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LECTIO DIVINA: 18 de diciembre, cuarto domingo de adviento


1.- LECTIO

¿Qué dice el texto bíblico en sí mismo?

1. Lectura lenta y atenta del texto

Evangelio según San Lucas 1,26-38.

En el sexto mes, el Angel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen que estaba comprometida con un hombre perteneciente a la familia de David, llamado José. El nombre de la virgen era María.
El Angel entró en su casa y la saludó, diciendo: «¡Alégrate!, llena de gracia, el Señor está contigo».
Al oír estas palabras, ella quedó desconcertada y se preguntaba qué podía significar ese saludo.
Pero el Angel le dijo: «No temas, María, porque Dios te ha favorecido.
Concebirás y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús; él será grande y será llamado Hijo del Altísimo. El Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre y su reino no tendrá fin».
María dijo al Angel: «¿Cómo puede ser eso, si yo no tengo relaciones con ningún hombre?».
El Angel le respondió: «El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso el niño será Santo y será llamado Hijo de Dios.
También tu parienta Isabel concibió un hijo a pesar de su vejez, y la que era considerada estéril, ya se encuentra en su sexto mes, porque no hay nada imposible para Dios».
María dijo entonces: «Yo soy la servidora del Señor, que se cumpla en mí lo que has dicho». Y el Angel se alejó.

2. Silencio

3. Releer

4. Reconstruir el texto con la Biblia cerrada

5. Entender el sentido del texto en sí

(notas, contexto, paralelos, comentario exegético, Padres, Catecismo, Arte…)

El profeta Natán, sale al paso de las inquietudes de su señor, prometiéndole un reino que durará por siempre. El profeta no es consciente en aquel instante del alcance de sus palabras. La luz del Nuevo Testamento las ilumina. El Reino permanecerá porque el Mesías heredará «el trono de David, su padre».

«¿Eres tú quien me va a construir una casa…?» Por medio del profeta Natán, Dios rechaza el deseo de David de construirle una casa… Dios mismo se va a construir su propia casa: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra». Jesús será la verdadera Casa de Dios, el Templo de Dios (Jn 2,21), la Tienda del Encuentro de Dios con los hombres. En la carne del Verbo los hombres podrán contemplar definitivamente la gloria de Dios (Jn 1,14) que los salva y diviniza.

«Te daré una dinastía». A este David que quería construir una casa a Dios, Dios le anuncia que será Él más bien quien dé a David una casa, una dinastía. A este David que aspiraba a que un hijo suyo le sucediera en el trono, Dios le promete que de su descendencia nacerá el Mesías: a Jesús «Dios le dará el trono de David su padre, reinará… para siempre, y su reino no tendrá fin».

La iniciativa de Dios triunfa siempre. Dios desbarata los planes de los hombres. Y colma unas veces, desbarata otras y desborda siempre las expectativas de los hombres. ¿Qué maravillas no podremos esperar ante la inaudita noticia de la encarnación del Hijo de Dios?

«Hágase en mí según tu palabra». Todo sucede en María. En ella se realiza la encarnación. Por ella nos viene Cristo. Y esto es y será siempre así: por la acción del Espíritu Santo a través de la receptividad y absoluta docilidad de María Virgen.

¿Se trata de que Cristo nazca, viva y crezca en mí? Será por obra del Espíritu en el seno de María. ¿Se trata de que Cristo nazca en quien no le posee o no le conoce? ¿Se trata de que Cristo sea de nuevo engendrado y dado a luz en este mundo tan necesitado de Él? Será por gracia del Espíritu Santo a través de María Virgen. Es el camino que Él mismo ha querido y no hay otro.

