Archivo por meses: diciembre 2018

30 de diciembre de 2018: Domingo de LA SAGRADA FAMILIA, “C”


«Los padres de Jesús lo encuentran en el templo»

Si 3, 3-7. 14-17a: «El que teme al Señor, honra a sus padres»
Sal 127, 1-2.3.4-5: «Dichoso el que teme al Señor»
Col 3, 12-21: «La vida de familia vivida en el Señor»
Lc 2, 41-52: «Los padres de Jesús lo encuentran en medio de los hombres»

I. LA PALABRA DE DIOS

Nada más celebrar la Navidad, la liturgia nos introduce en la fiesta de la Sagrada Familia. Tiene un profundo significado: al entrar en este mundo, el Verbo lo renueva todo; al hacerse hombre, sana y regenera todo lo humano. También la familia. Al sanar el corazón humano, herido por el pecado, Cristo hace posible una familia nueva.

A la familia se refieren las tres lecturas. La primera de ellas a la familia en cuanto institución; las otras dos, a la familia cristiana.

El autor del Eclesiástico se fija en la relación del hijo con los padres. Se insinúa implícitamente la corriente de vida que los padres transmiten a los hijos.

«¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debo estar de la casa de mi Padre?». Comúnmente llamamos a esta escena del evangelio el Niño perdido, sin algún fundamento: ni sus padres le perdieron, ni Él se perdió. Jesús orienta la queja de María que, por discreción, ha aludido en público a José como «padre» de Jesús; le viene a decir: “Tú sabes bien quién es mi Padre, yo le obedezco, no me he escapado de la casa paterna”. Las primeras palabras de Jesús conservadas por los evangelistas, igual que las últimas, antes de morir, nos dicen que el Padre es el supremo interés de Jesús y el término de la entrega de su vida.

Jesús demuestra que, ante todo, tiene conciencia de ser Hijo del Padre; obediente a Él, Jesús será fiel hijo de la Ley (expresión de la voluntad del Padre), y dócil en Nazaret a «sus padres», representantes del Padre. Por experiencia dolorosa empieza a aprender que, para un ser humano, llamar «Padre» a Dios supone a veces no llamar “padre” a nadie más sobre la tierra.

El evangelio también nos muestra varios elementos que configuran la familia cristiana. Comunión en el amor («Te buscábamos angustiados»). Unidad en la prueba (desandan el camino para la búsqueda del Niño). Cumplimiento del deber religioso (el hecho de subir a celebrar la Pascua y las palabras de Cristo «no sabíais que debo ocuparme en las cosas de mi Padre») y escuela de realización personal («Jesús iba creciendo en sabiduría y gracia ante Dios y ante los hombres»).

La mentalidad actual plantea grandes desafíos a la familia. El amor esponsal se desnaturaliza por la enorme fuerza del hedonismo y la unión libre. Se hace necesaria una educación para un amor paciente, abnegado, comprensivo.

Muchas familias hoy, víctimas de la pobreza y marginación, tienen que emigrar de su país y no encuentran protección ni ayuda en el país que las recibe. Como emigró a Egipto la familia de Nazaret.

Cuando la familia se deteriora por momentos, el cristiano está llamado a defender la familia cristiana conforme a la Doctrina Social de la Iglesia. Y es más necesario que nunca contemplar a la Sagrada Familia de Nazaret, para comprender que sólo en Cristo la familia puede realizar su ideal. Pues sólo Él une, da cohesión y hace a cada uno capaz de amar generosamente, de perdonar, de darse sin medida, de comprender. Sin Cristo, el hombre y la familia, dejados a su debilidad, sucumben. «el que escucha mis palabras y no las practica, puede compararse a un hombre insensato, que edificó su casa sobre arena» (Mt 7,26).

II. LA FE DE LA IGLESIA

Los misterios de la vida oculta de Jesús
(531-534)

Jesús compartió, durante la mayor parte de su vida, la condición de la inmensa mayoría de los hombres: una vida cotidiana sin aparente importancia, vida de trabajo manual, vida religiosa judía sometida a la ley de Dios, vida en la comunidad. De todo este período se nos dice que Jesús estaba «sometido» a sus padres y que «progresaba en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y los hombres».

