Archivo por meses: mayo 2008

DOMINGO IX ORDINARIO “A”


«Creyente puede ser quien sólo cree; cristiano, quien cree y vive lo creído»

Dt 11,18.26-28:     Mirad, os pongo delante bendición y maldición

Sal 30,2- 25:         Sé la roca de mi refugio, Señor

Rm 3,21-25.28:     El hombre es justificado por la fe, sin las obras de la ley

Mt 7, 21-27:         La casa edificada sobre roca y la casa edificada sobre arena

 

I. LA PALABRA DE DIOS

Hombre sabio es el que escucha las palabras y las pone en práctica: edifica sobre roca. El que escucha las palabras y no las pone en práctica, es un necio que edifica sobre arena. Este se limita a decir: «Señor, Señor…» Aquél, además, «hace la voluntad del Padre». Este último se salva; aquél no.

«No todo el que me dice ‘Señor, Señor’». Es uno de los textos más duros del evangelio. Nos advierte que puede haber una oración falsa e ilusoria («Señor, Señor»). Pero sorprende más que puede haber personas que han profetizado y hecho milagros en nombre de Jesús y sin embargo son definitivamente rechazados («nunca os he conocido; alejaos de mí, malvados»). No nos salvan las acciones y prácticas externas, aun buenas y santas, sino la adhesión a la voluntad de Dios.

«El que escucha… y pone en práctica…» Lo único firme y estable, lo único que perdura es lo que se construye sobre roca. Lo que da firmeza a nuestra vida es escuchar la palabra de Cristo, hacerla propia, ponerla en práctica y adherirse a lo que Dios quiere.

«Se hundió totalmente». Las dos casas son igualmente embestidas por los vientos y tempestades. En la vida de toda persona aparecen tormentas, antes o después. Y lo que se hunde demuestra que no estaba afianzado sobre roca. «¡Mire cada cual cómo construye!» (1Cor 3,10). Los zarandeos de la vida, las crisis diversas ayudan a comprobar lo que en nosotros no tenía firmeza ni consistencia. La mayor necedad sería seguir construyendo en falso y no aprender cuando experimentamos un derrumbe. Cristo nos deja claro cómo construir con firmeza: tomar en serio su palabra, actuar según ella, plasmar nuestra vida según la voluntad de Dios. Pero si persistimos en la ceguera nos amenaza la ruina total y definitiva. Y esto vale tanto para los individuos como para las comunidades, parroquias, diócesis…

Las expresiones de San Pablo «por la fe en Jesucristo viene la justicia de Dios a todos los que creen»; «el hombre es justificado por la fe» (2ª Lect.) enseñan que la fe, es decir, la adhesión y conformidad con Jesús en su entrega a la voluntad del Padre es lo que únicamente justifica. La santidad es la respuesta a la fe. El verdadero discípulo de Jesús, une su sí al sí de Jesús a su Padre.

No son los teólogos, ni los predicadores, ni los grandes organizadores, ni los cristianos rutinarios «de toda la vida», los que cambiarán el mundo; serán los santos.

IV. LA FE DE LA IGLESIA

El nombre de Dios, signo de fidelidad
(206 – 221)

Ante la presencia atrayente y misteriosa de Dios, el hombre descubre su pequeñez. Ante la zarza ardiente, Moisés se quita las sandalias y se cubre el rostro delante de la Santidad Divina. Ante la gloria del Dios tres veces santo, Isaías exclama: «¡Ay de mí, que estoy perdido, pues soy un hombre de labios impuros!». Ante los signos divinos que Jesús realiza, Pedro exclama: «Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador». Pero porque Dios es santo, puede perdonar al hombre que se descubre pecador delante de Él: «No ejecutaré el ardor de mi cólera…porque soy Dios, no hombre; en medio de ti yo el Santo» (Os 11,9). El apóstol Juan dirá igualmente: «Tranquilizaremos nuestra conciencia ante él, en caso de que nos condene nuestra conciencia, pues Dios es mayor que nuestra conciencia y conoce todo».

