DOMINGO XXXIII ORDINARIO “A”



«Volverá el Señor y retribuirá a cada uno según sus obras»

Pr 31,10-13.19s.30s.: «Trabaja con la destreza de sus manos»
Sal 127, 1-5: «Dichoso el que teme al Señor»
1Ts 5,1-6: «El día del Señor llegará como un ladrón en la noche»

Mt 25,14-30: «Como has sido fiel en lo poco, pasa al banquete de tu Señor»


I. LA PALABRA DE DIOS

San Pablo, en la segunda lectura, nos recuerda que toda persona sensata experimenta que las seguridades de este mundo se quiebran. Por eso, la llamada de atención que nos hace hacia el fin de esta vida, que es comienzo de la otra, no puede desatenderse. Lo único sensato es vivir vigilante, continuar buscando, mejor deseando confiadamente, el futuro final.

«Así pues, no durmamos…, sino estemos vigilantes y vivamos sobriamente». Es la postura de una sana vigilancia, tantas veces recomendada por el Nuevo Testamento y tan practicada por los cristianos de todas las épocas. Los santos, por ejemplo, han meditado con mucha frecuencia en la muerte. No se trata de una postura macabra, sino profundamente realista. En efecto, el que sabe que su vida es como hierba «que florece y se renueva por la mañana, y por la tarde la siegan y se seca», y que ha de rendir cuentas a Dios por lo que realice en este mundo, ese es verdaderamente sensato, se da cuenta, es consciente del momento que vive. En cambio, el que se olvida de la muerte y vive de espaldas a ella es absolutamente insensato: «cuando están diciendo: Paz y seguridad, entonces, de improviso, les sobrevendrá la ruina… y no podrán escapar».

«Pero ustedes, hermanos… son hijos de la luz e hijos del día». Ahí está el secreto y la forma de esta vigilancia. No se trata de estar esperando con miedo, como quien se teme algo horrible. Se trata de vivir en la luz, es decir, unido al Señor, en su presencia, sometido a su influjo, en la obediencia a su voluntad. El que así vive en la luz pasará con gozo y sin sobresalto a la luz en plenitud. Sólo el que vive en tinieblas es sorprendido, denunciado y sus planes son desbaratados completamente por la luz.

En el Evangelio, la «parábola de los talentos» acentúa el hecho de que a su vuelta el Señor «ajustará cuentas» con cada uno de sus siervos. Lo que menos importa en la parábola es que uno haya recibido más o menos talentos: Dios da a cada uno según quiere y al fin y al cabo todo lo que tenemos es recibido de Él. Se trata de que hagamos fructificar los talentos —los dones naturales o sobrenaturales recibidos—, pues de todos ellos hemos de dar cuentas a Dios. Lo que en todo caso es rechazable es limitarse a guardar el talento. El que esconde su talento es condenado porque no ha dado el fruto que de él se esperaba. El que se limita a «no hacer mal», en realidad está haciendo mal, pues no realiza el bien que tenía que hacer. 

Es posible que en otras épocas se haya insistido desenfocada o desproporcionadamente en el juicio de Dios; en la nuestra parece que lo tenemos demasiado olvidado. El Dios Juez no se contrapone al Dios Amor: son dos aspectos del mismo misterio de Dios que debemos aceptar como es, sin reducirlo a nuestros esquemas o seleccionando los textos evangélicos a nuestro capricho. Dios no es un Dios bonachón que pasa de todo; Dios se toma en serio al hombre y por eso le pide cuentas de su vida. Somos responsables ante Dios de todo lo que hagamos y digamos y de todo lo que dejemos de hacer y de decir. No se trata de tener miedo a Dios, pero sí de «trabajar con temor y temblor por nuestra salvación». Pensar en el juicio de Dios da seriedad a nuestra vida.


II. LA FE DE LA IGLESIA

Dios quiere que todos se salven,
pero respeta la libertad del hombre
(679).

