Archivo por meses: julio 2009

DOMINGO XVIII ORDINARIO “B”


«Al vencedor le daré un maná escondido y un nombre nuevo»

Ex 16,2-4.12-15:                         «Yo haré llover pan del cielo»

Sal 77:                                     «El Señor les dio un trigo celeste»

Ef 4,17.20-24:                         «Vestíos de la nueva condición humana, creada a imagen de Dios»

Jn 6,24-35:                                     «El que viene a mí no pasará hambre, y el que cree en mí no pasará sed«


I. LA PALABRA DE DIOS

En el Éxodo, ante las protestas del pueblo por las dificultades surgidas en su camino hacia la Tierra Prometida, la ayuda divina no pudo ser más espectacular y eficaz: «Hizo llover sobre ellos carne como una polvareda, y volátiles como la arena del mar». La sorpresa del pueblo de Dios quedaría definitivamente plasmada en el «nombre» del nuevo alimento: «¿Qué es esto?» («Manhú» = «Maná«). Así quedó en las mejores tradiciones de Israel: «Hizo llover sobre ellos maná, les dio trigo celeste».

En el Evangelio, el discurso que Jesús pronuncia después de la multiplicación de los panes intenta desvelar el profundo significado de lo que ha hecho. La multiplicación de los panes era preparación psicológica y espiritual de los discípulos y el pueblo para la enseñanza sobre la Eucaristía. Pero mientras Jesús habla del «pan que da la vida eterna«, ellos no pasan de entender el pan (el maná) que dio Moisés en el desierto.

Como los judíos, también nosotros nos quedamos muchas veces en el deseo del alimento material. Pero Dios nos ofrece otro alimento. ¡Cuántos buscan a Jesús sólo para que les haga favores materiales! Apenas se busca a Jesús por Jesús. El pan que el Padre nos da es su propio Hijo; un pan bajado del cielo, pues es Dios como el Padre («Yo soy»); un pan que perdura y comunica vida eterna, es decir, vida divina; un pan que es la carne de Jesucristo.

Y, precisamente porque es divino, es el único alimento capaz de saciarnos plenamente. Al fin y al cabo, las necesidades del cuerpo son pocas y fácilmente atendibles. Pero la verdadera hambre de todo hombre que viene a este mundo es más profunda y más difícil de satisfacer. Es hambre de eternidad, de plenitud, de santidad: hambre de Dios. Esta hambre sólo Jesucristo puede saciarla. Él se ha quedado en la Eucaristía para darnos vida y saciarnos, de modo que nunca más sintamos hambre ni sed.

A la luz de esto, hemos de examinar nuestra relación con Cristo Eucaristía. ¿Agradezco este alimento que el Padre me da? ¿Soy bastante consciente de mi indigencia, de mi necesidad, de mi pobreza? ¿Voy a la Eucaristía con hambre de Cristo? ¿Me acerco a Él como el único que puede saciar mi hambre? ¿Le busco como el pan bajado del cielo que contiene en si todo deleite? ¿O busco saciarme y deleitarme en algo o en alguien que no sea Él?

II. LA FE DE LA IGLESIA

El Espíritu Santo prepara a recibir a Cristo
(1093 – 1095)

El Espíritu Santo realiza en la economía sacramental las figuras de la Antigua Alianza. Puesto que la Iglesia de Cristo estaba preparada maravillosamente en la historia del pueblo de Israel y en la Antigua Alianza, la Liturgia de la Iglesia conserva como una parte integrante e irremplazable, haciéndolos suyos, algunos elementos del culto de la Antigua Alianza: principalmente la lectura del Antiguo Testamento; la oración de los Salmos; y sobre todo la memoria de los acontecimientos salvíficos y de las realidades significativas que encontraron su cumplimiento en el misterio de Cristo (la Promesa y la Alianza; el Éxodo y la Pascua, el  Reino y el Templo; el Exilio y el Retorno).

