Domingo, 23 de junio de 2019: SOLEMNIDAD DEL «CORPUS CHRISTI», C


«Sagrado Banquete»

Gn 14, 18-20: Melquisedec ofreció pan y vino
Sal 109, 1-4: Tu eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec
1 Co 11, 23-26: Cada vez que coméis y bebéis, proclamáis la muerte del Señor
Lc 9, 11-17: Comieron todos y se saciaron

I. LA PALABRA DE DIOS

En la primera lectura, Melquisedec ofrece el pan y el vino como elementos para un sacrificio incruento agradable a Dios. Es un signo anunciador del sacramento eucarístico.

La segunda lectura recoge el testimonio de San Pablo sobre el Memorial de la institución eucarística en la última cena, anticipo de la muerte de Jesús. Es una “tradición” que se remonta hasta el Señor. «Esto es mi cuerpo»: Categóricamente, sin metáforas, se afirma lo que llamamos “presencia real” y sustancial de Cristo (para la que se requiere una “transubstanciación”); por eso, quien coma indignamente el “pan” y el “vino” se hace reo del cuerpo y de la sangre del Señor. En la Eucaristía, Cristo «se entrega por vosotros», en una “alianza nueva” sellada con su sangre; por tanto la Eucaristía es también el “sacrificio” de Cristo. Es “memorial” de la muerte de Cristo, renovación y actualización de su presencia, que ha de repetirse constantemente en la Iglesia por mano de los sacerdotes. Y esto, «hasta que vuelva», hasta su segunda venida.

Otro anuncio de la Eucaristía es la multiplicación de los panes como signo del banquete eucarístico que Cristo preside y distribuye por medio de los apóstoles y sus sucesores. Banquete que es el Memorial actualizado del Sacrificio de la Cruz en el que el sacerdote, la víctima y el Altar es el mismo Señor que se da como Alimento para la vida eterna.

«Dadles vosotros de comer». Cristo no se contenta con darnos su cuerpo en la eucaristía. Lo pone en nuestras manos para que llegue a todos. Es tarea de todos –no sólo de los sacerdotes– el que la eucaristía llegue a todos los hombres. Todo apostolado debe conducir a la eucaristía. Y que Cristo tenga cada vez más personas en quienes vivir, según las palabras del salmista: «No daré sueño a mis ojos ni reposo a mis párpados hasta que encuentre un lugar para el Señor».

Pero las palabras «dadles vosotros de comer» sugieren también otra aplicación. El que ha sido alimentado por Cristo no puede menos de dar y darse a los demás. La eucaristía es semilla de caridad. El que los pobres tengan qué comer también brota de la eucaristía. Por eso, el que frecuentando la eucaristía no crece en la caridad, es que en realidad no recibe a Cristo y le está rechazando.

«Comieron todos y se saciaron». La eucaristía es el alimento que sacia totalmente los anhelos más profundos del ser humano. Cristo no defrauda. Él es el pan de vida eterna: «El que venga a mí nunca más tendrá hambre» (Jn 6,35). Él –y sólo Él– calma el ansia de felicidad, la necesidad de ser querido, la búsqueda de la felicidad… ¿No es completamente insensato apagar nuestra sed en cisternas agrietadas que dejan insatisfecho y que, al fin, sólo producen dolor?

II. LA FE DE LA IGLESIA

El Sacramento de la Eucaristía (1322 — 1419)

La Eucaristía es el Sacramento del Cuerpo y la Sangre de Jesucristo, realmente presente bajo las especies de pan y de vino, memorial del sacrificio de la cruz, banquete pascual de la comunión en su amor y prenda de la gloria futura. Es la fuente, el corazón y la cumbre de toda la vida cristiana. En ella se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia: Jesucristo, que asocia a su Iglesia, y a todos sus miembros, a su sacrificio pascual, ofrecido una vez por todas en la cruz al Padre; y, por medio de este sacrificio, derrama la gracia de la salvación sobre su Cuerpo que es la Iglesia.

