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23 de agosto de 2020: DOMINGO XXI ORDINARIO “A”


 «La fe de Pedro, fundamento
y centro de comunión de la Iglesia»

Is 22,19-23: «Colgaré de su hombro la llave del palacio de David»
Sal 137, 1-6: «Señor, tu misericordia es eterna, no abandones la obra de tus manos»
Rm 11,33-36: «Él es origen, guía y meta del universo»

Mt 16,13-20: «Tú eres Pedro y te daré las llaves del Reino de los cielos»

I. LA PALABRA DE DIOS

El evangelio de hoy tiene que hacernos experimentar la maravilla de la fe. Con frecuencia, estamos demasiado «acostumbrados» a creer; hemos nacido en un ambiente cristiano y nos parece lo más natural del mundo. Sin embargo, hemos de admirarnos del regalo de la fe, de que también nosotros podamos decir a Jesús: «Tú eres el Hijo de Dios», pues eso no nos viene de la carne ni de la sangre, sino que nos ha sido revelado por el Padre que está en los cielos. La fe es el regalo más grande que hemos recibido; más grande incluso que la vida, pues la vida sin fe sería absurda y vacía.

«Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo». En la primera parte de su respuesta, Pedro confiesa la dignidad mesiánica de Jesús; en la segunda, la calidad mesiánica de Jesús: es más que «Hijo de David», está en relación completamente única con Dios-Padre. La primitiva forma del dogma cristiano es la profesión de fe, central en el Nuevo Testamento: Jesucristo es Hijo de Dios.

Por ello hemos de agradecer al Señor el don de la fe y hemos de sentirnos felices de creer. ¿Siento la dicha de ser creyente, cristiano, católico? ¿O vivo mi fe como un peso, una rutina, una costumbre? ¿Me preocupo de cultivar mi fe y hacerla crecer, de formarme bien como cristiano? Lo mismo que la gente se equivocaba al decir quién era Jesús, también en nuestra mente hay errores, opiniones o ideas equivocadas. ¿Procuro irlos corrigiendo? Y la alegría de creer ¿me lleva a dar testimonio ante los demás, a manifestarme como creyente? ¿O, en cambio, me avergüenzo de Cristo?

Porque «Pedro… dijo: Tú eres el Mesías…», Jesús responde: «Tú eres Pedro…». Pedro posee todo el poder del Reino, porque se le han dado «las llaves». Por eso, es capaz de poner en sintonía las decisiones y el perdón que se otorgan en la Iglesia, aquí en la tierra, con los designios y la reconciliación de Dios en el cielo. La fe de Pedro, a una con la Palabra de Cristo o con Cristo, es el fundamento inamovible de la Iglesia, el centro de comunión entre la tierra y el cielo, la Iglesia de aquí y Dios. La Iglesia es el comienzo de la nueva creación en este mundo, a partir del Señor resucitado.

Pedro sigue estando presente hoy en el Papa Francisco, que ha recibido la autoridad de Cristo para atar y desatar. Debo escucharle como padre y pastor, seguir sus enseñanzas. ¿Me apoyo en la firmeza de la roca de Pedro? ¿Estoy contento de ser hijo de la Iglesia?

Es demasiado fuerte el contraste entre el lugar de Pedro en la Iglesia, según el Evangelio entendido por la Tradición viva de la misma Iglesia, y la actitud de algunos que se dicen católicos y que están distanciados del sucesor de Pedro, y aun opuestos a él. «Donde está Pedro, está la Iglesia de Cristo».

II. LA FE DE LA IGLESIA

El ministerio ordenado en la Iglesia
(874 — 892)

Cristo el Señor, para dirigir al Pueblo de Dios y hacerle progresar siempre, instituyó en su Iglesia diversos ministerios que está ordenados al bien de todo el Cuerpo. En efecto, los ministros que poseen la sagrada potestad están al servicio de sus hermanos para que todos los que son miembros del Pueblo de Dios lleguen a la salvación.

