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DOMINGO DE RESURRECCIÓN “A”



«No busquen entre los muertos al que vive»

Hch 10,34a-37-43: «Nosotros hemos comido y bebido con él después de la Resurrección«
Sal 117,1-23: «Éste es el día en que actuó el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo»
Col 3,1-4: «Busque los bienes de allá arriba, donde está Cristo«

Jn 20,1-9: «Él había de resucitar de entre los muertos«


I. LA PALABRA DE DIOS

San Lucas, como lo hicieron S. Pedro y S. Pablo, presenta en Hechos el núcleo central de la predicación cristiana, el kerigma, «la sustancia viva del Evangelio».

La expresión «Morir con Cristo» tenía en San Pablo una resonancia especial: Al dejar constancia de que su «vida está oculta con Cristo en Dios», invita a todos a una ruptura definitiva con cualquier actitud egoísta anterior, porque de ello depende aparecer «con Cristo en la gloria». Nuestra resurrección final consumará y manifestará lo que ya se ha realizado en el secreto de nuestra vida cristiana.

«Vio y creyó»: Aunque el hecho de encontrar el sepulcro vacío tiene gran importancia, en sí mismo no es prueba de la resurrección de Jesús, sino una especie de contraprueba, un signo según la terminología teológica de Juan: el sudario (pañuelo que se anudaba envolviendo la cabeza del difunto) aún enrollado, no revuelto con las vendas, sino de modo diverso en su mismo sitio (no «aparte» en sentido local como dice la traducción, sino «diversamente» en el sentido de distinto modo); y las vendas en el suelo –yaciendo suavemente, sin el volumen que habían tenido al envolver el cadáver, como desinfladas, liberadas del cuerpo que cubrían– indicaban que el cadáver de Jesús había desaparecido, pero que no había habido violencia y, por tanto, no había sido robado. Después, la gracia de comprender la Escritura, y las apariciones de Jesús resucitado, fueron datos determinantes para la fe de la primera comunidad cristiana.

«¡Ha resucitado!»: Es la noticia que hoy nos es gritada, proclamada. Esta es «La Noticia». Es una certeza que se nos da a conocer. La gran certeza, la que sostiene toda nuestra vida, la que le da sentido y valor. ¡Ha resucitado! No podemos seguir viviendo como si Cristo no hubiese resucitado, como si no estuviese vivo. No podemos seguir viviendo como si no le hubiera sido sometido todo; como si Cristo no fuera el Señor, mi Señor. No podemos seguir viviendo «como si». Sólo cabe buscar con ansia al Resucitado, como María Magdalena o los apóstoles; o mejor, dejarse buscar y encontrar por Él.

«¡Ha resucitado!». También nosotros podemos ver, oír, tocar al Resucitado. No, no es un fantasma. Es real, muy real. Cristo vive, quiere entrar en nuestra vida. Quiere transformarla. No, nuestra fe no se basa en simples palabras o doctrinas, por hermosas que sean. Se basa en un hecho, un acontecimiento. Sí, verdaderamente ha resucitado el Señor. Para ti, para mí, para cada uno de todos los hombres. Él quiere irrumpir en nuestra vida con su presencia iluminadora y omnipotente. Es a Él, el mismo que salió resucitado del sepulcro, a quien encontramos en la Eucaristía.

«¡Ha resucitado!». La noticia que hemos recibido hemos de gritarla a otros. Si de verdad hemos tocado a Cristo, tampoco nosotros podemos callar «lo que hemos visto y oído». No somos sólo receptores. Cristo resucitado nos constituye en heraldos, pregoneros de esta noticia. Una noticia que es para todos. Una noticia que afecta a todos. Una noticia que puede cambiar cualquier vida: ¡Cristo ha resucitado, está vivo para ti, te busca, tú eres importante para Él, ha muerto por ti, ha destruido la muerte, te infunde su vida divina, te abre las puertas del paraíso, tus problemas tienen solución, tu vida tiene sentido, y vale la pena vivirla con alegría, a pesar de los problemas!

