Orar y vivir con humildad y audacia
Si 3, 19-21.30-31: Hazte pequeño y alcanzarás el favor de Dios.
Sal 67 Dios da libertad y riqueza a los cautivos.
Hb 12, 18-19. 22-24: Os habéis acercado al monte Sión, ciudad del Dios vivo.
Lc 14,1.7-14: Todo el que se enaltece será humillado; y el que se humilla será enaltecido.
I. LA PALABRA DE DIOS
La antigua sabiduría del pueblo de Israel, recogida en el libro de Sirácida (o “Eclesiástico”), recomendaba con frecuencia la práctica de la humildad.
El autor de la carta a los Hebreos muestra que en la asamblea litúrgica cristiana no se dan los prodigios del Sinaí, pero se está en comunicación real con Dios en la presencia real de Jesucristo y de la Iglesia celeste.
En el Evangelio, Jesús invita a sus discípulos a la actitud de la humildad y a hacer el bien desinteresadamente. Jesús siempre va a lo esencial. Él, que «conoce el corazón del hombre», sabe que, desde Adán, nuestro más grave mal es el deseo de sobresalir. Sin embargo, nunca es más grande el hombre que cuando se siente pequeño delante de Dios. La humildad es su lugar, pues no puede exhibir delante de Dios ningún derecho. Todo lo que es y tiene lo ha recibido: ¿De qué enorgullecerse?. Y, por otra parte, ¿qué son todas las grandezas humanas al lado del puesto en que hemos sido colocados por gracia junto a los santos, los ángeles y el mismo Dios?
«El que se humilla, será ensalzado». Como tantas otras palabras del evangelio, esta frase nos da un verdadero retrato del propio Cristo. Él es el que verdaderamente se ha humillado, despojándose totalmente, hasta el extremo de la muerte en cruz. Por eso precisamente Dios Padre le ha exaltado sobremanera y le ha concedido una gloria impensable. Él nos enseña por dónde se alcanza ese oculto deseo de gloria que todos llevamos dentro. La humillación es el único camino, no hay otro. Cristo quiere desengañarnos y lo hace convirtiéndose Él en modelo y caminando por delante.
La última parte del evangelio nos recuerda: ¡Cuántos actos inútiles y sin provecho para la vida eterna porque buscamos de mil maneras recompensa y paga de los hombres!
La humildad es una actitud de vida frente a Dios y con los hermanos, que se alimenta y se expresa en la oración, especialmente en el Padrenuestro. Actitudes, comportamientos morales y oración son inseparables.
II. LA FE DE LA IGLESIA
El cristiano debe acercarse al Padre Dios
con toda confianza y humildad
(2777-2785).
En la Misa, se invita a la asamblea eucarística a rezar el Padre Nuestro con una “audacia filial”. Ante la zarza ardiendo, se le dijo a Moisés: «No te acerques aquí. Quita las sandalias de tus pies» (Ex 3, 5). Este umbral de la santidad divina, sólo lo podía franquear Jesús, el que «después de llevar a cabo la purificación de los pecados» (Hbr 1, 3), nos introduce en presencia del Padre: «Henos aquí, a mí y a los hijos que Dios me dio» (Hbr 2, 13). La conciencia que tenemos de nuestra condición de esclavos nos haría metemos bajo tierra, nuestra condición terrena se desharía en polvo, si la autoridad de nuestro mismo Padre y el Espíritu de su Hijo, no nos empujasen a proferir este grito: «Abbá, Padre». “¿Cuándo la debilidad de un mortal se atrevería a llamar a Dios Padre suyo, sino solamente cuando lo íntimo del hombre está animado por el Poder de lo alto?” (San Pedro Crisólogo).
«¡PADRE!» Antes de hacer nuestra esta primera exclamación de la Oración del Señor, conviene purificar humildemente nuestro corazón de ciertas imágenes falsas de Dios. La humildad nos hace reconocer que «nadie conoce al Padre, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar», es decir «a los pequeños». La purificación del corazón también concierne a las imágenes paternales o maternales, correspondientes a nuestra historia personal y cultural, y que impregnan nuestra relación con Dios. Dios nuestro Padre transciende las categorías del mundo creado; también las categorías de “padre” o “madre” de la tierra. Transferir a Él, o contra Él, nuestras ideas en este campo sería fabricar ídolos para adorar o demoler. Orar al Padre es entrar en su misterio, tal como Él es, y tal como el Hijo nos lo ha revelado:
Podemos invocar a Dios como «Padre» porque Él nos ha sido revelado por su Hijo hecho hombre y su Espíritu nos lo hace conocer. Cuando oramos al Padre estamos en comunión con Él y con su Hijo, Jesucristo. Entonces le conocemos y lo reconocemos con admiración siempre nueva. La primera palabra de la oración del Señor es una bendición de adoración, antes de ser una imploración. Porque la Gloria de Dios es que nosotros le reconozcamos como «Padre», Dios verdadero. Le damos gracias por habernos revelado su Nombre, por habernos concedido creer en Él y por haber sido habitados por su presencia. Podemos adorar al Padre porque nos ha hecho renacer a su vida al adoptarnos como hijos suyos en su Hijo único: por el Bautismo nos incorpora al Cuerpo de su Cristo, y, por la Unción de su Espíritu que se derrama desde la Cabeza a los miembros, hace de nosotros «cristos»:
Así pues, por la Oración del Señor, hemos sido revelados a nosotros mismos al mismo tiempo que nos ha sido revelado el Padre.