Nadie se puede dar a sí mismo el mandato ni la misión de anunciar el Evangelio. El enviado del Señor habla y obra no con autoridad propia, sino en virtud de la autoridad de Cristo; no como miembro de la comunidad, sino hablando a ella en nombre de Cristo. Nadie puede conferirse a sí mismo la gracia, ella debe ser dada y ofrecida. Eso supone ministros de la gracia, autorizados y habilitados por parte de Cristo. De Él los obispos y los presbíteros reciben la misión y la facultad (el «poder sagrado») de actuar en el nombre y en la persona de Cristo Cabeza de la Iglesia. El ministerio sacerdotal en la Iglesia se confiere por medio de un sacramento específico: el Sacramento del Orden.

Cristo, al instituir a los Doce, formó una especie de Colegio o grupo estable y eligiendo de entre ellos a Pedro lo puso al frente de él. Así como, por disposición del Señor, San Pedro y los demás Apóstoles forman un único Colegio apostólico, por análogas razones están unidos entre sí el Romano Pontífice, sucesor de Pedro, y los obispos, sucesores de los Apóstoles.

El ministerio petrino

El Señor hizo de Simón, al que dio el nombre de Pedro, y solamente de él, la piedra de su Iglesia. Le entregó las llaves de ella; lo instituyó pastor de todo el rebaño. Está claro que también el Colegio de los Apóstoles, unido a su Cabeza, recibió la función de atar y desatar dada a Pedro. Este oficio pastoral de Pedro y de los demás apóstoles pertenece a los cimientos de la Iglesia. Se continúa por los obispos bajo el primado del Papa.

El Papa, obispo de Roma y sucesor de San Pedro, es el principio y fundamento perpetuo y visible de unidad, tanto de los obispos como de la muchedumbre de los fieles. El Pontífice Romano, en efecto, tiene en la Iglesia, en virtud de su función de Vicario de Cristo y Pastor de toda la Iglesia, la potestad plena, suprema y universal, que puede ejercer siempre con entera libertad.

La misión del Magisterio está ligada al carácter definitivo de la Alianza instaurada por Dios en Cristo con su Pueblo; debe protegerlo de las desviaciones y de los fallos, y garantizarle la posibilidad objetiva de profesar sin error la fe auténtica. El oficio pastoral del Magisterio está dirigido, así, a velar para que el Pueblo de Dios permanezca en la verdad que libera. Para cumplir este servicio, Cristo ha dotado a los pastores con el carisma de infalibilidad en materia de fe y de costumbres.

El Romano Pontífice, Cabeza del Colegio episcopal, goza de esta infalibilidad en virtud de su ministerio cuando, como Pastor y Maestro supremo de todos los fieles que confirma en la fe a sus hermanos, proclama por un acto definitivo la doctrina en cuestiones de fe y moral. Cuando la Iglesia propone por medio de su Magisterio supremo que algo se debe aceptar «como revelado por Dios para ser creído» y como enseñanza de Cristo, hay que aceptar sus definiciones con la obediencia de la fe. Esta infalibilidad abarca todo el depósito de la Revelación divina.

El Romano Pontífice y los obispos como maestros auténticos, por estar dotados de la autoridad de Cristo, predican al pueblo que tienen confiado la fe que hay que creer y que hay que llevar a la práctica. El magisterio ordinario y universal del Papa, y de los obispos en comunión con él, enseña a los fieles la verdad que han de creer, la caridad que han de practicar, la bienaventuranza que han de esperar. Por tanto, no se ha de oponer la conciencia personal y la razón a la ley moral o al Magisterio de la Iglesia.

Así pues, debe crearse entre los cristianos un verdadero espíritu filial frente a la Iglesia. Es el desarrollo normal de la gracia bautismal, que nos engendró en el seno de la Iglesia y nos hizo miembros del Cuerpo de Cristo. En su solicitud materna, la Iglesia nos concede la misericordia de Dios que desborda todos nuestros pecados y actúa especialmente en el sacramento de la reconciliación. Como una madre previsora nos prodiga también en su liturgia, día tras día, el alimento de la Palabra y de la Eucaristía del Señor.

La Iglesia es apostólica: Está edificada sobre sólidos cimientos: «los doce apóstoles del Cordero» (Ap 21, 14); es indestructible (cf Mt 16, 18); se mantiene infaliblemente en la verdad: Cristo la gobierna por medio de Pedro y los demás apóstoles, presentes en sus sucesores, el Papa y el colegio de los obispos.

