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DOMINGO XXV ORDINARIO “A”



«El Reino de Dios, oferta gratuita a todo hombre»

Is 55,6-9:                             «Mis planes no son los planes de ustedes»

Sal 144:                            «Cerca está el Señor de los que lo invocan»

Flp 1,20c-24.27a.:                         «Para mí la vida es Cristo»

Mt 20,1-16a:                             «¿Vas a tener tú envidia porque soy bueno?»

 

I. LA PALABRA DE DIOS

A lo largo de cuatro domingos, a partir de hoy, se nos anuncian cuatro parábolas sobre el Reino de Dios.

Hoy la parábola del pago del denario, a todos los trabajadores por igual —a los de primera hora y a los de última— destaca la «justicia» de Dios. Esta es pura gratuidad, porque el hombre no tiene derechos ante Dios sino que todo lo recibe de Él, conforme a su gracia, de la que nos colmó en el Amado.

Lo primero que subraya el evangelio de hoy es que Dios rompe nuestros esquemas. Con cuánta frecuencia queremos meter a Dios en nuestra lógica, pero la «lógica» de Dios es distinta. Como dice Isaías: «Mis planes no son los planes de ustedes, sus caminos no son mis caminos». Hace falta mucha humildad para intentar sintonizar con Dios en lugar de pretender que Dios sintonice con nuestra mente tan estrecha.

Es tentación del hombre de todos los tiempos juzgar los planes de Dios, conforme a las propias categorías. Dios desborda nuestros pensamientos. Por eso, el hombre ante Dios ha de ser humilde y sencillo, confiando en su Amor, que nos ha llamado a la existencia y a su Reino.

La parábola contradice nuestro concepto humano de «justicia», y establece lo que se ha definido (Daniélou) como «el derecho de Dios a tratar a los hombres con la más perfecta desigualdad y sin tener en cuenta los diversos derechos«.

Aquí la «justicia» no es la retribución equitativa, sino el triunfo del bien sobre el mal; y el hombre está llamado a colaborar con ese triunfo con su vida.

Es doctrina de fe que «las obras buenas», si se hacen como Dios quiere, merecen recompensa; pero, para llegar a hacer las cosas como Dios manda, ha debido precedernos la gracia, que no se merece. Las buenas obras del que vive en gracia son dones de Dios y méritos del hombre. En la Nueva Ley, toda recompensa es gracia. Jesús rechaza la doctrina farisaica sobre el derecho a la recompensa y sobre la equivalencia entre mérito y paga.

Además, Jesús nos enseña la gratuidad: Dios nos lo ha dado todo gratuitamente. ¿Qué tenemos que no hayamos recibido? Pretendemos –como los jornaleros de la parábola– negociar con Dios, con una mentalidad de justicia que no es la del Reino, sino la de este mundo. El que ha sido llamado antes, ha de sentirse dichoso por ello; y el que ha trabajado más, debe dar más gracias, porque el trabajar por Dios y su Reino es ya un regalo inmenso: es Dios mismo el que nos concede la gracia de poder trabajar por Él.

Nos avisa el evangelio de que no hemos de mirar lo que trabajan o lo que reciben los demás, sino trabajar con todo entusiasmo en lo que se nos confía. No trabajamos para nosotros, sino para el Señor y para su Reino. La paga será la gloria, una felicidad inmensa y eterna, totalmente desproporcionada y sobreabundante.

El Reino de Dios trastoca muchos valores de los hombres: los que los hombres consideran primeros serán últimos y los que los hombres consideran últimos serán primeros. Sin duda, en el cielo nos llevaremos muchas sorpresas.

En un mundo donde todo se cobra y todo se paga qué difícil es comprender, aceptar y vivir la gratuidad con los demás y con Dios.

II. LA FE DE LA IGLESIA

Jesús llama a su reino
(543-546)

Jesús llama a entrar en el Reino a través de las parábolas, rasgo típico de su enseñanza. Todos los hombres están llamados a entrar en el Reino. Anunciado en primer lugar a los hijos de Israel, este reino mesiánico está destinado a acoger a los hombres de todas las naciones. Para entrar en él, es necesario acoger la palabra de Jesús. Exige también una elección radical para alcanzar el Reino: es necesario darlo todo, las palabras no bastan, hacen falta obras.

