Archivo por meses: junio 2020

DOMINGO XIII ORDINARIO “A”


«La radicalidad evangélica
frente a la mediocridad»

2R 4,8-11.14-16:     «Ese hombre de Dios es un santo, se quedará aquí»

Sal 88,2-19:        «Cantaré eternamente las misericordias del Señor»

Rm 6,3-4.8-11:     «Por el Bautismo fuimos sepultados con Él, para que andemos en una vida nueva»

Mt 10,37-42:         «El que no toma su cruz y me sigue no es digno de mi»

I. LA PALABRA DE DIOS

Dios visita al matrimonio de Sunam y, por medio de Eliseo, le concede el hijo que hasta entonces no habían logrado. Era el premio de la hospitalidad hacia el Profeta. Abrir la puerta al pobre es abrírsela a Dios, a su gracia, a la salvación (1.a Lect.).

«Lo mismo que Cristo … así también nosotros». He aquí la base de la novedad cristiana. Lo que Cristo es y vive estamos llamados a serlo y vivirlo también nosotros. Pero no como una imitación «desde fuera». Por el bautismo hemos sigo injertados a Cristo y Él vive en nosotros (Gal 2,20). Todo lo suyo es nuestro: sus virtudes, sus sentimientos, sus actitudes… Por eso, para un cristiano lo más natural es vivir como Cristo. No se nos pide nada extraño o imposible: se trata sencillamente de dejar que se desarrolle plenamente esa vida que ya está en nosotros.

«Considérense muertos al pecado…» La fe nos hace vernos a nosotros mismos como Dios nos ve. Por el bautismo hemos muerto al pecado, a quedado destruida «nuestra personalidad pecadora» y hemos cesado de ser esclavos del pecado (Rom 6,6). Se trata de tomar conciencia de este don recibido. ¿Por qué seguir pensando y actuando como si el pecado fuera insuperable? El pecado no tiene por qué esclavizarnos, pues Cristo nos ha liberado y la fuerza del pecado ha quedado radicalmente neutralizada. Hemos muerto al pecado: vivamos como tales muertos. «Los que hemos muerto al pecado, ¿cómo seguir viviendo en él?» (Rom 6,2).

«…Y vivos para Dios en Cristo Jesús». La muerte al pecado es sólo la cara negativa. Lo más importante es la vida nueva que ha sido depositada en nuestra alma. Y esta vida nueva es esencialmente positiva: consiste en vivir –lo mismo que Cristo– para Dios, en la pertenencia total y exclusiva a Dios, dedicados a Él en alma y cuerpo. Esta es la riqueza y la eficacia de nuestro bautismo. Se trata sencillamente de cobrar conciencia de ello y dejar que aflore en nuestra vida lo que ya somos. ¡Reconoce, cristiano tu dignidad! ¡Sé lo que eres!

«El que quiere a su padre o a su madre (a su hijo o a su hija) más que a mí no es digno de mí»: Cuando se escribieron estos versículos, la conversión al cristianismo suponía en muchos casos la ruptura con la familia, la pérdida de posición social o de bienes materiales. Aun los amores más santos y bendecidos por Dios no deben anteponerse al amor de Cristo. Estamos en la esfera del primer mandamiento –«Nuestro Dios es el único Señor; amarás al Señor tu Dios con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas»– y Jesús reclama para sí un amor semejante; así declara implícitamente su divinidad: sólo Dios puede exigir una adhesión a él tan inaudita.

La vida nueva ha de ser conducida por caminos nuevos. Por el «Camino» que es Jesucristo, de modo que nada ni nadie nos impida vivir en comunión con Él.

Ante evangelios como este, hemos adquirido el hábito de no darnos por aludidos, como si fueran dirigidos sólo a las monjas o a los sacerdotes. Y, sin embargo, estas palabras de Jesús van dirigidas a todos, para indicar que ningún lazo familiar, incluso bueno y legítimo, debe ser estorbo para seguirle a Él; y en el caso de que se plantease conflicto entre un lazo familiar y el seguir a Jesús, habría que elegir seguir a Jesús. Lo contrario significa no ser dignos de Él.