La única Iglesia de Cristo, de la que confesamos en el Credo que es una, santa, católica y apostólica, subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los obispos en comunión con él.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Es a la misma Iglesia, a la que ha sido confiado el «Don de Dios». Es en ella donde se ha depositado la comunión con Cristo, es decir, el Espíritu Santo, confirmación de nuestra fe y escala de nuestra ascensión hacia Dios. Porque allí donde está la Iglesia, allí está también el Espíritu de Dios; y allí donde está el Espíritu de Dios, está la Iglesia y toda gracia» (San Ireneo).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Cristo te llama, Pedro, y tú le sigues;
dejas tu barca, pescador de hombres;
roca y cimiento de la santa Iglesia
Cristo te hace.

Él te pregunta:
«¿Me amas más que éstos?»;
tú le respondes: «Sabes que te quiero».
Él te encomienda todo su rebaño;
tú lo apacientas.

Tienes las llaves, atas y desatas;
fiel al Maestro, amas más que niegas;
llegas a Roma, con tu magisterio;
mueres por Cristo.

Desde tu cielo, mira a nuestra tierra,
guía los pasos de tus sucesores
que en el primado del amor, sirviendo,
rigen la Iglesia. 

Amén.

16 de agosto de 2020: DOMINGO XX ORDINARIO «A»


 «La fe grande y victoriosa»

Is 56,1.6-7: A los extranjeros los traeré a mi Monte Santo
Sal 66, 2-8: Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben
Rm 11,13-15.29-32: Los dones y la llamada de Dios son irrevocables
Mt 15,21-28: Mujer, qué grande es tu fe

I. LA PALABRA DE DIOS

«Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas». Impresiona ante todo de esta mujer cananea su profunda humildad. Pide ayuda a Jesús, pero reconoce que no tiene ningún derecho a esta ayuda. Lo espera todo y sólo de la benevolencia y de la misericordia de Jesús. Todo es gracia. Y no hay otra manera válida de acercarnos a Dios –en la oración, en los sacramentos, etc.– más que con la disposición del pobre que mendiga su gracia. No podemos exigir ni reclamar nada de Dios. «Como están los ojos de los esclavos fijos en las manos de sus señores, así están nuestros ojos en el Señor esperando su misericordia».
Impresiona también su fe, que produce admiración al mismo Jesús. A pesar de las dificultades que Jesús le pone, con unas palabras muy duras, ella sigue esperando el milagro, sin desanimarse. ¿Tiene mi fe esa misma vitalidad y energía? ¿Tiene esa capacidad de esperar contra toda esperanza? Las dificultades, ¿derrumban mi fe o, por el contrario, la hacen crecer?
Y, finalmente, impresiona el amor a su hija. Conoce la necesidad de su hija –«mi hija tiene un demonio muy malo»– y está dispuesta a no marcharse hasta que consiga el milagro. Insiste sin cansarse. Su compasión contrasta con la postura de los discípulos que le piden a Jesús que se lo conceda para quitársela de encima y para que deje de molestar. ¿Cómo es mi amor a los demás? ¿Me importan? ¿Voy hasta el final en la ayuda que puedo darles, incansablemente, a pesar de las dificultades? ¿O cuando los ayudo es para conseguir que me dejen en paz?

II. LA FE DE LA IGLESIA

Dios rige la vida de los humanos
por su providencia:
(301  307)

Realizada la creación, Dios no abandona su criatura a ella misma. No sólo le da el ser y el existir, sino que la mantiene a cada instante en el ser, le da el obrar y la lleva a su término. Reconocer esta dependencia completa con respecto al Creador es fuente de sabiduría y de libertad, de gozo y de confianza.
Llamamos divina providencia a las disposiciones por las que Dios conduce la obra de su creación hacia esta perfección. Dios guarda y gobierna por su providencia todo lo que creó.
Jesús pide un abandono filial en la providencia del Padre celestial que cuida de las más pequeñas necesidades de sus hijos: «No anden, pues, preocupados diciendo: ¿qué vamos a comer? ¿Qué vamos a beber?… Ya sabe su Padre celestial que tienen necesidad de todo eso. Busquen primero su Reino y su justicia, y todas esas cosas se les darán por añadidura» (Mt 6, 31 33; cf 10, 29 31).
Dios concede a los hombres incluso poder participar libremente en su providencia confiándoles la responsabilidad de «someter» la tierra y dominarla. Dios da así a los hombres el ser causas inteligentes y libres para completar la obra de la Creación, para perfeccionar su armonía para su bien y el de sus prójimos. Los hombres, cooperadores a menudo inconscientes de la voluntad divina, pueden entrar libremente en el plan divino no sólo por sus acciones y sus oraciones, sino también por sus sufrimientos. Entonces llegan a ser plenamente «colaboradores de Dios» y de su Reino.

