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DOMINGO XX ORDINARIO “A”


«La fe grande y victoriosa»

Is 56,1.6-7:                 A los extranjeros los traeré a mi Monte Santo

Sal 66, 2-8:                Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben

Rm 11,13-15.29-32:         Los dones y la llamada de Dios son irrevocables

Mt 15,21-28:             Mujer, qué grande es tu fe

 

I. LA PALABRA DE DIOS

«Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas». Impresiona ante todo de esta mujer cananea su profunda humildad. Pide ayuda a Jesús, pero reconoce que no tiene ningún derecho a esta ayuda. Lo espera todo y sólo de la benevolencia y de la misericordia de Jesús. Todo es gracia. Y no hay otra manera válida de acercarnos a Dios –en la oración, en los sacramentos, etc.– más que con la disposición del pobre que mendiga su gracia. No podemos exigir ni reclamar nada de Dios. «Como están los ojos de los esclavos fijos en las manos de sus señores, así están nuestros ojos en el Señor esperando su misericordia».

Impresiona también su fe, que produce admiración al mismo Jesús. A pesar de las dificultades que Jesús le pone, con unas palabras muy duras, ella sigue esperando el milagro, sin desanimarse. ¿Tiene mi fe esa misma vitalidad y energía? ¿Tiene esa capacidad de esperar contra toda esperanza? Las dificultades, ¿derrumban mi fe o, por el contrario, la hacen crecer?

Y, finalmente, impresiona el amor a su hija. Conoce la necesidad de su hija –«mi hija tiene un demonio muy malo»– y está dispuesta a no marcharse hasta que consiga el milagro. Insiste sin cansarse. Contrasta con la postura de los discípulos que le piden a Jesús que se lo conceda para quitársela de encima y para que deje de molestar. ¿Cómo es mi amor a los demás? ¿Me importan? ¿Voy hasta el final en la ayuda que puedo darles, incansablemente, a pesar de las dificultades? ¿O cuando los ayudo es para conseguir que me dejen en paz?

II. LA FE DE LA IGLESIA

Dios rige la vida de los humanos
por su providencia:
(301- 307).

Realizada la creación, Dios no abandona su criatura a ella misma. No sólo le da el ser y el existir, sino que la mantiene a cada instante en el ser, le da el obrar y la lleva a su término. Reconocer esta dependencia completa con respecto al Creador es fuente de sabiduría y de libertad, de gozo y de confianza.

Llamamos divina providencia a las disposiciones por las que Dios conduce la obra de su creación hacia esta perfección. Dios guarda y gobierna por su providencia todo lo que creó.

Jesús pide un abandono filial en la providencia del Padre celestial que cuida de las más pequeñas necesidades de sus hijos: «No anden, pues, preocupados diciendo: ¿qué vamos a comer? ¿Qué vamos a beber?… Ya sabe su Padre celestial que tienen necesidad de todo eso. Busquen primero su Reino y su justicia, y todas esas cosas se les darán por añadidura» (Mt 6, 31 33; cf. 10, 29 31).

Dios concede a los hombres incluso poder participar libremente en su providencia confiándoles la responsabilidad de «someter» la tierra y dominarla. Dios da así a los hombres el ser causas inteligentes y libres para completar la obra de la Creación, para perfeccionar su armonía para su bien y el de sus prójimos. Los hombres, cooperadores a menudo inconscientes de la voluntad divina, pueden entrar libremente en el plan divino no sólo por sus acciones y sus oraciones, sino también por sus sufrimientos. Entonces llegan a ser plenamente «colaboradores de Dios» y de su Reino.

La confianza y la perseverancia
en la oración
(2735 – 2741).

La confianza filial se prueba en la tribulación, particularmente cuando se ora pidiendo para sí o para los demás. Hay quien deja de orar porque piensa que su oración no es escuchada. A este respecto se plantean dos cuestiones: Por qué la oración de petición no ha sido escuchada; y cómo la oración es escuchada o «eficaz».

He aquí una observación llamativa: cuando alabamos a Dios o le damos gracias por sus beneficios, en general no estamos preocupados por saber si esta oración le es agradable. Por el contrario, cuando pedimos, exigimos ver el resultado. ¿Cuál es entonces la imagen de Dios presente en este modo de orar: Dios como medio o Dios como el Padre de Nuestro Señor Jesucristo?

