DOMINGO IX ORDINARIO “A”



 «Creyente puede ser quien sólo cree; cristiano, quien cree y vive lo creído»

Dt 11,18.26-28: «Mirad, os pongo delante bendición y maldición»
Sal 30: «Sé la roca de mi refugio, Señor»
Rm 3,21-25.28: «El hombre es justificado por la fe, sin las obras de la ley»
Mt 7, 21-27: «La casa edificada sobre roca y la casa edificada sobre arena».


I. LA PALABRA DE DIOS

En la primera lectura, del libro del Deuteronomio, Dios nos dice: «Métanse en su corazón y en sus almas estas palabras». Es decir, Dios no sólo quiere que escuchemos con amor su Palabra, sino también que la hagamos vida. La fe tiene que ser el principio y el fundamento de todo nuestro obrar cristiano. No basta la fe para salvarse, son necesarias las obras, y éstas deben estar de acuerdo con la fe.

Lo dicho anteriormente no está, de ninguna manera, en contradicción con lo que sostiene San Pablo: «el hombre es justificado por la fe, no por las obras de la Ley». La Ley divina nos hace conocedores del pecado, pero no nos hace justos ante Dios. Aún cumpliéndola, esa Ley, por sí misma, es incapaz de justificar al pecador. Aquí Lutero cambió el texto y añadió por su cuenta: «Solamente por la fe»; pero san Pablo no dice eso. El contraste no está entre «fe» y «obras», sino entre «fe» y «Ley» (obras de la Ley de Moisés).

Somos salvados (justificados) por la amorosa actuación salvífica de Dios (la «justicia» de Dios), que «se ha manifestado» plenamente en Jesucristo; y también en nosotros, mediante la fe en Él, gracias a su obra redentora. 

«Justicia» y «justificación» son como el anverso y el reverso de una misma moneda: Dios actúa gratuitamente en nosotros, (nos da la «justificación», nos «justifica»), y, en nuestra respuesta de fe, nos hace pasar de pecadores a justos (es decir, «santos»); es, por tanto, mucho más que un «indulto», que dejaría al pecador siendo interiormente pecador. Esa gracia de Dios (la justificación), si no la rechazamos por el pecado, permanece en nosotros y nos impulsa a actuar justamente (es decir, a vivir conforme a la justicia de Dios). 

Somos salvados «por medio de la fe en Jesucristo». Creer en Cristo consiste en adherirse a Jesucristo redentor en su entrega a la voluntad del Padre. Somos justificados por la fe, porque la fe es el comienzo de la salvación del hombre, el fundamento y la raíz de toda justificación; sin ella es imposible agradar a Dios y llegar a compartir la suerte de sus hijos. Y somos justificados gratuitamente, porque nada de lo que precede a la justificación (sean la fe o las obras) merecen la gracia misma de la justificación.

El hombre «sensato», «prudente» o «sabio» es el que escucha la Palabra de Dios y la pone en práctica, es decir, el que «hace la voluntad del Padre»: ese es el que «edifica su casa sobre roca». En cambio, el que escucha la Palabra y no la pone por obra, no la vive, es un «necio» o un «imprudente» que «edifica su casa sobre la arena». Ha tomado el nombre de Dios en vano.  Hay muchos que pueden tener a Dios en la boca todo el día «Señor, Señor…»; pueden profetizar, pueden echar demonios, pueden incluso hacer milagros, creyendo que lo hacen en nombre de Dios, pero a estos, un día Dios «les dirá en su cara: «Nunca los he conocido. Aléjense de mí, ustedes, los que han hecho el mal»».

En resumen: somos salvados gratuitamente por la fe en Cristo, y la fe en Cristo consiste en obrar como Cristo, cumpliendo la voluntad del Padre. La carta de Santiago es muy clara en esto: «La fe sin obras, está muerta»; y la fe no consiste en palabras (Señor, Señor…), sino en obras (Hacer la voluntad del Padre): «muéstrame tu fe sin obras, y yo, por las obras, te mostraré mi fe». «También los demonios creen, y tiemblan» (cf. St 2,14ss).  

