«El Espíritu vive con nosotros y está en nosotros«
Hch 8,5-8.14-17: «Les imponían las manos y recibían el Espíritu Santo»
Sal 65, 1-20: «Aclamad al Señor, tierra entera»
1P 3,15-18: «Murió en la carne, pero volvió a la vida por el Espíritu»
Jn 14,15-21: «Yo le pediré al Padre que os dé otro Defensor»
I. LA PALABRA DE DIOS
«Pediré al Padre que os dé otro Defensor que esté siempre con vosotros». El Espíritu Santo será «otro» intercesor a favor de nosotros, otro consolador, que prolongará en la tierra la acción del primero: Cristo. El tiempo pascual está flechado hacia Pentecostés. Cristo glorificado ha sido constituido «Espíritu vivificante», donador permanente del Espíritu que da la vida. Por eso hemos de desear crecientemente el gran Don de Cristo Resucitado, acercándonos a Él sedientos.
«Vosotros lo conocéis, porque vive con vosotros y está con vosotros». Esperamos una acción más abundante del Espíritu Santo en nosotros, pero ya está en nosotros; más aún, está «siempre». Por ello podemos tener experiencia de su acción en nosotros. ¿Quién dijo que es difícil la relación con el Espíritu Santo? Podemos relacionarnos con Él y experimentar su acción. Es «Defensor». Nos defiende del pecado y del Maligno. Por eso no tiene sentido «estar a la defensiva» con Dios. Se trata más bien de abandonarse a su acción, de entregarse dócilmente al impulso omnipotente del Espíritu: «Si vivimos por el Espíritu, marchemos tras el Espíritu», pues «si vivís según el Espíritu no daréis satisfacción a las apetencias de la carne».
Es también «Espíritu de la verdad», porque nos revela a Cristo, que es la Verdad, nos ilumina para conocerle, nos mueve a amarle, a seguirle, a cumplir sus mandatos, a dar la vida por Él. Nos libra del error de nuestra ceguera natural y de nuestro pecado y nos conduce a la verdad plena, no fragmentaria y parcial, sino total. El «Espíritu de la verdad» es enviado por el Padre a los creyentes en Jesús, mientras que «el mundo» no puede recibirlo por haberse cerrado a Cristo y su palabra. En su nueva forma de existencia «espiritual», el creyente está confortado y defendido por la presencia divina en su interior.
«Al que me ama… yo también lo amaré y me revelaré a él». Es cierto que Cristo es el primero en amarnos y que nos ama de manera incondicional. Pero también es cierto que Cristo se da más plenamente al que va respondiendo a su amor, es decir, al que le busca intensamente, al que desea agradarle en todo, al que cumple su voluntad, al que se entrega sin reservas. A éste, Cristo se le da a conocer, le abre su intimidad, le comunica sus secretos, acrecienta la comunión con Él de manera insospechada.
II. LA FE DE LA IGLESIA
La promesa del Espíritu Santo:
(729,730).
Solamente cuando ha llegado «la Hora» en que va a ser glorificado Jesús promete la venida del Espíritu Santo, ya que su Muerte y su Resurrección serán el cumplimiento de la Promesa hecha a los Padres: El Espíritu de Verdad, el otro Paráclito, será dado por el Padre en virtud de la oración de Jesús; será enviado por el Padre en nombre de Jesús; Jesús lo enviará de junto al Padre porque Él ha salido del Padre. El Espíritu Santo vendrá, nosotros lo conoceremos, estará con nosotros para siempre, permanecerá con nosotros; nos lo enseñará todo y nos recordará todo lo que Cristo nos ha dicho y dará testimonio de Él; nos conducirá a la verdad completa y glorificará a Cristo. En cuanto al mundo lo acusará en materia de pecado, de justicia y de juicio.
Por fin llega la Hora de Jesús: Jesús entrega su espíritu en las manos del Padre en el momento en que por su Muerte es vencedor de la muerte, de modo que, «resucitado de los muertos por la Gloria del Padre», enseguida da a sus discípulos el Espíritu Santo dirigiendo sobre ellos su aliento. A partir de esta hora, la misión de Cristo y del Espíritu se convierte en la misión de la Iglesia: «Como el Padre me envió, también yo os envío»
El Espíritu Santo,
el principio de la vida de la Iglesia:
(798).
