DOMINGO IX ORDINARIO “A”


«Creyente puede ser quien sólo cree; cristiano, quien cree y vive lo creído»

Dt 11,18.26-28:     Mirad, os pongo delante bendición y maldición

Sal 30,2- 25:         Sé la roca de mi refugio, Señor

Rm 3,21-25.28:     El hombre es justificado por la fe, sin las obras de la ley

Mt 7, 21-27:         La casa edificada sobre roca y la casa edificada sobre arena

 

I. LA PALABRA DE DIOS

Hombre sabio es el que escucha las palabras y las pone en práctica: edifica sobre roca. El que escucha las palabras y no las pone en práctica, es un necio que edifica sobre arena. Este se limita a decir: «Señor, Señor…» Aquél, además, «hace la voluntad del Padre». Este último se salva; aquél no.

«No todo el que me dice ‘Señor, Señor’». Es uno de los textos más duros del evangelio. Nos advierte que puede haber una oración falsa e ilusoria («Señor, Señor»). Pero sorprende más que puede haber personas que han profetizado y hecho milagros en nombre de Jesús y sin embargo son definitivamente rechazados («nunca os he conocido; alejaos de mí, malvados»). No nos salvan las acciones y prácticas externas, aun buenas y santas, sino la adhesión a la voluntad de Dios.

«El que escucha… y pone en práctica…» Lo único firme y estable, lo único que perdura es lo que se construye sobre roca. Lo que da firmeza a nuestra vida es escuchar la palabra de Cristo, hacerla propia, ponerla en práctica y adherirse a lo que Dios quiere.

«Se hundió totalmente». Las dos casas son igualmente embestidas por los vientos y tempestades. En la vida de toda persona aparecen tormentas, antes o después. Y lo que se hunde demuestra que no estaba afianzado sobre roca. «¡Mire cada cual cómo construye!» (1Cor 3,10). Los zarandeos de la vida, las crisis diversas ayudan a comprobar lo que en nosotros no tenía firmeza ni consistencia. La mayor necedad sería seguir construyendo en falso y no aprender cuando experimentamos un derrumbe. Cristo nos deja claro cómo construir con firmeza: tomar en serio su palabra, actuar según ella, plasmar nuestra vida según la voluntad de Dios. Pero si persistimos en la ceguera nos amenaza la ruina total y definitiva. Y esto vale tanto para los individuos como para las comunidades, parroquias, diócesis…

Las expresiones de San Pablo «por la fe en Jesucristo viene la justicia de Dios a todos los que creen»; «el hombre es justificado por la fe» (2ª Lect.) enseñan que la fe, es decir, la adhesión y conformidad con Jesús en su entrega a la voluntad del Padre es lo que únicamente justifica. La santidad es la respuesta a la fe. El verdadero discípulo de Jesús, une su sí al sí de Jesús a su Padre.

No son los teólogos, ni los predicadores, ni los grandes organizadores, ni los cristianos rutinarios «de toda la vida», los que cambiarán el mundo; serán los santos.

IV. LA FE DE LA IGLESIA

El nombre de Dios, signo de fidelidad
(206 – 221)

Ante la presencia atrayente y misteriosa de Dios, el hombre descubre su pequeñez. Ante la zarza ardiente, Moisés se quita las sandalias y se cubre el rostro delante de la Santidad Divina. Ante la gloria del Dios tres veces santo, Isaías exclama: «¡Ay de mí, que estoy perdido, pues soy un hombre de labios impuros!». Ante los signos divinos que Jesús realiza, Pedro exclama: «Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador». Pero porque Dios es santo, puede perdonar al hombre que se descubre pecador delante de Él: «No ejecutaré el ardor de mi cólera…porque soy Dios, no hombre; en medio de ti yo el Santo» (Os 11,9). El apóstol Juan dirá igualmente: «Tranquilizaremos nuestra conciencia ante él, en caso de que nos condene nuestra conciencia, pues Dios es mayor que nuestra conciencia y conoce todo».

Al revelar su nombre misterioso de YHWH, «Yo soy el que es» o «Yo soy el que soy» o también «Yo soy el que Yo soy», Dios dice quién es y con qué nombre se le debe llamar. Este Nombre Divino es misterioso como Dios es Misterio. Es a la vez un Nombre revelado y como la resistencia a tomar un nombre propio, y por esto mismo expresa mejor a Dios como lo que Él es, infinitamente por encima de todo lo que podemos comprender o decir: es el «Dios escondido», su nombre es inefable, y es el Dios que se acerca a los hombres.

Por respeto a su santidad, el pueblo de Israel no pronuncia el Nombre de Dios. En la lectura de la Sagrada Escritura, el Nombre revelado (YaHWeH) es sustituido por el título divino «Señor» («Adonai«, en griego «Kyrios«). Con este título será aclamada la divinidad de Jesús: «Jesús es Señor».

En el transcurso de los siglos, la fe de Israel pudo desarrollar y profundizar las riquezas contenidas en la revelación del Nombre divino. Dios es único; fuera de Él no hay dioses. Dios transciende el mundo y la historia. Él es quien ha hecho el cielo y la tierra: «Ellos perecen, mas tú quedas, todos ellos como la ropa se desgastan…pero tú siempre el mismo, no tienen fin tus años» (Sal 102,27-28). En Él «no hay cambios ni sombras de rotaciones» (St 1,17). Él es «El que es», desde siempre y para siempre y por eso permanece siempre fiel a sí mismo y a sus promesas.

