Archivo por meses: septiembre 2009

DOMINGO XXVIII ORDINARIO “B”


«La llamada de Jesús nos apremia»

Sb 7,7-11:                         «En comparación con la sabiduría, tuve en nada la riqueza»

Sal 89,12-17:                         «Sácianos de tu misericordia, Señor, y toda  nuestra vida será alegría»

Hb 4,12-13:                         «La Palabra de Dios juzga los deseos e intenciones del corazón»

Mc 10,17-30:                         «Vende lo que tienes y sígueme»

I. LA PALABRA DE DIOS

El Evangelio nos presenta a un hombre honrado y piadoso, pero cuyo amor a las riquezas le lleva a rechazar a Cristo.

La persona de Jesús es el bien absoluto que hay que estar dispuesto a preferir por encima de las riquezas, de la fama, del poder y de la salud (1ª lectura). En esto consiste la verdadera sabiduría: al que renuncia a todo por Cristo, en realidad con Él le vienen todos los bienes juntos; todo lo renunciado por Él se encuentra en Él centuplicado –con persecuciones– y además vida eterna. Pero es preciso tener sensatez para discernir y decisión para optar abiertamente por Él y para estar dispuesto a perder lo demás. Porque el que se aferra a sus miserables bienes y riquezas se cierra a sí mismo la entrada en el Reino de Dios.

Conviene revisar hasta qué punto en este aspecto pensamos y actuamos según el evangelio. Pues no basta cumplir los mandamientos; al joven rico, que los cumplió desde pequeño, Jesús le dice: «Una cosa te falta». Ahora bien, Cristo no exige renuncias por exigir o por poner las cosas difíciles. Al contrario, movido de su inmenso amor quiere desengañar al hombre, abrirle los ojos, hacerle que viva en la verdad. Quiere que se apoye totalmente en Dios y no en riquezas pasajeras y engañosas. Quiere que su corazón se llene de la alegría de poseer a Dios. El joven rico se marchó «muy triste» al rechazar la invitación de Jesús a desprenderse. Por el contrario, el que, como Zaqueo, da la mitad de sus bienes a los pobres (Lc 19,1-10), experimenta la alegría de la salvación.

La negativa del muchacho da lugar a la afirmación sobre las riquezas: «¡Qué difícil les va a ser a los ricos entrar en el Reino de Dios!» Sin duda, una de las advertencias que más reiterada e insistentemente aparecen en la predicación de Jesús, es la que encontramos en el evangelio de hoy: las riquezas constituyen un peligro, un estorbo. En pocos versículos, hasta tres veces insiste Jesús en lo muy difícil que es que un rico se salve. Dios, en su infinito amor, llama al hombre entero a que le sirva y a que le pertenezca de manera total e indivisa. Ahora bien, las riquezas inducen a confiar en los bienes conseguidos y a olvidarse de Dios (Lc 12,16-20) y pueden fácilmente llevar a despreciar a los pobres que nos rodean (Lc 16,19ss). Las riquezas hacen a los hombres codiciosos, orgullosos y duros (Lc 16,14), «la seducción de las riquezas ahoga la palabra» de Dios (Mt 13,22); el rico «atesora riquezas para sí, pero no es rico ante Dios» (Lc 12,21). La conclusión es clara: «No podéis servir a Dios y al Dinero» (Mt 6,24). De ahí la advertencia de Jesús: «Ay de vosotros los ricos, porque ya habéis recibido vuestro consuelo» (Lc 6,24).

«Los discípulos quedaron sorprendidos ante estas palabras» La extrañeza de los discípulos es porque ellos participaban de la idea de que las riquezas eran señal de la benevolencia divina. Jesús mismo, matizando lo dicho, habla de la esperanza mesiánica de salvación porque «Dios lo puede todo».

II. LA FE DE LA IGLESIA

Nuestra comunión
en los Misterios de Jesús
(519 – 521)

Toda la riqueza de Cristo «es para todo hombre y constituye el bien de cada uno» (RH 11). Cristo no vivió su vida para sí mismo, sino para nosotros.

Toda su vida, Jesús se muestra como nuestro modelo: él es el «hombre perfecto» que nos invita a ser sus discípulos y a seguirle: con su anonadamiento, nos ha dado un ejemplo que imitar; con su oración atrae a la oración; con su pobreza, llama a aceptar libremente la privación y las persecuciones.