Sobre esta armonía de los dos Testamentos se articula la catequesis pascual del Señor, y luego la de los Apóstoles y los Padres de la Iglesia. Esta catequesis pone de manifiesto lo que permanecía oculto bajo la letra del Antiguo Testamento: el misterio de Cristo. Es llamada catequesis «tipológica», porque revela la novedad de Cristo a partir de «figuras» (tipos) que la anunciaban en los hechos, las palabras y los símbolos de la primera Alianza. Por esta relectura en el Espíritu de Verdad a partir de Cristo, las figuras del Antiguo Testamento son explicadas. Así, el diluvio y el arca de Noé prefiguraban la salvación por el Bautismo, y lo mismo la nube, y el paso del mar Rojo; el agua de la roca era la figura de los dones espirituales de Cristo; el maná del desierto prefiguraba la Eucaristía «el verdadero Pan del Cielo».

Por eso la Iglesia, especialmente durante los tiempos de Adviento, Cuaresma y sobre todo en la noche de Pascua, relee y revive todos estos acontecimientos de la historia de la salvación en el «hoy» de su liturgia. Los fieles deben abrirse a esta inteligencia «espiritual» de la Economía de la salvación, tal como la Liturgia de la Iglesia la manifiesta y nos la hace vivir.

El banquete pascual
(1382 – 1383)

La Misa es, a la vez e inseparablemente, el memorial sacrificial en que se perpetúa el sacrificio de la cruz, y el banquete sagrado de la comunión en el Cuerpo y la Sangre del Señor. Pero la celebración del sacrificio eucarístico está totalmente orientada hacia la unión íntima de los fieles con Cristo por medio de la comunión. Comulgar es recibir a Cristo mismo que se ofrece por nosotros.

El altar, en torno al cual la Iglesia se reúne en la celebración de la Eucaristía, representa los dos aspectos de un mismo misterio: el altar del sacrificio y la mesa del Señor, y esto, tanto más cuanto que el altar cristiano es el símbolo de Cristo mismo, presente en medio de la asamblea de sus fieles, a la vez como la víctima ofrecida por nuestra reconciliación y como alimento celestial que se nos da.

Comulgar el Cuerpo de Cristo
(1385 – 1390)

El Señor nos dirige una invitación urgente a recibirle en el sacramento de la Eucaristía: «En verdad en verdad les digo: si no comen la carne del Hijo del hombre, y no beben su sangre, no tendrán vida en ustedes» (Jn 6,53).

Para responder a esta invitación del Señor, debemos prepararnos para este momento tan grande y santo. San Pablo nos exhorta a un examen de conciencia: «Quien coma el pan o beba el cáliz del Señor indignamente, será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Examínese, pues, cada cual, y coma entonces del pan y beba del cáliz. Pues quien come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propio castigo» (1Co 11,27-29). Por tanto, quien tiene conciencia de estar en pecado grave debe recibir el sacramento de la Reconciliación antes de acercarse a comulgar.

Para prepararse convenientemente a recibir este sacramento, los fieles deben observar el ayuno de una hora prescrito por la Iglesia. También, por la actitud corporal (gestos, vestido) se manifiesta el respeto, la solemnidad, el gozo de ese momento en que Cristo se hace nuestro huésped.

La Iglesia obliga a los fieles a participar los domingos y días de fiesta en la Misa y a recibir al menos una vez al año la Comunión, si es posible en tiempo pascual, preparados por el sacramento de la Reconciliación. Pero la Iglesia recomienda vivamente a los fieles recibir la santa Eucaristía todos los domingos y los días de fiesta, o con más asiduidad aún, incluso todos los días, confesándose frecuentemente.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Porque este pan y este vino han sido, según la expresión antigua «eucaristizados», llamamos a este alimento Eucaristía y nadie puede tomar parte en él si no cree en la verdad de lo que se enseña entre nosotros, si no ha recibido el baño (el bautismo) para el perdón de los pecados y el nuevo nacimiento, y si no vive según los preceptos de Cristo» (San Justino).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Que la lengua humana
cante este misterio:
la preciosa sangre
y el precioso cuerpo.
Quien nació de Virgen
Rey del universo,
por salvar al mundo,
dio su sangre en precio.