Por tanto, la revelación del Nombre inefable «Yo soy el que soy» contiene la verdad que sólo Dios ES. En este mismo sentido la Tradición de la Iglesia ha entendido el Nombre divino: Dios es la plenitud del Ser y de toda perfección, sin origen y sin fin. Mientras todas las criaturas han recibido de Él todo su ser y su poseer. Él solo es su ser mismo y es por sí mismo todo lo que es.

El Dios de nuestra fe se ha revelado como «El que es»; se ha dado a conocer como «rico en amor y fidelidad». Su Ser mismo es Verdad y Amor.

«Dios es Luz, y en Él no hay tiniebla alguna». Dios es la Verdad misma, es decir, que no puede equivocarse ni engañarnos. La verdad de Dios es su Sabiduría con la que ha creado y gobierna el mundo. La enseñanza de Dios es verdadera.

«Dios es Amor». El ser mismo de Dios es Amor. Él mismo es una eterna comunicación de amor: Padre, Hijo y Espíritu Santo, y nos ha destinado a participar en Él.

Consecuencia de la fe en el Dios único
(222 – 227)

Creer en Dios, el Único, y amarlo con todo el ser tiene consecuencias inmensas para toda nuestra vida:

Es reconocer la grandeza y la majestad de Dios: «Sí, Dios es tan grande que supera nuestra ciencia» (Jb 36,26). Por esto Dios debe ser «el primer servido» (Santa Juana de Arco).

Es vivir en acción de gracias: Si Dios es el Único, todo lo que somos y todo lo que poseemos vienen de él: «¿Qué tienes que no hayas recibido?» (1 Co 4,7). «¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?» (Sal 116,12).

Es reconocer la unidad y la verdadera dignidad de todos los hombres: Todos han sido hechos «a imagen y semejanza de Dios» (Gn 1,26).

Es usar bien de las cosas creadas: La fe en Dios, el Único, nos lleva a usar de todo lo que no es Él en la medida en que nos acerca a Él, y a separarnos de ello en la medida en que nos aparta de Él.

Es confiar en Dios en todas las circunstancias, incluso en la adversidad.

Cumplir la voluntad de Dios
(1965 – 1975)

La ley divina es una instrucción paternal de Dios que prescribe al hombre los caminos que llevan a la bienaventuranza prometida y proscribe los caminos del mal.

La Ley nueva o Ley evangélica es la perfección aquí abajo de la ley divina, natural y revelada. Es obra de Cristo y se expresa particularmente en el Sermón de la Montaña. Es también obra del Espíritu Santo, y por Él viene a ser la ley interior de la caridad.

La Ley evangélica lleva a plenitud los mandamientos de la Ley antigua. El Sermón del monte, lejos de abolir o devaluar las prescripciones morales de la Ley antigua, extrae de ella sus virtualidades ocultas y hace surgir de ella nuevas exigencias: revela toda su verdad divina y humana. No añade preceptos exteriores nuevos, pero llega a reformar la raíz de los actos, el corazón, donde el hombre elige entre lo puro y lo impuro, donde se forman la fe, la esperanza y la caridad, y con ellas las otras virtudes.

La Ley evangélica entraña la elección decisiva entre «los dos caminos» (cf Mt 7, 13-14) y la práctica de las palabras del Señor; está resumida en la regla de oro: «Todo cuanto queráis que os hagan los hombres, hacédselo también vosotros; porque ésta es la Ley y los profetas».

Toda la Ley evangélica está contenida en el «mandamiento nuevo» de Jesús: amarnos los unos a los otros como Él nos ha amado.

La Ley nueva es llamada ley de amor, porque hace obrar por el amor que infunde el Espíritu Santo más que por el temor; ley de gracia, porque confiere la fuerza de la gracia para obrar mediante la fe y los sacramentos; ley de libertad, porque nos libera de las observancias rituales y jurídicas de la Ley antigua, nos inclina a obrar espontáneamente bajo el impulso de la caridad y nos hace pasar de la condición del siervo «que ignora lo que hace su señor», a la de amigo de Cristo, «porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer», o también a la condición de hijo heredero.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Toda la pretensión de quien comienza oración (y no se olvide esto, que importa mucho), ha de ser trabajar y determinarse y disponerse, con cuantas diligencias pueda a hacer su voluntad conformar con la de Dios; estad muy ciertas que en esto consiste toda la mayor perfección que se puede alcanzar en el camino espiritual» (Santa Teresa de Jesús).

«El que quiera meditar con piedad y perspicacia el Sermón que nuestro Señor pronunció en la montaña, según lo leemos en el Evangelio de San Mateo, encontrará en él sin duda alguna la carta perfecta de la vida cristiana…Este Sermón contiene todos los preceptos propios para guiar la vida cristiana» (S. Agustín).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

Señor mío y Dios mío,
quítame todo lo que me aleja de ti.

Señor mío y Dios mío,
dame todo lo que me acerca a ti.

Señor mío y Dios mío,
despójame de mi mismo
para darme todo a ti. Amén.

(S. Nicolás de Flüe, oración).

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