Se necesita la lógica de la fe y la luz del Espíritu para entender que lo que parece perder la vida es ganarla y lo que parece muerte es en realidad vida. Porque se trata de preferir a Cristo no solo por encima de los cariños familiares, sino incluso antes que la propia vida, antes que la propia comodidad, antes que la propia fama… estando dispuestos a ser despreciados y perseguidos por Cristo, a perderlo todo por Él, a sacrificarlo todo por Él.

Perderlo todo por Cristo: en realidad este evangelio nos está proponiendo un gran negocio, pues se trata de ganar a Cristo, cuyo amor vale infinitamente más que todo lo demás. Deberíamos mirar más a Cristo para dejarnos entusiasmar por Él. Es infinitamente más lo que recibimos que lo que damos.

Además, el evangelio de hoy nos propone otro «negocio» continuo. Un simple vaso de agua dado a un pobrecillo cualquiera, sólo porque es discípulo de Jesús, no perderá su paga. ¿Cuántas pagas perdemos cada día?

II. LA FE DE LA IGLESIA

La primera vocación del cristiano
es seguir a Jesucristo:
(2232 — 2233)

Los vínculos familiares, aunque son muy importantes, no son absolutos. Es preciso convencerse de que la vocación primera del cristiano es seguir a Jesús: «El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mi».

Los padres deben acoger y respetar con alegría y acción de gracias el llamamiento del Señor a uno de sus hijos para que le siga en la virginidad por el Reino, en la vida consagrada o en el ministerio sacerdotal. Deben respetar esta llamada y favorecer la respuesta de sus hijos para seguirla.

Jesús, nuestro modelo:
(520)

Toda su vida, Jesús se muestra como nuestro modelo. Él es el hombre perfecto que nos invita a ser sus discípulos y a seguirle: con su anonadamiento, nos ha dado un ejemplo a imitar; con su oración atrae a la oración; con su pobreza invita a aceptar libremente la privación y las persecuciones.

Cristo, centro de toda vida cristiana:
(1618 — 1620)

Cristo es el centro de toda vida cristiana. El vínculo con Él ocupa el primer lugar entre todos los demás vínculos, familiares o sociales. Desde los comienzos de la Iglesia ha habido hombres y mujeres que han renunciado al gran bien del matrimonio para seguir al Cordero dondequiera que vaya, para ocuparse de las cosas del Señor, para tratar de agradarle, para ir al encuentro del Esposo que viene. Cristo mismo invitó a algunos a seguirle en este modo de vida del que Él es el modelo.

La virginidad, o el celibato por el Reino de los Cielos, es un desarrollo de la gracia bautismal, un signo poderoso de la preeminencia del vínculo con Cristo, de la ardiente espera de su retorno, un signo que recuerda también que el matrimonio es una realidad que manifiesta el carácter pasajero de este mundo.

Estas dos realidades, el sacramento del Matrimonio y la virginidad por el Reino de Dios, vienen del Señor mismo. Es Él quien les da sentido y les concede la gracia indispensable para vivirlos conforme a su voluntad. La estima de la virginidad por el Reino y el sentido cristiano del Matrimonio son inseparables y se apoyan mutuamente.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Les ruego que piensen que Jesucristo, Nuestro Señor, es su verdadera Cabeza, y que ustedes son uno de sus miembros. Él es con relación a ustedes lo que la cabeza es con relación a sus miembros; todo lo que es Suyo es de ustedes, su Espíritu, su corazón, su cuerpo, su alma y todas sus facultades, y deben usar de ellas como de cosas que son de ustedes, para servir, alabar, amar y glorificar a Dios. Ustedes y Él son como los miembros y su cabeza. Así desea Él ardientemente usar de todo lo que hay en ustedes, para el servicio y la gloria de Su Padre, como de cosas que son de Él» (S. Juan Eudes ).