Con la sumisión a su madre, y a su padre legal, Jesús cumple con perfección el cuarto mandamiento. Es la imagen temporal de su obediencia filial a su Padre celestial. La sumisión cotidiana de Jesús a José y a María anunciaba y anticipaba la sumisión del Jueves Santo: «No se haga mi voluntad …». La obediencia de Cristo en lo cotidiano de la vida oculta, inauguraba ya la obra de restauración de lo que la desobediencia de Adán había destruido.

La vida oculta de Nazaret permite a todos entrar en comunión con Jesús a través de los caminos más ordinarios de la vida humana.

La familia en el plan de Dios
(2201-2206)

La comunidad conyugal está establecida sobre el consentimiento de los esposos. El matrimonio y la familia están ordenados al bien de los esposos y a la procreación y educación de los hijos. El amor de los esposos y la generación de los hijos establecen entre los miembros de una familia relaciones personales y responsabilidades primordiales.

Un hombre y una mujer unidos en matrimonio forman con sus hijos una familia. Esta disposición es anterior a todo reconocimiento por la autoridad pública; se impone a ella. Se la considerará como la referencia normal en función de la cual deben ser apreciadas las diversas formas de parentesco.

Al crear al hombre y a la mujer, Dios instituyó la familia humana y la dotó de su constitución fundamental. Sus miembros son personas iguales en dignidad. Para el bien común de sus miembros y de la sociedad, la familia implica una diversidad de responsabilidades, de derechos y de deberes.

La familia cristiana constituye una revelación y una actuación específicas de la comunión eclesial; por eso puede y debe decirse iglesia doméstica. Es una comunidad de fe, esperanza y caridad, posee en la Iglesia una importancia singular.

La familia cristiana es una comunión de personas, reflejo e imagen de la comunión del Padre y del Hijo en el Espíritu Santo. Su actividad procreadora y educativa es reflejo de la obra creadora de Dios. Es llamada a participar en la oración y el sacrificio de Cristo. La oración cotidiana y la lectura de la Palabra de Dios fortalecen en ella la caridad. La familia cristiana es evangelizadora y misionera.

Las relaciones en el seno de la familia entrañan una afinidad de sentimientos, afectos e intereses que provienen sobre todo del mutuo respeto de las personas.

El cuarto mandamiento
(2251-2253)

Los hijos deben a sus padres respeto, gratitud, justa obediencia y ayuda. El respeto filial favorece la armonía de toda la vida familiar.

Los padres son los primeros responsables de la educación de sus hijos en la fe, en la oración y en todas las virtudes. Tienen el deber de atender, en la medida de lo posible, las necesidades físicas y espirituales de sus hijos.

La familia y el reino de Dios
(2232 – 2233)

Los vínculos familiares, aunque son muy importantes, no son absolutos. A la par que el hijo crece, hacia una madurez y autonomía humanas y espirituales, la vocación singular que viene de Dios se afirma con más claridad y fuerza. Los padres deben acoger y respetar con alegría y acción de gracias el llamamiento del Señor a uno de sus hijos para que le siga en la virginidad por el Reino, en la vida consagrada o en el ministerio sacerdotal. Deben respetar esta llamada y favorecer la respuesta de sus hijos para seguirla. Es preciso convencerse de que la vocación primera del cristiano es seguir a Jesús: «El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí» (Mt 10,37).

Hacerse discípulo de Jesús es aceptar la invitación a pertenecer a la familia de Dios, a vivir en conformidad con su manera de vivir: «El que cumpla la voluntad de mi Padre celestial, éste es mi hermano, mi hermana y mi madre» (Mt 12,49).

III. TESTIMONIO CRISTIANO

«Nazaret es la escuela donde se comienza a entender la vida de Jesús: la escuela del Evangelio. Una lección de silencio ante todo. Que nazca en nosotros la estima del silencio, esta condición del espíritu admirable e inestimable. Una lección de vida familiar. Que Nazaret nos enseñe lo que es la familia, su comunión de amor, su austera y sencilla belleza, su carácter sagrado e inviolable. Una lección de trabajo. Nazaret, oh casa del «Hijo del Carpintero», aquí es donde querríamos comprender y celebrar la ley severa y redentora del trabajo humano; cómo querríamos, en fin, saludar aquí a todos los trabajadores del mundo entero y enseñarles su gran modelo, su hermano divino» (Pablo VI).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

De una Familia divina
pasó a una Familia humana.
Nació de una Virgen Madre
una noche iluminada
por ángeles y luceros
en una pobre cabaña;
tuvo un padre carpintero
que todo el día trabajaba
para darle de comer
al hijo de la esperanza,
que un día edificó los mundos
por ser la eterna Palabra.