Todo lo que Cristo vivió hace que podamos vivirlo en Él y que Él lo viva en nosotros. «El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido en cierto modo con todo hombre»(GS 22, 2). Estamos llamados a no ser más que una sola cosa con Él; nos hace comulgar en cuanto miembros de su Cuerpo en lo que Él vivió en su carne por nosotros y como modelo nuestro:

«Maestro, ¿qué he de hacer…?»
 (2052 – 2055)

«Maestro, ¿qué he de hacer yo de bueno para conseguir la vida eterna?» Al joven que le hace esta pregunta, Jesús responde primero invocando la necesidad de reconocer a Dios como «el único Bueno», como el Bien por excelencia y como la fuente de todo bien. Luego Jesús le declara: «Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos». Y cita a su interlocutor los preceptos que se refieren al amor al prójimo: «No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás testimonio falso, honra a tu padre y a tu madre». Finalmente, Jesús resume estos mandamientos de una manera positiva: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mt 19,16-19).

A esta primera respuesta se añade una segunda: «Si quieres ser perfecto, vete, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego ven, y sígueme» (Mt 19,21). Esta respuesta no anula la primera. El seguimiento de Jesucristo comprende el cumplir los mandamientos. La Ley no es abolida, sino que el hombre es invitado a encontrarla en la Persona de su Maestro, que es quien le da la plenitud perfecta. En los tres evangelios sinópticos (Mateo, Marcos y Lucas) la llamada de Jesús, dirigida al joven rico, de seguirle en la obediencia del discípulo, y en la observancia de los preceptos, es relacionada con el llamamiento a la pobreza y a la castidad. Los consejos evangélicos son inseparables de los mandamientos.

Cuando le hacen la pregunta «¿cuál es el mandamiento mayor de la Ley?» (Mt 22,36), Jesús responde: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas». El Decálogo debe ser interpretado a la luz de este doble y único mandamiento de la caridad, plenitud de la Ley.

En efecto, lo de: No adulterarás, no matarás, no robarás, no codiciarás y todos los demás preceptos, se resumen en esta fórmula: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. La caridad no hace mal al prójimo. La caridad es, por tanto, la ley en su plenitud.

La propiedad privada
 (2402 – 2406)

Los bienes creados están destinados a todo el género humano. La propiedad privada es lícita para garantizar la libertad y la dignidad de las personas, para ayudar a cada uno a atender sus necesidades fundamentales y las necesidades de los que están a su cargo. Debe hacer posible que se viva una solidaridad natural entre los hombres.

El derecho a la propiedad privada, adquirida o recibida de modo justo, no anula la donación original de la tierra al conjunto de la humanidad. El destino universal de los bienes continua siendo primordial, aunque la promoción del bien común exija el respeto de la propiedad privada, de su derecho y de su ejercicio. La propiedad de un bien hace de su dueño un administrador de la providencia para hacerlo fructificar y comunicar sus beneficios a otros, ante todo a sus prójimos.

El hombre es el autor, el centro y el fin de toda la actividad económica y social. El desarrollo de las actividades económicas y el crecimiento de la producción están destinados a satisfacer las necesidades de los seres humanos. La vida económica no tiende solamente a multiplicar los bienes producidos y a aumentar el lucro o el poder; está ordenada ante todo al servicio de las personas, del hombre entero y de toda la comunidad humana. Los bienes creados por Dios para todos deben llegar a todos, según la justicia y con la ayuda de la caridad.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Desde la profundidad del corazón surge la pregunta que el joven rico dirige a Jesús de Nazaret: una pregunta esencial e ineludible para la vida de todo hombre, pues se refiere al bien moral que hay que practicar y a la vida eterna. El interlocutor de Jesús intuye que hay una conexión entre el bien moral y el pleno cumplimiento del propio destino. Él es un israelita piadoso que ha crecido, diríamos, a la sombra de la Ley del Señor… Siente la necesidad de confrontarse con aquel que había iniciado su predicación con este nuevo y decisivo anuncio: «El tiempo  se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva»» (Juan Pablo II).

«No hacer participar a los pobres de los propios bienes es robarles y quitarles la vida. Lo que tenemos no son nuestros bienes, sino los suyos» (S. Juan Crisóstomo).