«El que somete su propio cuerpo y domina su alma, sin dejarse llevar por las pasiones es dueño de sí mismo; se puede llamar rey porque es capaz de gobernar su propia persona; es libre e independiente y no se deja cautivar por una esclavitud culpable» (S. Ambrosio).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Otra vez -te conozco- me has llamado.
Y no es la hora, no; pero me avisas.
De nuevo traen tus celestiales brisas
claros mensajes al acantilado

del corazón, que, sordo a tu cuidado,
fortalezas de tierra eleva, en prisas
de la sangre se mueve, en indecisas
torres, arenas, se recrea, alzado.

Y tú llamas y llamas, y me hieres,
y te pregunto aún, Señor, qué quieres,
qué alto vienes a dar a mi jornada.

Perdóname, si no te tengo dentro,
si no sé amar nuestro mortal encuentro,
si no estoy preparado a tu llegada.

Amén.

DOMINGO XII ORDINARIO “A”



«No tengáis miedo»

Jr 20,10-13:             «Libró la vida del pobre de manos de los impíos»

Sal 68,8-35:             «Que me escuche tu gran bondad, Señor»

Rm 5,12-15:             «El don no se puede comparar con la caída»

Mt 10,26-33:             «No tengáis miedo a los que pueden matar el cuerpo»

I. LA PALABRA DE DIOS

En Jeremías, la audacia supera al temor. Pasa del «pavor en torno» a «el Señor está conmigo, mis enemigos tropezarán y no podrán conmigo».

Gracias a un solo hombre, Jesucristo, «la gracia otorgada por Dios… sobró para la multitud». Merced a esta misericordia y don de Dios, la fuerza de Jesús está con los que creen en Él.

Ante evangelios como este uno se sorprende viendo lo cobardes que podemos llegar a ser los cristianos. Jesús nos dice que no tengamos miedo a los que matan el cuerpo, y sin embargo todo son temores ante el sufrimiento, ante la muerte, ante lo que los hombres puedan hacernos, ante lo que puedan opinar o decir de nosotros…

«Las azoteas» no son las sacristías, ni «la intimidad de la conciencia«, ni el «ámbito privado«, donde parece que nos quieren recluir a los cristianos en una sociedad laicista y anticatólica. La razón para no tener miedo es que Dios nos envía para dar a conocer el Evangelio a todos mediante nuestro testimonio público. El verdadero cristiano –es decir, el que tiene una fe viva– encuentra su seguridad en el Padre. Si Dios cuida de los gorriones ¿cómo no va a cuidar de sus hijos? Sabe que nada malo puede pasarle.

Lo que ocurre es que a veces llamamos malo a lo que en realidad no es malo. ¿Qué de malo puede tener que nos quiten la vida, o nos arranquen la piel a tiras, o nos crucifiquen en una televisión o en un periódico o digital, si eso nos da la vida eterna? Ahí está el testimonio de tantos mártires a lo largo de la historia de la Iglesia, que han ido gozosos y contentos al martirio en medio de terribles tormentos.

«Los que matan el cuerpo»: El discípulo no es más que el Maestro. Habrá persecución y martirio, pero el poder de los perseguidores es ridículo: todo lo que pueden hacer, lo hace también un simple microbio. Lo importante es la fidelidad a Dios –con «santo temor» o respeto– que es quien tiene poder sobre el alma.

El único mal real que el hombre debe temer es el pecado, que le llevaría a una condenación eterna –«temed al que puede destruir con el fuego alma y cuerpo»–. Ante este evangelio, ¡cuántas maneras de pensar y de actuar tienen que cambiar en nuestra vida!.

Este evangelio de hoy nos invita a mirar al juicio –«nada hay escondido que no llegue a saberse»–. En ese momento se aclarará todo. Y en esa perspectiva, ante lo único que tenemos que temblar es ante la posibilidad de avergonzarnos de Cristo, pues en tal caso también Él se avergonzará de nosotros ese día ante el Padre.