¿Estamos convencidos de que «nosotros no sabemos pedir como conviene» (Rm 8, 26)? ¿Pedimos a Dios los «bienes convenientes«? Nuestro Padre sabe bien lo que nos hace falta antes de que nosotros se lo pidamos, pero espera nuestra petición porque la dignidad de sus hijos está en su libertad. Por tanto es necesario orar con su Espíritu de libertad, para poder conocer en verdad su deseo.

«No tienen porque no piden. Piden y no reciben porque piden mal, con la intención de malgastarlo en sus pasiones» (St 4, 2-3). Si pedimos con un corazón dividido, «adúltero» (St 4, 4), Dios no puede escucharnos porque Él quiere nuestro bien, nuestra vida.

La fe se apoya en la acción de Dios en la historia. La confianza filial es suscitada por medio de su acción por excelencia: la Pasión y la Resurrección de su Hijo. La oración cristiana es cooperación con su Providencia y su designio de amor hacia los hombres.

La transformación del corazón del que ora es la primera respuesta a nuestra petición. La oración de Jesús hace de la oración cristiana una petición eficaz. Él es su modelo. Él ora en nosotros y con nosotros. Puesto que el corazón del Hijo no busca más que lo que agrada al Padre, ¿cómo el de los hijos de adopción se apegaría más a los dones que al Dador?

Jesús ora también por nosotros, en nuestro lugar y en favor nuestro. Todas nuestras peticiones han sido recogidas una vez por todas en sus Palabras en la Cruz; y escuchadas por su Padre en la Resurrección: por eso no deja de interceder por nosotros ante el Padre. Si nuestra oración está resueltamente unida a la de Jesús, en la confianza y la audacia filial, obtenemos todo lo que pidamos en su Nombre, y aún más de lo que pedimos: recibimos al Espíritu Santo, que contiene todos los dones.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«No te aflijas si no recibes de Dios inmediatamente lo que pides: es Él quien quiere hacerte más bien todavía mediante tu perseverancia en permanecer con Él en oración. Él quiere que nuestro deseo sea probado en la oración. Así nos dispone para recibir lo que Él está dispuesto a darnos» (San Agustín).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Tu poder multiplica
la eficacia del hombre,
y crece cada día, entre sus manos,
la obra de tus manos.

Nos señalaste un trozo de la viña
y nos dijiste: «Venid y trabajad».

Nos mostraste una mesa vacía
y nos dijiste: «Llenadla de pan».

Nos presentaste un campo de batalla
y nos dijiste: «Construid la paz».

Nos sacaste al desierto con el alba
y nos dijiste: «Levantad la ciudad».

Pusiste una herramienta en nuestras manos
y nos dijiste: «Es tiempo de crear».

Escucha a mediodía el rumor del trabajo
con que el hombre se afana en tu heredad.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Por los siglos. Amén.

DOMINGO XIX ORDINARIO “A”


«La «poca fe» y las vacilaciones del corazón»

1R 19,9a.11-13a:                     «Aguarda al Señor en el monte»

Sal 84,9-13:                     «Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación»

Rm 9,1-5:                         «Quisiera ser un proscrito por el bien de mis hermanos»

Mt 14,22-33:                     «Mándame ir hacia ti andando sobre el agua»

 

I. LA PALABRA DE DIOS

En este evangelio hay que destacar tres elementos: 1º) Jesús orante solitario en el monte y su teofanía caminando sobre el agua: «!Animo, soy Yo, no tengáis miedo!». 2º) La situación de los discípulos: llenos de miedo, sacudidos por las olas, en medio de la noche. 3º) La sentencia del Maestro: «!Qué poca fe! ¿Por qué has dudado?» y la confesión de fe de todos los discípulos.

El relato evangélico del caminar prodigioso de Jesús sobre las aguas del lago reproduce un hecho real, aunque no podamos determinarlo en todos sus detalles; lo esencial de la escena está en que Jesús auxilió a sus discípulos en un apuro y se les reveló mediante la fórmula «Yo soy» (típica fórmula de revelación de Yahveh en el Antiguo Testamento); de ahí la doble confesión de Pedro como «Señor» y la de todos los de la barca: «Verdaderamente, eres Hijo de Dios».