A las puertas mismas de la Navidad y después de habérsenos presentado Juan Bautista, se nos propone a María como modelo para recibir a Cristo. Sobre todo, por su disponibilidad. Ante el anuncio del ángel, María manifiesta la disponibilidad de la esclava, de quien se ofrece a Dios totalmente, sin poner condiciones, sometiéndose perfectamente a sus planes. Si nosotros queremos recibir de veras a Cristo, no podemos tener otra actitud distinta de la suya. Cristo viene como «el Señor» y hemos de recibirle en completa sumisión, aceptando incondicionalmente su señorío sobre nosotros mismos, porque «somos del Señor» (Rom 14,8).

La Anunciación,
comienzo de la plenitud de los tiempos:
(484 – 488)

Dios envió a su Hijo, pero «para  formarle un cuerpo» (cf. Hb 10, 5) quiso la libre cooperación de una criatura. Para eso desde toda la eternidad, Dios escogió para ser la Madre de su Hijo, a una hija de Israel, una joven judía de Nazaret en Galilea, «a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María».

La Anunciación a María inaugura la plenitud de los tiempos, es decir, el cumplimiento de las promesas y de los preparativos. María es invitada a concebir a aquel en quien habitará «corporalmente toda la plenitud de la divinidad». La respuesta divina a su «¿cómo será esto, pues no conozco varón?» se dio mediante el poder del Espíritu: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti.»

La misión del Espíritu Santo está siempre unida y ordenada a la del Hijo. El Espíritu Santo fue enviado para santificar el seno de la Virgen María y fecundarla por obra divina.

El Hijo único del Padre, al ser concebido como hombre en el seno de la Virgen María es «Cristo», es decir, el ungido por el Espíritu Santo, desde el principio de su existencia humana, aunque su manifestación no tuviera lugar sino progresivamente: a los pastores, a los magos, a Juan Bautista, a los discípulos. Por tanto, toda la vida de Jesucristo manifestará «cómo Dios le ungió con el Espíritu Santo y con poder».

Lo que la fe católica cree acerca de María se funda en lo que cree acerca de Cristo, pero lo que enseña sobre María ilumina a su vez la fe en Cristo.

La aceptación de María,
motivo de alabanza para la Iglesia:
(2675 – 2676)

A partir de esta cooperación de María a la acción del Espíritu Santo, la Iglesia ha desarrollado la oración a la santa Madre de Dios, centrándola sobre la persona de Cristo manifestada en sus misterios. En los innumerables himnos y antífonas que expresan esta oración, se alternan habitualmente dos movimientos: uno «engrandece» al Señor por las «maravillas» que ha hecho en su humilde esclava, y por medio de ella en todos los seres humanos; el segundo confía a la Madre de Jesús las súplicas y alabanzas de los hijos de Dios, ya que ella conoce ahora la humanidad que en ella ha sido desposada por el Hijo de Dios.

Este doble movimiento de la oración a María ha encontrado una expresión privilegiada en la oración del Ave María: «Dios te salve, María [Alégrate, María]». La salutación del Ángel Gabriel abre la oración del Ave María. Es Dios mismo quien por mediación de su ángel, saluda a María. Nuestra oración se atreve a recoger el saludo a María con la mirada que Dios ha puesto sobre su humilde esclava y a alegrarnos con el gozo que Él encuentra en ella.

Comentario del Evangelio por San Bernardo (1091-1153), monje cisterciense y doctor de la Iglesia
Homilía 4 sobre «Missus est », §8-9

«No temas, María»