Fue en la última cena
-ágape fraterno-,
tras comer la Pascua
según mandamiento,
con sus propias manos
repartió su cuerpo,
lo entregó a los Doce
para su alimento.

La palabra es carne
y hace carne y cuerpo
con palabra suya
lo que fue pan nuestro.
Hace sangre el vino,
y, aunque no entendemos,
basta fe, si existe
corazón sincero

Adorad postrados
este Sacramento.
Cesa el viejo rito;
se establece el nuevo.
Dudan los sentidos
y el entendimiento:
que la fe los supla
con asentimiento.

Amén.

DOMINGO XVII ORDINARIO “B”


«Los ojos de todos te están aguardando, Señor, Tú les das la comida a su tiempo»

2R 4,42-44:                                              «Comerán y sobrará»

Sal 144:                                                 «Abres tú la mano, Señor, y nos sacias»

Ef 4,1-6:                                                 «Un solo Cuerpo, un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo»

Jn 6,1-15:                                                 «Repartió a los que estaban sentados todo lo que quisieron»


I. LA PALABRA DE DIOS

Los cinco próximos domingos (17º a 21º) in­terrumpimos la lectura continua del evangelio de Marcos, para leer el capítulo 6 de san Juan. El texto de Juan narra el mismo hecho que venía inmediatamente a continuación en Marcos –la mul­tipli­cación de los panes–, aunque desarrollándolo en una amplia catequesis eucarística.

Jesús se manifiesta en el evangelio de hoy alimentando a la multitud. Pero al pronunciar la acción de gracias y repartir el alimento perecedero, Jesús está ya apuntando al «alimento que permanece para la vida eterna». También éste nos viene de su providencia amorosa, que, más que la salud del cuerpo, quiere la santidad de los que el Padre le han confiado. Cuando san Juan dice que «estaba cerca la Pascua, la fiesta de los judíos», no lo hace en vano, porque piensa en la Eucaristía. También usa el término «dijo la acción de gracias» en lugar de «alabó o bendijo» que emplean los otros evangelis­tas en la narración de la primera multiplicación de los panes.

El entusiasmo final de las gentes, fruto de «la señal milagrosa», aunque lejos de la verdadera profundidad de la misma, hace que se marche al monte Él solo. El Señor no ha venido a recoger aplausos populistas, ni a organizar ninguna revolución subversiva, sino a hacer la voluntad del Padre; a dar vida, entregándola.

Jesús captó muy bien lo que querían decir los ju­díos señalándole como «el profeta que había de venir»: «el enviado de Dios para librarnos del yugo extranjero«. Y huyó «a la montaña, Él sólo», por las connotaciones políticas del intento de los judíos. Su reino no era el deseado por los fariseos y buscado violentamente por los zelotes –aunque para el grupo de Los Doce no tuvo reparo en elegir a un zelote, Simón el cananeo (y, tal vez, también Judas, el traidor)–. Es que el judaísmo entendía la realeza del Mesías tal como se decía en la sinagoga: «ciñe sus lomos y sale contra sus enemigos y mata reyes y príncipes; enrojece los montes con la sangre de sus muertos y blanquea los collados con la grasa de sus guerreros; sus vestidos están envueltos en sangre«.  Este era llamado por san Jerónimo el «error judaico«, presente en todos las formas de mesianismo terreno, desde entonces hasta hoy.

El Salmo 144 es un himno que canta a Dios como Señor del universo, alabando su señorío y su poder, su bondad y providencia, su misericordia y amor con todos. Aunque se recuerdan sus obras, es a Él mismo a quien se canta, como autor de todas ellas.