Creer en el Resucitado es comenzar a vivir como resucitados. Los apóstoles dan testimonio de Aquel en quien han creído. Y viven como resucitados. Los cristianos, la Iglesia ha de anunciar a todos la Resurrección. Nosotros mismos somos testigos de que «hemos pasado de la muerte a la vida«.

II. LA FE DE LA IGLESIA

La Resurrección
(639-658).

«¿Por qué buscan entre los muertos al que vive? No está aquí, ha resucitado» (Lc 24, 5 6). En el marco de los acontecimientos de Pascua, el primer elemento que se encuentra es el sepulcro vacío.

El misterio de la resurrección de Cristo es un acontecimiento real que tuvo manifestaciones históricamente comprobadas como lo atestigua el Nuevo Testamento.

El sepulcro vacío y las vendas en el suelo significan por sí mismas que el cuerpo de Cristo ha escapado por el poder de Dios de las ataduras de la muerte y de la corrupción. Preparan a los discípulos para su encuentro con el Resucitado.

La fe en la Resurrección tiene por objeto un acontecimiento a la vez históricamente atestiguado por los discípulos que se encontraron realmente con el Resucitado, y misteriosamente trascendente en cuanto entrada de la humanidad de Cristo en la gloria de Dios.

«Si no resucitó Cristo, vana es nuestra predicación, vana también su fe » (1 Co 15, 14). La Resurrección constituye ante todo la confirmación de todo lo que Cristo hizo y enseñó. Todas las verdades, incluso las más inaccesibles al espíritu humano, encuentran su justificación si Cristo, al resucitar, ha dado la prueba definitiva de su autoridad divina según lo había prometido.

La Resurrección de Cristo es cumplimiento de las promesas del Antiguo Testamento y del mismo Jesús durante su vida terrenal. La expresión «según las Escrituras» indica que la Resurrección de Cristo cumplió estas predicciones.

La verdad de la divinidad de Jesús es confirmada por su Resurrección. El había dicho: «Cuando hayan levantado al Hijo del hombre, entonces sabrán que Yo Soy» (Jn 8, 28). La Resurrección del Crucificado demostró que verdaderamente, Él era «YO SOY» (YAHVEH), el Hijo de Dios y Dios mismo. San Pablo pudo decir a los judíos: «La Promesa hecha a los padres, Dios la ha cumplido en nosotros… al resucitar a Jesús, como está escrito en el salmo primero: «Hijo mío eres tú; yo te he engendrado hoy»». La Resurrección de Cristo está estrechamente unida al misterio de la Encarnación del Hijo de Dios: es su plenitud según el designio eterno de Dios.

Hay un doble aspecto en el misterio pascual: por su muerte nos libera del pecado, por su Resurrección nos abre el acceso a una nueva vida. Esta es, en primer lugar, la justificación que nos devuelve a la gracia de Dios «a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos… así también nosotros vivamos una nueva vida» (Rm 6, 4). Consiste en la victoria sobre la muerte y el pecado y en la nueva participación en la gracia. Realiza la adopción filial porque los hombres se convierten en hermanos de Cristo, como Jesús mismo llama a sus discípulos después de su Resurrección: «Vayan y avisen a mis hermanos». Hermanos no por naturaleza, sino por don de la gracia, porque esta filiación adoptiva confiere una participación real en la vida del Hijo único, la que ha revelado plenamente en su Resurrección.

Por último, la Resurrección de Cristo  y el propio Cristo resucitado  es principio y fuente de nuestra resurrección futura: «Cristo resucitó de entre los muertos como primicia de los que durmieron… del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo». En la espera de que esto se realice, Cristo resucitado vive en el corazón de sus fieles. En Él los cristianos «saborean los prodigios del mundo futuro» y su vida es arrastrada por Cristo al seno de la vida divina «para que ya no vivan para sí los que viven, sino para aquel que murió y resucitó por ellos».