Oíste, Virgen, que concebirás y darás a luz a un hijo; oíste que no era por obra de varón, sino por obra del Espíritu Santo. Mira que el ángel aguarda tu respuesta, porque ya es tiempo que se vuelva al Señor que lo envió. También nosotros, los condenados infelizmente a muerte por la divina sentencia, esperamos, Señora, esta palabra de misericordia. Se pone entre tus manos el precio de nuestra salvación; en seguida seremos librado si consientes. Por la Palabra eterna de Dios fuimos todos creados, y a pesar de eso morimos; mas por tu breve respuesta seremos ahora restablecidos para ser llamados de nuevo a la vida…
No tardes, Virgen María, da tu respuesta. Señora Nuestra, pronuncia esta palabra que la tierra, los abismos y los cielos esperan. Mira: el rey y señor del universo desea tu belleza, desea no con menos ardor tu respuesta. Ha querido suspender a tu respuesta la salvación del mundo. Has encontrado gracia ante de él con tu silencio; ahora él prefiere tu palabra. El mismo, desde las alturas te llama: «Levántate, amada mía, preciosa mía, ven…déjame oír tu voz» (Cant 2,13-14) Responde presto al ángel, o, por mejor decir, al Señor por medio del ángel; responde una palabra y recibe al que es la Palabra; pronuncia tu palabra y concibe la divina; emite una palabra fugaz y acoge en tu seno a la Palabra eterna…
Abre, Virgen dichosa, el corazón a la fe, los labios al consentimiento, las castas entrañas al Criador. Mira que el deseado de todas las gentes está llamando a tu puerta. Si te demoras en abrirle, pasará adelante, y después volverás con dolor a buscar al amado de tu alma. Levántate, corre, abre. Levántate por la fe, corre por la devoción, abre por el consentimiento.
«Aquí está la esclava del Señor, -dice la Virgen- hágase en mí según tu palabra.» (Lc 1, 38)

6. Frase o palabra clave

2.- MEDITATIO

¿Qué me dice el texto bíblico a mí?

1. Meditación en silencio

2. Compartir en voz alta

3.- ORATIO

¿Qué le digo yo al Señor
como respuesta a su Palabra?

1. Oración espontánea en voz alta

2. Rezo de algún salmo, cántico, preces, oración escrita…

Salmo 89(88),2-3.4-5.27.29. 

Cantaré eternamente el amor del Señor, proclamaré tu fidelidad por todas las generaciones.
Porque tú has dicho: «Mi amor se mantendrá eternamente, mi fidelidad está afianzada en el cielo.
Yo sellé una alianza con mi elegido, hice este juramento a David, mi servidor:
«Estableceré tu descendencia para siempre, mantendré tu trono por todas las generaciones».

El me dirá: «Tú eres mi padre, mi Dios, mi Roca salvadora».
Le aseguraré mi amor eternamente, y mi alianza será estable para él.

Himno:

Ruega por nosotros,
Madre de la Iglesia.

Virgen del Adviento,
esperanza nuestra,
de Jesús la aurora,
del cielo la puerta.

Madre de los hombres,
de la mar estrella,
llévanos a Cristo,
danos sus promesas.

Eres, Virgen Madre,
la de gracia llena,
del Señor la esclava,
del mundo la reina.

Alza nuestros ojos
hacia tu belleza,
guía nuestros pasos
a la vida eterna. 

Amén.

4.- CONTEMPLATIO

¿Qué te ha hecho descubrir Dios?

1. ¿Con qué te ha sorprendido Dios?
Disfrútalo, saboréalo.

2. ¿Qué conversión de la mente, del corazón
y de la vida te pide el Señor?

3. Resonancia o eco

5.- ACTIO

¿Qué te mueve Dios a hacer?

1. Pide luz a Dios

2. Trata de fijar un compromiso

3. Revisión compromiso semana anterior

DOMINGO IV DE ADVIENTO “B”



«Salve, María, Madre de Dios,
 por quien vino al mundo el autor de la creación y restaurador de las criaturas« 

2 S 7,1-5.8b-11.16: «El reino de David durará por siempre en la presencia del Señor»
Rm 16,25-27: «El misterio mantenido en secreto durante siglos ahora se ha manifestado»

Lc 1,26-38: «Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo»


I. LA PALABRA DE DIOS

El profeta Natán, sale al paso de las inquietudes de su señor, prometiéndole un reino que durará por siempre. El profeta no es consciente en aquel instante del alcance de sus palabras. La luz del Nuevo Testamento las ilumina. El Reino permanecerá porque el Mesías heredará «el trono de David, su padre».