La barca «zarandeada por las olas» apunta a la Iglesia en sus difíciles comienzos (y siempre). En ella Pedro ocupa un lugar relevante. Y Pedro y todos los ocupantes de la barca, confiesan a Jesús como «Hijo de Dios». Esta confesión es el corazón de la fe de la Iglesia. A propósito de esta fórmula, Jesús distinguió siempre su filiación respecto de Dios de la filiación de todos los demás; la intensidad de esta conciencia, manifestada sobre todo ante los Doce, hace explicable que la Iglesia primitiva encontrara en el título «Hijo de Dios» el medio más directo para confesar su fe en Jesús.

A pesar de los grandes dones de Dios, nuestra «poca fe» vacila. Sólo el contacto asiduo con el Maestro reaviva la fe, la hace grande. Esto requiere la firme decisión del corazón de buscar al que nos busca, de orar, de celebrar la Eucaristía.

Son numerosas las ocasiones en que los evangelistas nos repiten que Jesús se retiraba a solas a orar. Un gesto vale más que mil palabras. Con ello nos enseña también a nosotros la necesidad que tenemos de oración silenciosa, de estar con el Padre a solas, sabiendo que nos ama y nos cuida. Sin una vida profunda de oración, nuestra existencia será como la barca zarandeada por las olas, alborotada por cualquier dificultad, sin raíces, sin estabilidad.

El que ora de verdad va alimentando su vida de fe, va echando raíces en Dios. La oración le da ojos para conocer a Jesús y descubrirle en todo, incluso en medio de las dificultades, del sufrimiento y de las pruebas: «Verdaderamente eres Hijo de Dios». La falta de oración, en cambio, hace que se sienta a Jesús como «un fantasma», como algo irreal; el que no ora es un hombre de poca fe, duda y hasta acaba perdiendo la fe.

El que trata de manera íntima y familiar con Dios experimenta la seguridad de saberse acompañado, de saberse protegido por un amor que es más fuerte que el dolor y que la muerte. El que no ora se siente solo. El que ora convive con Cristo y experimenta la fuerza de sus palabras: «¡Ánimo! Soy yo, no temáis». Es necesario volver a descubrir entre los cristianos la dicha de la oración. Cristo no quiere siervos, sino amigos que vivan en íntima familiaridad con Él.

II. LA FE DE LA IGLESIA

Jesús de Nazaret, Hijo único de Dios
(441 – 445, 454)

El nombre de «Hijo de Dios» significa la relación única y eterna de Jesucristo con Dios su Padre: Él es el Hijo único del Padre y Él mismo es Dios. Para ser cristiano es necesario creer que Jesucristo es el Hijo de Dios.

Hijo de Dios, en el Antiguo Testamento, es un título dado a los ángeles, al pueblo elegido, a los hijos de Israel y a sus reyes. Significa una filiación adoptiva que establece entre Dios y su criatura unas relaciones de una intimidad particular.

En el Nuevo Testamento no ocurre así. Cuando Pedro confiesa a Jesús como «el Cristo, el Hijo de Dios vivo», Jesús le responde con solemnidad «no te ha revelado esto ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos». Pablo dirá a propósito de su conversión en el camino de Damasco: «Cuando Aquél que me separó desde el seno de mi madre y me llamó por su gracia, tuvo a bien revelar en mí a su Hijo para que le anunciase entre los gentiles». «Y en seguida se puso a predicar a Jesús en las sinagogas: que él era el Hijo de Dios». Este será, desde el principio, el centro de la fe apostólica profesada en primer lugar por Pedro como cimiento de la Iglesia.