La confianza y la perseverancia
en la oración
(2735   2741)

La confianza filial se prueba en la tribulación, particularmente cuando se ora pidiendo para sí o para los demás. Hay quien deja de orar porque piensa que su oración no es escuchada. A este respecto se plantean dos cuestiones: Por qué la oración de petición no ha sido escuchada; y cómo la oración es escuchada o «eficaz».
He aquí una observación llamativa: cuando alabamos a Dios o le damos gracias por sus beneficios, en general no estamos preocupados por saber si esta oración le es agradable. Por el contrario, cuando pedimos, exigimos ver el resultado. ¿Cuál es entonces la imagen de Dios presente en este modo de orar: Dios como medio o Dios como el Padre de Nuestro Señor Jesucristo?
¿Estamos convencidos de que «nosotros no sabemos pedir como conviene» (Rm 8, 26)? ¿Pedimos a Dios los «bienes convenientes«? Nuestro Padre sabe bien lo que nos hace falta antes de que nosotros se lo pidamos, pero espera nuestra petición porque la dignidad de sus hijos está en su libertad. Por tanto es necesario orar con su Espíritu de libertad, para poder conocer en verdad su deseo.
«No tienen porque no piden. Piden y no reciben porque piden mal, con la intención de malgastarlo en sus pasiones» (St 4, 2-3). Si pedimos con un corazón dividido, «adúltero» (St 4, 4), Dios no puede escucharnos porque Él quiere nuestro bien, nuestra vida. 
La fe se apoya en la acción de Dios en la historia. La confianza filial es suscitada por medio de su acción por excelencia: la Pasión y la Resurrección de su Hijo. La oración cristiana es cooperación con su Providencia y su designio de amor hacia los hombres.
La transformación del corazón  del que ora es la primera respuesta a nuestra petición. La oración de Jesús hace de la oración cristiana una petición eficaz. Él es su modelo. Él ora en nosotros y con nosotros. Puesto que el corazón del Hijo no busca más que lo que agrada al Padre, ¿cómo el de los hijos de adopción se apegaría más a los dones que al Dador?
Jesús ora también por nosotros, en nuestro lugar y en favor nuestro. Todas nuestras peticiones han sido recogidas una vez por todas en sus Palabras en la Cruz; y escuchadas por su Padre en la Resurrección: por eso no deja de interceder por nosotros ante el Padre. Si nuestra oración está resueltamente unida a la de Jesús, en la confianza y la audacia filial, obtenemos todo lo que pidamos en su Nombre, y aún más de lo que pedimos: recibimos al Espíritu Santo, que contiene todos los dones.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«No te aflijas si no recibes de Dios inmediatamente lo que pides: es Él quien quiere hacerte más bien todavía mediante tu perseverancia en permanecer con Él en oración. Él quiere que nuestro deseo sea probado en la oración. Así nos dispone para recibir lo que Él está dispuesto a darnos» (San Agustín).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Tu poder multiplica
la eficacia del hombre,
y crece cada día, entre sus manos,
la obra de tus manos. 
Nos señalaste un trozo de la viña
y nos dijiste: «Venid y trabajad».
Nos mostraste una mesa vacía
y nos dijiste: «Llenadla de pan».
Nos presentaste un campo de batalla
y nos dijiste: «Construid la paz».
Nos sacaste al desierto con el alba
y nos dijiste: «Levantad la ciudad».
Pusiste una herramienta en nuestras manos
y nos dijiste: «Es tiempo de crear».
Escucha a mediodía el rumor del trabajo
con que el hombre se afana en tu heredad.
Gloria al Padre, y al Hijo,
y al Espíritu Santo.
Por los siglos de los siglos.
Amén.