El versículo elegidos para salmo responsorial en la liturgia de hoy –«Abres tú la mano, Señor, y nos sacias»– nos hace caer en la cuenta del cuidado providente de Dios, que da el alimento necesario y sacia de favores a todas sus criaturas. Es un aspecto del pastoreo de Dios que contemplábamos el domingo pasado. El salmo insiste –repite varias veces el adjetivo «todo»– en la «totalidad»: «todas» las acciones de Dios en «todas» las épocas están marcadas por este amor providente; y no sólo los hombres, sino «todas» las criaturas: nada ni nadie queda excluido. Por eso, «los ojos de todos te están aguardando». ¿También los nuestros? Y su providencia nunca se equivoca –«les das la comida a su tiempo»–, ya que «el Señor es bondadoso en todas sus acciones». También cuando en nuestra vida aparece la necesidad o el dolor.

Al comprobar algunos males que aquejan al mundo de hoy (hambre, miseria, enfermedades, guerras, injusticias, incultura, ignorancia religiosa…) po­demos sentir desaliento o impotencia. Creemos que tiene que haber una salida, pero no sabemos cuál. Hasta tenemos el peligro de desentendernos y no mirar porque pensamos que la solución a tan grandes problemas no depende de nosotros, tan limitados. Pero, en el Evangelio no se llama a nadie a hacer milagros. Los milagros los hace el Señor. Pero para hacerlos quiso requerir la colaboración generosa de «un hombre de Baal–Salisá» y de «un muchacho que tenía cinco panes y dos peces», que pusieron al servicio del Señor lo poco que tenían, e hicieron posible que el Señor realizara sus milagros.

Cristo multiplicó los panes, signo de la Eucaristía, para que nosotros compartamos su Reino y los bienes con los demás. Estamos llamados a ser colaboradores de la Providencia divina para nuestros hermanos los hombres, tanto en el alimento corporal, como en el espiritual. Y, como Él, sin buscar  aplausos o reconocimientos humanos.

II. LA FE DE LA IGLESIA

Los signos del pan y del vino en la Eucaristía 

(1333 – 1351)

En la Antigua Alianza, el pan y el vino eran ofrecidos como sacrificio entre las primicias de la tierra en señal de reconocimiento al Creador. Pero reciben también una nueva significación en el contexto del Éxodo: los panes ázimos que Israel come cada año en la Pascua conmemoran la salida apresurada y liberadora de Egipto. El recuerdo del maná del desierto sugerirá siempre a Israel que vive del pan de la Palabra de Dios. Finalmente, el pan de cada día es el fruto de la Tierra prometida, prenda de la fidelidad de Dios a sus promesas. El «cáliz de bendición», al final del banquete pascual de los judíos, añade a la alegría festiva del vino una dimensión escatológica, la de la espera mesiánica del restablecimiento de Jerusalén.

Los milagros de la multiplicación de los panes, cuando el Señor dijo la bendición, partió y distribuyó los panes por medio de sus discípulos para alimentar la multitud, prefiguran la sobreabundancia de este único pan de su Eucaristía.

Jesús escogió el tiempo de la Pascua para realizar lo que había anunciado en Cafarnaúm: dar a sus discípulos su Cuerpo y su Sangre. El Señor, habiendo amado a los suyos, los amó hasta el fin. Sabiendo que había llegado la hora de partir de este mundo para retornar a su Padre, en el transcurso de una cena, les lavó los pies y les dio el mandamiento del amor. Para dejarles una prenda de este amor, para no alejarse nunca de los suyos y hacerles partícipes de su Pascua, instituyó la Eucaristía como memorial de su muerte y de su resurrección y ordenó a sus apóstoles celebrarlo hasta su retorno, constituyéndoles entonces sacerdotes del Nuevo Testamento.