«Hay que satisfacer ante todo las exigencias de la justicia, de modo que no se ofrezca como ayuda de caridad lo que ya se debe a título de justicia» (Concilio Vaticano II).

«Cuando damos a los pobres las cosas indispensables no les hacemos liberalidades personales, sino que les devolvemos lo que es suyo. Más que realizar un acto de caridad, lo que hacemos es cumplir un deber de justicia» (S. Gregorio Magno).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

El trabajo, Señor, de cada día
nos sea por tu amor santificado,
convierte su dolor en alegría
de amor, que para dar tú nos has dado

Paciente y larga es nuestra tarea
en la noche oscura del amor que espera;
dulce huésped del alma, al que flaquea
dale tu luz, tu fuerza que aligera

En el alto gozoso del camino,
demos gracias a Dios, que nos concede
la esperanza sin fin del don divino;
todo lo puede en él quien nada puede. Amén

DOMINGO XXVII ORDINARIO “B”


«Poner plazos al amor es no conocer a un  Dios que ama sin límites»

Gn 2,18-24:                                               «Y serán los dos una sola carne»

Sal 127,1-6:                                               «Que el Señor nos bendiga todos los días de nuestra vida»

Hb 2,9-11:                                                 «El santificador y los santificados proceden todos del mismo«

Mc 10,2-16:                                               «Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre»

I. LA PALABRA DE DIOS

Ya en el libro del Génesis aparece la estructura del matrimonio como contrato natural indisoluble entre un hombre y una mujer, pero la primitiva unidad e indisolubilidad del contrato no fue siempre observada, ni siquiera por el pueblo judío. Cristo, con su autoridad, dignifica la institución matrimonial: restableciendo la pureza de la «unidad» primitiva frente a la poligamia y la «indisolubilidad» del vínculo matrimonial frente al divorcio y elevando la institución del matrimonio a sacramento de la nueva Ley.

«¿Qué ordenó Moisés? … Moisés permitió». Jesús les preguntó qué «ordenó» Moisés en nombre de Dios; ellos responden lo que Moisés «permitió»; a Jesús le interesa el mandamiento de Dios, no la dispensa del hombre, el sentido del matrimonio en el plan de Dios, no sus desviaciones por la obstinación del hombre.

Jesús invocará el Génesis para sancionar definitivamente la indisolubilidad del matrimonio. Al rechazar el divorcio, lo que hace Jesús es remitir al proyecto originario de Dios. No se trata de que el evangelio sea más estricto o exigente. Si Moisés permitió el divorcio, fue «por la dureza de vuestros corazones», es decir, como mal menor por la obstinación en el pecado. Como siempre, Cristo va a la raíz de la cuestión. Él viene a hacer posible la vivencia del matrimonio tal como el Creador lo había querido «al principio». La propia voluntad divina será la mejor garantía de la unión entre el hombre y la mujer: «Lo que Dios ha unido».

«Desde el principio de la creación». La unión matrimonial, recuerda Jesús, pertenece al diseño de Dios en cuanto obra de creación y está formalmente determinada en la ley divina, antes de la promulgación de la ley mosaica: un hombre con una mujer y para siempre; ¿cómo puede el hombre atreverse a alterarla?

La palabra «carne», en sentido bíblico, no se refiere sólo al «cuerpo», sino a la «persona» entera bajo el aspecto corporal. Por tanto, «ser una sola carne» indica que los esposos han de vivir una unión total: unión de cuerpos y voluntades, de mente y corazón, de vida y de afectos, de proyectos y actuaciones… Jesús insiste: «ya no son dos». La unión es tan grande que forman como una sola persona. Por eso el divorcio es un desgarrón de uno mismo y necesariamente es fuente de sufrimiento.

La infidelidad a la alianza conyugal la califica Jesús simple y llanamente de «adulterio». Con la mirada puesta en el diseño originario de Dios creador, Jesús quiere inculcar a los casados la máxima responsabilidad moral y que no disuelvan su matrimonio. La Iglesia ha tomado muy en serio esta llamada obligatoria, a pesar de la oposición de este mundo. Una interpretación compla­ciente con las apetencias humanas llevaría a una práctica muy parecida a la que Jesús condenó en los fariseos.

