DOMINGO III DE PASCUA “C”



«¡Es el Señor!»

Hch 5, 27b-32.40b-41: Testigo de esto somos nosotros y el Espíritu Santo
Sal 29,2-13b: Te ensalzaré, Señor, porque me has librado
Ap 5, 11-14: Digno es el Cordero degollado de recibir el poder y la alabanza

Jn 21, 1-19: Jesús se acercó, tomó el pan y se lo dio; lo mismo el pescado

I. LA PALABRA DE DIOS

El evangelio de hoy nos presenta otra de las apariciones de Cristo Resucitado. Todo el capítulo 21 de San Juan está lleno de sentido simbólico que nos ayuda a entender la Iglesia: la barca de Pedro; el trabajo misionero; el fruto de ese trabajo por la intervención de Jesús; la red que no se rompe; la primacía de Pedro sobre el rebaño que debe cuidar… Pero las apariciones de Jesús –aún estando cargadas de un misterioso significado simbólico revelador– son reales, objetivas; y esto es así tanto por la imposibilidad de reducirlas a meras alucinaciones colectivas, como por las circunstancias que se describen.

La liturgia del tiempo pascual nos ofrece la gracia de vivir nuestra propia experiencia de encuentro con el Resucitado. En este sentido, el evangelio nos ilumina poderosamente.

«No sabían que era el Señor». Jesús está ahí, con ellos, pero no se han percatado de su presencia cercana y poderosa. ¿No es esto lo que nos ocurre también a nosotros? Ocupados en nuestros intereses, Cristo camina con nosotros, sale a nuestro encuentro de múltiples maneras, pero nos pasa desapercibido. Esa es la raíz de nuestros males: no descubrir esta presencia suya que ilumina nuestra existencia, que da sentido y vivifica todo.

«Es el Señor». Los discípulos reconocen a Jesús por el prodigio de la pesca milagrosa. Él mismo había dicho: «Por sus frutos los conoceréis». El que murió en la cruz y el que ahora se les aparece resucitado es realmente la misma y única persona: “el Señor” constituido en gloria.

«Jesús se acerca, toma el pan y se lo da». En el relato evangélico, Cristo aparece alimentando a los suyos –cuidándoles con exquisita delicadeza– en el banquete del Pez y del Pan, símbolos eucarísticos primitivos. También ahora es sobre todo en la eucaristía donde Cristo Resucitado se nos hace presente y se nos da, nos cuida y alimenta Él mismo en persona. La fe tiene que estar viva y despierta para reconocer cuánta ternura hay en cada misa.

Cristo Resucitado quiere hacerse reconocer por unas obras que sólo Él es capaz de realizar. Su presencia quiere obrar maravillas en nosotros. Su influjo quiere ser profundamente eficaz en nuestra vida. La presencia del Resucitado quiere renovar nuestra existencia y la vida de la Iglesia entera. Pascua es el tiempo del gozo profundo, de la alegría desbordante y de la paz del corazón.

II. LA FE DE LA IGLESIA

Sentido y alcance salvífico de la Resurrección
(651 – 655)

«Si no resucitó Cristo, vana es nuestra predicación, vana también vuestra fe». La Resurrección constituye ante todo la confirmación de todo lo que Cristo hizo y enseñó. Todas las verdades, incluso las más inaccesibles al espíritu humano, encuentran su justificación en Cristo que, al resucitar, ha dado la prueba definitiva de su autoridad divina, según lo había prometido.

La Resurrección de Cristo es cumplimiento de las promesas del Antiguo Testamento y del mismo Jesús durante su vida terrenal. La expresión «según las Escrituras» indica que la Resurrección de Cristo cumplió estas predicciones.

La verdad de la divinidad de Jesús es confirmada por su Resurrección. El había dicho: «Cuando hayáis levantado al Hijo del hombre, entonces sabréis que Yo Soy». La Resurrección del Crucificado demostró que verdaderamente, Él era «Yo Soy», el Hijo de Dios y Dios mismo. San Pablo pudo decir a los Judíos: «la Promesa hecha a los padres Dios la ha cumplido en nosotros al resucitar a Jesús, como está escrito en el salmo primero: “Hijo mío eres tú; yo te he engendrado hoy”». La Resurrección de Cristo está estrechamente unida al misterio de la Encarnación del Hijo de Dios: es su plenitud según el designio eterno de Dios.

Cristo, «el primogénito de entre los muertos», es el principio de nuestra propia resurrección. Y esto, en un doble aspecto: por su muerte nos libera del pecado, por su Resurrección nos abre el acceso a una nueva vida.

Esta es, en primer lugar, la “justificación” que nos devuelve a la gracia de Dios «a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos, así también nosotros vivamos una nueva vida». Consiste en la victoria sobre la muerte y el pecado y en la nueva participación en la gracia. Realiza la adopción filial porque los hombres se convierten en hermanos de Cristo, como Jesús mismo llama a sus discípulos después de su Resurrección: «Id, avisad a mis hermanos». Hermanos no por naturaleza, sino por don de la gracia, porque esta filiación adoptiva confiere una participación real en la vida del Hijo único, la que ha revelado plenamente en su Resurrección.

Por último, la Resurrección de Cristo –y el propio Cristo resucitado– es principio y fuente de nuestra resurrección futura: «Cristo resucitó de entre los muertos como primicias de los que durmieron … del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo». En la espera de que esto se realice, Cristo resucitado vive en el corazón de sus fieles. En Él los cristianos «saborean los prodigios del mundo futuro» y su vida es arrastrada por Cristo al seno de la vida divina «para que ya no vivan para sí los que viven, sino para aquél que murió y resucitó por ellos».

El ministerio de Pedro en la Iglesia
(551 – 553).

