«Formamos todos un solo cuerpo,
porque comemos de un mismo pan»
Jn 6,51-58: Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida
I. LA PALABRA DE DIOS
El recuerdo del Éxodo y de la estancia en el desierto marcaría para el pueblo de Dios el final de la etapa que había empezado en el monte Horeb y el comienzo de la que comenzaría en Moab. Había que recordar al pueblo la necesidad de ser fieles a la Palabra; así, El maná sería el signo de la obediencia a la Palabra: «te alimentó con el maná, que tú no conocías ni conocieron tus padres, para hacerte reconocer que no solo de pan vive el hombre, sino que vive de todo cuanto sale de la boca de Dios».
El Evangelio de hoy es un fragmento de la segunda parte del Discurso del Pan de Vida (Jn 6), que tiene todo él una fuerte carga eucarística. Pero especialmente en estos versículos, el anuncio de la Eucaristía es claro, hasta provocar el escándalo de los oyentes. Las palabras del primer versículo «es mi carne por la vida del mundo» hacen referencia al relato de la institución de la Eucaristía que narran los otros tres evangelistas, acentuando su aspecto de sacrificio redentor.
«El pan que yo daré es mi carne». La Eucaristía es Cristo vivo entregándose, Cristo que se da, que se ofrece del todo, voluntaria, libremente, por amor… ¡si descubriéramos cuánto amor hay para nosotros en cada Misa y en cada Sagrario no podríamos permanecer indiferentes!
Se ha quedado, no porque necesite de nosotros, sino porque nosotros le necesitamos a Él; se nos da como alimento, porque pereceríamos de «hambre» en nuestro peregrinaje; se nos ha entregado en sacrificio, y la perpetuación del Sacrificio del Calvario en la Misa actualiza la Redención.
«El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna». El realismo de estas expresiones aleja toda interpretación puramente espiritualista, simbólica o docética (los docetas decían que la humanidad de Jesús era sólo aparente, no una humanidad real); aunque estas expresiones del evangelio tan realísticas no se refieren sólo a «la carne» o «la sangre» materiales de Jesús, sino, además, a su persona, en la totalidad de su ser; bajo un determinado aspecto, el de su corporalidad, que se entrega en sacrificio. Jesús está realmente presente, todo entero, en su «carne» y en su «sangre», y el que come esa carne y bebe esa sangre no sólo toma una materia dotada de una determinada fuerza, sino al mismo Jesús en persona, en un encuentro salvífico. La carne y la sangre de Jesús (su persona entera) están realmente a disposición del hombre para comer y beber, pero están bajo otra forma de existencia distinta de la material y espacial: una forma de existencia que corresponde a la dimensión divina y a la humana de Jesús resucitado; pero para comprender esto se necesita la fe y la intervención del Espíritu.
«Si no coméis la carne del Hijo del Hombre, … no tenéis vida en vosotros». Cristo en la Eucaristía es la fuente de toda vida cristiana. De Él se nos comunica la gracia, la santidad, la caridad y todas las virtudes. De Él brota para nosotros la vida eterna y la resurrección corporal. Si nos falta vida es porque no comulgamos o porque comulgamos poco, o porque comulgamos mal.
«El que come mi carne … habita en mí y yo en él». Este es el fruto principal de la comunión. Si Cristo nos da vida no es fuera de Él. Nos da vida uniéndonos consigo mismo. Al comer su carne permanecemos unidos a Él, y al permanecer en Él tenemos la vida eterna, es decir, su misma vida, la que Él recibe a su vez del Padre. Si comulgamos bien seremos cada vez más cristianos y más hijos de Dios, viviremos más en la Trinidad.
«Formamos un sólo cuerpo, pues todos comemos del mismo pan». Otra maravilla de la Eucaristía: al unirnos a Cristo nos une también entre nosotros. Al tener todos la vida de Cristo somos hermanos «de carne y sangre», con una unión incomparablemente más fuerte y profunda que los lazos familiares naturales. La Eucaristía es la única fuente real de unidad. Por eso, si no comulgamos con la Iglesia y con los hermanos estamos rechazando al Cristo de la Eucaristía.
II. LA FE DE LA IGLESIA
La Eucaristía,
fuente y cumbre de la vida eclesial
(1324 – 1327)
La Eucaristía es «fuente y cima de toda la vida cristiana». Los demás sacramentos, como también todos los ministerios eclesiales y las obras de apostolado, están unidos a la Eucaristía y a ella se ordenan. La sagrada Eucaristía, en efecto, contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua.
La Eucaristía significa y realiza la comunión de vida con Dios y la unidad del Pueblo de Dios por las que la Iglesia es ella misma. En ella se encuentra a la vez la cumbre de la acción por la que, en Cristo, Dios santifica al mundo, y del culto que en el Espíritu Santo los hombres dan a Cristo y por él al Padre.
Finalmente, en la celebración eucarística nos unimos ya a la liturgia del cielo y anticipamos la vida eterna cuando Dios será todo en todos.
En resumen, la Eucaristía es el compendio y la suma de nuestra fe: «Nuestra manera de pensar armoniza con la Eucaristía, y a su vez la Eucaristía confirma nuestra manera de pensar» (S. Ireneo).
Los nombres de este Sacramento
(1328 – 1332)
La riqueza inagotable de este sacramento se expresa mediante los distintos nombres que se le da. Cada uno de estos nombres evoca alguno de sus aspectos. Se le llama:
Eucaristía: porque es acción de gracias a Dios. La palabra «eucaristía» recuerda las bendiciones judías que proclaman –sobre todo durante la comida– las obras de Dios: la creación, la redención y la santificación.