Al revelar su nombre misterioso de YHWH, «Yo soy el que es» o «Yo soy el que soy» o también «Yo soy el que Yo soy», Dios dice quién es y con qué nombre se le debe llamar. Este Nombre Divino es misterioso como Dios es Misterio. Es a la vez un Nombre revelado y como la resistencia a tomar un nombre propio, y por esto mismo expresa mejor a Dios como lo que Él es, infinitamente por encima de todo lo que podemos comprender o decir: es el «Dios escondido», su nombre es inefable, y es el Dios que se acerca a los hombres.

Por respeto a su santidad, el pueblo de Israel no pronuncia el Nombre de Dios. En la lectura de la Sagrada Escritura, el Nombre revelado (YaHWeH) es sustituido por el título divino «Señor» («Adonai«, en griego «Kyrios«). Con este título será aclamada la divinidad de Jesús: «Jesús es Señor».

En el transcurso de los siglos, la fe de Israel pudo desarrollar y profundizar las riquezas contenidas en la revelación del Nombre divino. Dios es único; fuera de Él no hay dioses. Dios transciende el mundo y la historia. Él es quien ha hecho el cielo y la tierra: «Ellos perecen, mas tú quedas, todos ellos como la ropa se desgastan…pero tú siempre el mismo, no tienen fin tus años» (Sal 102,27-28). En Él «no hay cambios ni sombras de rotaciones» (St 1,17). Él es «El que es», desde siempre y para siempre y por eso permanece siempre fiel a sí mismo y a sus promesas.

Por tanto, la revelación del Nombre inefable «Yo soy el que soy» contiene la verdad que sólo Dios ES. En este mismo sentido la Tradición de la Iglesia ha entendido el Nombre divino: Dios es la plenitud del Ser y de toda perfección, sin origen y sin fin. Mientras todas las criaturas han recibido de Él todo su ser y su poseer. Él solo es su ser mismo y es por sí mismo todo lo que es.

El Dios de nuestra fe se ha revelado como «El que es»; se ha dado a conocer como «rico en amor y fidelidad». Su Ser mismo es Verdad y Amor.

«Dios es Luz, y en Él no hay tiniebla alguna». Dios es la Verdad misma, es decir, que no puede equivocarse ni engañarnos. La verdad de Dios es su Sabiduría con la que ha creado y gobierna el mundo. La enseñanza de Dios es verdadera.

«Dios es Amor». El ser mismo de Dios es Amor. Él mismo es una eterna comunicación de amor: Padre, Hijo y Espíritu Santo, y nos ha destinado a participar en Él.

Consecuencia de la fe en el Dios único
(222 – 227)

Creer en Dios, el Único, y amarlo con todo el ser tiene consecuencias inmensas para toda nuestra vida:

Es reconocer la grandeza y la majestad de Dios: «Sí, Dios es tan grande que supera nuestra ciencia» (Jb 36,26). Por esto Dios debe ser «el primer servido» (Santa Juana de Arco).

Es vivir en acción de gracias: Si Dios es el Único, todo lo que somos y todo lo que poseemos vienen de él: «¿Qué tienes que no hayas recibido?» (1 Co 4,7). «¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?» (Sal 116,12).

Es reconocer la unidad y la verdadera dignidad de todos los hombres: Todos han sido hechos «a imagen y semejanza de Dios» (Gn 1,26).

Es usar bien de las cosas creadas: La fe en Dios, el Único, nos lleva a usar de todo lo que no es Él en la medida en que nos acerca a Él, y a separarnos de ello en la medida en que nos aparta de Él.

Es confiar en Dios en todas las circunstancias, incluso en la adversidad.

Cumplir la voluntad de Dios
(1965 – 1975)

La ley divina es una instrucción paternal de Dios que prescribe al hombre los caminos que llevan a la bienaventuranza prometida y proscribe los caminos del mal.

