«Hacerse pequeño para recibir el Reino»
Za 9,9-10: «Tu rey viene pobre a ti«
Sal 144,1-14: «Bendeciré tu nombre por siempre, Dios mío, mi rey»
Rm 8,9.11-13: «Si con el Espíritu dan muerte a las obras del cuerpo, vivirán«
Mt 11,25-30: «Soy manso y humilde de corazón«
I. LA PALABRA DE DIOS
En Jesucristo se cumple la profecía de Zacarías: «Mira a tu Rey». En contraste con los jefes de Israel, políticos y religiosos, y de los Escribas que oprimían las conciencias con interpretaciones abusivas de la Ley, Jesucristo proclama que los valores del Reino se dan en los pequeños. Él mismo es el primero de ellos.
El que tiene el Espíritu de Cristo, destruye la autosuficiencia, la soberbia, los egoísmos y ambiciones y mediante la acción del Espíritu es vivificado y asemejado a Jesús (2.a Lect.).
«Ustedes no están en la carne, sino en el Espíritu». San Pablo quiere inculcarnos la certeza de esta nueva vida que ha sido depositada en nuestra alma por el bautismo. No estamos en la carne, es decir, no estamos abandonados a nuestras solas fuerzas naturales y a nuestra debilidad pecaminosa. Por tanto, no tiene sentido seguir lamentándonos y apelando a nuestra debilidad cuando estamos en el Espíritu, cuando tenemos en nosotros la fuerza del Espíritu que nos hace capaces de una vida santa. «Estamos en deuda, pero no con la carne para vivir carnalmente».
«El Espíritu de Dios habita en ustedes». Somos templo del Espíritu Santo. Estamos consagrados. Somos lugar donde Dios mora y donde ha de ser glorificado. Pero el Espíritu Santo no está en nosotros inmóvil. Permanece en nosotros como Ley nueva, como impulso de vida. Su acción omnipotente se vuelca sobre nosotros para hacernos santos, para vivir según Cristo. Ser santo ni es imposible ni es difícil. Se trata de acoger dócilmente la acción del Espíritu, secundando su impulso poderoso, dando muerte con la fuerza del Espíritu a las obras de la carne para que se manifieste en nosotros el fruto del Espíritu.
«Vivificará también sus cuerpos mortales por el mismo Espíritu». Hay una «primera resurrección»: cuando el hombre es arrancado del dominio del pecado y comienza a caminar en novedad de vida por la acción del Espíritu. Pero habrá una «segunda resurrección»: también nuestro cuerpo mortal se beneficiará de esta vida nueva suscitada por Dios en nosotros. El Espíritu Santo tiene por característica propia el ser Creador y desea vivificar nuestra persona entera, alma y cuerpo.
Quien con plena naturalidad y normalidad habla en el Evangelio de hoy es el «Jesús histórico». No usa las fórmulas dogmáticas de Nicea, Éfeso o Calcedonia, pero dice lo mismo con una cristología indirecta: cuando habla, vive, actúa, ora, etc., lo hace con la autoconciencia de quien sabe que es Hijo de Dios en sentido singular y exclusivo. Si el mero apelativo «hijo» no acreditara por sí mismo la identidad con la naturaleza divina del Padre, la anterior afirmación quedaría confirmada por la forma como Jesús se muestra a lo largo de su vida terrena: igual conocimiento, igual poder de hacer milagros, de perdonar pecados, de juzgar a vivos y muertos, que el que tiene el Padre.
«Exclamó Jesús: –Te doy gracias, Padre…». Jesús sabe no sólo que es conocido por Dios, sino que, en cierto modo, es el objeto único del conocimiento divino; y responde al Padre con esta típica oración de alabanza y acción de gracias judía, proclamando «las maravillas de Dios». ¿Cuáles son esas maravillas? El conocimiento de Dios Padre por parte de los pequeñuelos («la gente sencilla», los discípulos), que por revelación divina han conocido secretos de Dios ocultos para «los sabios y entendidos». La línea de pensamiento es la del Magnificat de María y la de san Pablo en 1Cor 1,26ss (Dios ha elegido lo débil del mundo para avergonzar a los fuertes). Dios no revela sus secretos más que a los que se hacen pequeños.
Al que es humilde de veras, Dios le concede entrar en su intimidad y conocer los misterios de su vida trinitaria, la relación entre el Padre y el Hijo en el Espíritu Santo. Esto no es sólo para algunos pocos privilegiados, sino para todo bautizado, para todo el que es «sencillo» y se deja conducir por Dios. Pues precisamente «esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo» (Jn 17,3). Y conocer no es sólo saber con la cabeza, sino tratar con Dios con familiaridad. ¿Mi vida como cristiano va dirigida a crecer en este trato familiar con el Dios que vive en mí o me quedo en unas simples formas de comportamiento?
La expresión Dios «Padre» nunca había sido revelada a nadie. Cuando el mismo Moisés preguntó a Dios quién era, escuchó otro nombre (cf. Ex 3,14). A nosotros se nos ha revelado este nombre en el Hijo, pues este nombre de Hijo implica el nombre nuevo de Padre (Tertuliano).
«Venid a mí … cansados y agobiados». Son prácticamente los pobres de las bienaventuranzas, los sencillos: personas sin prestigio social o religioso, tal vez incultos y sin muchos conocimientos.