La bienaventuranza prometida nos coloca ante elecciones morales decisivas. Nos invita a purificar nuestro corazón de sus instintos malvados y a buscar el amor de Dios por encima de todo. Nos enseña que la verdadera dicha no reside ni en la riqueza o el bienestar, ni en la gloria humana o el poder, ni en ninguna obra humana, por útil que sea, como las ciencias, las técnicas y las artes, ni en ninguna criatura, sino en Dios sólo, fuente de todo bien y de todo amor.

El Decálogo (los Diez Mandamientos), el Sermón de la Montaña y la enseñanza de la Iglesia nos describen los caminos que conducen al Reino de los Cielos. Por ellos avanzamos paso a paso mediante actos cotidianos, sostenidos por la gracia del Espíritu Santo. Fecundados por la Palabra de Cristo, damos lentamente frutos en la Iglesia para la gloria de Dios.

El Reino pertenece a los pobres y a los pequeños, es decir a los que lo acogen con un corazón humilde. Jesús fue enviado para «anunciar la Buena Nueva a los pobres». Los declara bienaventurados porque «de
ellos es el Reino de los cielos»; a los «pequeños» es a quienes el Padre se ha dignado revelar las cosas que ha ocultado a los sabios y prudentes. Jesús, desde el pesebre hasta la cruz comparte la vida de los pobres; conoce el hambre, la sed y la privación. Aún más: se identifica con los pobres de todas clases y hace del amor activo hacia ellos la condición para entrar en su Reino.

Jesús invita a los pecadores al banquete del Reino: «No he venido a llamar a justos sino a pecadores». Les invita a la conversión, sin la cual no se puede entrar en el Reino, pero les muestra de palabra y con hechos la misericordia sin límites de su Padre hacia ellos y la inmensa «alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta». La prueba suprema de este amor será el sacrificio de su propia vida «para remisión de los pecados».

El Reino de los cielos ha sido inaugurado en la tierra por Cristo. Se manifiesta a los hombres en las palabras, en las obras y en la presencia de Cristo. La Iglesia es el germen y el comienzo de este Reino. Sus llaves son confiadas a Pedro.

Dios nos ofrece su gracia para vivir en su reino
(1996-2001)

La gracia es una participación en la vida de Dios. Nos introduce en la intimidad de la vida trinitaria: por el Bautismo el cristiano participa de la gracia de Cristo, Cabeza de su Cuerpo. Como «hijo adoptivo» puede ahora llamar «Padre» a Dios, en unión con el Hijo único. Recibe la vida del Espíritu que le infunde la caridad y que forma la Iglesia.

Nuestra justificación es obra de la gracia de Dios. La gracia es el favor, el auxilio gratuito que Dios nos da para responder a su llamada, ser hijos adoptivos de Dios, partícipes de la naturaleza divina.

Esta vocación a la vida eterna es sobrenatural. Depende enteramente de la iniciativa gratuita de Dios, porque sólo Él puede revelarse y darse a sí mismo. Sobrepasa las capacidades de la inteligencia y las fuerzas de la voluntad humana, como de toda criatura.

La gracia de Cristo es el don gratuito que Dios nos hace de su vida infundida por el Espíritu Santo en nuestra alma para curarla del pecado y santificarla: es la gracia santificante o deificante, recibida en el Bautismo. Es en nosotros la fuente de la obra de santificación.

La libre iniciativa de Dios exige la libre respuesta del hombre, porque Dios creó al hombre a su imagen concediéndole, con la libertad, el poder de conocerle y amarle. El alma sólo libremente entra en la comunión del amor. Dios toca inmediatamente y mueve directamente el corazón del hombre. Puso en el hombre una aspiración a la verdad y al bien que sólo Él puede colmar.

La preparación del hombre para acoger la gracia es ya una obra de la gracia. Esta es necesaria para suscitar y sostener nuestra colaboración a la justificación mediante la fe y a la santificación mediante la caridad. Dios acaba en nosotros lo que Él mismo comenzó.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«El hombre se debate entre su pequeñez para entender a Dios, por un lado, y Dios mismo, su grandeza y bondad, por otro. Cuando vence la gracia, el hombre prorrumpe en la alabanza: porque nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto mientras no descansa en ti» (S. Agustín).

