“Como pueblo salvado por Cristo proclamamos: «El Señor es nuestra justicia»”
Jr 23,1-6: “Reuniré el resto de mis ovejas y les pondré pastores”
Sal 22: “El Señor es mi pastor, nada me falta”
Ef 2,13-18: “Él es nuestra paz, Él ha hecho de dos pueblos una sola cosa”
Mc 6,30-34: “Andaban como ovejas sin pastor”
I. LA PALABRA DE DIOS
El profeta Jeremías lanza sus invectivas contra los dirigentes de Israel. Mientras tuvo buenos “pastores”, el pueblo de Dios caminó sin peligro por cualquier lugar; ahora que los pastores hacen el mal, andan errantes y sin rumbo. Por eso es necesario un nuevo pastor. La promesa «Yo mismo reuniré el resto… y las volveré a traer a sus dehesas», es una forma de anunciar la restauración y la vuelta del destierro; pero también de proclamar Dios mismo, por su profeta, que no se fiaba nada de los que antes habían sido nombrados pastores.
El Salmo 22 expresa con una fuerza poco común la sensación de paz y de dicha de quien se sabe cuidado por el Señor. El salmista hace alusión a los peligros, pero no como amenazas que acechan, sino como quien se siente libre de ellos en la presencia protectora de Dios.
Nosotros podemos dejarnos empapar por los sentimientos que este salmo manifiesta. Ante todo, la seguridad –«nada temo»– al saberse uno guiado por el Señor incluso en los momentos y situaciones en que no se ve la salida –las «cañadas oscuras»–. Junto a esta seguridad, el abandono de quien se sabe defendido con mano firme y acierto, de quien se sabe cuidado con ternura en toda ocasión y circunstancia. Finalmente, la plenitud –«nada me falta»–, que se traduce en paz y dicha sosegadas. Pero todo ello brota de la certeza de que el Señor está presente –«Tú vas conmigo»– y nos cuida directamente. El que pierde esta conciencia de la presencia protectora del Señor es presa de todo tipo de temores y angustias.
El Evangelio nos presenta el encuentro de los apóstoles con Jesús al regreso de su misión. El Buen Pastor es Jesucristo. En Él se realiza plenamente el salmo y la primera lectura. Él reúne a sus ovejas, las alimenta, las protege de todo mal; más aún, conoce y ama a cada una, y da su vida por ellas. Él siente lástima por las multitudes que están como ovejas sin pastor; también a nosotros debe dolernos que, teniendo un Pastor así, haya tanta gente que se siente perdida y abandonada porque no le conocen.
El descanso de las tareas apostólicas consiste en estar con Él, disfrutando de su intimidad. Sin embargo, la caridad del Buen Pastor es la norma decisiva del actuar de Jesús: ante la presencia de una multitud «como ovejas sin pastor» Jesús se compadece e interrumpe el descanso antes incluso de comenzarlo. Frente a los malos pastores, que dispersan a las ovejas porque buscan su interés, los discípulos de Jesús –y más los que por Él son constituidos pastores de su pueblo– deben compartir la misma compasión y la misma solicitud del Maestro por la multitudes que están como ovejas sin pastor
II. LA FE DE LA IGLESIA
La Iglesia es apostólica
(857)
La única Iglesia de Cristo, de la que confesamos en el Credo que es una, santa, católica y apostólica subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los obispos en comunión con él.
La Iglesia es apostólica porque está fundada sobre los apóstoles, y esto en un triple sentido:
1º.– Fue y permanece edificada sobre «el fundamento de los apóstoles», testigos escogidos y enviados en misión por el mismo Cristo.
2º.– Guarda y transmite, con la ayuda del Espíritu Santo que habita en ella, la enseñanza, el buen depósito, las sanas palabras oídas a los apóstoles.
3º.– Sigue siendo enseñada, santificada y dirigida por los apóstoles hasta la vuelta de Cristo gracias a aquellos que les suceden en su ministerio pastoral: el colegio de los obispos, a los que asisten los presbíteros juntamente con el sucesor de Pedro y Sumo Pastor de la Iglesia.
La misión de los apóstoles
(858)
Jesús es el enviado del Padre. Desde el comienzo de su ministerio, «llamó a los que Él quiso, y vinieron donde Él. Instituyó Doce para que estuvieran con Él y para enviarlos a predicar». Desde entonces, serán sus «enviados» (eso es lo que significa la palabra griega «apóstoloi«). En ellos continúa su propia misión: «Como el Padre me envió, también yo les envío». Por tanto su ministerio es la continuación de la misión de Cristo: «Quien a ustedes recibe, a mí me recibe», dice a los Doce.