Por otro lado, en los dos últimos versículos hay una nueva formulación implícita de la divinidad de Jesús; si el hecho de decir que le pertenecemos, o el de negarlo, es afirmar nuestra salvación o condenación eternas; quien habla así es consciente de ser más que un simple hombre, «Jesús de Nazaret».

La sociedad humana, tantas veces tan hostil a principios irrenunciables para un cristiano, nos ofrece la oportunidad de defender valientemente nuestra fe. No se trata de crearse enemigos ni de suscitar polémicas inútiles para ejercer de héroes todos los días; pero viviendo sencillamente nuestras verdades suscitaremos interrogantes o rechazo en muchos, especialmente entre quienes creen estar muy seguros «de su propia verdad».

Estamos llamados a la valentía de Cristo, que vino al mundo para dar testimonio de la verdad.

II. LA FE DE LA IGLESIA

¡Ánimo! Yo he vencido al mundo
(1808)

La fortaleza es la virtud moral que asegura en las dificultades la firmeza y la constancia en la búsqueda del bien. Reafirma la resolución de resistir a las tentaciones y de superar los obstáculos en la vida moral. La virtud de la fortaleza hace capaz de vencer el temor, incluso hasta la muerte, y de hacer frente a las pruebas y a las persecuciones. Capacita para ir hasta la renuncia y el sacrificio de la propia vida por defender una causa justa. «Mi fuerza y mi cántico es el Señor». «En el mundo tendréis tribulación, pero ¡ánimo!, yo he vencido al mundo».

Dar testimonio de la verdad
(2471 — 2474, 1302, 2499)

Ante Pilato, Cristo proclama que había «venido al mundo: para dar testimonio de la verdad». El cristiano no debe «avergonzarse de dar testimonio del Señor». En las situaciones que exigen dar testimonio de la fe, el cristiano debe profesarla sin ambigüedad, a ejemplo de san Pablo ante sus jueces. Debe guardar una «conciencia limpia ante Dios y ante los hombres».

El deber de los cristianos de tomar parte en la vida de la Iglesia, los impulsa a actuar como testigos del Evangelio y de las obligaciones que de él se derivan. Este testimonio es transmisión de la fe en palabras y obras. El testimonio es un acto de justicia que establece o da a conocer la verdad.

Todos los fieles cristianos, dondequiera que vivan, están obligados a manifestar, con el ejemplo de su vida y el testimonio de su palabra, al hombre nuevo de que se revistieron por el Bautismo. La fuerza del Espíritu Santo les ha fortalecido con la Confirmación para difundir y defender la fe mediante la palabra y las obras como verdaderos testigos de Cristo, para confesar valientemente el nombre de Cristo y para no sentir jamás vergüenza de la cruz.

El martirio es el supremo testimonio de la verdad de la fe; designa un testimonio que llega hasta la muerte. El mártir da testimonio de Cristo, muerto y resucitado, al cual está unido por la caridad. Da testimonio de la verdad de la fe y de la doctrina cristiana. Soporta la muerte mediante un acto de fortaleza.

Con el más exquisito cuidado, la Iglesia ha recogido los recuerdos de quienes llegaron hasta el extremo para dar testimonio de su fe. Son las actas de los Mártires, que constituyen los archivos de la Verdad escritos con letras de sangre.

La moral cristiana denuncia la llaga de los estados totalitarios que falsifican sistemáticamente la verdad, ejercen mediante los medios de comunicación un dominio político de la opinión, manipulan a los acusados y a los testigos en los procesos públicos y tratan de asegurar su tiranía yugulando y reprimiendo todo lo que consideran «delitos de opinión».

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«No me servirá nada de los atractivos del mundo ni de los reinos de este siglo. Es mejor para mí morir para unirme a Cristo Jesús que reinar hasta los confines de la tierra. Es a Él a quien busco, a quien murió por nosotros. A Él quiero, al que resucitó por nosotros» (S. Ignacio de Antioquía).

