Archivo por meses: agosto 2020

30 de agosto de 2020: DOMINGO XXII ORDINARIO “A”


«La fe y la cruz pascual»

Jr 20,7-9: «La Palabra del Señor se volvió oprobio para mí»
Sal 62, 2-9: «Mi alma está sedienta de ti, Señor, Dios mío»
Rm 12,1-2: «Ofrézcanse ustedes mismos como sacrificio vivo»

Mt 16,21-27: «El que quiera venirse conmigo que se niegue a sí mismo»

I. LA PALABRA DE DIOS

El anuncio evangélico del domingo pasado comenzaba con la pregunta: «¿Quién… es el Hijo del hombre?«. El de hoy descubre su destino y el de aquellos que le siguen: el Misterio Pascual: la cruz y la resurrección. En el Evangelio del domingo pasado, Pedro profesó la fe en Jesús, motivado por la revelación del Padre: «Tú eres el Hijo del Dios vivo». En el de hoy, Pedro habla según los puntos de vista humanos: «tú piensas como los hombres», le reprocha Jesús. Allí, Jesús le otorgaba las mayores prerrogativas en la Iglesia. Aquí, le corrige con dureza: «Quítate de mi vista, Satanás». Allí dominaban la fe y los dones de Dios para bien de su Iglesia. Aquí, en cambio, la «poca fe» y las reacciones humanas. 

Pedro pretendió ejercer precipitadamente los poderes que acababa de recibir, sin esperar la gracia de Pentecostés, y chocó con el escándalo de la cruz. Cuando Jesús presenta el plan del Padre sobre su propia vida –muchos padecimientos y muerte en cruz–, Pedro se rebela y se pone a increpar a Jesús; se escandaliza de la manera como Dios actúa, y se pone a decir que eso no puede ser. ¿Acaso no es también esta nuestra postura muchas veces cuando la cruz se presenta en nuestra vida?

Pedro, olvidado de la revelación del Padre, es el prototipo de los humanos. No comprende la cruz. «¡No lo permita Dios, Señor! Eso no puede pasarte». Nosotros pedimos a Dios con frecuencia ser liberados de la cruz, sin añadir: «pero no se haga mi voluntad sino la tuya». Hacemos todo lo posible para que «eso no pueda pasar«. Somos hombres de «poca fe«.

Pero fijémonos en la reprensión de Jesús a Pedro: «¡Apártate de mi vista, Satanás!». La expresión es tremendamente dura, pues Jesús llama a Pedro «Satanás». Y ¿por qué? porque «piensas como los hombres y no como Dios». Pedro ha vuelto a ser «Simón, hijo de Jonás» se ha hecho «adversario» de Jesús, se ha colocado «delante» del Maestro y se ha convertido en obstáculo, en «tropiezo» en el «camino» hacia Jerusalén; para ser verdadero discípulo, Simón necesita de nuevo ponerse «detrás» de Jesús y seguirlo.

También nosotros tenemos que aprender a ver la cruz –nuestras cruces de cada día: dolores, enfermedades, problemas, incomprensiones, dificultades, etc.– como Dios, es decir, con los ojos de la fe. De esa manera no nos rebelaremos contra Dios ni contra sus planes.

Vista la cruz con ojos de fe no es terrible. Primero, porque cruz tiene todo hombre, lo quiera o no, sea cristiano o no. Pero el cristiano la ve de manera distinta, la lleva con paz y serenidad. El cristiano no se «resigna» ante la cruz; al contrario, la toma con decisión, la abraza y la lleva con alegría. El que se ha dejado seducir por el Señor, y en su corazón lleva sembrado el amor de Dios, no ve la cruz como una maldición. La cruz nos hace ganar la vida, no sólo la futura, sino también la presente, en la medida en que la llevamos con fe y amor.

II. LA FE DE LA IGLESIA

La Cruz de Cristo
(606 — 618)

La muerte violenta de Jesús pertenece al misterio del designio de Dios. Al entregar a su Hijo por nuestros pecados, Dios manifiesta su designio de amor benevolente sobre nosotros, que precede a todo mérito por nuestra parte.