La vida misma del hombre avala la eficacia del obrar por encima del decir. Al hombre que actúa y lo hace de acuerdo con sus convicciones, se le admira, incluso sin compartir sus ideas. Al que cifra su vida en grandes palabras, solemnes discursos y nulas acciones, al principio se le escucha; poco después, ni eso.

 II. LA FE DE LA IGLESIA

La Ley nueva o ley evangélica
(1965 – 1986)

La Ley antigua se resume en los Diez mandamientos. Fue revelada por Dios a Moisés y contiene muchas verdades accesibles a la razón. Dios las reveló porque los hombres no las leían en su corazón. Esta Ley de Moisés o Ley antigua es una preparación para la Ley evangélica o Ley nueva, que es la perfección aquí abajo de la ley divina, natural y revelada.

La Ley nueva o Ley evangélica es obra de Cristo y se expresa particularmente en el Sermón de la montaña. Es también obra del Espíritu Santo, y por Él viene a ser la ley interior de la caridad.

La ley nueva es la gracia del Espíritu Santo dada a los fieles mediante la fe en Cristo. Obra por la caridad, utiliza el Sermón del Señor para enseñarnos lo que hay que hacer, y los sacramentos para comunicarnos la gracia de hacerlo.

La Ley evangélica lleva a plenitud los mandamientos de la Ley. Lejos de abolir o devaluar las prescripciones morales de la Ley antigua, extrae de ella las virtualidades ocultas y hace surgir de ella nuevas exigencias.

La Ley nueva practica los actos de la religión: la limosna, la oración y el ayuno, ordenándolos al «Padre que ve en lo secreto» por oposición al deseo «de ser visto por los hombres». Su oración es el Padre Nuestro. 

La Ley evangélica entraña la elección decisiva entre «los dos caminos» y la práctica de las palabras del Señor; está resumida en la regla de oro: «Todo cuanto queráis que os hagan los hombres, hacédselo también vosotros; porque esta es la Ley y los profetas».

Toda la Ley evangélica está contenida en el «mandamiento nuevo» de Jesús: amarnos los unos a los otros como Él nos ha amado.

La Ley nueva es llamada ley de amor, porque hace obrar por el amor que infunde el Espíritu Santo, más que por el temor; ley de gracia, porque confiere la fuerza de la gracia para obrar mediante la fe y los sacramentos; ley de libertad, porque nos libera de las observancias rituales y jurídicas de la Ley antigua, nos inclina a obrar espontáneamente bajo el impulso de la caridad y nos hace pasar de la condición del siervo «que ignora lo que hace su señor», a la de amigo de Cristo, «porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer», y también a la condición de hijo heredero.

III. El testimonio cristiano

«Toda la pretensión de quien comienza oración (y no se olvide esto, que importa mucho), ha de ser trabajar y determinarse y disponerse, con cuantas diligencias pueda a hacer su voluntad conformar con la de Dios; estad muy ciertos que en esto consiste toda la mayor  perfección que se puede alcanzar en el camino espiritual» (Santa Teresa de Jesús).

«El que quiera meditar con piedad y perspicacia el Sermón que nuestro Señor pronunció en la montaña, según lo leemos en el Evangelio de San Mateo, encontrará en él sin duda alguna la carta perfecta de la vida cristiana… Este Sermón contiene todos los preceptos propios para guiar la vida cristiana» (S. Agustín).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

Este es el tiempo en que llegas,
Esposo, tan de repente,
que invitas a los que velan
y olvidas a los que duermen

Salen cantando a tu encuentro
doncellas con ramos verdes
y lámparas que guardaron
copioso y claro el aceite

¡Cómo golpean las necias
las puertas de tu banquete!
¡Y cómo lloran a oscuras
los ojos que no han de verte!

Mira que estamos alerta,
Esposo, por si vinieres,
y está el corazón velando,
mientras los ojos se duermen

Danos un puesto a tu mesa,
Amor que a la noche vienes,
antes que la noche acabe
y que la puerta se cierre. Amén

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