«Mi yugo … y mi carga». La ley de Jesús es llevadera; Él da fuerzas. Pero la razón decisiva para aceptar su invitación al discipulado («aprended de mí») no es la enseñanza, sino el Maestro que la imparte: lo más íntimo y secreto de Cristo, su «corazón», está lleno del espíritu del siervo de Isaías. El verdadero pobre bíblico que vive las bienaventuranzas, sometido a sólo el Padre, en quien solamente confía, es Jesús, «manso y humilde de corazón».
Ante la humildad de Cristo, el cristiano aprende también a ser humilde. El Hijo de Dios no ha venido con triunfalismos, sino sumamente humilde y modesto, montado en un asno. A Jesús le gusta la humildad. Es el estilo de Dios. Y el cristiano no tiene otro camino. Dios no se da a conocer a los que se creen sabios y entendidos, a los arrogantes y autosuficientes, a los que creen saberlo todo, sino al que humildemente se pone ante Dios reconociendo su pequeñez y su ceguera.
Cristo se nos presenta como nuestro descanso. Frente a los cansancios y agobios que nos procuramos a nosotros mismos y frente a las cargas inútiles e insoportables que ponemos en nuestros hombros, Cristo es el verdadero descanso y su ley un alivio. El pecado cansa y agobia. El trato y la familiaridad con Cristo descansan. ¿Me decido a fiarme de Cristo y de su palabra?
II. LA FE DE LA IGLESIA
El Reino de Dios revelado a los pequeños:
(544; 2603).
El Reino pertenece a los pobres y a los pequeños, es decir a los que lo acogen con un corazón humilde. Jesús fue enviado para «anunciar la Buena Nueva a los pobres». Los declara bienaventurados porque «de ellos es el Reino de los cielos»; a los «pequeños» es a quienes el Padre se ha dignado revelar las cosas que ha ocultado a los sabios y prudentes. Jesús, desde el pesebre hasta la cruz comparte la vida de los pobres; conoce el hambre, la sed y la privación. Aún más: se identifica con los pobres de todas clases y hace del amor activo hacia ellos la condición para entrar en su Reino.
Jesús confiesa al Padre, le da gracias y lo bendice porque ha escondido los misterios del Reino a los que se creen doctos y los ha revelado a los «pequeños» (los pobres de las Bienaventuranzas). Su conmovedor «¡Sí, Padre!» expresa el fondo de su corazón, su adhesión al querer del Padre, de la que fue un eco el «Fiat» de Su Madre en el momento de su concepción y que preludia lo que dirá al Padre en su agonía. Toda la oración de Jesús está en esta adhesión amorosa de su corazón de hombre al misterio de la voluntad del Padre.
La oración confiada:
(2778; 2779; 2785).
El poder del Espíritu que nos introduce en la Oración del Señor se expresa en las liturgias de Oriente y Occidente con la bella palabra, típicamente cristiana «parrhesía«, simplicidad sin desviación, conciencia filial, seguridad alegre, audacia humilde, certeza de ser amado.
Un corazón humilde y confiado que nos hace volver a ser como niños; porque es a «los pequeños» a los que el Padre se revela.
Antes de hacer nuestra la primera exclamación de la Oración del Señor, conviene purificar humildemente nuestro corazón de ciertas imágenes falsa de «este mundo». La humildad nos hace reconocer que «nadie conoce al Padre, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar», es decir, «a los pequeños.»
III. EL TESTIMONIO CRISTIANO
«La Sagrada Escritura me parecía indigna. Mi hinchazón huía su manera de decir, y mi agudeza no penetraba en su sentido más profundo. Y, sin embargo, era esa Escritura cuya inteligencia crece a medida que uno se hace párvulo; pero yo rehusaba hacerme párvulo: hinchado de orgullo, me parecía grande». (San Agustín).
«Tú, hombre, no te atrevías a levantar tu cara hacia el cielo, tú bajabas los ojos hacia la tierra, y de repente has recibido la gracia de Cristo: todos tus pecados te han sido perdonados. De siervo malo te has convertido en buen hijo… Eleva pues, los ojos hacia el Padre que te ha rescatado por medio de su Hijo y di: Padre nuestro… Pero no reclames ningún privilegio. No es Padre, de manera especial, más que de Cristo, mientras que a nosotros nos ha creado. Di entonces también por medio de la gracia: Padre nuestro, para merecer ser hijo suyo». (S. Ambrosio).
IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO
El mal se destierra,
ya vino el consuelo:
Dios está en la tierra,
ya la tierra es cielo.
Ya el mundo es trasunto
del eterno bien,
pues está en Belén
todo el cielo junto.
Ya no habrá más guerra
entre cielo y suelo:
Dios está en la tierra,
ya la tierra es cielo.
Ya baja a ser hombre
porque subáis vos,
ya están hombre y Dios
en un solo hombre.
Ya muere el recelo
y el llanto se cierra:
Dios está en la tierra,
ya la tierra es cielo.
Ya el hombre no tiene
sueños de grandeza,
porque el Dios que viene
viene en la pobreza.
Ya nadie se encierra
en su propio miedo:
Dios está en la tierra,
ya la tierra es cielo. Amén.