Resucitados con Cristo
(1002-1004).

Cristo, «el primogénito de entre los muertos», es el principio de nuestra propia resurrección, ya desde ahora por la justificación de nuestra alma, más tarde por la vivificación de nuestro cuerpo.

Si es verdad que Cristo nos resucitará en «el último día«, también lo es, en cierto modo, que nosotros ya hemos resucitado con Cristo. En efecto, gracias al Espíritu Santo, la vida cristiana en la tierra es, desde ahora, una participación en la muerte y en la Resurrección de Cristo: «Sepultados con él en el bautismo, con él también ustedes han resucitado por la fe en la acción de Dios, que le resucitó de entre los muertos… Así pues, si han resucitado con Cristo, busquen las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios».

Unidos a Cristo por el Bautismo, los creyentes participan ya realmente en la vida celestial de Cristo resucitado, pero esta vida permanece «escondida con Cristo en Dios». Alimentados en la Eucaristía con su Cuerpo, nosotros pertenecemos ya al Cuerpo de Cristo. Cuando resucitemos en el último día también nos «manifestaremos con él llenos de gloria».

Esperando este día, el cuerpo y el alma del creyente participan ya de la dignidad de ser «en Cristo«; donde se basa la exigencia del respeto hacia el propio cuerpo, y también hacia el ajeno, particularmente cuando sufre: «El cuerpo es para el Señor y el Señor para el cuerpo. Y Dios, que resucitó al Señor, nos resucitará también a nosotros mediante su poder. ¿No saben que sus cuerpos son miembros de Cristo?… No se pertenecen… Glorifique, por tanto, a Dios en sus cuerpos».

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«No me servirá nada de los atractivos del mundo ni de los reinos de este siglo. Es mejor para mi morir (para unirme) a Cristo Jesús que reinar hasta los confines de la tierra. Es a Él a quien busco, a quien murió por nosotros. A Él quiero, al que resucitó por nosotros. Mi nacimiento se acerca…» (S. Ignacio de Antioquía).

«Cristo resucitó de entre los muertos. Con su muerte venció a la muerte. A los muertos ha dado la vida» (Liturgia bizantina).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

¡Cristo ha resucitado!
¡Resucitemos con él!
¡Aleluya, aleluya!

Muerte y Vida lucharon,
y la muerte fue vencida.
¡Aleluya, aleluya!

Es el grano que muere
para el triunfo de la espiga.
¡Aleluya, aleluya!

Cristo es nuestra esperanza
nuestra paz y nuestra vida.
¡Aleluya, aleluya!

Vivamos vida nueva,
el bautismo es nuestra Pascua.
¡Aleluya, aleluya!

¡Cristo ha resucitado!
¡Resucitemos con él!
¡Aleluya, aleluya! Amén.

DOMINGO DE RAMOS “A”



 «Aclamamos a Cristo como Rey; nos sentimos redimidos por su entrega como siervo»

Procesión: Mt 21,1-11: «Bendito el que viene en nombre del Señor»
Misa: Is 50,4-7: «No oculté el rostro a insultos… y sé que no quedaré avergonzado»
Sal 21,8-24: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»
Flp 2,6-11: «Se rebajó a sí mismo; por eso Dios lo levantó sobre todo»

Mt 26,14-27,66: «Jesús dio otro grito fuerte y exhaló el espíritu»


I. LA PALABRA DE DIOS

Al entrar en la Semana Santa la Iglesia nos proclama la Pasión de Jesucristo. Pero al escucharla, o al leerla por nuestra cuenta, hemos de evitar un peligro: el de asistir a ella como meros «espectadores» que contemplan unos hechos sólo desde fuera. Porque lo que el Espíritu Santo pretende es hacernos conocer cómo Cristo ha vivido la Pasión «por dentro». Se trata de dejarnos iluminar por la interioridad de Cristo. Lo que nos salva no son los simples sufrimientos de Cristo, sino el amor con que los ha vivido, un amor que le ha llevado a dar la vida libremente por nosotros. La enormidad de su sufrimiento voluntario, nos habla de la inmensidad de su amor redentor.