Cristo viene a hacerlo todo nuevo. Cristo manifiesta que los matrimonios pueden vivir el plan de Dios porque Él viene a sanar al ser humano en su totalidad, viene a dar un corazón nuevo, un nuevo modo de amar. Al renovar el corazón del hombre, renueva también el matrimonio y la familia, lo mismo que la sociedad, el trabajo, la amistad… todo. En cambio, al margen de Cristo sólo queda la perspectiva del corazón duro, irremediablemente abocado al fracaso del egoísmo. Sólo unidos a Cristo y apoyados en su gracia los matrimonios pueden ser fieles al plan de Dios y vivir a la verdad del matrimonio: ser uno en Cristo Jesús.

II. LA FE DE LA IGLESIA

Hombre y mujer los creo
(1602 – 1605)

Dios creó a la vez al ser humano «hombre» y «mujer», en igual perfección de naturaleza y dignidad de personas, y complementarios en cuanto masculino y femenino. Es decir, Dios nos ha creado, no «a medias» o «incompletos»; sino para la comunión de personas, en la que cada uno puede ser «ayuda» para el otro. Al crear al ser humano hombre y mujer, Dios confiere la dignidad personal de manera idéntica a uno y otra, pero con distinta identidad sexual.

La diferencia y la complementariedad físicas, morales y espirituales, están orientadas a los bienes del matrimonio y al desarrollo de la vida familiar. A cada uno, hombre y mujer, corresponde reconocer y aceptar su identidad sexual, masculina o femenina, como diseño y don del Creador.

La sexualidad hace referencia particularmente a la afectividad, a la capacidad de amar y de procrear y, de manera más general, a la aptitud para establecer vínculos de comunión con otro. No es algo puramente biológico, sino que afecta al núcleo íntimo de la persona humana en cuanto tal y abraza todos los aspectos de la persona humana, en la unidad de su cuerpo y de su alma. La sexualidad está ordenada al amor conyugal entre el hombre y la mujer.

La sexualidad es verdaderamente humana cuando está integrada en la relación de persona a persona, en el don mutuo, total y temporalmente ilimitado, del hombre y de la mujer en el matrimonio.

La íntima unión del hombre y de la mujer en el matrimonio –consecuencia y expresión de su amor– es una manera de imitar en la carne la generosidad y la fecundidad del Creador. La unión sexual tiene un doble y esencial valor unitivo y procreativo, diseñado por Dios, que no es lícito separar. De esta unión nacen todas las generaciones humanas.

El Creador estableció que en la función de la generación los esposos experimentasen un placer y una satisfacción del cuerpo y del espíritu. Por tanto los esposos no hacen nada malo procurando este placer y gozando de él. El placer sexual es pecado cuando es buscado por sí mismo, separado de las finalidades de procreación y de unión, o fuera del matrimonio.

La homosexualidad designa las relaciones entre hombres o mujeres que experimentan una atracción sexual hacia personas de su mismo sexo. Esta inclinación es objetivamente desordenada y su origen psíquico permanece en gran medida inexplicado. ¿La homosexualidad es pecado? La tendencia homosexual, no; las prácticas homosexuales, sí.

Hay hombres y mujeres que presentan tendencias homosexuales profundamente arraigadas –que constituye para la mayoría de ellos una auténtica prueba–  deben ser acogidos con respeto, compasión y delicadeza, evitando todo signo de discriminación injusta.

La práctica de la homosexualidad no puede recibir aprobación en ningún caso. Los actos homosexuales son depravaciones graves, intrínsecamente desordenados y contrarios a la ley natural. No proceden de una verdadera complementariedad afectiva y sexual y cierran el acto sexual al don de la vida.

El matrimonio cristiano
(1612 -1617)

El Matrimonio es el Sacramento instituido por Cristo, por el cual un hombre y una mujer, bautizados, se unen ante Dios para siempre, con el fin de formar una comunidad de vida y amor, colaborando con el Creador en la transmisión de la vida.

El matrimonio está establecido sobre el consentimiento de los esposos. Los fines del Matrimonio son dos: el bien de los esposos, y la generación y educación de los hijos. El amor de los esposos y la generación de los hijos establecen entre los miembros de una familia relaciones personales y responsabilidades primordiales.

El amor conyugal tiene tres propiedades esenciales: 1º) la unidad (un solo hombre con una sola mujer); 2º) la indisolubilidad (hasta la muerte) y 3º) la apertura a la fecundidad (sin impedir los hijos).