De una Familia divina
pasó a una Familia humana.
Vivió humilde en la obediencia
su humildad humillada;
pobre vivió en Nazaret
quien rico en su Padre estaba,
y siendo todo en la altura
en el suelo se hizo nada.

¡Oh Jesús de Nazaret,
hijo de Familia humana,
por tu Familia divina
santifica nuestras casas!

Amén.

25 de diciembre de 2018: La Natividad del Señor (Misa del día)


«La Palabra se ha hecho carne,
y ha puesto su casa entre nosotros»

Is 52,7-10:  «Verán los confines de la tierra la salvación de nuestro Dios»
Sal 97: «Los confines de la tierra han contemplado la salvación de nuestro Dios»
Hb 1,1-6:  «Dios nos ha hablado por el Hijo»
Jn 1,1-18:  «El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros»

I. LA PALABRA DE DIOS

La alegría que se anunciaba al pueblo cuando era proclamado un nuevo rey en Sión, la proclama ahora el Profeta para anunciar la inauguración de un nuevo reinado de Dios. La inminencia del retorno de los exiliados, y el anuncio de paz subsiguiente, serán los signos perceptibles de la acción divina.

La Palabra de Dios, que había hecho surgir el mundo y el hombre, acampa en el mundo y se hace hombre para dar a los hombres el poder ser y llamarse «hijos de Dios». Percibida «en otro tiempo» (2ª Lect.) como una revelación del proyecto de Dios sobre el mundo y el hombre, acontece ahora entre nosotros como salvación.

La Palabra se ha hecho carne precisamente en este mundo. Es un modo de convencer al hombre de que Dios, a pesar de todo, le sigue amando.

II. LA FE DE LA IGLESIA

Jesús nació en la humildad de un establo, de una familia  pobre; unos sencillos pastores son los primeros testigos del acontecimiento. En esta pobreza se manifiesta la gloria del cielo. La Iglesia no se cansa de cantar la gloria de esta noche.

La celebración meramente costumbrista, comercial o vacacional de la Navidad la reduce a algo meramente humano y vacío de contenido.  Cristianos y no cristianos, los que celebran de corazón y «los que se apuntan», todos necesitamos abandonar cualquier vestigio de frivolidad en estos días.

Todos deseamos la paz, especialmente en estos días de navidad. La búsqueda de la paz y de la convivencia tranquila no son de ahora; han sido siempre señal de la permanente e incansable búsqueda de Dios y de sus signos. En el corazón del hombre y del mundo estaban escritas esas señales, que no le dejarán tranquilo hasta que no halle a Dios en medio de este mundo que, por ser casa de Dios, cuenta con que el Padre en su Hijo ha venido a compartir la historia.

El hombre ha intentado conquistar siempre cotas de mayor bienestar. La historia está repleta de ejemplos de quienes han intentado –siempre con buena voluntad– ganar en dignidad, en capacidad de convivencia, en afán de paz, en búsqueda de la justicia.  Otra cosa es que hayan acertado en el método.

Cuando el hombre mira a su alrededor y ve el resultado del pecado en medio de la humanidad, siente de un lado la vergüenza y de otro la incapacidad del remedio. La mirada de Dios es distinta y la única que devuelve a la esperanza. Lejos de apartar sus ojos de la miseria humana, la asume para vencerla desde Jesucristo. Los que sueñen con un remedio de sólo origen humano, alguna vez se sentirán desengañados. ¿Acabarán los hombres por aceptar la acción divina como la exclusivamente salvadora, cuando el hombre es capaz de secundar la iniciativa de Dios?

Nuestra naturaleza enferma exigía ser sanada; desgarrada, ser restablecida; muerta, ser resucitada. Habíamos perdido la posesión del bien, era necesario que se nos devolviera. Encerrados en las tinieblas, hacía falta que nos llegara la luz; estando cautivos, esperábamos un salvador; prisioneros, un socorro; esclavos, un libertador… ¿No merecía conmover a Dios hasta el punto de hacerle bajar hasta nuestra naturaleza humana para visitarla, ya que la humanidad se encontraba en un estado tan miserable y tan desgraciado? (San Gregorio de Nisa).