La Ley nueva o Ley evangélica es la perfección aquí abajo de la ley divina, natural y revelada. Es obra de Cristo y se expresa particularmente en el Sermón de la Montaña. Es también obra del Espíritu Santo, y por Él viene a ser la ley interior de la caridad.

La Ley evangélica lleva a plenitud los mandamientos de la Ley antigua. El Sermón del monte, lejos de abolir o devaluar las prescripciones morales de la Ley antigua, extrae de ella sus virtualidades ocultas y hace surgir de ella nuevas exigencias: revela toda su verdad divina y humana. No añade preceptos exteriores nuevos, pero llega a reformar la raíz de los actos, el corazón, donde el hombre elige entre lo puro y lo impuro, donde se forman la fe, la esperanza y la caridad, y con ellas las otras virtudes.

La Ley evangélica entraña la elección decisiva entre «los dos caminos» (cf Mt 7, 13-14) y la práctica de las palabras del Señor; está resumida en la regla de oro: «Todo cuanto queráis que os hagan los hombres, hacédselo también vosotros; porque ésta es la Ley y los profetas».

Toda la Ley evangélica está contenida en el «mandamiento nuevo» de Jesús: amarnos los unos a los otros como Él nos ha amado.

La Ley nueva es llamada ley de amor, porque hace obrar por el amor que infunde el Espíritu Santo más que por el temor; ley de gracia, porque confiere la fuerza de la gracia para obrar mediante la fe y los sacramentos; ley de libertad, porque nos libera de las observancias rituales y jurídicas de la Ley antigua, nos inclina a obrar espontáneamente bajo el impulso de la caridad y nos hace pasar de la condición del siervo «que ignora lo que hace su señor», a la de amigo de Cristo, «porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer», o también a la condición de hijo heredero.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Toda la pretensión de quien comienza oración (y no se olvide esto, que importa mucho), ha de ser trabajar y determinarse y disponerse, con cuantas diligencias pueda a hacer su voluntad conformar con la de Dios; estad muy ciertas que en esto consiste toda la mayor perfección que se puede alcanzar en el camino espiritual» (Santa Teresa de Jesús).

«El que quiera meditar con piedad y perspicacia el Sermón que nuestro Señor pronunció en la montaña, según lo leemos en el Evangelio de San Mateo, encontrará en él sin duda alguna la carta perfecta de la vida cristiana…Este Sermón contiene todos los preceptos propios para guiar la vida cristiana» (S. Agustín).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

Señor mío y Dios mío,
quítame todo lo que me aleja de ti.

Señor mío y Dios mío,
dame todo lo que me acerca a ti.

Señor mío y Dios mío,
despójame de mi mismo
para darme todo a ti. Amén.

(S. Nicolás de Flüe, oración).

SOLEMNIDAD DEL CORPUS CHRISTI “A”


«Formamos todos un solo cuerpo, porque comemos de un mismo pan»

Deut 8,2-3.14b-16a:         Te alimentó con el maná, que tú no conocías ni conocieron tus padres

Sal 147,12-20:             Glorifica al Señor, Jerusalén

1Co 10,16-17:             El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo

Jn 6,51-59:             Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida

I. LA PALABRA DE DIOS

El recuerdo del Éxodo y de la estancia en el desierto marcaría para el pueblo de Dios el final de la etapa que había empezado en el monte Horeb y el comienzo de la que comenzaría en Moab. Había que recordar al pueblo la necesidad de ser fieles a la Palabra; así, El maná sería el signo de la obediencia a la Palabra: «Te alimentó con el maná….para enseñarte «que no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios»».

El Evangelio es un fragmento de la segunda parte del Discurso sobre el Pan de Vida, que tiene todo él una fuerte carga eucarística. Pero en estos versículos el anuncio de la Eucaristía es claro, hasta provocar el escándalo. El primer versículo recuerda la institución de la Eucaristía en los sinópticos, acentuando su aspecto redentor, de sacrificio.