De hecho, en la oración colecta del domingo pasado pedíamos a Dios Padre que «vivamos siempre de aquel mismo amor que llevó al Hijo a entregarse a la muerte por la salvación del mundo». La liturgia no es una representación teatral. Nos introduce verdaderamente en el misterio. Y al introducirnos en él, no sólo nos hace capaces de contemplarlo en toda su riqueza, sino que el contacto con el misterio de Cristo nos transforma, pues Cristo mismo nos contagia su vida, sus actitudes y sentimientos. No podemos entrar en la Semana Santa, ni vivirla con provecho, si no estamos dispuestos a subir con Cristo a la cruz: hacer de nuestra vida un sacrificio de amor ofrecido a Dios por los demás.

La entrada de Jesús en Jerusalén manifiesta la venida del Reino que el Rey Mesías, recibido en su ciudad por los niños y por los humildes de corazón, va a llevar a cabo por la Pascua de su Muerte y de su Resurrección.

El relato de la Pasión destaca el vaciamiento total que arranca del poema del Siervo en Isaías. Las sombras que remarca S. Mateo (miedo o desengaño en los apóstoles; abandono del Padre, absoluta soledad) resalta el realismo de los vivos colores de la humanidad asumida por Cristo que, desde la Cruz, reina como Señor de todo. Típico de S. Mateo es llamar a Cristo repetidas veces con el título de «manso»; «manso y humilde»; o recoger aquella Bienaventuranza: «los mansos que poseerán la tierra». Pues con esta actitud, propia del Siervo, «que no abrió su boca», llegará a la cruz.

El relato de la Pasión según san Mateo subraya además cómo en ella se cumplen las Escrituras. Todo estaba previsto y predicho. Nada ocurre por casualidad. El plan del Padre se cumple. Y Cristo vive la Pasión en perfecta obediencia a la voluntad del Padre, «para mostrar al género humano el ejemplo de una vida sumisa a su voluntad» (oración colecta). Cristo puede decir con las palabras del profeta: «El señor Dios me ha abierto el oído y yo no me he rebelado ni me he echado atrás» (primera lectura). Adán desobedeció la voluntad de Dios y nos trajo la ruina; Cristo obedece «hasta la muerte y muerte de cruz» y nos salva (segunda lectura). En su obediencia al Padre y en su amor a los hombres está nuestra salvación. Y esta salvación seguirá haciéndose presente hoy si nosotros prolongamos la entrega de Cristo, su obediencia al Padre y su amor a los hombres. 

II. LA FE DE LA IGLESIA

Entrada mesiánica de Jesús en Jerusalén
(559, 560, 570).

¿Cómo va a acoger Jerusalén a su Mesías? Jesús rehuyó siempre las tentativas populares de hacerle rey, pero elige el momento y prepara los detalles de su entrada mesiánica en la ciudad de «David, su padre». Es aclamado como hijo de David, el que trae la salvación («Hosanna» quiere decir «¡Sálvanos!», «¡Danos la salvación!»). Pues bien, el «Rey de la Gloria» entra en su ciudad «montado en un asno»: no conquista a la hija de Sión, figura de su Iglesia, ni por la astucia ni por la violencia, sino por la humildad que da testimonio de la Verdad. Por eso los súbditos de su Reino, aquel día fueron los niños y los «pobres de Dios», que le aclamaban como los ángeles lo anunciaron a los pastores. Su aclamación, «¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!», ha sido recogida por la Iglesia en el «Santo» de la liturgia eucarística para introducir al memorial de la Pascua del Señor.

La entrada de Jesús en Jerusalén manifiesta la venida del Reino que el Rey-Mesías llevará a cabo mediante la Pascua de su Muerte y Resurrección. Con su celebración en el Domingo de Ramos, la liturgia de la Iglesia abre la Semana Santa.