Jesús aceptó libremente su Pasión y muerte por amor a su Padre y por amor a los hombres que el Padre quiere salvar. En el sufrimiento y en la muerte, su humanidad se hizo el instrumento libre y perfecto de su amor divino que quiere la salvación de los hombres. «Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos». Nos «amó hasta el extremo».

Desde el primer instante de su Encarnación el Hijo acepta libremente el designio divino de salvación en su misión redentora. Este deseo de aceptar el designio de amor redentor de su Padre anima toda la vida de Jesús. El sacrificio de Jesús «por los pecados del mundo entero», es la expresión de su comunión de amor con el Padre.

La redención de Jesucristo consiste en que Él, por amor a los hombres, ofreció su vida al Padre en el sacrificio de la cruz, obedeciendo hasta la muerte y dándose a sí mismo en expiación. Así, Jesús repara nuestras faltas y satisface al Padre por nuestros pecados, para salvarnos a todos.

Este sacrificio de Cristo es único, da plenitud y sobrepasa a todos los sacrificios. Ante todo es un don del mismo Dios Padre, que entrega a su Hijo para reconciliarnos con Él; al mismo tiempo es ofrenda del Hijo de Dios hecho hombre que, libremente y por amor, ofrece su vida a su Padre por medio del Espíritu Santo, para reparar nuestra desobediencia.

El «amor hasta el extremo» es el que confiere su valor de redención y de reparación, de expiación y de satisfacción al sacrificio de Cristo.

Llamados a ser perfectos en el amor
(2012 — 2015)

El centro de gravedad de Jesús es el Misterio Pascual, que Pedro en un momento de poca fe no acepta. El centro de gravedad de los seguidores de Jesús es también el Misterio Pascual del Maestro. La Eucaristía nos incorpora sacramental y existencialmente al Misterio Pascual.

Cristo quiere asociar a su sacrificio redentor a aquellos mismos que son sus primeros beneficiarios. El sacrificio de Cristo es único, y Él es el único mediador entre Dios y los hombres, pero al unirse, por su Encarnación, en cierto modo, a todo hombre, Él ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de Dios sólo conocida, se asocien a este misterio pascual. Él «sufrió por nosotros dejándonos un ejemplo para que sigamos sus huellas» e invita a todos sus discípulos a «tomar su cruz y seguirle». Esto lo realiza en forma excelsa su Madre, asociada más íntimamente que nadie al misterio de su sacrificio redentor.

Todos los fieles, de cualquier estado o régimen de vida, son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad. Todos son llamados a la santidad: «Sean perfectos como su Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48).

El camino de la perfección pasa por la cruz. No hay santidad sin renuncia y sin combate espiritual. El progreso espiritual implica el esfuerzo y la mortificación que conducen gradualmente a vivir en la paz y el gozo de las bienaventuranzas.

Para alcanzar esta perfección, los creyentes han de emplear sus fuerzas, según la medida del don de Cristo, para entregarse totalmente a la gloria de Dios y al servicio del prójimo. Lo harán siguiendo las huellas de Cristo, haciéndose conformes a su imagen, y siendo obedientes en todo a la voluntad del Padre. De esta manera, la santidad del Pueblo de Dios producirá frutos abundantes, como lo muestra claramente en la historia de la Iglesia la vida de los santos.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Esta es la única verdadera escala del paraíso, fuera de la Cruz no hay otra por donde subir al cielo» (Santa Rosa de Lima).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

En esta tarde, Cristo del Calvario,
vine a rogarte por mi carne enferma;
pero, al verte, mis ojos van y vienen
de tu cuerpo a mi cuerpo con vergüenza.

¿Cómo quejarme de mis pies cansados,
cuando veo los tuyos destrozados?
¿Cómo mostrarte mis manos vacías,
cuando las tuyas están llenas de heridas?

¿Cómo explicarte a ti mi soledad,
cuando en la cruz alzado y solo estás?
¿Cómo explicarte que no tengo amor,
cuando tienes rasgado el corazón?

Ahora ya no me acuerdo de nada,
huyeron de mi todas mis dolencias.
El ímpetu del ruego que traía
se me ahoga en la boca pedigüeña.

Y sólo pido no pedirte nada,
estar aquí, junto a tu imagen muerta,
ir aprendiendo que el dolor es sólo
la llave santa de tu santa puerta. Amén.