Jesús instituyó la Eucaristía en la Última Cena con los apóstoles la víspera de su pasión. En ella tomó el pan y dijo: «Esto es mi Cuerpo, que será entregado por vosotros»; y luego, tomó el cáliz con el vino y dijo: «Esta es mi Sangre, que será derramada por vosotros»; y ordenó celebrarla a sus apóstoles hasta su retorno –«Haced esto en memoria mía»–, como memorial de su muerte y de su resurrección, para dejar a los suyos una prenda de su amor, para no alejarse nunca de ellos y para hacerles partícipes de su Pascua. De esta manera, el paso de Jesús a su Padre por su muerte y resurrección, la Pascua nueva, es anticipada en la Cena, realizada en el Calvario y celebrada “hasta que Él vuelva” en la Eucaristía.

Por ser memorial de la Pascua de Cristo, la Eucaristía es un verdadero sacrificio porque representa –hace presente– el sacrificio de la cruz, ya que es su memorial y aplica su fruto.

La Santa Misa y el sacrificio de la Cruz son un único sacrificio, pues se ofrece una y la misma víctima: Jesucristo. Sólo es diferente la manera de ofrecerse: Cristo se ofreció a sí mismo una vez en la cruz de manera cruenta –con derramamiento de sangre–, mientras en la Eucaristía se ofrece por el ministerio de los sacerdotes de modo incruento –sin derramamiento de sangre–. Así, el sacrificio que Cristo ofreció de una vez para siempre en la cruz, permanece siempre actual. Y cuantas veces se celebra la Eucaristía, se realiza la obra de nuestra redención.

La Eucaristía es también el sacrificio de la Iglesia, que es el cuerpo de Cristo y participa del sacrificio de su Cabeza. Con Cristo, la Iglesia se ofrece totalmente y se une a su intercesión ante el Padre por todos los hombres. Cada fiel, miembro de su Cuerpo, tiene la oportunidad de unir en la Eucaristía su vida, su alabanza, su sufrimiento, su oración y su trabajo a los de Cristo y a su total ofrenda. A esta ofrenda también se unen la Virgen María y los santos que están ya en la gloria del cielo y es ofrecido también por las almas del purgatorio para que puedan entrar en la luz y la paz de Cristo.

La Santa Misa es la celebración de la Eucaristía. Se llama así porque la celebración termina con el envío (“missio” en latín) de los fieles, a fin de que cumplan la voluntad de Dios en su vida de cada día.

Sólo los sacerdotes válidamente ordenados pueden presidir la Eucaristía y consagrar el pan y el vino para que se conviertan en el Cuerpo y la Sangre del Señor. Pero, en la celebración de la Eucaristía participan todos los fieles que acuden a un mismo lugar para la asamblea eucarística. A su cabeza está Cristo mismo, sumo y eterno sacerdote de la Nueva Alianza, que es el actor principal que preside invisiblemente toda celebración eucarística. Como representante suyo, la celebra el obispo o el sacerdote –actuando “en persona de Cristo-cabeza”– que preside la asamblea, predica la homilía, recibe las ofrendas, dice la plegaria eucarística, consagra y reparte la comunión. Todos los fieles tienen parte activa en la celebración, cada uno a su manera: los lectores y monitores, los cantores, los que presentan las ofrendas, los que ayudan a dar la comunión, y el pueblo entero, cuyo “Amén” manifiesta su participación.

Después de la consagración, Jesús está realmente presente en la Eucaristía: lo que sigue pareciendo pan y vino es realmente el Cuerpo y la Sangre del Señor. El cambio de las especies eucarísticas de pan y vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo que ocurre en la Consagración se llama “transubstanciación”, que significa “cambio de substancia”. El pan y el vino, dejan de ser pan y vino y se convierten el Cuerpo y la Sangre de Jesús, aunque siguen pareciendo pan y vino.

Cristo está presente en la Eucaristía verdadera, real y substancialmente con todo su Cuerpo, Sangre, alma y divinidad. Esta presencia se llama “real” porque es “substancial”, y por ella Cristo, Dios y hombre, se hace totalmente presente. Cristo está todo entero en cada una de las especies y en cada una de sus partes, de modo que la fracción del pan no divide a Cristo, que está real y permanentemente presente en la eucaristía mientras duren sin corromperse las especies eucarísticas.