El Sacramento del Matrimonio produce los siguientes efectos: da a los esposos la gracia de amarse con el amor con el que Cristo ama a su Iglesia; reafirma su unidad indisoluble, y les ayuda a santificarse y a educar a los hijos formando una familia cristiana.

Toda la vida cristiana está marcada por el amor esponsal de Cristo y de la Iglesia. Ya el Bautismo, entrada en el Pueblo de Dios, es un misterio nupcial. Es, por así decirlo, como el baño de bodas que precede al banquete de bodas, la Eucaristía. El Matrimonio cristiano viene a ser por su parte signo eficaz, sacramento de la alianza de Cristo y de la Iglesia. El Matrimonio cristiano significa la unión de Cristo con la Iglesia, de modo que los esposos están llamados a amarse mutuamente como Cristo ama a su Iglesia.

Son ofensas graves a la dignidad del matrimonio el adulterio, el divorcio, la poligamia, el incesto, la unión libre (parejas de hecho, concubinato o amancebamiento) y la «unión a prueba».

Las parejas que viven juntas, sin recibir el Sacramento del Matrimonio (unión libre, parejas de hecho o amancebamiento), y los divorciados que se casan otra vez (adulterio), son uniones irregulares que van gravemente contra la Ley de Dios. Los que viven así, aunque no están separados de la Iglesia, no pueden recibir la Comunión eucarística ni ningún otro Sacramento mientras no regularicen su situación. Sí que pueden vivir la vida cristiana practicando la oración y educando a sus hijos en la fe.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«¿De dónde voy a sacar la fuerza para describir de manera satisfactoria la dicha del matrimonio que celebra la Iglesia, que confirma la ofrenda, que sella la bendición? Los ángeles lo proclaman, el Padre celestial lo ratifica… ¡Qué matrimonio el de dos cristianos, unidos por una sola esperanza, un solo deseo, una sola disciplina, el mismo servicio! Los dos hijos de un mismo Padre, servidores de un mismo Señor; nada los separa, ni en el espíritu ni en la carne; al contrario, son verdaderamente dos en una sola carne» (Tertuliano).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Desde que mi voluntad
está a la vuestra rendida,
conozco yo la medida
de la mejor libertad.
Venid, Señor, y tomad
las riendas de mi albedrío;
de vuestra mano me fío
y a vuestra mano me entrego,
que es poco lo que me niego
si yo soy vuestro y vos mío

A fuerza de amor humano
me abraso en amor divino.
La santidad es camino
que va de mí hacia mi hermano.
Me dí sin tender la mano
para cobrar el favor;
me dí en salud y en dolor
a todos, y de tal suerte
que me ha encontrado la muerte
sin nada más que el amor. Amén.

DOMINGO XXVI ORDINARIO “B”


«El que hace el bien, hace lo que Dios quiere»

Nm 11, 25-29:             «¿Estás celoso de mí? !Ojalá todo el pueblo del Señor fuera profeta!

Sal 18,8-14:               «Los mandatos del Señor son rectos, alegran el corazón»

St 5,1-6:                      «Vuestra riqueza está corrompida»

Mc 9,38-43.45.47-48:  «El que no está contra nosotros está a favor nuestro. Si tu mano te hace caer, córtatela»

I. LA PALABRA DE DIOS

En el Evangelio encontramos recogidas varias sentencias sobre el seguimiento de Jesús. Hay que evitar la envidia y la actitud sectaria y monopolizadora (1ª lectura), dejando campo libre a la intervención gratuita y sorprendente de Dios. Particularmente tremenda es la amenaza para los que escandalizan, es decir, para los que son estorbo o tropiezo para los demás en su adhesión a Cristo y a su palabra. Finalmente, el seguimiento de Cristo debe ser incondicional: estando en juego el destino definitivo del hombre, es preciso estar dispuesto a tomar cualquier decisión que sea necesaria por dolorosa que resulte.