23 de agosto de 2020: DOMINGO XXI ORDINARIO “A”


 «La fe de Pedro, fundamento
y centro de comunión de la Iglesia»

Is 22,19-23: «Colgaré de su hombro la llave del palacio de David»
Sal 137, 1-6: «Señor, tu misericordia es eterna, no abandones la obra de tus manos»
Rm 11,33-36: «Él es origen, guía y meta del universo»

Mt 16,13-20: «Tú eres Pedro y te daré las llaves del Reino de los cielos»

I. LA PALABRA DE DIOS

El evangelio de hoy tiene que hacernos experimentar la maravilla de la fe. Con frecuencia, estamos demasiado «acostumbrados» a creer; hemos nacido en un ambiente cristiano y nos parece lo más natural del mundo. Sin embargo, hemos de admirarnos del regalo de la fe, de que también nosotros podamos decir a Jesús: «Tú eres el Hijo de Dios», pues eso no nos viene de la carne ni de la sangre, sino que nos ha sido revelado por el Padre que está en los cielos. La fe es el regalo más grande que hemos recibido; más grande incluso que la vida, pues la vida sin fe sería absurda y vacía.

«Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo». En la primera parte de su respuesta, Pedro confiesa la dignidad mesiánica de Jesús; en la segunda, la calidad mesiánica de Jesús: es más que «Hijo de David», está en relación completamente única con Dios-Padre. La primitiva forma del dogma cristiano es la profesión de fe, central en el Nuevo Testamento: Jesucristo es Hijo de Dios.

Por ello hemos de agradecer al Señor el don de la fe y hemos de sentirnos felices de creer. ¿Siento la dicha de ser creyente, cristiano, católico? ¿O vivo mi fe como un peso, una rutina, una costumbre? ¿Me preocupo de cultivar mi fe y hacerla crecer, de formarme bien como cristiano? Lo mismo que la gente se equivocaba al decir quién era Jesús, también en nuestra mente hay errores, opiniones o ideas equivocadas. ¿Procuro irlos corrigiendo? Y la alegría de creer ¿me lleva a dar testimonio ante los demás, a manifestarme como creyente? ¿O, en cambio, me avergüenzo de Cristo?

Porque «Pedro… dijo: Tú eres el Mesías…», Jesús responde: «Tú eres Pedro…». Pedro posee todo el poder del Reino, porque se le han dado «las llaves». Por eso, es capaz de poner en sintonía las decisiones y el perdón que se otorgan en la Iglesia, aquí en la tierra, con los designios y la reconciliación de Dios en el cielo. La fe de Pedro, a una con la Palabra de Cristo o con Cristo, es el fundamento inamovible de la Iglesia, el centro de comunión entre la tierra y el cielo, la Iglesia de aquí y Dios. La Iglesia es el comienzo de la nueva creación en este mundo, a partir del Señor resucitado.

Pedro sigue estando presente hoy en el Papa Francisco, que ha recibido la autoridad de Cristo para atar y desatar. Debo escucharle como padre y pastor, seguir sus enseñanzas. ¿Me apoyo en la firmeza de la roca de Pedro? ¿Estoy contento de ser hijo de la Iglesia?

Es demasiado fuerte el contraste entre el lugar de Pedro en la Iglesia, según el Evangelio entendido por la Tradición viva de la misma Iglesia, y la actitud de algunos que se dicen católicos y que están distanciados del sucesor de Pedro, y aun opuestos a él. «Donde está Pedro, está la Iglesia de Cristo».

II. LA FE DE LA IGLESIA

El ministerio ordenado en la Iglesia
(874 — 892)

Cristo el Señor, para dirigir al Pueblo de Dios y hacerle progresar siempre, instituyó en su Iglesia diversos ministerios que está ordenados al bien de todo el Cuerpo. En efecto, los ministros que poseen la sagrada potestad están al servicio de sus hermanos para que todos los que son miembros del Pueblo de Dios lleguen a la salvación.