Banquete del Señor: porque se trata de la Cena que el Señor celebró con sus discípulos la víspera de su pasión y de la anticipación del banquete de bodas del Cordero en la Jerusalén celestial.
Fracción del pan: porque este rito, propio del banquete judío, fue utilizado por Jesús cuando bendecía y distribuía el pan como cabeza de familia, sobre todo en la última Cena. En este gesto los discípulos lo reconocerán después de su resurrección, y con esta expresión los primeros cristianos designaron sus asambleas eucarísticas. Con él se quiere significar que todos los que comen de este único pan, partido, que es Cristo, entran en comunión con Él y forman un solo cuerpo en Él.
Asamblea eucarística (synaxis): porque la Eucaristía es celebrada en la asamblea de los fieles, expresión visible de la Iglesia.
Memorial de la pasión y de la resurrección del Señor.
Santo Sacrificio: porque actualiza el único sacrificio de Cristo Salvador e incluye la ofrenda de la Iglesia; o también santo sacrificio de la Misa, sacrificio de alabanza, sacrificio espiritual, sacrificio puro y santo, puesto que completa y supera todos los sacrificios de la Antigua Alianza.
Santa y divina Liturgia: porque toda la liturgia de la Iglesia encuentra su centro y su expresión más densa en la celebración de este sacramento; en el mismo sentido se la llama también celebración de los santos misterios. Se habla también del Santísimo Sacramento porque es el Sacramento de los Sacramentos. Con este nombre se designan las especies eucarísticas guardadas en el sagrario.
Comunión: porque por este sacramento nos unimos a Cristo que nos hace partícipes de su Cuerpo y de su Sangre para formar un solo cuerpo; se la llama también las cosas santas –es el sentido primero de la comunión de los santos de que habla el Símbolo de los Apóstoles–, pan de los ángeles, pan del cielo, medicina de inmortalidad, viático.
Santa Misa: porque la liturgia en la que se realiza el misterio de salvación se termina con el envío de los fieles (missio) a fin de que cumplan la voluntad de Dios en su vida cotidiana.
«Tomad y comed…»: La comunión
(1384 – 1390)
El Señor nos dirige una invitación urgente a recibirle en el sacramento de la Eucaristía: «En verdad en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros» (Jn 6,53).
Para responder a esta invitación, debemos prepararnos para este momento tan grande y santo. S. Pablo exhorta a un examen de conciencia: «Quien coma el pan o beba el cáliz del Señor indignamente, será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Examínese, pues, cada cual, y coma entonces del pan y beba del cáliz. Pues quien come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propio castigo» ( 1 Co 11,27-29). Quien tiene conciencia de estar en pecado grave debe recibir el sacramento de la Reconciliación antes de acercarse a comulgar.
Ante la grandeza de este sacramento, el fiel sólo puede repetir humildemente y con fe ardiente las palabras del Centurión: «Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme».
Para prepararse convenientemente a recibir este sacramento, los fieles deben observar el ayuno prescrito por la Iglesia. Por la actitud corporal (gestos, vestido) se manifiesta el respeto, la solemnidad, el gozo de ese momento en que Cristo se hace nuestro huésped.
Es conforme al sentido mismo de la Eucaristía que los fieles, con las debidas disposiciones, comulguen cuando participan en la Misa (en el mismo día, sólo se permite una segunda vez).
La Iglesia obliga a los fieles a participar los domingos y días de fiesta en la divina liturgia y a recibir al menos una vez al año la Eucaristía, si es posible en tiempo pascual, preparados por el sacramento de la Reconciliación. Pero la Iglesia recomienda vivamente a los fieles recibir la santa Eucaristía los domingos y los días de fiesta, o con más frecuencia aún, incluso todos los días.
Gracias a la presencia sacramental de Cristo bajo cada una de las especies, la comunión bajo la sola especie de pan ya hace que se reciba todo el fruto de gracia propio de la Eucaristía. Por razones pastorales, esta manera de comulgar se ha establecido legítimamente como la más habitual en el rito latino. No obstante, la comunión tiene una expresión más plena por razón del signo cuando se hace bajo las dos especies. Ya que en esa forma es donde más perfectamente se manifiesta el signo del banquete eucarístico. Es la forma habitual de comulgar en los ritos orientales.
III. EL TESTIMONIO CRISTIANO
«La Eucaristía significa y realiza la comunión de vida con Dios y la unidad del pueblo de Dios por las que la Iglesia es ella misma. En ella se encuentra a la vez la cumbre de la acción, por la que, en Cristo, Dios santifica al mundo, y del culto que en el Espíritu Santo los hombres dan a Cristo por el Padre» (San Pablo VI, Eucharisticum mysterium).
IV. LA ORACIÓN CRISTIANA
¡Memorial de la muerte del Señor,
pan vivo que a los hombres das la vida!
Da a mi alma vivir sólo de ti,
y tu dulce sabor gustarlo siempre.
Pelícano piadoso, Jesucristo,
lava mis manchas con tu sangre pura;
pues una sola gota es suficiente
para salvar al mundo del pecado.
¡Jesús, a quien ahora veo oculto!
Te pido que se cumpla lo que ansío:
qué, mirándote al rostro cara a cara,
sea dichoso viéndote en tu gloria. Amén.