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Síntesis de la Fe Católica


Las fórmulas de fe son importantes porque nos permiten expresar, asimilar, celebrar y compartir con los demás las verdades de la fe, utilizando un lenguaje común. La Iglesia, como una madre, nos enseña el lenguaje de la fe para que lleguemos a comprender cuánto nos ama Dios Padre.

Está claro que la catequesis no puede consistir sólo en el aprendizaje memorístico de las respuestas a unas preguntas. De poco serviría la simple memorización, sin entender lo que se dice y, sobre todo, sin testigos y modelos para aprenderlo a vivir. Pero también es verdad que, aunque en un primer momento no se entiendan completamente todas las preguntas, ni todas sus implicaciones y consecuencias, al menos, se aprenden unos contenidos que un día, si quieren y tienen oportunidad, podrán comprender, desarrollar y convertir en fe viva, confianza filial y entrega generosa. 

El aprendizaje de memoria pone una base de conocimientos clara y sintética sobre la que poder construir más adelante una vida cristiana y transmite un lenguaje con el que poder “dar razón de nuestra esperanza”. Mi experiencia es que sin aplicar el entendimiento y la memoria el esfuerzo catequético se pierde en su mayor parte.

Esta Síntesis de la Fe Católica quiere ser un instrumento complementario para la enseñanza de la fe según los catecismos oficiales de la Conferencia Episcopal Española “Jesús es el Señor” y “Testigos del Señor”.

La numeración de las preguntas sigue el orden del catecismo “Testigos del Señor”. Las preguntas sin numerar, precedidas de una letra [ a) ], completan y explican otros aspectos de la cuestión. 
Los colores son una referencia indicativa para los distintos niveles de la catequesis de la iniciación cristiana según aparecen en los catecismos oficiales. Lógicamente, cada nivel supone el conocimiento de todos los anteriores.

6 de septiembre de 2020: DOMINGO XXIII ORDINARIO “A”


 «El sacramento del Perdón en la Iglesia»

Ez 33,7-9: «Si no hablas al malvado, te pediré cuenta de su sangre»
Sal 94, 1-9: «Ojalá escuchen hoy la voz del Señor: «no endurezcan su corazón»»
Rm 13,8-10: «La plenitud de la ley es el amor»

Mt 18,15-20: «Si te hace caso, has salvado a tu hermano»

I. LA PALABRA DE DIOS

Las primeras lecturas y el evangelio de este domingo y del siguiente giran en torno a la corrección fraterna y al perdón de los pecados en la Iglesia.

El evangelio de hoy nos presenta un aspecto que en la mayoría de las comunidades cristianas está sin estrenar. Jesús dice: «Si tu hermano peca, repréndelo». Aquí «hermano» es el que comparte la misma fe, un miembro de la comunidad de creyentes. La lógica es muy sencilla: si a cualquier madre le importa su hijo, y le duele lo que es malo para su hijo, y le reprende porque le quiere y desea que no tenga defectos, con mayor razón al cristiano le debe importar todo hermano, sencillamente porque es su hermano. ¿Me duele cuando alguien peca?

La Iglesia es esencialmente santa; pero, mientras dure la historia humana, habrá en ella pecadores, a los que habrá que corregir: primero la corrección en secreto, luego la corrección privada ante testigos, finalmente la denuncia pública ante la autoridad constituida en la Iglesia. Ese «tribunal» para dirimir cuestiones entre hermanos, para absolver o condenar, es un elemento externo y visible de la Iglesia.

La lectura de Ezequiel es incluso más fuerte en esto: «Si tú no hablas poniendo en guardia al malvado para que cambie de conducta, a ti te pediré cuenta de su sangre». Somos responsables de los hermanos. Si viéramos a alguien que va a caer en un precipicio, le gritaríamos una y mil veces. Pues bien, da escalofrío la indiferencia con que vemos alejarse personas de Cristo y de la Iglesia y vivir en el pecado y no les decimos ni palabra. «Si tu hermano peca, repréndelo». «Si no le pones en guardia, te pediré cuenta de su sangre». ¿Me siento responsable? Recordemos que fue Caín quien dijo: «¿Acaso soy yo guardián de mi hermano?»