Nadie se puede dar a sí mismo el mandato ni la misión de anunciar el Evangelio. El enviado del Señor habla y obra no con autoridad propia, sino en virtud de la autoridad de Cristo; no como miembro de la comunidad, sino hablando a ella en nombre de Cristo. Nadie puede conferirse a sí mismo la gracia, ella debe ser dada y ofrecida. Eso supone ministros de la gracia, autorizados y habilitados por parte de Cristo. De Él los obispos y los presbíteros reciben la misión y la facultad (el «poder sagrado») de actuar en el nombre y en la persona de Cristo Cabeza de la Iglesia. El ministerio sacerdotal en la Iglesia se confiere por medio de un sacramento específico: el Sacramento del Orden.

Cristo, al instituir a los Doce, formó una especie de Colegio o grupo estable y eligiendo de entre ellos a Pedro lo puso al frente de él. Así como, por disposición del Señor, San Pedro y los demás Apóstoles forman un único Colegio apostólico, por análogas razones están unidos entre sí el Romano Pontífice, sucesor de Pedro, y los obispos, sucesores de los Apóstoles.

El ministerio petrino

El Señor hizo de Simón, al que dio el nombre de Pedro, y solamente de él, la piedra de su Iglesia. Le entregó las llaves de ella; lo instituyó pastor de todo el rebaño. Está claro que también el Colegio de los Apóstoles, unido a su Cabeza, recibió la función de atar y desatar dada a Pedro. Este oficio pastoral de Pedro y de los demás apóstoles pertenece a los cimientos de la Iglesia. Se continúa por los obispos bajo el primado del Papa.

El Papa, obispo de Roma y sucesor de San Pedro, es el principio y fundamento perpetuo y visible de unidad, tanto de los obispos como de la muchedumbre de los fieles. El Pontífice Romano, en efecto, tiene en la Iglesia, en virtud de su función de Vicario de Cristo y Pastor de toda la Iglesia, la potestad plena, suprema y universal, que puede ejercer siempre con entera libertad.

La misión del Magisterio está ligada al carácter definitivo de la Alianza instaurada por Dios en Cristo con su Pueblo; debe protegerlo de las desviaciones y de los fallos, y garantizarle la posibilidad objetiva de profesar sin error la fe auténtica. El oficio pastoral del Magisterio está dirigido, así, a velar para que el Pueblo de Dios permanezca en la verdad que libera. Para cumplir este servicio, Cristo ha dotado a los pastores con el carisma de infalibilidad en materia de fe y de costumbres.

El Romano Pontífice, Cabeza del Colegio episcopal, goza de esta infalibilidad en virtud de su ministerio cuando, como Pastor y Maestro supremo de todos los fieles que confirma en la fe a sus hermanos, proclama por un acto definitivo la doctrina en cuestiones de fe y moral. Cuando la Iglesia propone por medio de su Magisterio supremo que algo se debe aceptar «como revelado por Dios para ser creído» y como enseñanza de Cristo, hay que aceptar sus definiciones con la obediencia de la fe. Esta infalibilidad abarca todo el depósito de la Revelación divina.

El Romano Pontífice y los obispos como maestros auténticos, por estar dotados de la autoridad de Cristo, predican al pueblo que tienen confiado la fe que hay que creer y que hay que llevar a la práctica. El magisterio ordinario y universal del Papa, y de los obispos en comunión con él, enseña a los fieles la verdad que han de creer, la caridad que han de practicar, la bienaventuranza que han de esperar. Por tanto, no se ha de oponer la conciencia personal y la razón a la ley moral o al Magisterio de la Iglesia.

Así pues, debe crearse entre los cristianos un verdadero espíritu filial frente a la Iglesia. Es el desarrollo normal de la gracia bautismal, que nos engendró en el seno de la Iglesia y nos hizo miembros del Cuerpo de Cristo. En su solicitud materna, la Iglesia nos concede la misericordia de Dios que desborda todos nuestros pecados y actúa especialmente en el sacramento de la reconciliación. Como una madre previsora nos prodiga también en su liturgia, día tras día, el alimento de la Palabra y de la Eucaristía del Señor.

La Iglesia es apostólica: Está edificada sobre sólidos cimientos: «los doce apóstoles del Cordero» (Ap 21, 14); es indestructible (cf Mt 16, 18); se mantiene infaliblemente en la verdad: Cristo la gobierna por medio de Pedro y los demás apóstoles, presentes en sus sucesores, el Papa y el colegio de los obispos.