«Vivir bien no es otra cosa que amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todo el obrar. Quien no obedece más que a Él (lo cual pertenece a la justicia), quien vela para discernir todas las cosas por miedo a dejarse sorprender por la astucia y la mentira (lo cual pertenece a la prudencia), le entrega un amor entero (por la templanza), que ninguna desgracia puede derribar (lo cual pertenece a la fortaleza)» (S. Agustín).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

Pléyade santa y noble de mártires insignes,
testigos inmortales del Cristo victimado;
dichosos, pues sufristeis la cruz de vuestro Amado
Señor, que a su dolor vuestro dolor ha unido.

Bebisteis por su amor el cáliz de la sangre,
dichosos cirineos, camino del Calvario,
seguisteis, no dejasteis a Jesús en solitario,
llevasteis vuestra cruz junto a su cruz unida.

Rebosa ya el rosal de rosas escarlatas,
y la luz del sol tiñe de rojo el alto cielo,
la muerte estupefacta contempla vuestro vuelo,
enjambre de profetas y justos perseguidos.

Vuestro valor intrépido deshaga cobardías
de cuantos en la vida persigue la injusticia;
siguiendo vuestras huellas, hagamos la milicia,
sirviendo con amor la paz de Jesucristo. Amén.

SOLEMNIDAD DEL CORPUS CHRISTI “A”


 «Formamos todos un solo cuerpo,
porque comemos de un mismo pan»

Deut 8,2-3.14b-16a: Te alimentó con el maná, que tú no conocías ni conocieron tus padres
Sal 147,12-20: Glorifica al Señor, Jerusalén
1Co 10,16-17: El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo

Jn 6,51-59: Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida

I. LA PALABRA DE DIOS

El recuerdo del Éxodo y de la estancia en el desierto marcaría para el pueblo de Dios el final de la etapa que había empezado en el monte Horeb y el comienzo de la que comenzaría en Moab. Había que recordar al pueblo la necesidad de ser fieles a la Palabra; así, El maná sería el signo de la obediencia a la Palabra: «Te alimentó con el maná….para enseñarte «que no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios»».

El Evangelio de hoy es un fragmento de la segunda parte del Discurso del Pan de Vida, que tiene todo él una fuerte carga eucarística. Pero especialmente en estos versículos, el anuncio de la Eucaristía es claro, hasta provocar el escándalo de los oyentes. Las palabras del primer versículo «mi carne, para la vida del mundo» recuerdan la institución de la Eucaristía que narran los otros tres evangelistas, acentuando su aspecto de sacrificio redentor.

«El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo». La Eucaristía es Cristo vivo entregándose, Cristo que se da, que se ofrece del todo, voluntaria, libremente, por amor… ¡si descubriéramos cuánto amor hay para nosotros en cada Misa y en cada Sagrario no podríamos permanecer indiferentes!

Se ha quedado, no porque necesite de nosotros, sino porque nosotros le necesitamos a Él; se nos da como alimento, porque pereceríamos de «hambre» en nuestro peregrinaje; se nos ha entregado en sacrificio, y la perpetuación del Sacrificio del Calvario en la Misa actualiza la Redención.

«El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna». El realismo de estas expresiones aleja toda interpretación puramente espiritualista, simbólica o docética (los docetas decían que la humanidad de Jesús era sólo aparente, no una humanidad real); aunque estas expresiones del evangelio tan realísticas no se refieren sólo a «la carne» o «la sangre» materiales de Jesús, sino, además, a su persona, en la totalidad de su ser; bajo un determinado aspecto, el de  su corporalidad, que se entrega en sacrificio. Jesús está realmente presente, todo entero, en su «carne» y «sangre», y el que come esa carne y bebe esa sangre no sólo toma una materia dotada de una determinada fuerza, sino al mismo Jesús en persona, en un encuentro salvífico. La carne y la sangre de Jesús (su persona entera) están realmente a disposición del hombre para comer y beber, pero están bajo otra forma de existencia distinta de la material y espacial: una forma de existencia que corresponde a la dimensión divina y a la humana de Jesús resucitado; pero para comprender esto se necesita la fe y la intervención del Espíritu.

