.
Se renueva la faz de la tierra.
Gloria al Padre, y al Hijo,
y al Espíritu Santo.

Esta es la hora
en que rompe el Espíritu
el techo de la tierra,
y una lengua de fuego innumerable
purifica, renueva, enciende, alegra
las entrañas del mundo.

Esta es la fuerza
que pone en pie a la Iglesia
en medio de las plazas
y levanta testigos en el pueblo,
para hablar con palabras como espadas
delante de los jueces.

Llama profunda,
que escrutas e iluminas
el corazón del hombre:
restablece la fe con tu noticia,
y el amor ponga en vela la esperanza,
hasta que el Señor vuelva. 

Amén.

DOMINGO V DE PASCUA “A”



 «Yo soy el camino, y la verdad, y la vida»
Hch 6, 1-7: «Escogieron a siete hombres llenos del Espíritu Santo»
Sal 32, 1-19: «Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti»
1P 2,4-9: «Vosotros sois una raza elegida, un sacerdocio real»

Jn 14, 1-12: «Yo soy el camino, y la verdad, y la vida»

I. LA PALABRA DE DIOS

La segunda lectura nos recuerda que los cristianos somos un pueblo que Dios ha elegido «para proclamar las hazañas del que nos llamó a salir de la tiniebla y a entrar en su luz maravillosa». La Iglesia no vive de recuerdos. A Cristo no le conocemos sólo por lo que hizo, sino sobre todo por lo que hace. Cada generación cristiana y cada cristiano están llamados a experimentar en primera persona la presencia, la vida y la fuerza del Resucitado.

«Yo soy el camino, y la verdad, y la vida». El «camino» es aquí la palabra principal; la «verdad» y la «vida», explican por qué Jesús es el camino. Él es el camino porque, y en cuanto, es la verdad –la revelación total del Padre– gracias a la cual tenemos la vida. No hay desorientación posible teniendo a Jesús, que es el camino que conduce a Dios, la verdad que libera, la vida que alimenta. Para el evangelista Juan, el camino no es meramente una moral, como la verdad no es una serie de proposiciones doctrinales; son una persona viviente: Jesucristo, nuestro mediador para llegar al Padre; fuera de Él sólo hay muerte. 

Tomás es el prototipo de quienes quieren pisar siempre sobre terreno firme. No arriesga. La respuesta que Jesús le da suena más a propuesta: Si Él es el Camino, ya sabe por dónde hay que ir; si Él es la Verdad, ya sabe de quién ha de fiarse; si Él es la Vida, ya sabe por quién la entrega. Tomás y todos los demás discípulos, cuando se escribía esto, ya habían comprobado que descubrir a Jesucristo no viene de planteamientos teóricos, sino de un encuentro personal y supone una adhesión incondicional.

No se trata de recuerdos pasados, sino de realidad presente. Cristiano es el que conoce a Cristo por experiencia, porque experimenta «la fuerza de su resurrección y la comunión en sus padecimientos», porque es tocado por la eficacia de la fuerza poderosa que Dios despliega en Cristo Resucitado.

El que realmente experimenta en su vida esta acción del Resucitado necesita proclamar las hazañas que el Señor ha realizado en él. El verdadero cristiano es necesariamente testigo, y por eso «no puede callar lo que ha visto y oído».

Desde ahí se entiende: «El que cree en mí hará las obras que yo hago y aún mayores». Lo mismo que Cristo hace cosas grandes porque está unido al Padre, porque el Padre y Él son una sola cosa, porque el Padre permaneciendo en Él hace las obras, así también ocurre entre el cristiano y Cristo. Cristo Resucitado se une a nosotros, vive en nosotros. El que está unido a Cristo, el que deja que Cristo viva en él, realiza las obras de Cristo. La condición es estar unido a Él por la fe: «el que crea en mí». Si no suceden «obras mayores» es porque nos falta fe. «Si tuvieran fe como un granito de mostaza…».

II. LA FE DE LA IGLESIA

Creer en Jesucristo
(151)

Para el cristiano, creer en Dios es inseparablemente creer en aquel que Él ha enviado, «su Hijo amado», en quien ha puesto toda su complacencia. Dios nos ha dicho que les escuchemos. El Señor mismo dice a sus discípulos: «Crean en Dios, crean también en mí». Podemos creer en Jesucristo porque es Dios, el Verbo hecho carne: «A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado». Porque «ha visto al Padre», Él es único en conocerlo y en poderlo revelar.