«El que no está contra nosotros, está a favor nuestro». Esta frase constituye un enigma, pues dice justamente lo contrario de otras palabras de Jesús en los evangelios de Mateo y Lucas: «Quién no está conmigo, está contra mí, y quién no recoge conmigo, desparrama» (Mt 12,30; Lc 11,23). La expresión se entiende mejor en el contexto en el que Jesús habla de su lucha contra el mal y el maligno. Por otro lado, Jesús ha venido con amor y paciencia ilimitados a buscar el bien, dondequiera que se encuentre. Descubrimos en Jesús, junto a su combate contra el mal, un esfuerzo por «salvar lo que estaba perdido» (Lc 19,10). La postura que debemos adoptar en cada caso sólo podemos saberlo por las circunstancias y situaciones concretas. De todos modos, el evangelio nos exhorta a que superemos la mezquindad humana y nos abramos a todos los que defiendan una causa buena, aunque «no sean de los nuestros». Una tentación es la de creerse los únicos, los mejores. Sin embargo, todo el que se deje mover por Cristo, es de Cristo. Con cuanta facilidad se absolutizan métodos, medios, planes pastorales, maneras de hacer las cosas, carismas particulares, grupos… Pero toda intransigencia es una forma de soberbia, aparte de una ceguera.

«Quién les dé de beber un vaso de agua … no quedará sin recompensa». Existen personas buenas que ayudan a los demás, aunque no conozcan a Cristo; en el juicio esas personas experimentarán la misericordia de Dios. Es en esas personas en las que piensa Jesús cuando dice: «El que no está contra nosotros, está a favor nuestro».

«Si tu mano te hace caer, córtatela». El evangelio es tajante. Y no porque sea duro o difícil. Nadie considera duro al médico que extirpa el cáncer. Más bien resultaría ridículo extirparlo sólo a medias. Lo que está en juego es si apreciamos la vida. El evangelio es tajante porque ama la vida, la vida eterna que Dios ha sembrado en nosotros, y por eso plantea guerra a muerte contra el pecado y todo lo que mata o entorpece esa vida: «más te vale entrar manco en la vida que ir con las dos manos al abismo». Es una advertencia a no sobrevalorar las propias fuerzas y una amonestación a resistir inmediatamente y con decisión el ataque del mal. El Señor invita a una renuncia radical al pecado y al corte inmediato, y a menudo doloroso, cuando está amenazada la salvación de toda la persona. La cuestión decisiva es esta: ¿Deseamos de verdad la Vida eterna?

«Al que escandalice a uno de estos pequeñuelos que creen, más le valdría que la encajaran en el cuello una piedra de molino y lo echasen al mar». Tampoco aquí Jesús exagera. También aquí es el amor a la Vida lo que está en juego, el bien de los hermanos. Y escándalo no es sólo una acción pecaminosa especialmente llamativa. Todo lo que resulte un estorbo para la fe del hermano –y especialmente para los más débiles en la fe– es escándalo. Toda mediocridad consentida y justificada es un escándalo, un tropiezo. Toda actitud de no hacer caso a la palabra de Dios es escándalo. Todo pecado, aún oculto, es escándalo.

Siempre será algo terriblemente grave destruir o poner en peligro la fe de los sencillos. Jesús advierte a los seductores malintencionados y a los irresponsables, y está decidido a proteger siempre a quienes creen en Él. La fe de la gente sencilla es un bien que nadie puede dañar impunemente.

«Dónde el gusano no muere, y el fuego no se apaga». A quienes escandalicen o se valgan de su influjo para incitar a los demás al pecado, Jesús les amenaza con los peores castigos del infierno. Pena terrible que no se extinguirá, por más que el dogma de la eternidad del infierno desconcierte tanto a la conciencia humana en nuestros días.

II. LA FE DE LA IGLESIA

La libertad, signo de la dignidad del hombre
(1701 – 1706)

La persona humana participa de la luz y la fuerza del Espíritu divino. En virtud de su alma y de sus potencias espirituales de entendimiento y de voluntad, el hombre está dotado de libertad. Mediante su razón, el hombre conoce la voz de Dios que le impulsa a hacer el bien y a evitar el mal. Todo hombre debe seguir esta ley que resuena en la conciencia y que se realiza en el amor de Dios y del prójimo.

El juicio moral sobre las acciones propias y ajenas
(1790 – 1799)

La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que está solo con Dios, cuya voz resuena en lo más íntimo de ella. Ante una decisión moral, la conciencia puede formar un juicio recto de acuerdo con la razón y la ley divina o, al contrario, un juicio erróneo que se aleja de ellas.

La persona humana debe obedecer siempre el juicio cierto de su conciencia. Si obrase deliberadamente contra este último, se condenaría a sí mismo. Pero sucede que la conciencia moral puede estar en la ignorancia y formar juicios erróneos sobre  actos proyectados o ya cometidos.