«Si no coméis la carne del Hijo del Hombre, no tenéis vida en vosotros». Cristo en la Eucaristía es la fuente de toda vida cristiana. De Él se nos comunica la gracia, la santidad, la caridad y todas las virtudes. De Él brota para nosotros la vida eterna y la resurrección corporal. Si nos falta vida es porque no comulgamos o porque comulgamos poco, o porque comulgamos mal.

«El que come mi carne habita en mí y yo en él». Este es el fruto principal de la comunión. Si Cristo nos da vida no es fuera de Él. Nos da vida uniéndonos consigo mismo. Al comer su carne permanecemos unidos a Él, y al permanecer en Él tenemos la vida eterna, es decir, su misma vida, la que Él recibe a su vez del Padre. Si comulgamos bien seremos cada vez más cristianos y más hijos de Dios, viviremos más en la Trinidad. 

«Formamos un sólo cuerpo porque comemos todos del mismo pan». Otra maravilla de la Eucaristía: al unirnos a Cristo nos une también entre nosotros. Al tener todos la vida de Cristo somos hermanos «de carne y sangre», con una unión incomparablemente más fuerte y profunda que los lazos familiares naturales. La Eucaristía es la única fuente real de unidad. Por eso, si no comulgamos con la Iglesia y con los hermanos estamos rechazando al Cristo de la Eucaristía.

II. LA FE DE LA IGLESIA

La Eucaristía,
fuente y cumbre de la vida eclesial
(1324 – 1327)

La Eucaristía es «fuente y cima de toda la vida cristiana». Los demás sacramentos, como también todos los ministerios eclesiales y las obras de apostolado, están unidos a la Eucaristía y a ella se ordenan. La sagrada Eucaristía, en efecto, contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua.

La Eucaristía significa y realiza la comunión de vida con Dios y la unidad del Pueblo de Dios por las que la Iglesia es ella misma. En ella se encuentra a la vez la cumbre de la acción por la que, en Cristo, Dios santifica al mundo, y del culto que en el Espíritu Santo los hombres dan a Cristo y por él al Padre.

Finalmente, en la celebración eucarística nos unimos ya a la liturgia del cielo y anticipamos la vida eterna cuando Dios será todo en todos.

En resumen, la Eucaristía es el compendio y la suma de nuestra fe: «Nuestra manera de pensar armoniza con la Eucaristía, y a su vez la Eucaristía confirma nuestra manera de pensar» (S. Ireneo).

Los nombres de este Sacramento
(1328 – 1332) 

La riqueza inagotable de este sacramento se expresa mediante los distintos nombres que se le da. Cada uno de estos nombres evoca alguno de sus aspectos. Se le llama:

Eucaristía: porque es acción de gracias a Dios. La palabra «eucaristía» recuerda las bendiciones judías que proclaman –sobre todo durante la comida– las obras de Dios: la creación, la redención y la santificación.

Banquete del Señor: porque se trata de la Cena que el Señor celebró con sus discípulos la víspera de su pasión y de la anticipación del banquete de bodas del Cordero en la Jerusalén celestial. 

Fracción del pan: porque este rito, propio del banquete judío, fue utilizado por Jesús cuando bendecía y distribuía el pan como cabeza de familia, sobre todo en la última Cena. En este gesto los discípulos lo reconocerán después de su resurrección, y con esta expresión los primeros cristianos designaron sus asambleas eucarísticas. Con él se quiere significar que todos los que comen de este único pan, partido, que es Cristo, entran en comunión con Él y forman un solo cuerpo en Él. 

Asamblea eucarística (synaxis): porque la Eucaristía es celebrada en la asamblea de los fieles, expresión visible de la Iglesia.

Memorial de la pasión y de la resurrección del Señor.

Santo Sacrificio: porque actualiza el único sacrificio de Cristo Salvador e incluye la ofrenda de la Iglesia; o también santo sacrificio de la Misa, sacrificio de alabanza, sacrificio espiritual, sacrificio puro y santo, puesto que completa y supera todos los sacrificios de la Antigua Alianza.