15 de agosto de 2020: SOLEMNIDAD DE LA ASUNCION DE NUESTRA SEÑORA


«Magnificat»

Ap 11, 19; 12, 1.3-6.10: Una mujer vestida de sol, la luna por pedestal.
1 Co 15, 20-27:  Primero Cristo, como primicia; después todos los que son de Cristo.
Lc 1, 39-56:  El Poderoso ha hecho obras grandes por mí.

I. LA PALABRA DE DIOS

En la primera lectura, la mujer del Apocalipsis representa a María y a la Iglesia.

En la segunda lectura se proclama que la resurrección de Jesucristo es victoria sobre la muerte ganada por Él para todos los que le siguen. María, ya ha alcanzado esta gracia.

El cántico del Magnificat en el Evangelio es modelo de la oración cristiana. María eleva su alabanza y bendición al Señor, que hace en ella maravillas. Todos los pueblos, con Isabel, la llamamos «bendita». Ella recoge esta bendición y la eleva al Poderoso. El Magnificat es una oración que expresa el alma de María: humilde esclava del Señor, que en ella hace maravillas.

II. LA FE DE LA IGLESIA

El misterio de la Asunción
(963 — 975)

La liturgia de la Misa de este día proclama el misterio de la Asunción, y por boca de María proclama la grandeza de Dios que nos hace partícipes de su gloria.

La solemnidad de la Asunción de la Virgen conmemora el tránsito de María de este mundo al Padre, es decir, su pascua. La Madre virginal del Hijo de Dios no podía corromperse en el sepulcro y fue elevada en cuerpo y alma a la gloria del cielo.

«La Virgen Inmaculada, preservada libre de toda mancha de pecado original, terminado el curso de su vida en la tierra, fue llevada a la gloria del cielo y elevada al trono por el Señor como Reina del universo, para ser conformada más plenamente a su Hijo, Señor de los Señores y vencedor del pecado y de la muerte…».

la Madre de Jesús, glorificada ya en los cielos en cuerpo y alma, es la imagen y comienzo de la Iglesia que llegará a su plenitud en el siglo futuro. También en este mundo, hasta que llegue el día del Señor, brilla ante el Pueblo de Dios en marcha, como señal de esperanza cierta y de consuelo

María,
«icono escatológico»
(imagen final) de la Iglesia:

A María se la reconoce y se la venera como verdadera Madre de Dios y del Redentor…, más aún, “es verdaderamente la madre de los miembros de Cristo porque colaboró con su amor a que nacieran en la Iglesia los creyentes, miembros de aquella cabeza” (S. Agustín)

El cántico de María, el «Magnificat», expresión de una vida, es a la vez el cántico de la Madre de Dios y el cántico de la Iglesia; cántico de la Hija de Sión y del nuevo Pueblo de Dios; cántico de acción de gracias por la plenitud de gracias derramadas en la Economía de la salvación; cántico de los «pobres», cuya esperanza ha sido colmada con el cumplimiento de las promesas hechas a nuestros padres «en favor de Abrahán y su descendencia, para siempre».

El papel de María con relación a la Iglesia es inseparable de su unión con Cristo, deriva directamente de ella. La Bienaventurada Virgen avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la cruz. Allí, por voluntad de Dios, estuvo de pie, sufrió intensamente con su Hijo y se unió a su sacrificio con corazón de madre que, llena de amor, daba su consentimiento a la inmolación de su Hijo como víctima. Finalmente, Jesucristo, agonizando en la cruz la dio como madre al discípulo con estas palabras: «Mujer, ahí tienes a tu hijo» (Jn 19, 26‑27).

Después de la Ascensión de su Hijo, María estuvo presente en los comienzos de la Iglesia con sus oraciones. Reunida con los apóstoles y algunas mujeres, María pedía con sus oraciones el don del Espíritu, que en la Anunciación la había cubierto con su sombra.