Si Pedro pudo reconocer el carácter transcendente de la filiación divina de Jesús Mesías es porque este lo dejó entender claramente. Ante el Sanedrín, a la pregunta de sus acusadores: «Entonces, ¿tú eres el Hijo de Dios?», Jesús ha respondido: «Vosotros lo decís: yo soy». Ya mucho antes, Él se designó como el «Hijo» que conoce al Padre, que es distinto de los «siervos» que Dios envió antes a su pueblo, superior a los propios ángeles. Distinguió su filiación de la de sus discípulos, no diciendo jamás «nuestro Padre» salvo para ordenarles «vosotros, pues, orad así: Padre Nuestro»; y subrayó esta distinción: «Mi Padre y vuestro Padre».

Los Evangelios narran en dos momentos solemnes, el bautismo y la transfiguración de Cristo, que la voz del Padre lo designa como su «Hijo amado». Jesús se designa a sí mismo como «el Hijo Único de Dios» y afirma mediante este título su preexistencia eterna. Pide la fe en «el Nombre del Hijo Único de Dios». Esta confesión cristiana aparece ya en la exclamación del centurión delante de Jesús en la cruz: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios», porque solamente en el misterio pascual donde el creyente puede alcanzar el sentido pleno del título «Hijo de Dios».

Después de su Resurrección, su filiación divina aparece en el poder de su humanidad glorificada: «Constituido Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por su Resurrección de entre los muertos». Los apóstoles podrán confesar «Hemos visto su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad».

La llamada universal a la oración
(2560 – 2567)

La oración es el encuentro de la sed de Dios y de la sed del hombre. Dios tiene sed de que el hombre tenga sed de Él.

Olvide el hombre a su Creador o se esconda lejos de su Faz, corra detrás de sus ídolos o acuse a la divinidad de haberle abandonado, el Dios vivo y verdadero llama incansablemente a cada persona al encuentro misterioso de la oración. Esta iniciativa del amor del Dios fiel es siempre lo primero en la oración, la iniciativa del hombre es siempre una respuesta.

La oración es la relación viva de los hijos de Dios con su Padre infinitamente bueno, con su Hijo Jesucristo y con el Espíritu Santo. Así, la vida de oración es estar habitualmente en presencia de Dios, tres veces Santo, y en comunión con Él.

Cristo orante, modelo y maestro de oración
(2599, 2620 – 2621)

El Hijo de Dios hecho hombre también aprendió a orar conforme a su corazón de hombre. Él aprende de su madre las fórmulas de oración; de ella, que conservaba todas las «maravillas » del Todopoderoso y las meditaba en su corazón. Lo aprende en las palabras y en los ritmos de la oración de su pueblo, en la sinagoga de Nazaret y en el Templo. Pero su oración brota de una fuente secreta distinta, como lo deja presentir a la edad de los doce años: «Yo debía estar en las cosas de mi Padre» (Lc 2, 49). Aquí comienza a revelarse la novedad de la oración en la plenitud de los tiempos: la oración filial, que el Padre esperaba de sus hijos va a ser vivida por fin por el propio Hijo único en su Humanidad, con y para los hombres.

El modelo perfecto de oración se encuentra en la oración filial de Jesús. Hecha con frecuencia en la soledad, en lo secreto, la oración de Jesús entraña una adhesión amorosa a la voluntad del Padre hasta la cruz y una absoluta confianza en ser escuchada.

Jesús instruye a sus discípulos para que oren con un corazón purificado, una fe viva y perseverante, una audacia filial. Les insta a la vigilancia y les invita a presentar sus peticiones a Dios en su Nombre. El mismo escucha las plegarias que se le dirigen.

El combate de la oración
(2725)

La oración es un don de la gracia y una respuesta decidida por nuestra parte. Supone siempre un esfuerzo. La oración es un combate. ¿Contra quién? Contra nosotros mismos y contra las astucias del Tentador que hace todo lo posible para separar al hombre de la oración, de la unión con su Dios. Se ora como se vive, porque se vive como se ora. El que no quiere actuar habitualmente según el Espíritu de Cristo, tampoco podrá habitualmente orar en su Nombre.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Es posible, incluso en el mercado o en un paseo solitario, hacer una frecuente y fervorosa oración. Sentados en vuestra tienda, comprando o vendiendo, o incluso haciendo la cocina» (S. Juan Crisóstomo).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

Padre nuestro,
padre de todos,
líbrame del orgullo
de estar solo.