«El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo». La Eucaristía es Cristo vivo entregándose, Cristo que se da, que se ofrece del todo, voluntariamente, libremente, por amor… ¡si descubriéramos cuánto amor hay para nosotros en cada misa y en cada Sagrario no podríamos permanecer indiferentes!

Se ha quedado, no porque necesite de nosotros, sino porque nosotros le necesitamos a Él; se nos da como alimento, porque pereceríamos de «hambre» en nuestro peregrinaje; se nos ha entregado en sacrificio, porque la perpetuación del Sacrificio del Calvario actualiza la Redención.

«El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna». El realismo de estas expresiones aleja toda interpretación puramente espiritualista o docética (de sólo «apariencia» de humanidad en Jesús); pero estas expresiones tan realísticas no se refieren sólo a «la carne» o «la sangre» materiales de Jesús, sino, además, a su persona, en la totalidad de su ser; bajo un determinado aspecto, es decir, en su corporalidad que se entrega al sacrificio. Jesús está realmente presente, todo entero, en su «carne» y «sangre», y el que come esa carne y bebe esa sangre no sólo toma una materia dotada de una determinada fuerza, sino al mismo Jesús en persona, en un encuentro salvífico. La carne y la sangre de Jesús (su persona entera) están realmente a disposición del hombre para comer y beber, pero están bajo otra forma de existencia distinta de la material y espacial: una forma de existencia que corresponde a la dimensión divina y a la humana de Jesús resucitado; pero para comprender esto se necesita la fe y la intervención del Espíritu.

«Si no coméis la carne del Hijo del Hombre, no tenéis vida en vosotros». Cristo en la Eucaristía es la fuente de toda vida cristiana. De Él se nos comunica la gracia, la santidad, la caridad y todas las virtudes. De Él brota para nosotros la vida eterna y la resurrección corporal. Si nos falta vida es porque no comulgamos o porque comulgamos poco, o porque comulgamos mal.

«El que come mi carne habita en mí y yo en él». Este es el fruto principal de la comunión. Si Cristo nos da vida no es fuera de Él. Nos da vida uniéndonos consigo mismo. Al comer su carne permanecemos unidos a Él y al permanecer en Él tenemos la vida eterna, es decir, su misma vida, la que Él recibe a su vez del Padre. Si comulgamos bien seremos cada vez más cristianos y más hijos de Dios, viviremos más en la Trinidad.

«Formamos un sólo cuerpo porque comemos todos del mismo pan». Otra maravilla de la Eucaristía: al unirnos a Cristo nos une también entre nosotros. Al tener todos la vida de Cristo somos hermanos «de carne y sangre», con una unión incomparablemente más fuerte y profunda que los lazos naturales. La Eucaristía es la única fuente real de unidad. Por eso, si no comulgamos con la Iglesia y con los hermanos estamos rechazando al Cristo de la Eucaristía.

II. LA FE DE LA IGLESIA

La Eucaristía,
fuente y cumbre de la vida eclesial
(1324 – 1327)

La Eucaristía es «fuente y cima de toda la vida cristiana». Los demás sacramentos, como también todos los ministerios eclesiales y las obras de apostolado, están unidos a la Eucaristía y a ella se ordenan. La sagrada Eucaristía, en efecto, contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua.

La Eucaristía significa y realiza la comunión de vida con Dios y la unidad del Pueblo de Dios por las que la Iglesia es ella misma. En ella se encuentra a la vez la cumbre de la acción por la que, en Cristo, Dios santifica al mundo, y del culto que en el Espíritu Santo los hombres dan a Cristo y por él al Padre.

Finalmente, en la celebración eucarística nos unimos ya a la liturgia del cielo y anticipamos la vida eterna cuando Dios será todo en todos.

En resumen, la Eucaristía es el compendio y la suma de nuestra fe: «Nuestra manera de pensar armoniza con la Eucaristía, y a su vez la Eucaristía confirma nuestra manera de pensar» (S. Ireneo).