María es la primera resucitada después de Cristo. La Asunción de la Santísima Virgen constituye una participación singular en la Resurrección de su Hijo y una anticipación de la resurrección de los demás cristianos: Vivir como María, es vivir con Cristo y con Él resucitar.

La liturgia quiere ayudarnos a contemplar a María como “icono escatológico” (imagen final) de la Iglesia. María es Peregrina de la fe que ya ha llegado a la meta que todos esperamos. María es Aliento, mientras peregrinamos en la tierra. María es Consuelo y Auxilio de Madre que vive gloriosa junto a Dios. María es la «Causa de nuestra alegría» en esta fiesta.

María,
Modelo y Madre de la Iglesia.

Por su total adhesión a la voluntad del Padre, a la obra redentora de su Hijo, a toda moción del Espíritu Santo, la Virgen María es para la Iglesia el modelo de la fe y de la caridad. Por eso es «miembro muy eminente y del todo singular de la Iglesia», incluso constituye «la figura» (modelo) de la Iglesia.

Aún más, colaboró de manera totalmente singular a la obra del Salvador por su fe, esperanza y ardiente amor, para restablecer la vida sobrenatural de los hombres. Por esta razón es nuestra Madre en el orden de la gracia.

Esta maternidad de María perdura sin cesar en la economía de la gracia, desde el consentimiento que dio fielmente en la Anunciación, y que mantuvo sin vacilar al pie de la cruz, hasta la realización plena y definitiva de todos los escogidos. En efecto, con su asunción a los cielos, no abandonó su misión salvadora, sino que continúa procurándonos con su múltiple intercesión los dones de la salvación eterna… Por eso la Santísima Virgen es invocada en la Iglesia con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora.

La misión maternal de María para con los hombres de ninguna manera disminuye o hace sombra a la única mediación de Cristo, sino que manifiesta su eficacia. Todo el influjo de la Santísima Virgen en la salvación de los hombres brota de la sobreabundancia de los méritos de Cristo, se apoya en su mediación, depende totalmente de Él y de Él saca toda su eficacia.

Debemos volver «la mirada a María para contemplar en ella lo que es la Iglesia en su Misterio, en su peregrinación de la fe, y lo que será al final de su marcha, donde le espera, para la gloria de la Santísima e indivisible Trinidad, en comunión con todos los santos, aquella a quien la Iglesia venera como la Madre de su Señor y como su propia Madre».

El culto a María

«Todas las generaciones me llamarán bienaventurada» (Lc 1, 48): La piedad de la Iglesia hacia la Santísima Virgen es un elemento intrínseco del culto cristiano. La Santísima Virgen es honrada con razón por la Iglesia con un culto especial de veneración. Este culto, aunque del todo singular, es esencialmente diferente del culto de adoración que se da al Verbo encarnado, lo mismo que al Padre y al Espíritu Santo, pero lo favorece muy poderosamente y encuentra su expresión en las fiestas litúrgicas dedicadas a la Madre de Dios y en la oración mariana, como el Santo Rosario, «síntesis de todo el Evangelio».

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

En tu parto has conservado la virginidad, en tu dormición no has abandonado el mundo, oh Madre de Dios: tú te has reunido con la fuente de la Vida, tú que concebiste al Dios vivo y que, con tus oraciones, librarás nuestras almas de la muerte (Liturgia bizantina).

Se la reconoce y se la venera como verdadera Madre de Dios y del Redentor… más aún, “es verdaderamente la madre de los miembros de Cristo porque colaboró con su amor a que nacieran en la Iglesia los creyentes, miembros de aquella cabeza” (S. Agustín).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

Proclama mi alma la grandeza del Señor,
se alegra mi espíritu en Dios mi salvador;
porque ha mirado la humillación de su esclava. 

Desde ahora me felicitarán
todas las generaciones,
porque el Poderoso
ha hecho obras grandes por mí:
su nombre es santo
y su misericordia llega a sus fieles
de generación en generación. 

Él hace proezas con su brazo:
dispersa a los soberbios de corazón,
derriba del trono a los poderosos
y enaltece a los humildes,
a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos. 

Auxilia a Israel, su siervo,
acordándose de su misericordia
-como lo había prometido a nuestros padres-
en favor de Abraham
y su descendencia por siempre.