No vengo a la soledad
cuando vengo a la oración,
pues sé que, estando contigo,
con mis hermanos estoy;
y sé, estando con ellos,
tú estás en medio, Señor.

No he venido a refugiarme
dentro de tu torreón,
como quien huye a un exilio
de aristocracia interior.
Pues vine huyendo del ruido,
pero de los hombres no.

Allí donde va un cristiano
no hay soledad, sino amor,
pues lleva toda la Iglesia
dentro de su corazón.
Y dice siempre «nosotros»,
incluso si dice «yo». Amén.

DOMINGO XVIII ORDINARIO “A”



«Gusten y vean qué bueno es el Señor»

Is 55,1-3: «Dense prisa y coman»

Sal 144,8-18: «Abres tú la mano, Señor, y nos sacias de favores»

Rm 8,35.37-39: «Nada ni nadie podrá apartarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo»

Mt 14,13-21: «Comieron todos hasta quedar satisfechos»

I. LA PALABRA DE DIOS

Jesús sintió «lástima» del gentío y multiplicó los panes. Sus gestos y oración son los de la institución de la Eucaristía: «tomando los cinco panes… pronunció la bendición, partió los panes y se los dio.».

Destacan los contrastes entre «la multitud» y la escasez de recursos: «cinco panes y dos peces»; y entre estos recursos y el resultado: «quedaron satisfechos y recogieron doce cestos llenos de sobras». Desde los comienzos, ya en las catacumbas, la Tradición contempló en el suceso un anuncio del banquete mesiánico del fin de los tiempos. Y entre el prodigio evangélico y el fin, se sitúa la Eucaristía, avance del banquete del Reino.

También a nosotros nos dice hoy Jesús: «Denles ustedes de comer». Con cinco panes y dos peces –y la colaboración de los apóstoles– dio de comer a la multitud. Pero ¿qué hubiera ocurrido si los discípulos se hubieran guardado para ellos los cinco panes y los dos peces? ¿Y si no hubieran querido hacer el trabajo de repartirlo? Probablemente, o Jesús no hubiera hecho el milagro, o el pan del milagro no habría llegado hasta la gente; y varios miles se hubieran quedado sin comer y, sobre todo, se hubieran quedado sin conocer el poder de Cristo realizando tal milagro.

Lo mismo que a los discípulos, a nosotros no nos pide Jesús que solucionemos todos los problemas ni que hagamos milagros. Los milagros los hace Él. Pero sí nos pide una cosa: colaboración, que nos pongamos a su disposición con todo lo que somos y tenemos, aunque nos parezca poco.

Ante el hambre de pan material y el hambre de la verdad de Cristo que tanta gente padece, ¿vas a negarle a Cristo tus cinco panes y tus dos peces? Con tantos pueblos y comunidades cristianas sin sacerdotes que celebren la Eucaristía ¿No querrás colaborar con Él para que las multitudes hambrientas puedan sentarse a comer su pan a su mesa (Palabra y Eucaristía)? Entonces serás responsable de que Cristo hoy no pueda seguir alimentando a las multitudes y de que muchos no le reconozcan como Dios.

¿Qué podemos hacer para que nuestras celebraciones y comuniones sean más hondas? También el texto evoca hoy el pavoroso problema del hambre en el mundo.

II. LA FE DE LA IGLESIA

La Eucaristía, prenda de la vida futura
(1404-1405).

La Iglesia sabe que, ya ahora, el Señor viene en su Eucaristía y que está ahí en medio de nosotros. Sin embargo, esta presencia está velada. Por eso celebramos «mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo«. De esta gran esperanza, la de los cielos nuevos y la nueva tierra no tenemos prenda más segura, signo más manifiesto que la Eucaristía, remedio de inmortalidad, antídoto para no morir sino para vivir en Jesucristo para siempre.

La Eucaristía y el hambre en el mundo:
(1397).