Nombres de este Sacramento
(1328 – 1332)

La riqueza inagotable de este sacramento se expresa mediante los distintos nombres que se le da. Cada uno de estos nombres evoca alguno de sus aspectos. Se le llama:

Eucaristía: porque es acción de gracias a Dios. La palabra «eucaristía» recuerda las bendiciones judías que proclaman –sobre todo durante la comida– las obras de Dios: la creación, la redención y la santificación.

Banquete del Señor: porque se trata de la Cena que el Señor celebró con sus discípulos la víspera de su pasión y de la anticipación del banquete de bodas del Cordero en la Jerusalén celestial. 

Fracción del pan: porque este rito, propio del banquete judío, fue utilizado por Jesús cuando bendecía y distribuía el pan como cabeza de familia, sobre todo en la última Cena. En este gesto los discípulos lo reconocerán después de su resurrección, y con esta expresión los primeros cristianos designaron sus asambleas eucarísticas. Con él se quiere significar que todos los que comen de este único pan, partido, que es Cristo, entran en comunión con Él y forman un solo cuerpo en Él. 

Asamblea eucarística (synaxis): porque la Eucaristía es celebrada en la asamblea de los fieles, expresión visible de la Iglesia.

Memorial de la pasión y de la resurrección del Señor.

Santo Sacrificio: porque actualiza el único sacrificio de Cristo Salvador e incluye la ofrenda de la Iglesia; o también santo sacrificio de la misa, sacrificio de alabanza, sacrificio espiritual, sacrificio puro y santo, puesto que completa y supera todos los sacrificios de la Antigua Alianza.

Santa y divina Liturgia: porque toda la liturgia de la Iglesia encuentra su centro y su expresión más densa en la celebración de este sacramento; en el mismo sentido se la llama también celebración de los santos misterios. Se habla también del Santísimo Sacramento porque es el Sacramento de los Sacramentos. Con este nombre se designan las especies eucarísticas guardadas en el sagrario.

Comunión: porque por este sacramento nos unimos a Cristo que nos hace partícipes de su Cuerpo y de su Sangre para formar un solo cuerpo; se la llama también las cosas santas –es el sentido primero de la comunión de los santos de que habla el Símbolo de los Apóstoles–, pan de los ángeles, pan del cielo, medicina de inmortalidad, viático.

Santa Misa: porque la liturgia en la que se realiza el misterio de salvación se termina con el envío de los fieles (missio) a fin de que cumplan la voluntad de Dios en su vida cotidiana.

«Tomad y comed…»: La comunión
(1384 – 1390)

El Señor nos dirige una invitación urgente a recibirle en el sacramento de la Eucaristía: «En verdad en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros» (Jn 6,53).

Para responder a esta invitación, debemos prepararnos para este momento tan grande y santo. S. Pablo exhorta a un examen de conciencia: «Quien coma el pan o beba el cáliz del Señor indignamente, será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Examínese, pues, cada cual, y coma entonces del pan y beba del cáliz. Pues quien come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propio castigo» ( 1 Co 11,27-29). Quien tiene conciencia de estar en pecado grave debe recibir el sacramento de la Reconciliación antes de acercarse a comulgar.

Ante la grandeza de este sacramento, el fiel sólo puede repetir humildemente y con fe ardiente las palabras del Centurión: «Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme».

Para prepararse convenientemente a recibir este sacramento, los fieles deben observar el ayuno prescrito por la Iglesia. Por la actitud corporal (gestos, vestido) se manifiesta el respeto, la solemnidad, el gozo de ese momento en que Cristo se hace nuestro huésped.

Es conforme al sentido mismo de la Eucaristía que los fieles, con las debidas disposiciones, comulguen cuando participan en la misa (en el mismo día, sólo una segunda vez).

La Iglesia obliga a los fieles a participar los domingos y días de fiesta en la divina liturgia y a recibir al menos una vez al año la Eucaristía, si es posible en tiempo pascual, preparados por el sacramento de la Reconciliación. Pero la Iglesia recomienda vivamente a los fieles recibir la santa Eucaristía los domingos y los días de fiesta, o con más frecuencia aún, incluso todos los días.