«Ciertamente nosotros trabajamos también, pero no hacemos más que trabajar con Dios que trabaja. Porque su misericordia se nos adelantó para que fuésemos curados; nos sigue todavía para que, una vez curados, seamos vivificados; se nos adelanta para que seamos llamados, nos sigue para que seamos glorificados; se nos adelanta para que vivamos según la piedad, nos sigue para que vivamos por siempre con Dios, pues sin Él no podemos hacer nada» (S. Agustín).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Pastor, que con tus silbos amorosos
me despertaste del profundo sueño,
tú me hiciste cayado de este leño
en que tiendes los brazos poderosos.

Vuelve los ojos a mi fe piadosos,
pues te confieso por mi amor y dueño,
y la palabra de seguir empeño
tus dulces silbos y tus pies hermosos.

Oye, Pastor, que por amores mueres,
no te espante el rigor de mis pecados,
pues tan amigo de rendidos eres,
espera, pues, y escucha mis cuidados.
Pero ¿Cómo te digo que me esperes,
si estás, para esperar, los pies clavados?

Amén.

La Exaltación de la Santa Cruz


Domingo 14 de septiembre de 2008

«Mirarán al que traspasaron»

Núm 21, 4b-9:             Miraban a la serpiente de bronce y quedaban curados

Sal 77:                No olviden las acciones del Señor

Flp 2, 6-11:            Se rebajó, por eso Dios lo levantó sobre todo

Jn 3, 13-17:            Tiene que ser elevado el Hijo del hombre

 

I. LA PALABRA DE DIOS

Para los cristianos la cruz es un símbolo frecuente. Más aún, es nuestro signo de identidad. Sin embargo, esto es algo paradójico. Para los romanos era instrumento de suplicio; más aún, de humillación, pues en ella morían los esclavos condenados. Y para los judíos era signo de maldición: «Maldito todo el que sea colgado en un madero».

¿Qué ha ocurrido para que la maldición se trastoque en bendición? ¿A qué se debe que la humillación sea lugar de exaltación? El Hijo de Dios se ha dejado clavar en ella. En el patíbulo de la cruz se ha volcado tal torrente de amor («tanto amó Dios al mundo») que ella será hasta el fin de los tiempos instrumento y causa de redención para todo hombre.

«Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto». Una serpiente de bronce no podía matar ni dar vida, pero cuando Israel la miraba creía en Aquel que había ordenado a Moisés que la hiciera, y Él los curaba.

«Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único». La redención tiene su fuente en el amor de Dios a los hombres, y la realiza el Hijo entregando su vida: su finalidad es salvar —salvación que el Espíritu aplica a cada creyente en el momento del Bautismo—; pero el hombre puede permanecer en la oscuridad y no creer en el Hijo.

El «mundo» en los escritos de San Juan es palabra polivalente: puede significar «el universo», o «la humanidad», el género humano; y este segundo significado se desdobla en dos: el conjunto de seres humanos, objeto del amor salvador de Dios (como en este pasaje), o «el mundo malo», es decir, los seres humanos que, como seres libres, rechazan creer en Jesús, revelador del Padre.

«Se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo». La fe católica nos dice que el Hijo no se despojó de su naturaleza divina, no renunció a su divinidad —cosa imposible—, sino que, al hacerse verdadera criatura humana, renunció durante su vida mortal al esplendor de la gloria divina al que tenía derecho por ser Hijo de Dios, y así paso «por uno de tantos», … «como un hombre cualquiera», … «hasta someterse incluso a la muerte».

«Tiene que ser elevado». El Hijo del hombre es elevado en la cruz, y exaltado en la resurrección y ascensión; recibiendo del Padre —en su humanidad—, como premio a su obediencia hasta la muerte, la gloria esplendorosa que como Hijo le pertenecía. En la cruz Jesús está venciendo al maligno. En ella se destruye todo el pecado del mundo. Desde ella el Hijo de Dios atrae a todo hombre con la fuerza de su amor infinito. Por eso, lo que nos corresponde es mirar a Jesús crucificado y dejarnos mirar por Él; creer en Él para tener vida eterna; dejarnos amar por Él para ser sanados; acoger el torrente de salvación, que brota de su cruz, en los Sacramentos de su Iglesia.