El Hijo de Dios no ha venido para juzgar sino para salvar y para dar la vida que hay en él. Es por el rechazo de la gracia en esta vida por lo que cada uno se juzga ya a sí mismo, es retribuido según sus obras y puede incluso condenarse eternamente al rechazar el Espíritu de amor. 

Preparemos el juicio
eligiendo ahora el camino de Cristo:
(1696).

El camino de Cristo «lleva a la vida», un camino contrario «lleva a la perdición». La parábola evangélica de los dos caminos está siempre presente en la catequesis de la Iglesia. Significa la importancia de las decisiones morales para nuestra salvación. «Hay dos caminos, el uno de la vida, el otro de la muerte; pero entre los dos, una gran diferencia».

Adelantemos el juicio definitivo
en el tribunal de misericordia de la Iglesia:
(1468 – 1470).

Por el Sacramento de la Penitencia, el pecador, confiándose al juicio misericordioso de Dios, anticipa el juicio al que será sometido al fin de esta vida terrena. Porque es ahora, en esta vida, cuando nos es ofrecida la elección entre la vida y la muerte, y sólo por el camino de la conversión podemos entrar en el Reino del que el pecado grave nos aparta. Convirtiéndose a Cristo por la penitencia y la fe, el pecador pasa de la muerte a la vida «y no incurre en juicio». 

Toda la fuerza del sacramento de la penitencia reside en que nos restituye a la gracia de Dios y nos une con Él con profunda amistad. El fin y el efecto de este sacramento son, pues, la reconciliación con Dios. En los que reciben el sacramento de la Penitencia con un corazón contrito y con una disposición religiosa, tiene como resultado la paz y la tranquilidad de la conciencia, a las que acompaña un profundo consuelo espiritual. En efecto, el sacramento de la reconciliación con Dios produce una verdadera «resurrección espiritual«, una restitución de la dignidad y de los bienes de la vida de los hijos de Dios, el más precioso de los cuales es la amistad de Dios.

Este sacramento reconcilia con la Iglesia al penitente. El pecado menoscaba o rompe la comunión fraterna. El sacramento de la Penitencia la repara o la restaura. En este sentido, no cura solamente al que se reintegra en la comunión eclesial, tiene también un efecto vivificante sobre la vida de la Iglesia que ha sufrido por el pecado de uno de sus miembros. Restablecido o afirmado en la comunión de los santos, el pecador es fortalecido por el intercambio de los bienes espirituales entre todos los miembros vivos del Cuerpo de Cristo, estén todavía en situación de peregrinos o que se hallen ya en la patria celestial.

Pero hay que añadir que tal reconciliación con Dios tiene como consecuencia, por así decir, otras reconciliaciones que reparan las rupturas causadas por el pecado: el penitente perdonado se reconcilia consigo mismo en el fondo más íntimo de su propio ser, en el que recupera la propia verdad interior; se reconcilia con los hermanos, agredidos y lesionados por él de algún modo; se reconcilia con la Iglesia, se reconcilia con toda la creación.


III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Todos los frutos buenos de nuestra naturaleza y de nuestra inteligencia, tras haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del Señor y según su mandato, los encontramos después de nuevo, limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno y universal. Dios será entonces «todo en todos»» (Gaudium et spes, 39).

«Quiso Dios dejar al hombre en manos de su propia decisión, de modo que busque a su Creador sin coacciones y, adhiriéndose a Él, llegue libremente a la plena y feliz perfección» (Gaudium et spes, 17).


IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Este mundo del hombre,
en que él se afana
tras la felicidad que tanto ansía,
tu lo vistes, Señor, de luz temprana
y de radiante sol al mediodía.

Así el poder de tu presencia encierra
el secreto más hondo de esta vida;
un nuevo cielo y una nueva tierra
colmarán nuestro anhelo sin medida.

Poderoso Señor de nuestra historia,
no tardes en venir gloriosamente;
tu luz resplandeciente y tu victoria
inunden nuestra vida eternamente. 

Amén.


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