La muerte redentora de Cristo
en el designio de salvación
(599-603).

La muerte violenta de Jesús no fue fruto del azar en una desgraciada constelación de circunstancias. Pertenece al misterio del designio de Dios. Dios ha permitido los actos nacidos de la ceguera de los hombres para realizar su designio de salvación.

«Muerto por nuestros pecados
según las Escrituras
»

Este designio divino de salvación a través de la muerte del «Siervo, el Justo» había sido anunciado antes en la Escritura como un misterio de redención universal, es decir, de rescate que libera a los hombres de la esclavitud del pecado. S. Pablo profesa, en una confesión de fe, que dice haber «recibido» que «Cristo ha muerto por nuestros pecados según las Escrituras». La muerte redentora de Jesús cumple, en particular, la profecía del Siervo doliente (Is 53, 78). Jesús mismo presentó el sentido de su vida y de su muerte a la luz del Siervo doliente (Mt 20, 28). Después de su Resurrección dio esta interpretación de las Escrituras a los discípulos de Emaús, luego a los propios apóstoles.

«Dios le hizo pecado por nosotros»

En consecuencia, S. Pedro pudo formular así la fe apostólica en el designio divino de salvación: «Han sido rescatados de la conducta necia heredada de sus padres, no con algo caduco, oro o plata, sino con una sangre preciosa, como de cordero sin tacha y sin mancilla, Cristo, predestinado antes de la creación del mundo y manifestado en los últimos tiempos a causa de ustedes». Los pecados de los hombres, consecuencia del pecado original, están sancionados con la muerte. Al enviar a su propio Hijo en la condición de esclavo, la de una humanidad caída y destinada a la muerte a causa del pecado, «a quien no conoció pecado, Dios le hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en Él».

Jesús no conoció la reprobación como si Él mismo hubiese pecado. Pero, en el amor redentor que le unía siempre al Padre, nos asumió desde el alejamiento con relación a Dios por nuestro pecado hasta el punto de poder decir en nuestro nombre en la cruz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Al haberle hecho así solidario con nosotros, pecadores, «Dios no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien le entregó por todos nosotros» para que fuéramos «reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo».

Dios entrega a su Hijo
por nuestros pecados
(604. 605).

Al entregar a su Hijo por nuestros pecados, Dios manifiesta que su designio sobre nosotros es un designio de amor benevolente que precede a todo mérito por nuestra parte: «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados». «La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros».

Jesús ha recordado al final de la parábola de la oveja perdida que este amor es sin excepción: «De la misma manera, no es voluntad de vuestro Padre celestial que se pierda uno de estos pequeños». La Iglesia, siguiendo a los Apóstoles, enseña que Cristo ha muerto por todos los hombres sin excepción: no hay, ni hubo, ni habrá hombre alguno por quien no haya padecido Cristo.

El camino cristiano pasa por la Cruz
(2015).

El camino de la perfección pasa por la cruz. No hay santidad sin renuncia y sin combate espiritual. El progreso espiritual implica la ascesis y la mortificación que conducen gradualmente a vivir en la paz y el gozo de las bienaventuranzas. 

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«La Iglesia que no cesa de contemplar el misterio de Cristo, sabe con toda la certeza de la fe que la Redención llevada a cabo por medio de la Cruz, ha vuelto a dar definitivamente al hombre la dignidad y el sentido de su existencia en el mundo, sentido que había perdido en gran medida a causa del pecado. Por esta razón la Redención se ha cumplido en el Misterio Pascual que a través de la Cruz y la Muerte conduce a la Resurrección» (Juan Pablo II).

«Ibas como va el sol a un ocaso de gloria
cantaban ya tu muerte al cantar tu victoria.

Pero Tú eres el Rey, Señor, el Dios fuerte
la Vida que renace del fondo de la muerte
«. 