Jesús instituyó su Eucaristía dando un sentido nuevo y definitivo a la bendición del pan y del cáliz. En el corazón de la celebración de la Eucaristía se encuentran el pan y el vino que, por las palabras de Cristo y por la invocación del Espíritu Santo, se convierten en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Fiel a la orden del Señor, la Iglesia con­tinúa haciendo, en memoria de él, hasta su retorno glorioso, lo que él hizo la víspera de su pasión. Al convertirse misteriosamente en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, los signos del pan y del vino siguen significando también la bondad de la creación. Así, en el ofertorio, damos gracias al Creador por el pan y el vino, fruto «del trabajo del hombre», pero antes, «fruto de la tierra» y «de la vid», dones del Creador.

En la presentación de las ofrendas (el ofertorio) se lleva al altar, a veces en procesión, el pan y el vino que serán ofrecidos por el sacerdote en nombre de Cristo en el sacrificio eucarístico, en el que se convertirán en su Cuerpo y en su Sangre. Es la acción misma de Cristo en la última Cena, «tomando pan y una copa«. «Sólo la Iglesia presenta esta oblación, pura, al Creador, ofreciéndole con acción de gracias lo que proviene de su creación» (S. Ireneo). La presentación de las ofrendas en el altar hace suyo el gesto de Melquisedec y pone los dones del Creador en las manos de Cristo. Él es quien, en su sacrificio, lleva a la perfección todos los intentos humanos de ofrecer sacrificios.

Desde el principio, junto con el pan y el vino para la Eucaristía, los cristianos presentan también sus dones para compartirlos con los que tienen necesidad. Esta costumbre de la colecta, siempre actual, se inspira en el ejemplo de Cristo que se hizo pobre para enriquecernos.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«No es el hombre quien hace que las cosas ofrecidas se conviertan en Cuerpo y Sangre de Cristo, sino Cristo mismo que fue crucificado por nosotros. El sacerdote, figura de Cristo, pronuncia estas palabras, pero su eficacia y su gracia provienen de Dios. Esto es mi Cuerpo, dice. Esta palabra transforma las cosas ofrecidas» (San Juan Crisóstomo).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

¡Memorial de la muerte del Señor,
pan vivo que a los hombres das la vida!
Da a mi alma vivir sólo de ti,
y tu dulce sabor gustarlo siempre

Pelícano piadoso, Jesucristo,
lava mis manchas con tu sangre pura;
pues una sola gota es suficiente
para salvar al mundo del pecado

¡Jesús, a quien ahora veo oculto!
Te pido que se cumpla lo que ansío:
qué, mirándote al rostro cara a cara,
sea dichoso viéndote en tu gloria. Amén

DOMINGO XVI ORDINARIO “B”


«Como pueblo salvado por Cristo proclamamos: «El Señor es nuestra justicia»»

Jr 23,1-6:                                                         «Reuniré el resto de mis ovejas y les pondré pastores»

Sal 22:                                                             «El Señor es mi pastor, nada me falta»

Ef 2,13-18:                                                       «Él es nuestra paz, Él ha hecho de dos pueblos una sola cosa»

Mc 6,30-34:                                                      «Andaban como ovejas sin pastor»

I. LA PALABRA DE DIOS

Jeremías lanza sus invectivas contra los dirigentes de Israel. Mientras tuvieron buenos «pastores», el pueblo de Dios caminó sin peligro por cualquier lugar; ahora que los pastores hacen el mal, andan errantes y sin rumbo. Por eso es necesario un nuevo pastor. La promesa «Yo mismo reuniré el resto… y las volveré a traer a sus dehesas», es una forma de anunciar la restauración y la vuelta del destierro; pero también de proclamar Dios mismo, por su profeta, que no se fiaba nada de los que antes habían sido nombrados pastores.

El Salmo 22 expresa con una fuerza poco común la sensación de paz y de dicha de quien se sabe cuidado por el Señor. El salmista hace alusión a los peligros, pero no como amenazas que acechan, sino como quien se siente libre de ellos en la presencia protectora de Dios.