Si el amor del Padre se ha manifestado en que ha entregado a su Hijo al mundo, más patente queda cuando lo contemplamos viviéndolo entre quienes ha venido a salvar.

El Verbo se hizo carne. «Por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María la Virgen y se hizo hombre». Y lo hizo:

  • «Para salvarnos reconciliándonos con Dios: «Dios nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados» (1 Jn 4,10).
  • «para que nosotros conociésemos así el amor de Dios: «En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él» (1 Jn 4,9)».
  • «Para ser nuestro modelo de santidad: «Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí…» (Mt 11,29)».
  • Para hacernos «partícipes de la naturaleza divina» (2 P 1,4). «Porque tal es la razón por la que el Verbo se hizo hombre, y el Hijo de Dios, Hijo del hombre: Para que el hombre al entrar en comunión con el Verbo y al recibir así la filiación divina, se convirtiera en hijo de Dios. Porque el Hijo de Dios se hizo hombre para hacernos Dios» (S. Ireneo).

«Cristiano, reconoce tu dignidad. Puesto que ahora participas de la naturaleza divina, no degeneres volviendo a la bajeza de tu vida pasada. Recuerda a qué Cabeza perteneces y de qué Cuerpo eres miembro. Acuérdate de que has sido arrancado del poder de las tinieblas para ser trasladado a la luz del Reino de Dios».

¡Admirable grandeza la de un Dios que, al acercarse al hombre ha atravesado las sombras! Pero para destruirlas llenándolas de su luz. Y cuanto más cerca, más luz. Los llamados a ser portadores de la luz son los que más de cerca la reciben.  El cristiano es luz porque lleva la de Cristo.

Todo el que recibe la luz de Cristo, se siente hijo de Dios y portador de esta luz. Y no solamente puede llenar de luz los caminos de los hombres, sino decirles dónde está la luz verdadera. La Iglesia es hoy la luz que alumbra a todo hombre, porque es el sacramento de Cristo ante el mundo.

«Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida –pues la Vida se manifestó, y nosotros la hemos visto y damos testimonio y os anunciamos la vida eterna, que estaba con el Padre y se nos manifestó– lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Y nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo, Jesucristo. Os escribimos esto para que vuestro gozo sea completo» (1 Jn 1,1-4)».

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«¡O admirable intercambio! El Creador del género humano, tomando cuerpo y alma, nace de una Virgen, y hecho hombre sin concurso de varón, nos da parte en su divinidad.«(Antífona de la octava de Navidad).

«Hoy los pastores le conocieron por medio de un ángel, y a los que presiden la grey del Señor se les enseñó la manera de anunciar la Buena Nueva, para que nosotros también digamos con el ejército de la milicia celeste: ¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad!» (San León Magno). 

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

De un Dios que se encarnó muestra el misterio
la luz de Navidad.
Comienza hoy Jesús, tu nuevo imperio
de amor y de verdad.

El Padre eterno te engendró en su mente
desde la eternidad,
y antes que el mundo, ya eternamente,
fue tu natividad.

La plenitud del tiempo está cumplida;
rocío bienhechor
baja del cielo, trae nueva vida
al mundo pecador.

¡Oh santa noche! Hoy Cristo nacía
en mísero portal;
Hijo de Dios, recibe de María
la carne del mortal.

Señor Jesús, el hombre en este suelo
cantar quiere tu amor,
y, junto con los ángeles del cielo,
te ofrece su loor.

Este Jesús en brazos de María
es nuestra redención;
cielos y tierra con su abrazo unía
de paz y de perdón.

Tú eres el Rey de Paz, de ti recibe
su luz el porvenir;
Ángel del gran Consejo, por ti vive
cuando llega a existir.

A ti, Señor, y al Padre la alabanza,
y de ambos al Amor.
Contigo al mundo llega la esperanza;
a ti gloria y honor. Amén.