(Del Himno de la Procesión de Ramos)

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

No me mueve, mi Dios, para quererte
el cielo que me tienes prometido;
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.

Tú me mueves, Señor; muéveme el verte
clavado en esa cruz y escarnecido;
muéveme el ver tu cuerpo tan herido;
muévenme tus afrentas y tu muerte.

Muéveme, al fin, tu amor, y en tal manera,
que, aunque no hubiera cielo, yo te amara,
y, aunque no hubiera infierno, te temiera.

No me tienes que dar porque te quiera,
pues, aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera. 

Amén.

DOMINGO V DE CUARESMA “A”



 «Morir al pecado es empezar a participar de la resurrección de Cristo»

Ez 37,12-14: «Os infundiré mi espíritu y viviréis»
Sal 129,1-8: «Del Señor viene la misericordia, la redención copiosa»
Rm 8,8-11: «El Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros»
Jn 11,1-45: «Yo soy la resurrección y la vida»


I. LA PALABRA DE DIOS

El mensaje principal de la liturgia del domingo V de Cuaresma es el siguiente: En el Bautismo hemos pasado de la muerte a la vida y somos hechos capaces de gustar a Dios, de hacer morir el hombre viejo para vivir del Espíritu del Resucitado.

«Señor, tu amigo está enfermo… Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro». El evangelista juega con dos verbos en el texto griego original: «phileîn» (querer) y «agapân» (amar). «Tu amigo», al que quieres (phileîn) con afecto de amistad: es la percepción de las hermanas (y también del resto de la gente cuando le ven llorar ante la tumba: «¡Cómo lo quería!»); pero el evangelista, desde la fe revelada, corrige esta percepción limitada de la calidad del amor de Jesús: «Jesús amaba…» con amor de caridad (agapân), que tiene exigencias superiores a lo que puede pedir una mera amistad. Cristo nos ama con un amor que va mucho más allá de lo que nosotros somos capaces de experimentar o desear. El problema es cuando nosotros concebimos el amor de Cristo como proyección de nuestra limitada forma de amar. ¿Será por eso que Jesús nos manda amar a los demás, no como a nosotros mismos, sino como Él nos ha amado?

«Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano». Idénticas palabras repiten las dos hermanas, cada una por su cuenta. Palabras que son expresión de fe en Jesús, pero de una fe muy limitada, muy a la medida humana. Creen que Jesús puede curar a un enfermo, pero no creen que pueda llegar a resucitar a un muerto. ¿Y no es así también nuestra fe? Ponemos condiciones al poder del Señor. Y sin embargo su poder es incondicionado: «para Dios nada hay imposible».

 «Si crees, verás la gloria de Dios». Frente a esta fe tan corta, el evangelio nos impulsa a una fe «a la medida de Dios». Él quiere manifestar su grandeza divina, su poder infinito, su gloria. Deliberadamente, Jesús tarda en acudir a la llamada de Marta y Maria. Permite que Lázaro muera para resucitarle y manifestar de manera más potente su gloria: «Esta enfermedad… servirá para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella». No hay situación que no tenga remedio; cuanto más difícil, más fácil que Cristo «se luzca».

«El que cree en mí… vivirá… no morirá para siempre». Jesús es el único que da la vida eterna, y quien la recibe, la tiene precisamente por creer en Él. La amistad entre Jesús, Lázaro y sus hermanas era de sobra conocida. Pero no les hace el milagro por eso, sino porque creían en Él. La fe, más que carta de recomendación para el milagro, es requisito indispensable. 

El centro del relato lo constituye la revelación que Jesús hace de sí mismo: «Yo soy la resurrección y la vida»; afirmación lo suficientemente grave como para acreditarla con una victoria sobre la muerte, resucitando a Lázaro. Jesús, no sólo «posee» la vida, «es» la vida; no sólo resucitará a otros en el último día, Él mismo «es» la resurrección. La vida sobrenatural, que Jesús concede ya ahora a quienes creen en Él, contiene en germen la resurrección final. Si permite el mal es para que más se manifieste lo que Él es y lo que es capaz de realizar: «Lázaro ha muerto, y me alegro por vosotros… para que creáis». 