II. LA FE DE LA IGLESIA

Dios tiene la iniciativa
del amor redentor universal
realizado en Cristo
(571, 604, 609)

Al entregar a su Hijo por nuestros pecados, Dios manifiesta que su designio sobre nosotros es un designio de amor benevolente que precede a todo mérito por nuestra parte: «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que El nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados». «La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros».

Jesús, al aceptar en su corazón humano el amor del Padre hacia los hombres, «los amó hasta el extremo» porque «Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos». Tanto en el sufrimiento como en la muerte, su humanidad se hizo el instrumento libre y perfecto de su amor divino que quiere la salvación de los hombres. En efecto, aceptó libremente su pasión y su muerte por amor a su Padre y a los hombres que el Padre quiere salvar: «Nadie me quita la vida; yo la doy voluntariamente». De aquí la soberana libertad del Hijo de Dios cuando él mismo se encamina hacia la muerte.

El Misterio pascual de la Cruz y de la Resurrección de Cristo está en el centro de la Buena Nueva que los Apóstoles, y la Iglesia a continuación de ellos, deben anunciar al mundo. El designio salvador de Dios se ha cumplido de «una vez por todas» por la muerte redentora de su Hijo Jesucristo.

Jesús reemplaza nuestra desobediencia
por su obediencia
(615 — 617)

«Como por la desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno solo todos serán constituidos justos». Por su obediencia hasta la muerte, Jesús llevó a cabo la sustitución del Siervo doliente que «se dio a sí mismo en expiación», «cuando llevó el pecado de muchos», a quienes «justificará y cuyas culpas soportará» (Is 53, 10-12). Jesús repara por nuestras faltas y satisface al Padre por nuestros pecados.

En la cruz, Jesús consuma su sacrificio. El «amor hasta el extremo» es el que confiere su valor de redención y de reparación, de expiación y de satisfacción al sacrificio de Cristo. Nos ha conocido y amado a todos en la ofrenda de su vida. «El amor de Cristo nos apremia al pensar que, si uno murió por todos, todos por tanto murieron». Ningún hombre aunque fuese el más santo estaba en condiciones de tomar sobre sí los pecados de todos los hombres y ofrecerse en sacrificio por todos. La existencia en Cristo de la persona divina del Hijo, que al mismo tiempo sobrepasa y abraza a todas las personas humanas, y que le constituye Cabeza de toda la humanidad, hace posible su sacrificio redentor por todos.

Por su sacratísima pasión en el madero de la cruz nos mereció la justificación, enseña el Concilio de Trento subrayando el carácter único del sacrificio de Cristo como «causa de salvación eterna». Y la Iglesia venera la Cruz cantando: «Salve, oh cruz, única esperanza«, en el himno Vexilla Regis.

La Cruz es el único sacrificio de Cristo «único mediador entre Dios y los hombres». Pero, porque en su Persona divina encarnada, se ha unido en cierto modo con todo hombre, él ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de Dios sólo conocida, se asocien a este misterio pascual. Él llama a sus discípulos a «tomar su cruz y a seguirle» porque él «sufrió por nosotros dejándonos ejemplo para que sigamos sus huellas». Él quiere en efecto asociar a su sacrificio redentor a aquéllos mismos que son sus primeros beneficiarios. Y eso lo realiza en forma excelsa en su Madre, asociada más íntimamente que nadie al misterio de su sufrimiento redentor.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Y los demonios no son los que le han crucificado; eres tú quien con ellos lo has crucificado y lo sigues crucificando todavía, deleitándote en los vicios y en los pecados» (S. Francisco de Asís).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

¡Oh Cruz fiel, árbol único en nobleza!
Jamás el bosque dio mejor tributo
en hoja, en flor y en fruto.
¡Dulces clavos!
¡Dulce árbol donde la Vida empieza
con un peso tan dulce en su corteza!