El Reino de los cielos ha sido inaugurado en la tierra por Cristo y se manifiesta a los hombres en las palabras, en las obras y en la presencia de Cristo. La Iglesia es el germen y el comienzo de este Reino.

Desde el comienzo de su vida pública Jesús eligió unos hombres en número de doce para estar con Él y participar en su misión; les hizo partícipes de su autoridad «y los envió a proclamar el Reino de Dios y a curar». Ellos permanecen para siempre asociados al Reino de Cristo porque por medio de ellos dirige su Iglesia: «Yo, por mi parte, dispongo el Reino para vosotros, como mi Padre lo dispuso para mí, para que comáis y bebáis a mi mesa en mi Reino y os sentéis sobre tronos para juzgar a las doce tribus de Israel».

En el colegio de los Doce Simón Pedro ocupa el primer lugar. Jesús le confía una misión única. Gracias a una revelación del Padre, Pedro había confesado: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo». Entonces Nuestro Señor le declaró: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella». Cristo, «Piedra viva», asegura a su Iglesia, edificada sobre Pedro la victoria sobre los poderes de la muerte. Pedro, a causa de la fe confesada por él, será la roca inquebrantable de la Iglesia. Tendrá la misión de custodiar esta fe ante todo desfallecimiento y de confirmar en ella a sus hermanos.

Jesús ha confiado a Pedro una autoridad específica: «A ti te daré las llaves del Reino de los cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos». El poder de las llaves designa la autoridad para gobernar la casa de Dios, que es la Iglesia. Jesús, «el Buen Pastor» confirmó este encargo después de su resurrección: «Apacienta mis ovejas». El poder de «atar y desatar» significa la autoridad para absolver los pecados, pronunciar sentencias doctrinales y tomar decisiones disciplinares en la Iglesia. Jesús confió esta autoridad a la Iglesia por el ministerio de los apóstoles y particularmente por el de Pedro, el único a quien Él confió explícitamente las llaves del Reino.

Este oficio pastoral de Pedro y de los demás apóstoles pertenece a los cimientos de la Iglesia y se continúa por los obispos bajo el primado del Papa.

Toda la Iglesia es apostólica
(863-865)

La única Iglesia de Cristo –de la que confesamos en el Credo que es una, santa, católica y apostólica– subsiste en la Iglesia católica, es indestructible y se mantiene infaliblemente en la verdad. Está edificada sobre sólidos cimientos: «los doce apóstoles del Cordero».

La Iglesia es apostólica por su origen, ya que fue construida sobre el fundamento de los apóstoles; por su enseñanza, que es la misma de los apóstoles; por su estructura, en cuanto es instruida, santificada y gobernada, hasta la vuelta de Cristo, por los apóstoles, gracias a sus sucesores, los obispos, en comunión con el sucesor de Pedro.

Toda la Iglesia es apostólica mientras permanezca, a través de los sucesores de San Pedro y de los apóstoles, en comunión de fe y de vida con su origen. Toda la Iglesia es apostólica en cuanto que ella es “enviada” al mundo entero; todos los miembros de la Iglesia, aunque de diferentes maneras, tienen parte en este envío. La vocación cristiana, por su misma naturaleza, es también vocación al apostolado. Se llama “apostolado” a toda la actividad del Cuerpo Místico que tiende a propagar el Reino de Cristo por toda la tierra.

Siendo Cristo, enviado por el Padre, fuente y origen del apostolado de la Iglesia, es evidente que la fecundidad del apostolado, tanto el de los ministros ordenados como el de los laicos, depende de su unión vital con Cristo. Según sean las vocaciones, las interpretaciones de los tiempos, los dones variados del Espíritu Santo, el apostolado toma las formas más diversas. Pero es siempre la caridad, conseguida sobre todo en la Eucaristía, que es como el alma de todo apostolado.

La Iglesia es una, santa, católica y apostólica en su identidad profunda y última, porque en ella existe ya y será consumado al fin de los tiempos “el Reino de los cielos”, “el Reino de Dios”, que ha venido en la persona de Cristo y que crece misteriosamente en el corazón de los que le son incorporados hasta su plena manifestación escatológica. Entonces todos los hombres rescatados por Él, hechos en Él «santos e inmaculados en presencia de Dios en el Amor», serán reunidos como el único Pueblo de Dios, «la Esposa del Cordero», «la Ciudad Santa que baja del Cielo de junto a Dios y tiene la gloria de Dios»; y «la muralla de la ciudad se asienta sobre doce piedras, que llevan los nombres de los doce apóstoles del Cordero».

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Por institución divina los obispos han sucedido a los apóstoles como pastores de la Iglesia. El que los escucha, escucha a Cristo; el que, en cambio, los desprecia, desprecia a Cristo y al que lo envió» (Concilio Vaticano II, Lumen Gentium).

«En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias siempre y en todo lugar, Señor, Padre santo, Dios todopoderoso, Pastor eterno. Porque no abandonas nunca a tu rebaño, sino que, por medio de los santos Apóstoles, lo proteges y conservas, y quieres que tenga siempre por guía la palabra de aquellos mismos pastores a quienes tu Hijo dio la misión de anunciar el Evangelio» (Misal Romano, Prefacio de apóstoles).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

Tu cuerpo es lazo de amores,
de Dios y el hombre atadura;
amor que a tu cuerpo acude
como tu cuerpo perdura.

Tu cuerpo, surco de penas,
hoy es de luz y rocío;
que lo vean los que lloran
con ojos enrojecidos.

Tu cuerpo espiritual
es la Iglesia congregada;
tan fuerte como tu cruz,
tan bella como tu Pascua.

Tu cuerpo sacramental
es de tu carne y tu sangre,
y la Iglesia, que es tu Esposa,
se acerca para abrazarte.

Amén.

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