Por lo demás, está claro que se trata de reprender por amor y con amor. No con fastidio y rabia o porque a uno le moleste. Es una necesidad del amor. El amor a los hermanos lleva a luchar para que no se destruyan a sí mismos. Tenemos con ellos una deuda de amor que nos impide callar, precisamente para su bien. Todo menos la indiferencia.

«Todo lo que aten en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desaten en la tierra quedará desatado en el cielo»: Mientras los versículos anteriores expresan una norma de comportamiento, este versículo es una entrega de poderes. Hay una pequeña, pero importante, ruptura gramatical con lo que antecede. Jesús no habla en singular, ni a cualquier seguidor suyo, sino en plural, y a un grupo cualificado; son palabras que implican un poder jerárquico, una autoridad que rige a la comunidad. La Iglesia católica ha definido, citando este versículo, que los obispos y sacerdotes son los únicos ministros de la absolución sacramental.

Desde los comienzos, la Iglesia ha entendido en la expresión atar y desatar el poder que Cristo le ha concedido de administrar el perdón de los pecados. El Cristo perdonador del Evangelio se hace presente y sensible en el sacramento de la Penitencia y del perdón, para curar el corazón —por la penitencia— y hacerlo nuevo por su perdón creador.

II. LA FE DE LA IGLESIA

La necesidad del perdón de los pecados
(1420 — 1421)

Por los sacramentos de la iniciación cristiana, el hombre recibe la vida nueva de Cristo. Ahora bien, esta vida la llevamos en «vasos de barro». La situación de quien no «siente» el pecado es semejante a la del enfermo que ignora el cáncer que tiene dentro de sí. El Señor Jesucristo, médico de nuestras almas y de nuestros cuerpos, quiso que su Iglesia continuase, en la fuerza del Espíritu Santo, su obra de curación y de salvación, incluso en sus propios miembros. Esta es la finalidad de uno de los dos sacramentos de curación: el sacramento de la Penitencia.

Aun cuando el hombre quiera desentenderse de Dios, el pecado pesa en su interior. Hay que sacarlo para sentirse liberado.

El drama del hombre de hoy, compartido por no pocos cristianos, no es tanto no necesitar el perdón cuanto el no ser conscientes de su pecado.

El perdón del pecado se obtiene por el Sacramento de la Penitencia que consagra un proceso personal y eclesial de conversión, de arrepentimiento y de reparación por parte del cristiano pecador.

Los que se acercan al Sacramento de la Penitencia obtienen de la misericordia de Dios el perdón de los pecados cometidos contra Él y, al mismo tiempo,  se reconcilian con la Iglesia, a la que ofendieron con sus pecados. Ella les mueve a conversión con su amor, su ejemplo y sus oraciones.

Los nombres del Sacramento de la penitencia
(1423 — 1424)

Se le denomina sacramento de la conversión porque realiza sacramentalmente la llamada de Jesús a la conversión, la vuelta al Padre del que el hombre se había alejado por el pecado.

Se denomina sacramento de la penitencia porque consagra un proceso personal y eclesial de conversión, de arrepentimiento y de reparación por parte del cristiano pecador.

Es llamado sacramento de la confesión porque la declaración o manifestación —la confesión de los pecados ante el sacerdote— es un elemento esencial de este sacramento. En un sentido profundo este sacramento es también una «confesión», reconocimiento y alabanza de la santidad de Dios y de su misericordia para con el hombre pecador.

Se le llama sacramento del perdón porque, por la absolución sacramental del sacerdote, Dios concede al penitente «el perdón y la paz».

Se le denomina sacramento de la reconciliación porque otorga al pecador el amor de Dios que reconcilia: «Déjense reconciliar con Dios». El que vive del amor misericordioso de Dios está pronto a responder a la llamada del Señor: «Ve primero a reconciliarte con tu hermano».