También nosotros podemos dejarnos empapar por los sentimientos que este salmo manifiesta. Ante todo, la seguridad –«nada temo»– al saberse guiado por el Señor incluso en los momentos y situaciones en que no se ve la salida –las «cañadas oscuras»–. Junto a ella, el abandono de quien se sabe defendido con mano firme y con acierto, de quien se sabe cuidado con ternura en toda ocasión y circunstancia. Finalmente, la plenitud –«nada me falta»–, que se traduce en paz y dicha sosegadas. Pero todo ello brota de la certeza de que el Señor está presente –«Tú vas conmigo»– y nos cuida directamente. El que pierde esta conciencia de la presencia protectora del Señor es presa de todo tipo de temores y angustias.

El Evangelio nos presenta el encuentro de los apóstoles con Jesús al regreso de su misión. El Buen Pastor es Jesucristo. En Él se realiza plenamente el salmo y la primera lectura. Él reúne a sus ovejas, las alimenta, las protege de todo mal; más aún, conoce y ama a cada una y da su vida por ellas. Él siente lástima por las multitudes que están como ovejas sin pastor; también a nosotros debe dolernos que, teniendo un Pastor así, haya tanta gente que se siente perdida y abandonada porque no le conocen.

El descanso de las tareas apostólicas consiste en estar con Él, disfrutando de su intimidad. Sin embargo, la caridad del Buen Pastor es la norma decisiva del actuar de Jesús: ante la presencia de una multitud «como ovejas sin pastor» Jesús se compadece e interrumpe el descanso antes incluso de comenzarlo. Frente a los malos pastores, que dispersan a las ovejas porque buscan su interés, los discípulos de Jesús –y más los que por Él son constituidos pastores de su pueblo– deben compartir la misma compasión y la misma solicitud del Maestro por la multitudes que están como ovejas sin pastor

II. LA FE DE LA IGLESIA

La Iglesia es apostólica
(857)

La única Iglesia de Cristo, de la que confesamos en el Credo que es una, santa, católica y apostólica subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los obispos en comunión con él.

La Iglesia es apostólica porque está fundada sobre los apóstoles, y esto en un triple sentido:

1º.– Fue y permanece edificada sobre «el fundamento de los apóstoles», testigos escogidos y enviados en misión por el mismo Cristo.

2º.– Guarda y transmite, con la ayuda del Espíritu Santo que habita en ella, la enseñanza, el buen depósito, las sanas palabras oídas a los apóstoles.

3º.– Sigue siendo enseñada, santificada y dirigida por los apóstoles hasta la vuelta de Cristo gracias a aquellos que les suceden en su ministerio pastoral: el colegio de los obispos, a los que asisten los presbíteros juntamente con el sucesor de Pedro y Sumo Pastor de la Iglesia.

La misión de los apóstoles
(858)

Jesús es el enviado del Padre. Desde el comienzo de su ministerio, «llamó a los que Él quiso, y vinieron donde Él. Instituyó Doce para que estuvieran con Él y para enviarlos a predicar». Desde entonces, serán sus «enviados» (eso es lo que significa la palabra griega «apóstoloi«). En ellos continúa su propia misión: «Como el Padre me envió, también yo les envío». Por tanto su ministerio es la continuación de la misión de Cristo: «Quien a ustedes recibe, a mí me recibe», dice a los Doce.

Jesús los asocia a su misión recibida del Padre: como «el Hijo no puede hacer nada por su cuenta», sino que todo lo recibe del Padre que le ha enviado, así, aquellos a quienes Jesús envía no pueden hacer nada sin Él, de quien reciben el encargo de la misión y el poder para cumplirla. Los Apóstoles de Cristo saben por tanto que están calificados por Dios como «ministros de una nueva alianza, ministros de Dios, embajadores de Cristo, servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios».