La única Iglesia de Cristo, de la que confesamos en el Credo que es una, santa, católica y apostólica, subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los obispos en comunión con él.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Es a la misma Iglesia, a la que ha sido confiado el «Don de Dios». Es en ella donde se ha depositado la comunión con Cristo, es decir, el Espíritu Santo, confirmación de nuestra fe y escala de nuestra ascensión hacia Dios. Porque allí donde está la Iglesia, allí está también el Espíritu de Dios; y allí donde está el Espíritu de Dios, está la Iglesia y toda gracia» (San Ireneo).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Cristo te llama, Pedro, y tú le sigues;
dejas tu barca, pescador de hombres;
roca y cimiento de la santa Iglesia
Cristo te hace.

Él te pregunta:
«¿Me amas más que éstos?»;
tú le respondes: «Sabes que te quiero».
Él te encomienda todo su rebaño;
tú lo apacientas.

Tienes las llaves, atas y desatas;
fiel al Maestro, amas más que niegas;
llegas a Roma, con tu magisterio;
mueres por Cristo.

Desde tu cielo, mira a nuestra tierra,
guía los pasos de tus sucesores
que en el primado del amor, sirviendo,
rigen la Iglesia. 

Amén.

16 de agosto de 2020: DOMINGO XX ORDINARIO «A»


 «La fe grande y victoriosa»

Is 56,1.6-7: A los extranjeros los traeré a mi Monte Santo
Sal 66, 2-8: Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben
Rm 11,13-15.29-32: Los dones y la llamada de Dios son irrevocables
Mt 15,21-28: Mujer, qué grande es tu fe

I. LA PALABRA DE DIOS

«Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas». Impresiona ante todo de esta mujer cananea su profunda humildad. Pide ayuda a Jesús, pero reconoce que no tiene ningún derecho a esta ayuda. Lo espera todo y sólo de la benevolencia y de la misericordia de Jesús. Todo es gracia. Y no hay otra manera válida de acercarnos a Dios –en la oración, en los sacramentos, etc.– más que con la disposición del pobre que mendiga su gracia. No podemos exigir ni reclamar nada de Dios. «Como están los ojos de los esclavos fijos en las manos de sus señores, así están nuestros ojos en el Señor esperando su misericordia».
Impresiona también su fe, que produce admiración al mismo Jesús. A pesar de las dificultades que Jesús le pone, con unas palabras muy duras, ella sigue esperando el milagro, sin desanimarse. ¿Tiene mi fe esa misma vitalidad y energía? ¿Tiene esa capacidad de esperar contra toda esperanza? Las dificultades, ¿derrumban mi fe o, por el contrario, la hacen crecer?
Y, finalmente, impresiona el amor a su hija. Conoce la necesidad de su hija –«mi hija tiene un demonio muy malo»– y está dispuesta a no marcharse hasta que consiga el milagro. Insiste sin cansarse. Su compasión contrasta con la postura de los discípulos que le piden a Jesús que se lo conceda para quitársela de encima y para que deje de molestar. ¿Cómo es mi amor a los demás? ¿Me importan? ¿Voy hasta el final en la ayuda que puedo darles, incansablemente, a pesar de las dificultades? ¿O cuando los ayudo es para conseguir que me dejen en paz?

II. LA FE DE LA IGLESIA

Dios rige la vida de los humanos
por su providencia:
(301  307)

Realizada la creación, Dios no abandona su criatura a ella misma. No sólo le da el ser y el existir, sino que la mantiene a cada instante en el ser, le da el obrar y la lleva a su término. Reconocer esta dependencia completa con respecto al Creador es fuente de sabiduría y de libertad, de gozo y de confianza.
Llamamos divina providencia a las disposiciones por las que Dios conduce la obra de su creación hacia esta perfección. Dios guarda y gobierna por su providencia todo lo que creó.
Jesús pide un abandono filial en la providencia del Padre celestial que cuida de las más pequeñas necesidades de sus hijos: «No anden, pues, preocupados diciendo: ¿qué vamos a comer? ¿Qué vamos a beber?… Ya sabe su Padre celestial que tienen necesidad de todo eso. Busquen primero su Reino y su justicia, y todas esas cosas se les darán por añadidura» (Mt 6, 31 33; cf 10, 29 31).
Dios concede a los hombres incluso poder participar libremente en su providencia confiándoles la responsabilidad de «someter» la tierra y dominarla. Dios da así a los hombres el ser causas inteligentes y libres para completar la obra de la Creación, para perfeccionar su armonía para su bien y el de sus prójimos. Los hombres, cooperadores a menudo inconscientes de la voluntad divina, pueden entrar libremente en el plan divino no sólo por sus acciones y sus oraciones, sino también por sus sufrimientos. Entonces llegan a ser plenamente «colaboradores de Dios» y de su Reino.