La conversión del corazón,
obra de Dios en nosotros
y de nosotros con Dios
(1425 — 1433)

El corazón del hombre es rudo y endurecido. Es preciso que Dios dé al hombre un corazón nuevo (cf Ez 36).

Jesús llama a la conversión. Esta llamada es una parte esencial del anuncio del Reino: «El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; conviértanse y crean en la Buena Nueva» (Mc 1,15). En la predicación de la Iglesia, esta llamada se dirige primeramente a los que no conocen todavía a Cristo y su Evangelio. Así, el Bautismo es el lugar principal de la conversión primera y fundamental. Por la fe en la Buena Nueva y por el Bautismo se renuncia al mal y se alcanza la salvación, es decir, la remisión de todos los pecados y el don de la vida nueva.

Ahora bien, la llamada de Cristo a la conversión sigue resonando en la vida de los cristianos. Esta segunda conversión es una tarea ininterrumpida para toda la Iglesia que recibe en su propio seno a los pecadores y que siendo santa, al mismo tiempo que necesitada de purificación constante, busca sin cesar la penitencia y la renovación.

Este esfuerzo de conversión no es sólo una obra humana. Es el movimiento del «corazón contrito», atraído y movido por la gracia a responder al amor misericordioso de Dios que nos ha amado primero.

La penitencia interior es una reorientación radical de toda la vida, un retorno, una conversión a Dios con todo nuestro corazón, una ruptura con el pecado, una aversión del mal, con repugnancia hacia las malas acciones que hemos cometido. Al mismo tiempo, comprende el deseo y la resolución de cambiar de vida con la esperanza de la misericordia divina y la confianza en la ayuda de su gracia. Esta conversión del corazón va acompañada de dolor y tristeza saludables que los Padres llamaron «dolor de los pecados» o contrición.

Es preciso que Dios dé al hombre un corazón nuevo. La conversión es primeramente  una obra de la gracia de Dios que hace volver a Él nuestros corazones: «Conviértenos, Señor, y nos convertiremos». Dios es quien nos da la fuerza para comenzar de nuevo. Al descubrir la grandeza del amor de Dios, nuestro corazón se estremece ante el horror y el peso del pecado y comienza a temer ofender a Dios por el pecado y verse separado de Él. El corazón humano se convierte mirando al que nuestros pecados traspasaron: el crucificado.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«La reconciliación con Dios tiene como consecuencia, por así decir, otras reconciliaciones que reparan las rupturas causadas por el pecado: el penitente perdonado se reconcilia consigo mismo en el fondo más íntimo de su propio ser, en el que recupera la propia verdad interior; se reconcilia con los hermanos, agredidos y lesionados por él de algún modo; se reconcilia con la Iglesia, se reconcilia con toda la creación» (san Juan Pablo II).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Te damos gracias, Señor,
porque has depuesto la ira
y has detenido ante el pueblo
la mano que lo castiga.

Tú eres el Dios que nos salva,
la luz que nos ilumina,
la mano que nos sostiene
y el techo que nos cobija.

Y sacaremos con gozo
del manantial de la Vida
las aguas que dan al hombre
la fuerza que resucita.

Entonces proclamaremos:
«¡Cantadle con alegría!
¡El nombre de Dios es grande;
su caridad, infinita!

¡Que alabe al Señor la tierra!
Contadle sus maravillas.
¡Qué grande, en medio del pueblo,
el Dios que nos justifica!». Amén.