«¿Eres tú quien me va a construir una casa…?» Por medio del profeta Natán, Dios rechaza el deseo de David de construirle una casa… Dios mismo se va a construir su propia casa: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra». Jesús será la verdadera Casa de Dios, el Templo de Dios (Jn 2,21), la Tienda del Encuentro de Dios con los hombres. En la carne del Verbo los hombres podrán contemplar definitivamente la gloria de Dios (Jn 1,14) que los salva y diviniza.

«Te daré una dinastía». A este David que quería construir una casa a Dios, Dios le anuncia que será Él más bien quien dé a David una casa, una dinastía. A este David que aspiraba a que un hijo suyo le sucediera en el trono, Dios le promete que de su descendencia nacerá el Mesías: a Jesús «Dios le dará el trono de David su padre, reinará… para siempre, y su reino no tendrá fin».

La iniciativa de Dios triunfa siempre. Dios desbarata los planes de los hombres. Y colma unas veces, desbarata otras y desborda siempre las expectativas de los hombres. ¿Qué maravillas no podremos esperar ante la inaudita noticia de la encarnación del Hijo de Dios?

«Hágase en mí según tu palabra». Todo sucede en María. En ella se realiza la encarnación. Por ella nos viene Cristo. Y esto es y será siempre así: por la acción del Espíritu Santo a través de la receptividad y absoluta docilidad de María Virgen.

¿Se trata de que Cristo nazca, viva y crezca en mí? Será por obra del Espíritu en el seno de María. ¿Se trata de que Cristo nazca en quien no le posee o no le conoce? ¿Se trata de que Cristo sea de nuevo engendrado y dado a luz en este mundo tan necesitado de Él? Será por gracia del Espíritu Santo a través de María Virgen. Es el camino que Él mismo ha querido y no hay otro.

A las puertas mismas de la Navidad y después de habérsenos presentado Juan Bautista, se nos propone a María como modelo para recibir a Cristo. Sobre todo, por su disponibilidad. Ante el anuncio del ángel, María manifiesta la disponibilidad de la esclava, de quien se ofrece a Dios totalmente, sin poner condiciones, sometiéndose perfectamente a sus planes. Si nosotros queremos recibir de veras a Cristo, no podemos tener otra actitud distinta de la suya. Cristo viene como «el Señor» y hemos de recibirle en completa sumisión, aceptando incondicionalmente su señorío sobre nosotros mismos, porque «somos del Señor» (Rom 14,8).


II. LA FE DE LA IGLESIA

La Anunciación,
comienzo de la plenitud de los tiempos:
(484 – 488)

Dios envió a su Hijo, pero «para  formarle un cuerpo» (cf. Hb 10, 5) quiso la libre cooperación de una criatura. Para eso desde toda la eternidad, Dios escogió para ser la Madre de su Hijo, a una hija de Israel, una joven judía de Nazaret en Galilea, «a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María».

La Anunciación a María inaugura la plenitud de los tiempos, es decir, el cumplimiento de las promesas y de los preparativos. María es invitada a concebir a aquel en quien habitará «corporalmente toda la plenitud de la divinidad». La respuesta divina a su «¿cómo será esto, pues no conozco varón?» se dio mediante el poder del Espíritu: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti.»

La misión del Espíritu Santo está siempre unida y ordenada a la del Hijo. El Espíritu Santo fue enviado para santificar el seno de la Virgen María y fecundarla por obra divina.

El Hijo único del Padre, al ser concebido como hombre en el seno de la Virgen María es «Cristo», es decir, el ungido por el Espíritu Santo, desde el principio de su existencia humana, aunque su manifestación no tuviera lugar sino progresivamente: a los pastores, a los magos, a Juan Bautista, a los discípulos. Por tanto, toda la vida de Jesucristo manifestará «cómo Dios le ungió con el Espíritu Santo y con poder».