Para recibir en la verdad el Cuerpo y la Sangre de Cristo entregados por nosotros, debemos reconocer a Cristo en los más pobres, sus hermanos. «¿Has gustado la sangre del Señor y no reconoces a tu hermano? Deshonras esta mesa, no juzgando digno de compartir tu alimento al que ha sido juzgado digno de participar en esta mesa. Dios te ha liberado de todos los pecados y te ha invitado a ella. ¿Y tú, aún así, no te has hecho más misericordioso?» (S. Juan Crisóstomo)

Participar de la Eucaristía
bien dispuestos, para gustar el Pan de Vida:
(1385-1386).

La Misa es un banquete porque la misa es, a la vez e inseparablemente, el memorial del sacrificio de la cruz, y el banquete sagrado de la comunión en el Cuerpo y la Sangre del Señor. La celebración del sacrificio eucarístico se hace para que los fieles se unan íntimamente con Cristo por medio de la comunión.

Los fieles deben comulgar cuando participan en la misa. El mismo Señor nos dirige una invitación urgente a recibirle en el sacramento de la Eucaristía: «En verdad, en verdad les digo: si no comen la carne del Hijo del hombre, y no beben su sangre, no tendrán vida en ustedes» (Jn 6,53).

La Iglesia nos recomienda vivamente a los fieles que recibamos la sagrada comunión cada vez que participamos en la misa; nos manda participar los domingos y días de fiesta en la misa y comulgar al menos una vez al año, en Pascua de Resurrección.

Debemos prepararnos para este momento tan grande y santo de recibir la Eucaristía en la Comunión. S. Pablo exhorta a un examen de conciencia: «Quien coma el pan o beba el cáliz del Señor indignamente, será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Examínese, pues, cada cual, y coma entonces del pan y beba del cáliz. Pues quien come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propio castigo» (1 Co 11,27-29). Quien tiene conciencia de estar en pecado grave debe recibir el sacramento de la Reconciliación antes de acercarse a comulgar.

Para prepararse convenientemente a recibir este sacramento, los fieles deben observar el ayuno de una hora prescrito por la Iglesia. Por la actitud corporal (gestos, vestido) se manifiesta el respeto, la solemnidad, el gozo de ese momento en que Cristo se hace nuestro huésped.

Por tanto, para recibir bien la Sagrada Comunión son necesarias tres cosas: 1º. Saber a quién vamos a recibir (tener fe en la presencia viva de Cristo); 2º. Estar en gracia de Dios (sin conciencia de estar en pecado mortal) y 3º. Guardar el ayuno eucarístico (no comer nada desde una hora antes de comulgar).

Ante la grandeza de este sacramento el fiel sólo puede repetir humildemente y con fe ardiente las palabras del Centurión: «Señor, no soy digno de que entres en mi casa».

Los frutos de la sagrada comunión
(1391-1401)

La Sagrada Comunión produce en nosotros los siguientes frutos: acrecienta nuestra unión íntima con Cristo; conserva, acrecienta y renueva la vida de gracia recibida en el Bautismo; nos purifica de los pecados veniales, porque fortalece la caridad; nos preserva de futuros pecados mortales al fortalecer nuestra amistad con Cristo; renueva, fortalece y profundiza la unidad con toda la Iglesia; nos compromete en favor de los más pobres, en los que reconocemos a Jesucristo; y se nos da la prenda de la gloria futura.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Yo, su cabeza, gobernaba en el cielo a la derecha de mi Padre, pero en la tierra mis miembros tenían hambre. Si hubieran dado a mis miembros algo, eso habría subido hasta la cabeza. Cuando coloqué a mis pequeñuelos en la tierra, los constituí comisionados de ustedes para llevar las buenas obras de ustedes a mi tesoro: como no han depositado nada en sus manos, no poseen nada en Mí» (San Agustín).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Este es el tiempo en que llegas,
Esposo, tan de repente,
que invitas a los que velan
y olvidas a los que duermen.

Salen cantando a tu encuentro
doncellas con ramos verdes
y lámparas que guardaron
copioso y claro el aceite.

¡Cómo golpearon las necias
las puertas de tu banquete!
¡Y cómo lloran a oscuras
los ojos que no han de verte!

Mira que estamos alerta,
Esposo, por si vinieres,
y está el corazón velando,
mientras los ojos se duermen.

Danos un puesto a tu mesa,
Amor que a la noche vienes,
antes que la noche acabe
y que la puerta se cierre. Amén.