El Espíritu Santo es el principio de toda acción vital y verdaderamente saludable en todas las partes del Cuerpo místico. Actúa de múltiples maneras en la edificación de todo el Cuerpo en la caridad: por la Palabra de Dios, que tiene el poder de construir el edificio, por el Bautismo mediante el cual forma el Cuerpo de Cristo; por los sacramentos que hacen crecer y curan a los miembros de Cristo; por la gracia concedida a los apóstoles que destaca entre estos dones, por las virtudes que hacen obrar según el bien, y por las múltiples gracias especiales (llamadas «carismas») mediante las cuales los fieles quedan preparados y dispuestos a asumir diversas tareas o ministerios que contribuyen a renovar y construir más y más la Iglesia.
El Espíritu Santo y la Iglesia:
(737-741).
La misión de Cristo y del Espíritu Santo se realiza en la Iglesia, Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu Santo. Esta misión conjunta asocia desde ahora a los fieles de Cristo en su Comunión con el Padre en el Espíritu Santo: El Espíritu Santo prepara a los hombres, los previene por su gracia, para atraerlos hacia Cristo. Les manifiesta al Señor resucitado, les recuerda su palabra y abre sus mentes para entender su Muerte y su Resurrección. Les hace presente el Misterio de Cristo, sobre todo en la Eucaristía, para reconciliarlos, para conducirlos a la Comunión con Dios, para que den «mucho fruto».
Puesto que el Espíritu Santo es la Unción de Cristo, es Cristo, Cabeza del Cuerpo, quien lo distribuye entre sus miembros para alimentarlos, sanarlos, organizarlos en sus funciones mutuas, vivificarlos, enviarlos a dar testimonio, asociarlos a su ofrenda al Padre y a su intercesión por el mundo entero. Por medio de los sacramentos de la Iglesia, Cristo comunica su Espíritu, Santo y Santificador, a los miembros de su Cuerpo.
Estas «maravillas de Dios», ofrecidas a los creyentes en los Sacramentos de la Iglesia, producen sus frutos en la vida nueva, en Cristo, según el Espíritu.
«El Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos pedir como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables». El Espíritu Santo, artífice de las obras de Dios, es el Maestro de la oración.
III. EL TESTIMONIO CRISTIANO
«Lo que nuestro espíritu, es decir, nuestra alma, es para nuestros miembros, eso mismo es el Espíritu Santo para los miembros de Cristo, para el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia» (San Agustín).
«A este Espíritu de Cristo, como a principio invisible, ha de atribuirse también el que todas las partes del cuerpo estén íntimamente unidas, tanto entre sí como con su excelsa Cabeza, puesto que está todo Él en la Cabeza, todo en el Cuerpo, todo en cada uno de los miembros» (Pío XII).
«Es a la misma Iglesia, a la que ha sido confiado el ‘Don de Dios’. Es en ella donde se ha depositado la comunión con Cristo, es decir el Espíritu Santo, arras de la incorruptibilidad, confirmación de nuestra fe y escala de nuestra ascensión hacia Dios. Porque allí donde está la Iglesia, allí está también el Espíritu de Dios; y allí donde está el Espíritu de Dios, está la Iglesia y toda gracia.» (San Ireneo).
IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO
El mundo brilla de alegría.
Se renueva la faz de la tierra.
Gloria al Padre, y al Hijo,
y al Espíritu Santo.
Esta es la hora
en que rompe el Espíritu
el techo de la tierra,
y una lengua de fuego innumerable
purifica, renueva, enciende, alegra
las entrañas del mundo.
Esta es la fuerza
que pone en pie a la Iglesia
en medio de las plazas
y levanta testigos en el pueblo,
para hablar con palabras como espadas
delante de los jueces.
Llama profunda,
que escrutas e iluminas
el corazón del hombre:
restablece la fe con tu noticia,
y el amor ponga en vela la esperanza,
hasta que el Señor vuelva. Amén.