Cantemos la nobleza de esta guerra,
el triunfo de la sangre y del madero;
y un Redentor, que en trance de Cordero,
sacrificado en cruz, salvó la tierra

Dolido mi Señor por el fracaso
de Adán, que mordió muerte en la manzana,
otro árbol señaló, de flor humana,
que reparase el daño paso a paso

Y así dijo el Señor: «¡Vuelva la Vida,
y que el Amor redima la condena!»
La gracia está en el fondo de la pena,
y la salud naciendo de la herida

En plenitud de vida y de sendero,
dio el paso hacia la muerte porque él quiso.
Mirad de par en par el paraíso
abierto por la fuerza de un Cordero

Ablándate, madero, tronco abrupto
de duro corazón y fibra inerte;
doblégate a este peso y esta muerte
que cuelga de tus ramas como un fruto

Tú, solo entre los árboles, crecido
para tender a Cristo en tu regazo;
tú, el arca que nos salva; tú, el abrazo
de Dios con los verdugos del Ungido

Al Dios de los designios de la historia,
que es Padre, Hijo y Espíritu, alabanza;
al que en la cruz devuelve la esperanza
de toda salvación, honor y gloria. Amén

DOMINGO XXIV ORDINARIO “A”



«Perdona y se te perdonará«

Si 27,3-28, 9:     «Perdona las ofensas a tu prójimo y se te perdonarán los pecados cuando lo pidas»

Sal 102:        «El Señor es compasivo y misericordioso»

Rm 14,7-9:         «En la vida y en la muerte somos del Señor»

Mt 18,21-35:         «No te digo que le perdones hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete.»

 

I. LA PALABRA DE DIOS

El sacramento de la Penitencia (domingo pasado) invita a la conversión del corazón. Hoy el Evangelio ahonda en la conversión: la conversión reclama perdón, amor al prójimo.

Perdonar «setenta veces siete» es perdonar siempre. Este perdonar se apoya en la insistencia del Nuevo Testamento: en la oración, Jesús nos enseñó a decir: «perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos». La súplica se repite cada vez que celebramos la Eucaristía. Jesús nos recuerda «la regla de oro»: «traten a los demás como quieren que ellos les traten»
(cf. Mt 7,12). Y es que nuestra relación con Dios se regula según nuestras relaciones con el prójimo (1ª Lect.).

Nuestro Dios es el Dios del perdón y la misericordia. Y nosotros, como hijos suyos, nos debemos parecer a Él. «Sean misericordiosos como su Padre es misericordioso». Perdona siempre a aquel que se arrepiente de verdad. No puede ser de otra manera. Por eso Jesús dice que hemos de perdonar «hasta setenta veces siete», es decir, siempre.

La parábola expresa la contradicción brutal de ese hombre a quien le ha sido perdonada una deuda inmensa, pero que no perdona a su compañero una cantidad insignificante, llegando incluso a meterle en la cárcel. Ahí estamos dibujados todos nosotros cada vez que nos negamos a perdonar. En el fondo, las dificultades para perdonar a los demás vienen de no ser conscientes de lo que se nos ha dado y de lo que se nos ha perdonado. El que sabe que le ha sido perdonada la vida es más propenso a perdonar a los demás.

El perdón de Dios es gratuito: basta que uno se arrepienta de verdad. También el nuestro ha de ser gratuito. Pero prestemos atención a la parábola: ¿con qué derecho puede acercarse a solicitar el perdón de Dios quien no está dispuesto a perdonar a su hermano? El que no quiere perdonar al hermano ha dejado de vivir como hijo; el que no está dispuesto a perdonar al otro está cerrado y es incapaz de recibir el perdón de Dios.

No suele aceptarse hoy con facilidad la obligación del perdón porque se considera como un signo de debilidad. Sin embargo solamente los corazones fuertes tienen capacidad de convertirse y de perdonar.

El perdón fraterno ha de ser a imagen y semejanza del perdón de Dios, que no lleva cuenta de las veces que perdona. El corazón que perdona y olvida es grande, vive en la paz y es amado de Dios y de los hombres. La mejor imagen de nosotros mismos es la de ser personas de gran corazón.