Esta ignorancia puede con frecuencia ser imputada a la responsabilidad personal. Así sucede cuando el hombre no se preocupa de buscar la verdad y el bien y, poco a poco, por el hábito del pecado, la conciencia se queda casi ciega. En estos casos, la persona es culpable del mal que comete. El desconocimiento de Cristo y de su evangelio, los malos ejemplos recibidos de otros, la servidumbre de las pasiones, la pretensión de una mal entendida autonomía de la conciencia, el rechazo de la autoridad de la Iglesia y de su enseñanza, la falta de conversión y de caridad pueden conducir a desviaciones del juicio en la conducta moral.

Si por el contrario, la ignorancia es invencible, o el juicio erróneo sin responsabilidad del sujeto moral, el mal cometido por la persona no puede serle imputado. Pero no deja de ser un mal, una privación, un desorden. Por tanto, es preciso trabajar por corregir la conciencia moral de sus errores.

El respeto del alma del prójimo: el escándalo
(2284 – 2287)

El escándalo es la actitud o el comportamiento que llevan a otro a hacer el mal. El que escandaliza se convierte en tentador de su prójimo. Atenta contra la virtud y el derecho; puede ocasionar a su hermano la muerte espiritual. El escándalo constituye una falta grave, si por acción u omisión, arrastra deliberadamente a otro a una falta grave.

El escándalo adquiere una gravedad particular según la autoridad de quienes lo causan o de la debilidad de quienes lo padecen. Inspiró a nuestro Señor esta maldición: «al que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le vale que le cuelguen al cuello una de esas piedras de molino que mueven los asnos y le hundan en lo profundo del mar» (Mt 18,6; Mc 9,42). El escándalo es grave cuando es causado por quienes, por naturaleza o por función, están obligados a enseñar y educar a los otros. Jesús, en efecto, lo reprocha a los escribas y fariseos: los compara a lobos disfrazados de corderos.

El escándalo puede ser provocado por la ley o por las instituciones, por la moda o por la opinión. Así se hacen culpables de escándalo quienes instituyen leyes o estructuras sociales que llevan a la degradación de las costumbres y a la corrupción de la vida religiosa, o a condiciones sociales que, voluntaria o involuntariamente, hacen ardua y prácticamente imposible una conducta cristiana conforme a los mandamientos. Lo mismo ha de decirse de los empresarios que imponen procedimientos que incitan al fraude, de los educadores que «exasperan» a sus alumnos, o los que, manipulando la opinión pública, la desvían de los valores morales.

El que usa los poderes de que dispone en condiciones que arrastran a hacer el mal se hace culpable de escándalo y responsable del mal que directa o indirectamente ha favorecido. «Es imposible que no vengan escándalos; pero, ¡ay de aquel por quien vienen!» (Lc 17,1).

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

Respecto de los falsos predicadores: «Pero si alguien me dice: ‘No sé qué hacer; ese hombre predica a Cristo, indica el camino para seguirle, se dice discípulo suyo, afirma que anuncia la verdad, ¿cómo no voy a seguir a quien enseña tales cosas?’, responderé: ‘Tiene una cosa en su lengua y otra en su conciencia’. Me dirás: ‘¿Y por dónde lo sé? ¿Acaso puedo yo leer las conciencias? Yo oigo que habla de Cristo y creo que profesa lo que oigo’. No te engañe el hijo de la falsedad, y, si tú eres hijo de la verdad, aprende, ¡oh cristiano!, que deseas oír y ver a Cristo. Si alguno te predicase a Cristo, examina y considera qué Cristo te predica y en dónde te lo predica» (San Agustín).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

El hombre estrena claridad
de corazón, cada mañana;
se hace la gracia más cercana
y es más sencilla la verdad

¡Puro milagro de la aurora!
Tiempo de gozo y eficacia:
Dios con el hombre, todo gracia
bajo la luz madrugadora

¡Oh la conciencia sin malicia!
¡La carne, al fin, gloriosa y fuerte!
Cristo de pié sobre la muerte,
y el sol gritando la noticia

Guárdanos tú, Señor del alba,
puros, austeros, entregados;
hijos de luz resucitados
en la Palabra que nos salva

Nuestros sentidos, nuestra vida,
cuanto oscurece la conciencia
vuelve a ser pura transparencia
bajo la luz recién nacida. Amén.