La confianza y la perseverancia
en la oración
(2735   2741)

La confianza filial se prueba en la tribulación, particularmente cuando se ora pidiendo para sí o para los demás. Hay quien deja de orar porque piensa que su oración no es escuchada. A este respecto se plantean dos cuestiones: Por qué la oración de petición no ha sido escuchada; y cómo la oración es escuchada o «eficaz».
He aquí una observación llamativa: cuando alabamos a Dios o le damos gracias por sus beneficios, en general no estamos preocupados por saber si esta oración le es agradable. Por el contrario, cuando pedimos, exigimos ver el resultado. ¿Cuál es entonces la imagen de Dios presente en este modo de orar: Dios como medio o Dios como el Padre de Nuestro Señor Jesucristo?
¿Estamos convencidos de que «nosotros no sabemos pedir como conviene» (Rm 8, 26)? ¿Pedimos a Dios los «bienes convenientes«? Nuestro Padre sabe bien lo que nos hace falta antes de que nosotros se lo pidamos, pero espera nuestra petición porque la dignidad de sus hijos está en su libertad. Por tanto es necesario orar con su Espíritu de libertad, para poder conocer en verdad su deseo.
«No tienen porque no piden. Piden y no reciben porque piden mal, con la intención de malgastarlo en sus pasiones» (St 4, 2-3). Si pedimos con un corazón dividido, «adúltero» (St 4, 4), Dios no puede escucharnos porque Él quiere nuestro bien, nuestra vida. 
La fe se apoya en la acción de Dios en la historia. La confianza filial es suscitada por medio de su acción por excelencia: la Pasión y la Resurrección de su Hijo. La oración cristiana es cooperación con su Providencia y su designio de amor hacia los hombres.
La transformación del corazón  del que ora es la primera respuesta a nuestra petición. La oración de Jesús hace de la oración cristiana una petición eficaz. Él es su modelo. Él ora en nosotros y con nosotros. Puesto que el corazón del Hijo no busca más que lo que agrada al Padre, ¿cómo el de los hijos de adopción se apegaría más a los dones que al Dador?
Jesús ora también por nosotros, en nuestro lugar y en favor nuestro. Todas nuestras peticiones han sido recogidas una vez por todas en sus Palabras en la Cruz; y escuchadas por su Padre en la Resurrección: por eso no deja de interceder por nosotros ante el Padre. Si nuestra oración está resueltamente unida a la de Jesús, en la confianza y la audacia filial, obtenemos todo lo que pidamos en su Nombre, y aún más de lo que pedimos: recibimos al Espíritu Santo, que contiene todos los dones.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«No te aflijas si no recibes de Dios inmediatamente lo que pides: es Él quien quiere hacerte más bien todavía mediante tu perseverancia en permanecer con Él en oración. Él quiere que nuestro deseo sea probado en la oración. Así nos dispone para recibir lo que Él está dispuesto a darnos» (San Agustín).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Tu poder multiplica
la eficacia del hombre,
y crece cada día, entre sus manos,
la obra de tus manos. 
Nos señalaste un trozo de la viña
y nos dijiste: «Venid y trabajad».
Nos mostraste una mesa vacía
y nos dijiste: «Llenadla de pan».
Nos presentaste un campo de batalla
y nos dijiste: «Construid la paz».
Nos sacaste al desierto con el alba
y nos dijiste: «Levantad la ciudad».
Pusiste una herramienta en nuestras manos
y nos dijiste: «Es tiempo de crear».
Escucha a mediodía el rumor del trabajo
con que el hombre se afana en tu heredad.
Gloria al Padre, y al Hijo,
y al Espíritu Santo.
Por los siglos de los siglos.
Amén.