Lo que la fe católica cree acerca de María se funda en lo que cree acerca de Cristo, pero lo que enseña sobre María ilumina a su vez la fe en Cristo.

La aceptación de María,
motivo de alabanza para la Iglesia:
(2675 – 2676)

A partir de esta cooperación de María a la acción del Espíritu Santo, la Iglesia ha desarrollado la oración a la santa Madre de Dios, centrándola sobre la persona de Cristo manifestada en sus misterios. En los innumerables himnos y antífonas que expresan esta oración, se alternan habitualmente dos movimientos: uno «engrandece» al Señor por las «maravillas» que ha hecho en su humilde esclava, y por medio de ella en todos los seres humanos; el segundo confía a la Madre de Jesús las súplicas y alabanzas de los hijos de Dios, ya que ella conoce ahora la humanidad que en ella ha sido desposada por el Hijo de Dios.

Este doble movimiento de la oración a María ha encontrado una expresión privilegiada en la oración del Ave María: «Dios te salve, María [Alégrate, María]». La salutación del Ángel Gabriel abre la oración del Ave María. Es Dios mismo quien por mediación de su ángel, saluda a María. Nuestra oración se atreve a recoger el saludo a María con la mirada que Dios ha puesto sobre su humilde esclava y a alegrarnos con el gozo que Él encuentra en ella.


III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«El Padre de las misericordias quiso que el consentimiento de la que estaba predestinada a ser la Madre precediera a la encarnación para que, así como una mujer contribuyó a la muerte, así también otra mujer contribuyera a la vida» (Lumen Gentium).

«!Salve María!,!Salve María!, criatura la más preciosa de la creación, salve, María, purísima paloma; salve, María, antorcha inextinguible; salve, porque de ti nació el Sol de justicia. Salve, María, morada de la inmensidad, que encerraste en tu seno al Dios inmenso, al Verbo unigénito, produciendo sin arado y sin semilla la espiga inmarcesible» (San Cirilo de Alejandría).


IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Ruega por nosotros,
Madre de la Iglesia.

Virgen del Adviento,
esperanza nuestra,
de Jesús la aurora,
del cielo la puerta.

Madre de los hombres,
de la mar estrella,
llévanos a Cristo,
danos sus promesas.

Eres, Virgen Madre,
la de gracia llena,
del Señor la esclava,
del mundo la reina.

Alza nuestros ojos
hacia tu belleza,
guía nuestros pasos
a la vida eterna. 

Amén.


DOMINGO III DE ADVIENTO “B”



 «Existe desde siempre, está en medio de nosotros y no lo conocemos« 

Is 61,1-2a.10-11: «Desbordo de gozo con el Señor»
1Ts 5,16-24: «Que su espíritu, alma y cuerpo, sea custodiado hasta la venida del Señor»
Jn 1,6-8.19-28: «En medio de ustedes hay uno que no conocen»


I. LA PALABRA DE DIOS

La imagen de los desposorios es reflejo de la Alianza de Dios con su Pueblo. El clima de alegría y de gozo desbordante que recoge el profeta Isaías encaja perfectamente en este domingo denominado tradicionalmente «Gaudete» (¡Alégrense!).

«Como el suelo echa sus brotes… así el Señor hará brotar la justicia y los himnos ante todos los pueblos». La palabra de Dios, escuchada como es y como se nos da, nos saca del individualismo y de las expectativas reducidas. La acción de Dios se asemeja a una tierra fértil que hace germinar con vigor plantas de todo tipo. Así Dios suscita la santidad –justicia– y, en consecuencia, provoca la alabanza gozosa y exultante –«los himnos»–. Y eso no para unos pocos, sino para «todos los pueblos». Éstos son los horizontes en que nos introduce la esperanza del Adviento. Pues la acción de Dios es fecunda e inagotable, genera vida.