II. LA FE DE LA IGLESIA

El perdón de Dios, que es un desbordamiento de su misericordia, no puede penetrar en nuestro corazón mientras no hayamos perdonado de corazón a los que nos han ofendido. El Amor, como el Cuerpo de Cristo, es indivisible; no podemos amar a Dios a quien no vemos, si no amamos al hermano, a la hermana a quien vemos. Al negarnos a perdonar a nuestros hermanos y hermanas, el corazón se cierra y su dureza lo hace impermeable al amor misericordioso del Padre; en la confesión del propio pecado, el corazón se abre a la gracia. Esta exigencia crucial del misterio de la Alianza es imposible para el hombre. Pero «todo es posible para Dios«.

…como también nosotros perdonamos
a los que nos ofenden
(2842-2845)

Este «como» no es el único en la enseñanza de Jesús: «Sean perfectos ‘como’ es perfecto su Padre celestial» (Mt 5, 48); «Sean misericordiosos, ‘como’ su Padre es misericordioso» (Lc 6, 36); «Les doy un mandamiento nuevo: que se amen los unos a los otros. Que ‘como’ yo les he amado, así se amen también ustedes los unos a los otros» (Jn 13, 34). Observar el mandamiento del Señor es imposible si se trata de imitar desde fuera el modelo divino. Se trata de una participación, vital y nacida del fondo del corazón, en la santidad, en la misericordia, y en el amor de nuestro Dios. Sólo el Espíritu que es «nuestra Vida» puede hacer nuestros los mismos sentimientos que hubo en Cristo Jesús. Así, la unidad del perdón se hace posible, «perdónense mutuamente ‘como’ nos perdonó Dios en Cristo«.

Así, adquieren vida las palabras del Señor sobre el perdón, este Amor que ama hasta el extremo del amor. La parábola del siervo sin entrañas, que culmina la enseñanza del Señor sobre la comunión eclesial, acaba con esta frase: «Esto mismo hará con vosotros mi Padre celestial si no perdonáis cada uno de corazón a vuestro hermano». Allí es, en efecto, en el fondo «del corazón» donde todo se ata y se desata. No está en nuestra mano no sentir ya la ofensa y olvidarla; pero el corazón que se ofrece al Espíritu Santo cambia la herida en compasión y purifica la memoria transformando la ofensa en intercesión.

La vida cristiana llega hasta el perdón de los enemigos. Transfigura al discípulo configurándolo con su Maestro. El perdón es cumbre de la oración y de la vida cristiana; el don de la oración no puede recibirse más que en un corazón acorde con la compasión divina. Además, el perdón da testimonio de que, en nuestro mundo, el amor es más fuerte que el pecado. Los mártires de ayer y de hoy dan este testimonio de Jesús. El perdón es la condición fundamental de la reconciliación de los hijos de Dios con su Padre y de los hombres entre sí.

No hay límite ni medida en este perdón, esencialmente divino. Si se trata de ofensas (de «pecados» según Lc 11, 4, o de «deudas» según Mt 6, 12), de hecho nosotros somos siempre deudores: «Con nadie tengan otra deuda que la del mutuo amor». La comunión de la Santísima Trinidad es la fuente y el criterio de verdad en toda relación. Se vive en la oración y sobre todo en la Eucaristía.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Dios no acepta el sacrificio de los que provocan la desunión, los despide del altar para que antes se reconcilien con sus hermanos: Dios quiere ser pacificado con oraciones de paz. La obligación más bella para Dios es nuestra paz, nuestra concordia, la unidad en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo con todo el pueblo fiel» (San Cipriano).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Hoy que sé que mi vida es un desierto,
en el que nunca nacerá una flor,
vengo a pedirte, Cristo jardinero,
por el desierto de mi corazón.

Para que nunca la amargura sea
en mi vida más fuerte que el amor,
pon, Señor, una fuente de alegría
en el desierto de mi corazón.

Para que nunca ahoguen los fracasos
mis ansias de seguir siempre tu voz,
pon, Señor, una fuente de esperanza
en el desierto de mi corazón.

Para nunca busque recompensa
al dar mi mano o al pedir perdón,
pon, Señor, una fuente de amor puro
en el desierto de mi corazón.

Para que no me busque a mí cuando te busco
y no sea egoísta mi oración,
pon tu cuerpo, Señor, y tu palabra
en el desierto de mi corazón. Amén