Jesús los asocia a su misión recibida del Padre: como «el Hijo no puede hacer nada por su cuenta», sino que todo lo recibe del Padre que le ha enviado, así, aquellos a quienes Jesús envía no pueden hacer nada sin Él, de quien reciben el encargo de la misión y el poder para cumplirla. Los Apóstoles de Cristo saben por tanto que están calificados por Dios como «ministros de una nueva alianza, ministros de Dios, embajadores de Cristo, servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios».
Los obispos sucesores de los apóstoles
(861 – 862)
Los Apóstoles, para que continuase después de su muerte la misión a ellos confiada, encargaron mediante una especie de testamento a sus colaboradores más inmediatos que terminaran y consolidaran la obra que ellos empezaron. Les encomendaron que cuidaran de todo el rebaño en el que el Espíritu Santo les había puesto para ser los pastores de la Iglesia de Dios. Nombraron, por tanto, de esta manera a algunos varones y luego dispusieron que, después de su muerte, otros hombres probados les sucedieran en el ministerio.
Así como permanece el ministerio confiado personalmente por el Señor a Pedro, ministerio que debía ser transmitido a sus sucesores; de la misma manera permanece el ministerio de los Apóstoles de apacentar la Iglesia, que debe ser ejercido perennemente por el orden sagrado de los obispos. Por eso, la Iglesia enseña que por institución divina los obispos han sucedido a los Apóstoles como pastores de la Iglesia. El que los escucha, escucha a Cristo; el que, en cambio, los desprecia, desprecia a Cristo y al que lo envió.
El apostolado
(863 – 864)
Toda la Iglesia es apostólica mientras permanezca, a través de los sucesores de San Pedro y de los apóstoles, en comunión de fe y de vida con su origen. Toda la Iglesia es apostólica en cuanto que ella es «enviada» al mundo entero; todos los miembros de la Iglesia, aunque de diferentes maneras, tienen parte en este envío. La vocación cristiana, por su misma naturaleza, es también vocación al apostolado. Se llama “apostolado” a toda la actividad del Cuerpo Místico que tiende a propagar el Reino de Cristo por toda la tierra.
Siendo Cristo, enviado por el Padre, fuente y origen del apostolado de la Iglesia, es evidente que la fecundidad del apostolado, tanto el de los ministros ordenados como el de los laicos, depende de su unión vital con Cristo. La caridad, conseguida sobre todo en la Eucaristía, es siempre como el alma de todo apostolado.
III. EL TESTIMONIO CRISTIANO
“Es preciso comenzar por purificarse antes de purificar a los otros; es preciso ser instruido para poder instruir; es preciso ser luz para iluminar, acercarse a Dios para acercarle a los demás, ser santificado para santificar, conducir de la mano y aconsejar con inteligencia. Sé de quién somos ministros, dónde nos encontramos y adónde nos dirigimos. Conozco la altura de Dios y la flaqueza del hombre, pero también su fuerza. Por tanto, ¿quién es el sacerdote? Es el defensor de la verdad, se sitúa junto a los ángeles, glorifica con los arcángeles, hace subir sobre el altar de lo alto las víctimas de los sacrificios, comparte el sacerdocio de Cristo, restaura la criatura, restablece en ella la imagen de Dios, la recrea para el mundo de lo alto, y, para decir lo más grande que hay en él, es divinizado y diviniza” (San Gregorio Nacianzeno).
“El sacerdote continua la obra de redención en la tierra. Si se comprendiese bien al sacerdote en la tierra se moriría no de pavor sino de amor. El sacerdocio es el amor del corazón de Jesús” (santo Cura de Ars).
IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO
Padre, que conoces los corazones,
concede a tus siervos
que has elegido para el episcopado,
que apacienten tu santo rebaño
y que ejerzan ante ti el supremo sacerdocio,
sin reproche, sirviéndote noche y día;
que hagan sin cesar propicio tu rostro
y que ofrezcan los dones de tu santa Iglesia,
que en virtud del espíritu del supremo sacerdocio
tengan poder de perdonar los pecados
según tu mandamiento,
que distribuyan las tareas siguiendo tu orden
y que desaten de toda atadura
en virtud del poder que tú diste a los apóstoles;
que te agraden por su dulzura y su corazón puro,
ofreciéndote un perfume agradable
por tu Hijo Jesucristo.
Amén.
(San Hipólito)