23 de diciembre de 2018: DOMINGO IV DE ADVIENTO “C”


«Enviad, cielos, vuestro rocío»

Mi 5, 2-5a: «De ti saldrá el jefe de Israel».
Sal 79, 2 y 3. 15-16. 18-19. «Oh Dios, restáuranos».
Hb 10, 5-10: «Aquí estoy para hacer tu voluntad».
Lc 1, 39-45: «¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?».

I. LA PALABRA DE DIOS

En el texto del Profeta Miqueas se anuncia al Mesías «Jefe de Israel» que «pastoreará con la fuerza del Señor» y realizará la unión de todos los hombres.

Cerca ya de la Navidad, la liturgia de este domingo nos invita a clavar nuestros ojos en el misterio de la Encarnación: Cristo entrando en el mundo. Y en este acontecimiento central de la historia, la obediencia. Desde el primer instante de su existencia humana, Cristo ha vivido en absoluta docilidad al plan del Padre: «Aquí estoy para hacer tu voluntad». Y así hasta el último momento, cuando en Getsemaní exclame: «No se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú». Y gracias a esta voluntad «todos quedamos santificados», pues «así como por la desobediencia de un solo hombre todos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno solo, todos serán constituidos justos» (Rom 5,19).

Y, además de la obediencia, Cristo vive desde el primer instante de su existencia humana en actitud de ofrenda: «No quieres sacrificios… Pero me has preparado un cuerpo… Aquí estoy». La entrega de Cristo en la cruz no es cosa de un momento. Es que ha vivido así toda su vida humana, en oblación continua, como ofrenda permanente. Su ser de Hijo ha de expresarse necesariamente en esta manera de vivir dándonos al Padre. Se entregó al Padre y se hizo servidor de todos los hombres.

Y en el misterio de la encarnación está María. Más aún, la misma encarnación es posible gracias a la fe de María que se fía de Dios y acepta totalmente su plan. Por eso se le felicita: «¡Dichosa tú que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá!» Este acto de fe tan sencillo y aparentemente insignificante ha sido la puerta por la que ha entrado toda la gracia en el mundo.

El «fruto bendito» del vientre de María llenó de Espíritu Santo a Isabel y a la criatura de su vientre, Juan. Lo cual nos estimula a pedir a Dios, contemplando a toda la humanidad, «Oh Dios, restáuranos que brille tu rostro y nos salve»: que se muestre hoy al hombre el fruto bendito de la Virgen María.

La celebración del IV Domingo de Adviento nos invita a prepararnos a la gran fiesta de Navidad unidos a María y con el mismo espíritu de adoración y alabanza que manifestó ella en el Magníficat. Exige de nosotros, además, un compromiso para imitar el gesto de caridad que Ella tuvo con su prima santa Isabel, en el día a día de nuestra existencia, haciéndonos disponibles a nuestros hermanos más necesitados para que perciban y se alegren con la presencia cercana y amorosa de Cristo.

II. LA FE DE LA IGLESIA

«El Espíritu Santo vendrá sobre ti»
(484 – 486)

La anunciación a María inaugura la plenitud de «los tiempos», es decir el cumplimiento de las promesas y de los preparativos. María es invitada a concebir a aquel en quien habitará «corporalmente la plenitud de la divinidad». La respuesta divina a su «¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?» se dio mediante el poder del Espíritu: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti».

La misión del Espíritu Santo está siempre unida y ordenada a la del Hijo. El Espíritu Santo fue enviado para santificar el seno de la Virgen María y fecundarla por obra divina, él que es el Señor que da la vida, haciendo que ella conciba al Hijo eterno del Padre en una humanidad tomada de la suya.

El Hijo único del Padre, al ser concebido como hombre en el seno de la Virgen María es «Cristo«, es decir, el Ungido por el Espíritu Santo, desde el principio de su existencia humana, aunque su manifestación no tuviera lugar sino progresivamente: a los pastores, a los magos, a Juan Bautista, a los discípulos. Por tanto, toda la vida de Jesucristo manifestará «cómo Dios le ungió con el Espíritu Santo y con poder».

Nacido de la Virgen María
(487 – 489)

Lo que la fe católica cree acerca de María se funda en lo que cree acerca de Cristo, pero lo que enseña sobre María ilumina a su vez la fe en Cristo.