Gracias a la presencia sacramental de Cristo bajo cada una de las especies, la comunión bajo la sola especie de pan ya hace que se reciba todo el fruto de gracia propio de la Eucaristía. Por razones pastorales, esta manera de comulgar se ha establecido legítimamente como la más habitual en el rito latino. No obstante, la comunión tiene una expresión más plena por razón del signo cuando se hace bajo las dos especies. Ya que en esa forma es donde más perfectamente se manifiesta el signo del banquete eucarístico. Es la forma habitual de comulgar en los ritos orientales.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«La Eucaristía significa y realiza la comunión de vida con Dios y la unidad del pueblo de Dios por las que la Iglesia es ella misma. En ella se encuentra a la vez la cumbre de la acción, por la que, en Cristo, Dios santifica al mundo, y del culto que en el Espíritu Santo los hombres dan a Cristo por el Padre» (Eucharisticum mysterium).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

¡Memorial de la muerte del Señor,
pan vivo que a los hombres das la vida!
Da a mi alma vivir sólo de ti,
y tu dulce sabor gustarlo siempre.

Pelícano piadoso, Jesucristo,
lava mis manchas con tu sangre pura;
pues una sola gota es suficiente
para salvar al mundo del pecado.

¡Jesús, a quien ahora veo oculto!
Te pido que se cumpla lo que ansío:
qué, mirándote al rostro cara a cara,
sea dichoso viéndote en tu gloria. Amén.

LA SANTÍSIMA TRINIDAD “A”


«Dios es amor infinito en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo«

Ex 34,4b-6.8-9:     «Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso«

Dn 3, 52-56:        «A ti gloria y alabanza por los siglos»

2Co 13,11-13:     «La gracia de Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo»

Jn 3,16-18:         «Dios mandó a su Hijo al mundo, para que se salve por Él»

 

I. LA PALABRA DE DIOS

«Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único». La Redención tiene su fuente en el amor de Dios a los hombres, y la realiza el Hijo entregando su vida: su finalidad es salvar; pero el hombre puede permanecer en la oscuridad y no creer en el Hijo.

«El que no cree ya está juzgado». Jesús no condena; son los hombres quienes, al no aceptar las palabras de Jesús, convierten el juicio en sentencia condenatoria. El misterio de la incredulidad de los hombres está en que, al no aceptar a Cristo, el mensaje del Evangelio se les convierte en motivo de condenación: el incrédulo se condena a sí mismo. La vida y la condenación eternas comienzan ya ahora, según que uno se decida a favor o en contra de Jesús. Esta decisión adelanta al tiempo presente la sentencia del juicio futuro.

La fiesta de hoy nos sitúa ante el misterio fontal de nuestra fe. Pero «misterio» no significa algo oscuro e inaccesible. Dios nos ha revelado su misterio para sumergirnos en Él y vivir en Él y desde Él. Una cosa es que no podamos comprender a Dios, y otra muy distinta que no podamos vivir en íntima comunión con Él. Si se nos ha dado a conocer es para que disfrutemos de Él a pleno pulmón. En Él vivimos, nos movemos y existimos. No debemos retraernos de Él, que interiormente nos ilumina para conocerle y nos atrae para unirnos consigo.

Hemos de pedir mucha luz al Espíritu Santo para que podamos conocer –no con muchas ideas, sino de modo íntimo y experimental– el misterio de Dios Trinidad. Así lo han conocido los santos y muchos cristianos a través de los siglos mediante el contacto directo y ese trato que da la oración iluminada por la fe y el amor.

Un Padre que es Fuente absoluta, Principio sin principio, Origen eterno; que engendra eternamente un Hijo igual a Él: Dios como Él, infinito, eterno, omnipotente. Un Hijo cuyo ser consiste en recibir; se recibe a sí mismo eternamente, proviniendo del Padre, en dependencia total y absoluta de Él y volviendo a Él eternamente en un retorno de donación amorosa y completa. Y un Espíritu Santo que procede de ambos como vínculo perfecto, infinito y eterno de amor.