En la oración que hace Jesús, la acción de gracias precede al acontecimiento: «Padre, yo te doy gracias por haberme escuchado», lo que implica que el Padre escucha siempre su súplica; y Jesús añade a continuación: «Yo sabía bien que tú siempre me escuchas», es decir, que Jesús, por su parte, ora de manera constante y es consciente de su especial relación con «su» Padre. Así, apoyada en la acción de gracias y en la confianza filial y amorosa, la oración de Jesús nos enseña cómo pedir: antes de que lo pedido sea otorgado, Jesús se adhiere a la voluntad de Aquel que da y que se da al darnos sus dones. El Dador es más precioso que el don otorgado, es el «tesoro«, y en Él está el Corazón de su Hijo; el don solicitado se otorga como «por añadidura».

Porque Jesús es la Resurrección, ha roto las ataduras de Lázaro; y a nosotros nos libra de las ataduras del pecado y de la muerte. Esta cuaresma tiene que significar para nosotros y para toda la Iglesia, y todavía más, para todos los que por el pecado están muertos a la vida de gracia –verdaderos «muertos vivientes»– una auténtica resurrección a una vida nueva. Cristo es la resurrección, y lo típico de su acción es hacer brotar la vida donde sólo había muerte. Cristo puede, y quiere, resucitar al que está muerto por el pecado o por la carencia de fe. Lo suyo es hacer cosas grandes, maravillas divinas. Y nosotros no debemos esperar menos. No tenemos derecho a dar a nadie por perdido.

II. LA FE DE LA IGLESIA

La fe en Jesús y la fe en la resurrección:
(994).

Jesús liga la fe en la resurrección a la fe en su propia persona: «Yo soy la resurrección y la vida». Es el mismo Jesús el que resucitará en el último día a quienes hayan creído en Él y hayan comido su cuerpo y bebido su sangre. En su vida pública ofrece ya un signo y una prenda de la resurrección devolviendo la vida a algunos muertos, anunciando así su propia Resurrección que, no obstante, será de otro orden. De este acontecimiento único, Él habla como del «signo de Jonás«, del signo del Templo: anuncia su Resurrección al tercer día después de su muerte.

Los signos del Reino de Dios:
(547. 548. 549. 550).

Jesús acompaña sus palabras con numerosos «milagros, prodigios y signos» que manifiestan que el Reino está presente en Él. Ellos atestiguan que Jesús es el Mesías anunciado.

Los signos (o milagros) que lleva a cabo Jesús testimonian que el Padre le ha enviado. No pretenden satisfacer la curiosidad ni los deseos mágicos. Invitan a creer. Jesús concede lo que le piden a los que acuden a Él con fe. Por tanto, los milagros fortalecen la fe en Aquel que hace las obras de su Padre: éstas testimonian que Él es Hijo de Dios. Pero también pueden ser «ocasión de escándalo«. A pesar de tan evidentes milagros, Jesús es rechazado por algunos; incluso se le acusa de obrar movido por los demonios.

Al liberar a algunos hombres de los males terrenos, del hambre, de la injusticia, de la enfermedad y de la muerte, Jesús realizó unos signos mesiánicos; no obstante, no vino para abolir todos los males aquí abajo, sino a liberar a los hombres de la esclavitud más grave, la del pecado, que es el obstáculo en su vocación de hijos de Dios y causa de todas sus servidumbres humanas.

La venida del Reino de Dios es la derrota del reino de Satanás: «Pero, si por el Espíritu de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a ustedes el Reino de Dios». Los exorcismos de Jesús liberan a los hombres del dominio de los demonios. Anticipan la gran victoria de Jesús sobre «el príncipe de este mundo». Por la Cruz de Cristo será definitivamente establecido el Reino de Dios: «Dios reinó desde el madero de la Cruz«.