Cristo, nuestro modelo
(459; 516)

El Verbo se encarnó para ser nuestro modelo de santidad: «Tomen sobre ustedes mi yugo, y aprendan de mí…». «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí». Y el Padre, en el monte de la transfiguración, ordena: «Escúchenle». Él es, en efecto, el modelo de las bienaventuranzas y la norma de la ley nueva: «Ámense los unos a los otros como yo les he amado». Este amor tiene como consecuencia la ofrenda efectiva de sí mismo.

Toda la vida de Cristo es Revelación del Padre: sus palabras y sus obras, sus silencios y sus sufrimientos, su manera de ser y de hablar. Jesús puede decir: «Quien me ve a mí, ve al Padre», y el Padre: «Este es mi Hijo amado; escúchenle». Nuestro Señor, al haberse hecho hombre para cumplir la voluntad del Padre, nos «manifestó el amor que nos tiene» con los menores rasgos de sus misterios.

Vivir en la verdad
(2465-2473)

El Antiguo Testamento lo proclama: Dios es fuente de toda verdad. Su Palabra es verdad. Su ley es verdad. Porque Dios es el «Veraz», los miembros de su Pueblo son llamados a vivir en la verdad.

En Jesucristo la verdad de Dios se manifestó toda entera. «Lleno de gracia y de verdad», Él es la «luz del mundo», la Verdad. El que cree en Él, no permanece en las tinieblas. El discípulo de Jesús, «permanece en su palabra», para conocer «la verdad que hace libre» y que santifica. Seguir a Jesús es vivir del «Espíritu de verdad» que el Padre envía en su nombre y que conduce «a la verdad completa». Jesús enseña a sus discípulos el amor incondicional a la Verdad: «Sea vuestro lenguaje: ‘sí, sí’; ‘no, no’».

El hombre busca naturalmente la verdad. Está obligado a honrarla y testimoniarla: Todos los hombres, conforme a su dignidad, por ser personas se ven impulsados, por su misma naturaleza, a buscar la verdad y, además, tienen la obligación moral de hacerlo, sobre todo la verdad religiosa. Están obligados también a adherirse a la verdad conocida y a ordenar toda su vida según sus exigencias.

La verdad como rectitud de la acción y de la palabra humana tiene por nombre veracidad, sinceridad o franqueza. La verdad o veracidad es la virtud que consiste en mostrarse verdadero en sus actos y en decir verdad en sus palabras, evitando la duplicidad, la simulación y la hipocresía.

Los hombres no podrían vivir juntos si no tuvieran confianza recíproca, es decir, si no se manifestasen la verdad. La virtud de la veracidad da justamente al prójimo lo que le es debido; observa un justo medio entre lo que debe ser expresado y el secreto que debe ser guardado: implica la honradez y la discreción. En justicia, un hombre debe honestamente a otro la manifestación de la verdad.

El discípulo de Cristo acepta «vivir en la verdad«, es decir, en la simplicidad de una vida conforme al ejemplo del Señor y permaneciendo en su Verdad. «Si decimos que estamos en comunión con Él, y caminamos en tinieblas, mentimos y no obramos conforme a la verdad».

El deber de los cristianos de tomar parte en la vida de la Iglesia los impulsa a actuar como testigos del evangelio y de las obligaciones que de ello se derivan. Este testimonio es transmisión de la fe en palabras y obras. El testimonio es un acto de justicia que establece o da a conocer la verdad:

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«¡Qué dichosa suerte y qué gozoso y bienaventurado viaje, adonde el camino es Cristo, y la guía de él es Él mismo, y la guarda y la seguridad ni más ni menos es Él, y adonde los que van por él son su hechuras y rescatados suyos!» (Fray Luís de León).

«Todo nuestro bien y remedio es la sacratísima humanidad de nuestro Señor Jesucristo. Si pierden la guía, que es el buen Jesús, no acertarán el camino; porque el mismo Señor dice que es «camino», y que no puede ninguno ir al Padre sino por Él, y «quien me ve a mí ve al Padre». Dirán que se da otro sentido a estas palabras; yo no sé esos otros sentidos; con éste, que siempre siente mi alma ser verdad, me ha ido muy bien» (Santa Teresa de Jesús).   

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Benditos los pies de los que llegan
para anunciar la paz que el mundo espera,
apóstoles de Dios que Cristo envía,
voceros de su voz, grito del Verbo.

De pie en la encrucijada del camino
del hombre peregrino y de los pueblos,
es el fuego de Dios el que los lleva
como cristos vivientes a su encuentro.

Abrid, pueblos, la puerta a su llamada,
la verdad y el amor son don que llevan;
no temáis, pecadores, acogedlos,
el perdón y la paz serán su gesto.

Gracias, Señor, que el pan de tu palabra
nos llega por tu amor, pan verdadero;
gracias, Señor, que el pan de vida nueva
nos llega por tu amor, partido y tierno. 

Amén.