30 de agosto de 2020: DOMINGO XXII ORDINARIO “A”


«La fe y la cruz pascual»

Jr 20,7-9: «La Palabra del Señor se volvió oprobio para mí»
Sal 62, 2-9: «Mi alma está sedienta de ti, Señor, Dios mío»
Rm 12,1-2: «Ofrézcanse ustedes mismos como sacrificio vivo»

Mt 16,21-27: «El que quiera venirse conmigo que se niegue a sí mismo»

I. LA PALABRA DE DIOS

El anuncio evangélico del domingo pasado comenzaba con la pregunta: «¿Quién… es el Hijo del hombre?«. El de hoy descubre su destino y el de aquellos que le siguen: el Misterio Pascual: la cruz y la resurrección. En el Evangelio del domingo pasado, Pedro profesó la fe en Jesús, motivado por la revelación del Padre: «Tú eres el Hijo del Dios vivo». En el de hoy, Pedro habla según los puntos de vista humanos: «tú piensas como los hombres», le reprocha Jesús. Allí, Jesús le otorgaba las mayores prerrogativas en la Iglesia. Aquí, le corrige con dureza: «Quítate de mi vista, Satanás». Allí dominaban la fe y los dones de Dios para bien de su Iglesia. Aquí, en cambio, la «poca fe» y las reacciones humanas. 

Pedro pretendió ejercer precipitadamente los poderes que acababa de recibir, sin esperar la gracia de Pentecostés, y chocó con el escándalo de la cruz. Cuando Jesús presenta el plan del Padre sobre su propia vida –muchos padecimientos y muerte en cruz–, Pedro se rebela y se pone a increpar a Jesús; se escandaliza de la manera como Dios actúa, y se pone a decir que eso no puede ser. ¿Acaso no es también esta nuestra postura muchas veces cuando la cruz se presenta en nuestra vida?

Pedro, olvidado de la revelación del Padre, es el prototipo de los humanos. No comprende la cruz. «¡No lo permita Dios, Señor! Eso no puede pasarte». Nosotros pedimos a Dios con frecuencia ser liberados de la cruz, sin añadir: «pero no se haga mi voluntad sino la tuya». Hacemos todo lo posible para que «eso no pueda pasar«. Somos hombres de «poca fe«.

Pero fijémonos en la reprensión de Jesús a Pedro: «¡Apártate de mi vista, Satanás!». La expresión es tremendamente dura, pues Jesús llama a Pedro «Satanás». Y ¿por qué? porque «piensas como los hombres y no como Dios». Pedro ha vuelto a ser «Simón, hijo de Jonás» se ha hecho «adversario» de Jesús, se ha colocado «delante» del Maestro y se ha convertido en obstáculo, en «tropiezo» en el «camino» hacia Jerusalén; para ser verdadero discípulo, Simón necesita de nuevo ponerse «detrás» de Jesús y seguirlo.

También nosotros tenemos que aprender a ver la cruz –nuestras cruces de cada día: dolores, enfermedades, problemas, incomprensiones, dificultades, etc.– como Dios, es decir, con los ojos de la fe. De esa manera no nos rebelaremos contra Dios ni contra sus planes.

Vista la cruz con ojos de fe no es terrible. Primero, porque cruz tiene todo hombre, lo quiera o no, sea cristiano o no. Pero el cristiano la ve de manera distinta, la lleva con paz y serenidad. El cristiano no se «resigna» ante la cruz; al contrario, la toma con decisión, la abraza y la lleva con alegría. El que se ha dejado seducir por el Señor, y en su corazón lleva sembrado el amor de Dios, no ve la cruz como una maldición. La cruz nos hace ganar la vida, no sólo la futura, sino también la presente, en la medida en que la llevamos con fe y amor.

II. LA FE DE LA IGLESIA

La Cruz de Cristo
(606 — 618)

La muerte violenta de Jesús pertenece al misterio del designio de Dios. Al entregar a su Hijo por nuestros pecados, Dios manifiesta su designio de amor benevolente sobre nosotros, que precede a todo mérito por nuestra parte.

Jesús aceptó libremente su Pasión y muerte por amor a su Padre y por amor a los hombres que el Padre quiere salvar. En el sufrimiento y en la muerte, su humanidad se hizo el instrumento libre y perfecto de su amor divino que quiere la salvación de los hombres. «Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos». Nos «amó hasta el extremo».