Este don gratuito de la adopción exige por nuestra parte una conversión continua y una vida nueva. Orar a nuestro Padre debe desarrollar en nosotros dos disposiciones fundamentales:
1º- El deseo de la voluntad de asemejarnos a Él. Creados a su imagen, la semejanza se nos ha dado por gracia y tenemos que responder a ella.
“Es necesario acordarnos, cuando llamemos a Dios «Padre nuestro», de que debemos comportarnos como hijos de Dios” (San Cipriano).
“No podéis llamar Padre vuestro al Dios de toda bondad si mantenéis un corazón cruel e inhumano; porque en este caso ya no tenéis en vosotros la señal de la bondad del Padre celestial” (San Juan Crisóstomo).
“Es necesario contemplar continuamente la belleza del Padre e impregnar de ella nuestra alma” (San Gregorio de Nisa).
2º- Un corazón humilde y confiado que nos hace volver a ser como niños; porque es a «los pequeños» a los que el Padre se revela:
“Es una mirada a Dios y sólo a Él, un gran fuego de amor. El alma se hunde y se abisma allí en la santa dilección y habla con Dios como con su propio Padre, muy familiarmente, en una ternura de piedad en verdad entrañable” (San Juan Casiano).
“Padre nuestro: este nombre suscita en nosotros todo a la vez, el amor, el gusto en la oración…, y también la esperanza de obtener lo que vamos a pedir… ¿Qué puede Él, en efecto, negar a la oración de sus hijos. cuando ya previamente les ha permitido ser sus hijos?” (San Agustín).
Padre «Nuestro» se refiere a Dios. Este adjetivo, por nuestra parte, no expresa una posesión, sino una relación totalmente nueva con Dios. El adjetivo «nuestro» al comienzo de la Oración del Señor, así como el «nosotros» de las cuatro últimas peticiones no es exclusivo de nadie. Para que se diga en verdad, debemos superar nuestras divisiones y los conflictos entre nosotros.
III. TESTIMONIO CRISTIANO
“La expresión «Dios Padre» no había sido revelada jamás a nadie. Cuando Moisés preguntó a Dios quién era El, oyó otro nombre. A nosotros este nombre nos ha sido revelado en el Hijo, porque este nombre implica el nuevo nombre del Padre” (Tertuliano).
“El hombre nuevo que ha renacido y vuelto a su Dios por la gracia dice primero: «Padre», porque ha sido hecho hijo” (San Cipriano).
“Tú, hombre, no te atrevías a levantar tu cara hacia el cielo tu bajabas los ojos hacia la tierra, y de repente has recibido la gracia de Cristo: todos tus pecados te han sido perdonados. De siervo malo, te has convertido en buen hijo… Eleva, pues, los ojos hacia el Padre que te ha rescatado por medio de su Hijo y di: Padre nuestro… Pero no reclames ningún privilegio. No es Padre, de manera especial, más que de Cristo, mientras que a nosotros nos ha creado. Di entonces también por medio de la gracia: Padre nuestro, para merecer ser hijo suyo” (San Ambrosio).
IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO
Alabemos a Dios que, en su Palabra,
nos revela el designio salvador,
y digamos en súplica confiada:
«Renuévame por dentro, mi Señor.»
No cerremos el alma a su llamada
ni dejemos que arraigue el desamor,
aunque dura es la lucha, su palabra
será bálsamo suave en el dolor.
Caminemos los días de esta vida
como tiempo de Dios y de oración;
Él es fiel a la alianza prometida:
«Si eres mi pueblo, yo seré tu Dios.»
Tú dijiste, Jesús, que eras camino
para llegar al Padre sin temor;
concédenos la gracia de tu Espíritu
que nos lleve al encuentro del Señor.
Amén.