Libertad, necesidad y perseverancia en la fe:
(160. 161. 162).

El hombre, al creer, debe responder voluntariamente a Dios; nadie debe estar obligado contra su voluntad a abrazar la fe. En efecto, el acto de fe es voluntario por su propia naturaleza. Ciertamente, Dios llama a los hombres a servirle en espíritu y en verdad. Por ello, quedan vinculados por su conciencia, pero no coaccionados. Esto se hizo patente, sobre todo, en Cristo Jesús. En efecto, Cristo invitó a la fe y a la conversión, Él no forzó jamás a nadie. Dio testimonio de la verdad, pero no quiso imponerla por la fuerza a los que le contradecían. Pues su reino crece por el amor con que Cristo, exaltado en la cruz, atrae a los hombres hacia Él.

Creer en Cristo Jesús, y en Aquel que lo envió, es necesario para obtener la salvación. Puesto que «sin la fe… es imposible agradar a Dios» (Hb 11, 6) y llegar a participar en la condición de sus hijos, nadie es justificado sin ella y nadie, a no ser que haya «perseverado en ella hasta el fin», obtendrá la vida eterna.

La fe es un don gratuito que Dios hace al hombre. Este don inestimable podemos perderlo. S. Pablo advierte de ello a Timoteo: «Combate el buen combate, conservando la fe y la conciencia recta; algunos, por haberla rechazado, naufragaron en la fe». Para vivir, crecer y perseverar hasta el fin en la fe debemos alimentarla con la Palabra de Dios; debemos pedir al Señor que la aumente; debe «actuar por la caridad», ser sostenida por la esperanza y estar enraizada en la fe de la Iglesia.

La conversión del corazón,
principio de una vida nueva:
(1848; cf 1888).

Como afirma S. Pablo, «donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia». Pero para hacer su obra, la gracia debe descubrir el pecado para convertir nuestro corazón y conferirnos «la justicia para la vida eterna por Jesucristo nuestro Señor». Como un médico que descubre la herida antes de curarla, Dios, mediante su palabra y su espíritu, proyecta una luz viva sobre el pecado.

Es preciso entonces apelar a las capacidades espirituales y morales de la persona y a la exigencia permanente de su conversión interior para obtener cambios sociales que estén realmente a su servicio. La prioridad reconocida a la conversión del corazón no elimina en modo alguno, sino, al contrario, impone la obligación de introducir en las instituciones y condiciones de vida, cuando inducen al pecado, las mejoras convenientes para que aquéllas se conformen a las normas de la justicia y favorezcan el bien en lugar de oponerse a él.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«La conversión exige el reconocimiento del pecado, y éste, siendo una verificación del Espíritu de la verdad en la intimidad del hombre, llega a ser al mismo tiempo el nuevo comienzo de la dádiva de la gracia y del amor: «Reciban el Espíritu Santo». Así pues, en este convencer en lo «referente al pecado», descubrimos una «doble dádiva»: el don de la verdad de la conciencia y el don de la certeza de la redención. El Espíritu de la verdad es el Paráclito» (Juan Pablo II).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

El sueño, hermano de la muerte,
a su descanso nos convida;
guárdanos tú, Señor, de suerte
que despertemos a la vida.

Tu amor nos guía y nos reprende
y por nosotros se desvela,
del enemigo nos defiende
y, mientras dormimos, nos vela.

Te ofrecemos, humildemente,
dolor, trabajo y alegría;
nuestra plegaria balbuciente:
¡Gracias, Señor, por este día!

Recibe, Padre, la alabanza
del corazón que en ti confía
y alimenta nuestra esperanza
de amanecer a tu gran día.

Gloria a Dios Padre, que nos hizo,
gloria a Dios Hijo Salvador,
gloria al Espíritu divino:
tres Personas y un solo Dios. 

Amén.