En la misa expresamos nuestra fe en la presencia real de Cristo bajo las especies eucarísticas, entre otras maneras, arrodillándonos o inclinándonos profundamente durante la consagración en señal de adoración al Señor; y fuera de la misa, conservando con el mayor cuidado las hostias consagradas en el sagrario, presentándolas a la adoración de los fieles en la exposición del Santísimo y llevándolas en procesión.

El cristiano, al entrar y salir del templo manifiesta su fe y saluda a Jesucristo presente en el Sagrario con una genuflexión, hincando la rodilla derecha, en señal de respeto y adoración. Lo mismo cada vez que se pasa por delante de Él. La visita al Santísimo Sacramento es una prueba de gratitud, un signo de amor y un deber de adoración hacia Cristo, nuestro Señor.

Porque la misa es, a la vez e inseparablemente, el memorial del sacrificio de la cruz, y el banquete sagrado de la comunión en el Cuerpo y la Sangre del Señor. La celebración del sacrificio eucarístico se hace para que los fieles se unan íntimamente con Cristo por medio de la comunión.

Por eso, los fieles, con las debidas disposiciones, deben comulgar cuando participan en la misa. El mismo Señor nos dirige una invitación urgente a recibirle en el sacramento de la Eucaristía: «En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros». No obstante, quien tiene conciencia de estar en pecado grave debe recibir el sacramento de la Reconciliación antes de acercarse a comulgar.

La Sagrada Comunión produce los siguientes frutos: acrecienta nuestra unión íntima con Cristo; conserva, acrecienta y renueva la vida de gracia recibida en el Bautismo; nos purifica de los pecados veniales, porque fortalece la caridad; nos preserva de futuros pecados mortales al fortalecer nuestra amistad con Cristo; renueva, fortalece y profundiza la unidad con toda la Iglesia; nos compromete en favor de los más pobres, en los que reconocemos a Jesucristo; y se nos da la prenda de la gloria futura.

Para recibir bien la Sagrada Comunión son necesarias tres cosas: saber a quién vamos a recibir, estar en gracia de Dios y guardar el ayuno eucarístico, que consiste en no comer ni beber nada desde una hora antes de recibir la Comunión. También es importante la actitud corporal (gestos, vestido…) que manifiesta el respeto, la solemnidad, el gozo de ese momento en que Cristo se hace nuestro huésped.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Si vosotros mismos sois Cuerpo y miembros de Cristo, sois el sacramento que es puesto sobre la mesa del Señor, y recibís este sacramento vuestro. Respondéis “Amén” a lo que recibís, con lo que, respondiendo, lo reafirmáis. Oyes decir “el Cuerpo de Cristo”, y respondes “amén”. Por lo tanto, se tú verdadero miembro de Cristo para que tu “amén” sea también verdadero» (S. Agustín).

«A nadie le es lícito participar de la Eucaristía sino al que crea que son verdad las cosas que enseñamos, y se haya lavado en aquel baño que da el perdón de los pecados y la nueva vida, y lleve una vida tal como Cristo enseñó» (San Justino).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

Que la lengua humana
cante este misterio:
la Preciosa Sangre
y el Precioso Cuerpo.
Quien nació de Virgen,
Rey del Universo,
por salvar al mundo
dio su Sangre en precio.

Se entregó a nosotros,
se nos dio naciendo
de una casta Virgen;
y, acabado el tiempo,
tras haber sembrado
la Palabra al pueblo,
coronó su obra
con prodigio excelso.

Adorad postrados
este Sacramento,
cesa el viejo rito,
se establece el nuevo;
dudan los sentidos
y el entendimiento;
que la fe los supla
con asentimiento.

Himnos de alabanza,
bendición y obsequio;
por igual la gloria
y el poder y el reino
al eterno Padre
con el Hijo eterno,
y al divino Espíritu
que procede de ellos.

Amén.

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