Los obispos sucesores de los apóstoles
(861 – 862)

Los Apóstoles, para que continuase después de su muerte la misión a ellos confiada, encargaron mediante una especie de testamento a sus colaboradores más inmediatos que terminaran y consolidaran la obra que ellos empezaron. Les encomendaron que cuidaran de todo el rebaño en el que el Espíritu Santo les había puesto para ser los pastores de la Iglesia de Dios. Nombraron, por tanto, de esta manera a algunos varones y luego dispusieron que, después de su muerte, otros hombres probados les sucedieran en el ministerio.

Así como permanece el ministerio confiado personalmente por el Señor a Pedro, ministerio que debía ser transmitido a sus sucesores; de la misma manera permanece el ministerio de los Apóstoles de apacentar la Iglesia, que debe ser ejercido perennemente por el orden sagrado de los obispos. Por eso, la Iglesia enseña que por institución divina los obispos han sucedido a los Apóstoles como pastores de la Iglesia. El que los escucha, escucha a Cristo; el que, en cambio, los desprecia, desprecia a Cristo y al que lo envió.

El apostolado
(863 – 864)

Toda la Iglesia es apostólica mientras permanezca, a través de los sucesores de San Pedro y de los apóstoles, en comunión de fe y de vida con su origen. Toda la Iglesia es apostólica en cuanto que ella es «enviada» al mundo entero; todos los miembros de la Iglesia, aunque de diferentes maneras, tienen parte en este envío. La vocación cristiana, por su misma naturaleza, es también vocación al apostolado. Se llama «apostolado» a toda la actividad del Cuerpo Místico que tiende a propagar el Reino de Cristo por toda la tierra.

Siendo Cristo, enviado por el Padre, fuente y origen del apostolado de la Iglesia, es evidente que la fecundidad del apostolado, tanto el de los ministros ordenados como el de los laicos, depende de su unión vital con Cristo. La caridad, conseguida sobre todo en la Eucaristía, es siempre como el alma de todo apostolado.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Es preciso comenzar por purificarse antes de purificar a los otros; es preciso ser instruido para poder instruir; es preciso ser luz para iluminar, acercarse a Dios para acercarle a los demás, ser santificado para santificar, conducir de la mano y aconsejar con inteligencia. Sé de quién somos ministros, dónde nos encontramos y adónde nos dirigimos. Conozco la altura de Dios y la flaqueza del hombre, pero también su fuerza. Por tanto, ¿quién es el sacerdote? Es el defensor de la verdad, se sitúa junto a los ángeles, glorifica con los arcángeles, hace subir sobre el altar de lo alto las víctimas de los sacrificios, comparte el sacerdocio de Cristo, restaura la criatura, restablece en ella la imagen de Dios, la recrea para el mundo de lo alto, y, para decir lo más grande que hay en él, es divinizado y diviniza» (San Gregorio Nacianzeno).

«El sacerdote continua la obra de redención en la tierra. Si se comprendiese bien al sacerdote en la tierra se moriría no de pavor sino de amor. El sacerdocio es el amor del corazón de Jesús» (santo Cura de Ars).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Padre, que conoces los corazones,
concede a tus siervos
que has elegido para el episcopado,
que apacienten tu santo rebaño
y que ejerzan ante ti el supremo sacerdocio,
sin reproche, sirviéndote noche y día;
que hagan sin cesar propicio tu rostro
y que ofrezcan los dones de tu santa Iglesia,
que en virtud del espíritu del supremo sacerdocio
tengan poder de perdonar los pecados
según tu mandamiento,
que distribuyan las tareas siguiendo tu orden
y que desaten de toda atadura
en virtud del poder que tú diste a los apóstoles;
que te agraden por su dulzura y su corazón puro,
ofreciéndote un perfume agradable
por tu Hijo Jesucristo.
Amén
(San Hipólito).