Santa y divina Liturgia: porque toda la liturgia de la Iglesia encuentra su centro y su expresión más densa en la celebración de este sacramento; en el mismo sentido se la llama también celebración de los santos misterios. Se habla también del Santísimo Sacramento porque es el Sacramento de los Sacramentos. Con este nombre se designan las especies eucarísticas guardadas en el sagrario.

Comunión: porque por este sacramento nos unimos a Cristo que nos hace partícipes de su Cuerpo y de su Sangre para formar un solo cuerpo; se la llama también las cosas santas –es el sentido primero de la comunión de los santos de que habla el Símbolo de los Apóstoles–, pan de los ángeles, pan del cielo, medicina de inmortalidad, viático.

Santa Misa: porque la liturgia en la que se realiza el misterio de salvación se termina con el envío de los fieles (missio) a fin de que cumplan la voluntad de Dios en su vida cotidiana.

«Tomad y comed…»: La comunión
(1384 – 1390)

El Señor nos dirige una invitación urgente a recibirle en el sacramento de la Eucaristía: «En verdad en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros» (Jn 6,53).

Para responder a esta invitación, debemos prepararnos para este momento tan grande y santo. S. Pablo exhorta a un examen de conciencia: «Quien coma el pan o beba el cáliz del Señor indignamente, será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Examínese, pues, cada cual, y coma entonces del pan y beba del cáliz. Pues quien come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propio castigo» ( 1 Co 11,27-29). Quien tiene conciencia de estar en pecado grave debe recibir el sacramento de la Reconciliación antes de acercarse a comulgar.

Ante la grandeza de este sacramento, el fiel sólo puede repetir humildemente y con fe ardiente las palabras del Centurión: «Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme».

Para prepararse convenientemente a recibir este sacramento, los fieles deben observar el ayuno prescrito por la Iglesia. Por la actitud corporal (gestos, vestido) se manifiesta el respeto, la solemnidad, el gozo de ese momento en que Cristo se hace nuestro huésped.

Es conforme al sentido mismo de la Eucaristía que los fieles, con las debidas disposiciones, comulguen cuando participan en la Misa (en el mismo día, sólo se permite una segunda vez).

La Iglesia obliga a los fieles a participar los domingos y días de fiesta en la divina liturgia y a recibir al menos una vez al año la Eucaristía, si es posible en tiempo pascual, preparados por el sacramento de la Reconciliación. Pero la Iglesia recomienda vivamente a los fieles recibir la santa Eucaristía los domingos y los días de fiesta, o con más frecuencia aún, incluso todos los días.

Gracias a la presencia sacramental de Cristo bajo cada una de las especies, la comunión bajo la sola especie de pan ya hace que se reciba todo el fruto de gracia propio de la Eucaristía. Por razones pastorales, esta manera de comulgar se ha establecido legítimamente como la más habitual en el rito latino. No obstante, la comunión tiene una expresión más plena por razón del signo cuando se hace bajo las dos especies. Ya que en esa forma es donde más perfectamente se manifiesta el signo del banquete eucarístico. Es la forma habitual de comulgar en los ritos orientales.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«La Eucaristía significa y realiza la comunión de vida con Dios y la unidad del pueblo de Dios por las que la Iglesia es ella misma. En ella se encuentra a la vez la cumbre de la acción, por la que, en Cristo, Dios santifica al mundo, y del culto que en el Espíritu Santo los hombres dan a Cristo por el Padre» (San Pablo VI, Eucharisticum mysterium).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

¡Memorial de la muerte del Señor,
pan vivo que a los hombres das la vida!
Da a mi alma vivir sólo de ti,
y tu dulce sabor gustarlo siempre.

Pelícano piadoso, Jesucristo,
lava mis manchas con tu sangre pura;
pues una sola gota es suficiente
para salvar al mundo del pecado.

¡Jesús, a quien ahora veo oculto!
Te pido que se cumpla lo que ansío:
qué, mirándote al rostro cara a cara,
sea dichoso viéndote en tu gloria. Amén.