Esta es la fe cristiana que profesamos en el credo; y no podemos vivir al margen de ella, relacionándonos con Dios de una manera genérica e impersonal. Hemos sido bautizados «en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo». El bautismo nos ha puesto en una relación personal con cada una de las Personas Divinas: nos ha configurado con Cristo como hijos del Padre y templos del Espíritu; y vivir de otra manera nos desnaturaliza y nos despersonaliza.

Sólo podemos vivir auténticamente si mantenemos y acrecentamos nuestra unión con Cristo por la fe, si vivimos «instalados» en Él, como hijos en el Hijo, recibiéndolo todo del Padre, en obediencia absoluta a su voluntad, y dóciles al impulso del Espíritu Santo.

II. LA FE DE LA IGLESIA

El fin último de toda la economía divina
es la entrada de las criaturas
en la unidad perfecta de la Trinidad:
(232–237).

Los cristianos somos bautizados «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo«. Antes respondemos «Creo» a la triple pregunta que nos pide confesar la fe en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu: «La fe de todos los cristianos se cimenta en la Santísima Trinidad» (S. Cesáreo de Arlés).

Los cristianos somos bautizados en «el nombre» del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo y no en «los nombres» de estos, pues no hay más que un sólo Dios, el Padre todopoderoso y su Hijo único y el Espíritu Santo: la Santísima Trinidad.

El misterio de la Santísima Trinidad es el misterio central de la fe y de la vida cristiana. Es el misterio de Dios en sí mismo. Es, pues, la fuente de todos los otros misterios de la fe; es la luz que los ilumina. Es la enseñanza más fundamental y esencial en la jerarquía de las verdades de fe. Toda la historia de la salvación no es otra cosa que la historia del camino y los medios por los cuales el Dios verdadero y único, Padre, Hijo y Espíritu Santo, se revela, reconcilia consigo a los hombres, apartados por el pecado, y se une con ellos.

Las obras de Dios revelan quién es en sí mismo; e inversamente, el misterio de su Ser íntimo ilumina la inteligencia de todas sus obras. Así sucede, analógicamente, entre las personas humanas, la persona se muestra en su obrar y a medida que conocemos mejor a una persona, mejor comprendemos su obrar.

La Trinidad es un misterio de fe en sentido estricto, uno de los «misterios escondidos en Dios, que no pueden ser conocidos si no son revelados desde lo alto». Dios, ciertamente, ha dejado huellas de su ser trinitario en su obra de Creación y en su Revelación a lo largo del Antiguo Testamento. Pero la intimidad de su Ser como Trinidad Santa constituye un misterio inaccesible a la sola razón e incluso a la fe de Israel antes de la Encarnación del Hijo de Dios y el envío del Espíritu Santo.

La fe en la Trinidad:
(249-256).

La verdad revelada de la Santa Trinidad ha estado desde los orígenes en la raíz de la fe viva de la Iglesia, principalmente en el acto del bautismo.

Durante los primeros siglos, la Iglesia formula más explícitamente su fe trinitaria, tanto para profundizar su propia inteligencia de la fe, como para defenderla contra los errores que la deformaban.

Para la formulación del dogma de la Trinidad, la Iglesia debió crear una terminología propia con ayuda de nociones de origen filosófico: «substancia», «persona» o «hipóstasis», «relación», etc. Al hacer esto, no sometía la fe a una sabiduría humana, sino que daba un sentido nuevo, sorprendente, a estos términos.

La Iglesia utiliza el término «substancia» (traducido a veces también por «esencia» o por «naturaleza») para designar el ser divino en su unidad; el término «persona» o «hipóstasis» para designar al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo en su distinción real entre sí; el término «relación» para designar el hecho de que su distinción reside en la referencia de cada uno a los otros.