«Me ha enviado para dar la buena noticia a los que sufren». Si prestamos atención a los textos, ellos nos dirán quiénes somos o cómo estamos y, a la vez, qué estamos llamados a ser. Nos encontramos desgarrados, cautivos, prisioneros… Nos encontramos llenos de sufrimientos porque todavía no conocemos ni vivimos suficientemente la buena noticia, el Evangelio… Pero es a los que así se encuentran a los que se les proclama la amnistía y la liberación de la esclavitud; se les anuncia la buena nueva y se les invita a dejarse vendar los corazones desgarrados… ¿Lo creo de veras? ¿Lo deseo? ¿Lo espero?

«El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido». Para todo esto viene Cristo, el Mesías, el Ungido. Nosotros también hemos sido ungidos. Somos cristianos. Hemos recibido el mismo Espíritu de Cristo. Y también somos enviados a dar la buena noticia a los que sufren, a vendar los corazones desgarrados. Y además de acoger la acción de Cristo en nosotros, en favor nuestro –o mejor, en la medida en que la acojamos–, prolongamos a Cristo y su acción en el mundo y a favor del mundo, dejándole que tome nuestra mente, nuestro corazón, nuestros labios, nuestras manos, y los use a su gusto.

El Evangelio nos muestra a Juan Bautista, testigo de la luz. Nos ayuda a prepararnos a recibir a Cristo que viene como «luz del mundo». Para acoger a Cristo hace falta mucha humildad, porque su luz va a hacernos descubrir que en nuestra vida hay muchas sombras; más aún, Él viene como luz para expulsar nuestras tinieblas. Si nos sentimos indigentes y necesitados, Cristo nos sana. Pero el que se cree ya bastante bueno y se encierra en su autosuficiencia y en su imaginada bondad, no puede acoger a Cristo: «Para un juicio he venido a este mundo: para que los que no ven, vean; y los que ven se vuelvan ciegos» (Jn 9,39).

Juan Bautista es testigo de la luz. Y bien sabemos lo que le costó a él ser testigo de la luz y de la verdad. Pues bien, no podemos recibir a Cristo si no estamos dispuestos a jugarnos todo por Él. Poner condiciones y cláusulas es en realidad rechazar a Cristo, pues las condiciones las pone sólo Él. Si queremos recibir a Cristo que viene como luz, hemos de estar dispuestos a convertirnos en testigos de la luz, hasta llegar al derramamiento de nuestra propia sangre, si es preciso, lo mismo que Juan. «Por todo aquel que se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos; pero a quien me niegue ante los hombres, le negaré yo también ante mi Padre que está en los cielos» (Mt10, 32-33).

Juan Bautista es testigo de la luz. Pero confiesa abiertamente que él no es la luz, que no es el Mesías. Él es pura referencia a Cristo; no se queda en sí mismo ni permite que los demás se queden en él. ¡Qué falta nos hace esta humildad de Juan, este desaparecer delante de Cristo, para que sólo Cristo se manifieste! Ojalá podamos decir con toda verdad, como Juan: «Es preciso que Él crezca y que yo disminuya» (Jn 3,30).


II. LA FE DE LA IGLESIA

Cristo es el centro de toda catequesis:
(Cf. 426 – 429)

En el centro de toda catequesis encontramos esencialmente una Persona, la de Jesús de Nazaret, Unigénito del Padre, que ha sufrido y ha muerto por nosotros y que ahora, resucitado, vive para siempre con nosotros. El fin de la catequesis es conducir a la comunión con Jesucristo: sólo Él puede conducirnos al amor del Padre en el Espíritu y hacernos partícipes de la vida de la Santísima Trinidad.