Dios envió a su Hijo, pero para formarle un cuerpo quiso la libre cooperación de una criatura. Para eso desde toda la eternidad, Dios escogió para ser la Madre de su Hijo, a una hija de Israel, una joven judía de Nazaret en Galilea, a «una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María».

El Padre de las misericordias quiso que el consentimiento de la que estaba predestinada a ser la Madre precediera a la encarnación para que, así como una mujer contribuyó a la muerte, así también otra mujer contribuyera a la vida.

A lo largo de toda la Antigua Alianza, la misión de María fue preparada por la misión de algunas santas mujeres. Al principio de todo está Eva: a pesar de su desobediencia, recibe la promesa de una descendencia que será vencedora del Maligno y la de ser la Madre de todos los vivientes. En virtud de esta promesa, Sara concibe un hijo a pesar de su edad avanzada. Contra toda expectativa humana, Dios escoge lo que era tenido por impotente y débil para mostrar la fidelidad a su promesa: Ana, la madre de Samuel, Débora, Rut, Judit, y Ester, y muchas otras mujeres.

María sobresale entre los humildes y los pobres del Señor, que esperan de Él con confianza la salvación y la acogen. Finalmente, con ella, excelsa Hija de Sión, después de la larga espera de la promesa, se cumple el plazo y se inaugura el nuevo plan de salvación.

La oración de la Virgen María
(2617 – 2619, 2622)

La oración de María se nos revela en la aurora de la plenitud de los tiempos. Antes de la encarnación del Hijo de Dios y antes de la efusión del Espíritu Santo, su oración coopera de manera única con el designio amoroso del Padre: en la Anunciación, para la concepción de Cristo; en Pentecostés para la formación de la Iglesia, Cuerpo de Cristo. En la fe de su humilde esclava, el don de Dios encuentra la acogida que esperaba desde el comienzo de los tiempos. La que el Omnipotente ha hecho «llena de gracia» responde con la ofrenda de todo su ser: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra». Fiat (Hágase), ésta es la oración cristiana: ser todo de Él, ya que Él es todo nuestro.

El Evangelio nos revela cómo María ora e intercede en la fe: en Caná la madre de Jesús ruega a su hijo por las necesidades de un banquete de bodas, signo de otro banquete, el de las bodas del Cordero que da su Cuerpo y su Sangre a petición de la Iglesia, su Esposa. Y en la hora de la nueva Alianza, al pie de la Cruz, María es escuchada como la Mujer, la nueva Eva, la verdadera «madre de los que viven».

Por eso, el cántico de María –el «Magnificat»– es a la vez el cántico de la Madre de Dios y el de la Iglesia, cántico de la Hija de Sión y del nuevo Pueblo de Dios, cántico de acción de gracias por la plenitud de gracias derramadas en la Economía de la salvación, cántico de los «pobres» cuya esperanza ha sido colmada con el cumplimiento de las promesas hechas a nuestros padres «en favor de Abraham y su descendencia, para siempre».

La oración de la Virgen María, en su Fiat y en su Magníficat, se caracteriza por la ofrenda generosa de todo su ser en la fe.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«En verdad, Virgen Santísima, que tu alabanza supera toda alabanza, por haberse encarnado Dios en Ti… Por Ti, hoy, llena de gracia, es conocida en la tierra la Trinidad beatísima» (S. Pedro Damiano)

Dichosa María que unió virginidad, fecundidad y humildad. «Venerad, pues, los casados la integridad y pureza de aquel cuerpo mortal; admirad vosotras vírgenes consagradas, la fecundidad de la Virgen; imitad, hombres todos, la humildad de la Madre de Dios; honrad ángeles santos a la Madre de vuestro Rey, a cuya dignidad sea dada toda gloria y honor». (S. Bernardo).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

La pena que la tierra soportaba,
a causa del pecado, se ha trocado
en canto que brota jubiloso,
en labios de María pronunciado.

El sí de las promesas ha llegado,
la alianza se cumple, poderosa,
el Verbo eterno de los cielos
con nuestra débil carne se desposa.

Misterio que sólo la fe alcanza,
María es nuevo templo de la gloria,
rocío matinal, nube que pasa,
luz nueva en presencia misteriosa.

A Dios sea la gloria eternamente,
y al Hijo suyo amado, Jesucristo,
que quiso nacer para nosotros
y darnos su Espíritu divino.

Amén.