La Trinidad es una. No confesamos tres dioses sino un solo Dios en tres personas. Las Personas divinas no se reparten la única divinidad, sino que cada una de ellas es enteramente Dios: El Padre es lo mismo que es el Hijo, el Hijo lo mismo que es el Padre, el Padre y el Hijo lo mismo que el Espíritu Santo, es decir, un solo Dios por naturaleza. Cada una de las tres Personas es esta realidad, es decir, la substancia, la esencia o la naturaleza divina.

Las Personas divinas son realmente distintas entre sí. Dios es único pero no solitario. «Padre», «Hijo», Espíritu Santo» no son simplemente nombres que designan modalidades del ser divino, pues son realmente distintos entre sí: El que es el Hijo no es el Padre, y el que es el Padre no es el Hijo, ni el Espíritu Santo el que es el Padre o el Hijo.

Son distintos entre sí por sus relaciones de origen: El Padre es quien engendra, el Hijo quien es engendrado, y el Espíritu Santo es quien procede. La Unidad divina es Trina.

Las personas divinas son relativas unas a otras. La distinción real de las Personas entre sí, porque no divide la unidad divina, reside únicamente en las relaciones que las refieren unas a otras: el Padre es referido al Hijo, el Hijo lo es al Padre, el Espíritu Santo lo es a los dos; sin embargo, cuando se habla de estas tres Personas considerando las relaciones se cree en una sola naturaleza o substancia. En efecto, «todo es uno (en ellos) donde no existe oposición de relación.» A causa de esta unidad, el Padre está todo en el Hijo, todo en el Espíritu Santo; el Hijo está todo en el Padre, todo en el Espíritu Santo; el Espíritu Santo está todo en el Padre, todo en el Hijo.

En el nombre del Padre, y del Hijo,
y del Espíritu Santo:
(2157).

El cristiano comienza su jornada, sus oraciones y sus acciones con la señal de la cruz, «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén«. El bautizado consagra la jornada a la gloria de Dios e invoca la gracia del Señor que le permite actuar en el Espíritu como hijo del Padre. La señal de la cruz nos fortalece en las tentaciones y en las dificultades.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

A los catecúmenos de Constantinopla, S. Gregorio Nacianceno, llamado también «el Teólogo», confía este resumen de la fe trinitaria:

«Ante todo, guárdenme este buen depósito, por el cual vivo y combato, con el cual quiero morir, que me hace soportar todos los males y despreciar todos los placeres: quiero decir la profesión de fe en el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo. Se la confío hoy. Por ella les introduciré dentro de poco en el agua y les sacaré de ella. Se la doy como compañera y patrona de toda su vida. Les doy una sola Divinidad y Poder, que existe Una en los Tres, y contiene los Tres de una manera distinta. Divinidad sin distinción de substancia o de naturaleza, sin grado superior que eleve o grado inferior que abaje … Es la infinita connaturalidad de tres infinitos. Cada uno, considerado en sí mismo, es Dios todo entero … Dios los Tres considerados en conjunto … No he comenzado a pensar en la Unidad cuando ya la Trinidad me baña con su esplendor. No he comenzado a pensar en la Trinidad cuando ya la unidad me posee de nuevo.

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

«Dios mío, Trinidad a quién adoro,
ayúdame a olvidarme enteramente de mí
para establecerme en ti, inmóvil y apacible,
como si mi alma estuviera ya en la eternidad;
que nada pueda turbar mi paz,
ni hacerme salir de ti, mi inmutable,
sino que cada minuto me lleve más lejos
en la profundidad de tu misterio.

Pacifica mi alma.

Haz de ella tu cielo, tu morada amada
y el lugar de tu reposo.

Que yo no te deje jamás solo en ella,
sino que yo esté allí enteramente,
totalmente despierta en mi fe, en adoración,
entregada sin reservas a tu acción creadora.
Amén.
»

(Oración de la Beata Isabel de la Trinidad).