Desde el primer instante de su Encarnación el Hijo acepta libremente el designio divino de salvación en su misión redentora. Este deseo de aceptar el designio de amor redentor de su Padre anima toda la vida de Jesús. El sacrificio de Jesús «por los pecados del mundo entero», es la expresión de su comunión de amor con el Padre.

La redención de Jesucristo consiste en que Él, por amor a los hombres, ofreció su vida al Padre en el sacrificio de la cruz, obedeciendo hasta la muerte y dándose a sí mismo en expiación. Así, Jesús repara nuestras faltas y satisface al Padre por nuestros pecados, para salvarnos a todos.

Este sacrificio de Cristo es único, da plenitud y sobrepasa a todos los sacrificios. Ante todo es un don del mismo Dios Padre, que entrega a su Hijo para reconciliarnos con Él; al mismo tiempo es ofrenda del Hijo de Dios hecho hombre que, libremente y por amor, ofrece su vida a su Padre por medio del Espíritu Santo, para reparar nuestra desobediencia.

El «amor hasta el extremo» es el que confiere su valor de redención y de reparación, de expiación y de satisfacción al sacrificio de Cristo.

Llamados a ser perfectos en el amor
(2012 — 2015)

El centro de gravedad de Jesús es el Misterio Pascual, que Pedro en un momento de poca fe no acepta. El centro de gravedad de los seguidores de Jesús es también el Misterio Pascual del Maestro. La Eucaristía nos incorpora sacramental y existencialmente al Misterio Pascual.

Cristo quiere asociar a su sacrificio redentor a aquellos mismos que son sus primeros beneficiarios. El sacrificio de Cristo es único, y Él es el único mediador entre Dios y los hombres, pero al unirse, por su Encarnación, en cierto modo, a todo hombre, Él ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de Dios sólo conocida, se asocien a este misterio pascual. Él «sufrió por nosotros dejándonos un ejemplo para que sigamos sus huellas» e invita a todos sus discípulos a «tomar su cruz y seguirle». Esto lo realiza en forma excelsa su Madre, asociada más íntimamente que nadie al misterio de su sacrificio redentor.

Todos los fieles, de cualquier estado o régimen de vida, son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad. Todos son llamados a la santidad: «Sean perfectos como su Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48).

El camino de la perfección pasa por la cruz. No hay santidad sin renuncia y sin combate espiritual. El progreso espiritual implica el esfuerzo y la mortificación que conducen gradualmente a vivir en la paz y el gozo de las bienaventuranzas.

Para alcanzar esta perfección, los creyentes han de emplear sus fuerzas, según la medida del don de Cristo, para entregarse totalmente a la gloria de Dios y al servicio del prójimo. Lo harán siguiendo las huellas de Cristo, haciéndose conformes a su imagen, y siendo obedientes en todo a la voluntad del Padre. De esta manera, la santidad del Pueblo de Dios producirá frutos abundantes, como lo muestra claramente en la historia de la Iglesia la vida de los santos.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Esta es la única verdadera escala del paraíso, fuera de la Cruz no hay otra por donde subir al cielo» (Santa Rosa de Lima).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

En esta tarde, Cristo del Calvario,
vine a rogarte por mi carne enferma;
pero, al verte, mis ojos van y vienen
de tu cuerpo a mi cuerpo con vergüenza.

¿Cómo quejarme de mis pies cansados,
cuando veo los tuyos destrozados?
¿Cómo mostrarte mis manos vacías,
cuando las tuyas están llenas de heridas?

¿Cómo explicarte a ti mi soledad,
cuando en la cruz alzado y solo estás?
¿Cómo explicarte que no tengo amor,
cuando tienes rasgado el corazón?

Ahora ya no me acuerdo de nada,
huyeron de mi todas mis dolencias.
El ímpetu del ruego que traía
se me ahoga en la boca pedigüeña.

Y sólo pido no pedirte nada,
estar aquí, junto a tu imagen muerta,
ir aprendiendo que el dolor es sólo
la llave santa de tu santa puerta. Amén.