En la catequesis lo que se enseña es a Cristo, el Verbo encarnado e Hijo de Dios y todo lo demás en referencia a Él; el único que enseña es Cristo, y cualquier otro lo hace en la medida en que es portavoz suyo, permitiendo que Cristo enseñe por su boca. Todo catequista debería poder aplicarse a sí mismo las palabras de Juan el Bautista: «Es preciso que Él crezca y que yo disminuya»; y las misteriosas palabras de Jesús: «Mi doctrina no es mía, sino del que me ha enviado» (Jn 7, 16).

El que está llamado a «enseñar a Cristo« debe por tanto, ante todo, buscar esta «ganancia sublime que es el conocimiento de Cristo«; es necesario «aceptar perder todas las cosas para ganar a Cristo, y ser hallado en él» y «conocerle a él, el poder de su resurrección y la comunión en sus padecimientos hasta hacerme semejante a él en su muerte, tratando de llegar a la resurrección de entre los muertos» (Flp 3, 8-11).

De este conocimiento amoroso de Cristo es de donde brota el deseo de anunciarlo, de «evangelizar«, y de llevar a otros al «» de la fe en Jesucristo. Y al mismo tiempo se hace sentir la necesidad de conocer siempre mejor esta fe.

El bautismo de Juan, distinto del de Cristo:
(720, 537, 1270)

Con Juan Bautista, el Espíritu Santo inaugura, prefigurándolo, lo que realizará con y en Cristo: volver a dar al hombre la «semejanza» divina. El bautismo de Juan era para el arrepentimiento, el del agua y del Espíritu será un nuevo nacimiento

Por el bautismo, el cristiano se asimila sacramentalmente a Jesús que anticipa en su bautismo su muerte y su resurrección; debe entrar en este misterio de rebajamiento humilde y de arrepentimiento, descender al agua con Jesús para subir con Él, renacer del agua y del Espíritu para convertirse, en el Hijo, en hijo amado del Padre y vivir una vida nueva.

Los bautizados por su nuevo nacimiento como hijos de Dios están obligados a confesar delante de los hombres la fe que recibieron de Dios por medio de la Iglesia y a participar en la actividad apostólica y misionera del Pueblo de Dios.


III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Enterrémonos con Cristo por el Bautismo, para resucitar con Él; descendamos con Él para ser ascendidos con Él, ascendamos con Él para ser glorificados con Él» (San Gregorio Nacianceno).

«Todo lo que aconteció en Cristo nos enseña que después del baño del agua, el Espíritu Santo desciende sobre nosotros desde lo alto del cielo y que, adoptados por la voz del Padre, llegamos a ser hijos de Dios» (San Hilario).


IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Oh Señor, Pastor de la casa de Israel,
que conduces a tu pueblo,
ven a rescatarnos por el poder de tu brazo.
Ven pronto, Señor. ¡Ven, Salvador!

Oh Sabiduría, salida de la boca del Padre,
anunciada por profetas,
ven a enseñarnos el camino de la salvación.
Ven pronto, Señor. ¡Ven, Salvador!

Hijo de David,
estandarte de los pueblos y los reyes,
a quien clama el mundo entero,
ven a libertarnos, Señor, no tardes ya.
Ven pronto, Señor. ¡Ven, Salvador!

Llave de David y Cetro de la casa de Israel,
tú que reinas sobre el mundo,
ven a libertar a los que en tinieblas te esperan.
Ven pronto, Señor. ¡Ven, Salvador!

Oh Sol naciente, esplendor de la luz eterna
y sol de justicia,
ven a iluminar
a los que yacen en sombras de muerte.
Ven pronto, Señor. ¡Ven, Salvador!

Rey de las naciones
y Piedra angular de la Iglesia,
tú que unes a los pueblos,
ven a libertar a los hombres que has creado.
Ven pronto, Señor. ¡Ven, Salvador!

Oh Emmanuel,
nuestro rey, salvador de las naciones,
esperanza de los pueblos,
ven a libertarnos, Señor, no tardes ya.
Ven pronto, Señor. ¡Ven, Salvador!