«De un tesoro nos podemos apoderar; pero el Reino de Dios se apodera de nosotros»
1R 3,5.7-12: «Pediste discernimiento»
Sal 118, 57-130 «¡Cuánto amo tu voluntad, Señor!»
Rm 8,28-30: «Nos predestinó a ser imagen de su Hijo»
Mt 13,44-52: «Vende todo lo que tiene y compra el campo»
I. LA PALABRA DE DIOS
La liturgia confirma la enseñanza de la parábola del evangelio con la narración del gesto de Salomón que, por encima de todo, pide al Señor y logra de Él un «corazón sabio e inteligente» y no «vida larga ni riquezas, ni la vida de tus enemigos» (1.a Lect.).
El amor a Dios es luz que ilumina el misterio escondido detrás de todos los acontecimientos cósmicos, humanos y sociales (2.a Lect.).
El Reino de Dios es la mayor realidad de esta vida, el bien supremo para el hombre, la verdadera «perla preciosa». El Reino de Dios es la Salvación, la Sabiduría, el Amor de Dios que se nos comunica por Jesucristo. «El reino de los cielos» es la irrupción de Jesucristo Rey en nuestra vida. Para el que sabe apreciar ese tesoro, «todo» vale «nada«. Esa alegría es tal que la renuncia a todo lo demás es lógica y nada extraordinaria.
El Reino de Dios se nos ofrece gratuitamente; el hombre se «lo encuentra», después «va a vender todo lo que tiene» para conseguirlo.
Lógicamente, el Reino de Dios necesita un esfuerzo positivo y un ejercicio constante de la libertad personal para seguir a Jesucristo en el día a día de nuestra vida. Pero, con el evangelio en la mano, no se entiende cómo se puede hablar de que ser cristiano es difícil y costoso. Es verdad que hay que dejar cosas, es verdad que hay que morir al pecado que todavía reside en nosotros, pero todo esto se hace con facilidad, porque hemos encontrado un Tesoro que vale mucho más sin comparación. Más aún, las renuncias se realizan «con alegría», como el hombre de la parábola, con la alegría de haber encontrado el tesoro, es decir, sin costar, sin esfuerzo, de buen humor y con entusiasmo.
Si todavía vemos el cristianismo como una carga, ¿no será que no hemos encontrado aún el Tesoro? ¿No será que no nos hemos dejado deslumbrar lo suficiente por la Persona de Cristo? ¿No será que le conocemos poco, que le tratamos poco? ¿No será que no oramos bastante? El que ama la salud hace cualquier sacrificio por cuidarla y el que ama a Cristo está dispuesto a cualquier sacrificio por Él. Cristo de suyo es infinitamente atractivo, como para llenar nuestro corazón y hacernos fácil toda renuncia.
El mejor comentario a este evangelio son las palabras de san Pablo: «Todo eso que para mí era ganancia, lo consideré pérdida comparado con Cristo; más aún, todo lo estimo pérdida comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús mi Señor. Por Él lo perdí todo, y todo lo estimo basura con tal de ganar a Cristo» (Fil 3,7-8). El que de verdad ha encontrado a Cristo está dispuesto a perderlo todo por Él, pues todo lo estima basura comparado con la alegría de haber encontrado el verdadero Tesoro.
II. LA FE DE LA IGLESIA
Las parábolas
y el Reino de Dios
(546)
Jesús llama a entrar en el Reino a través de las parábolas. Por medio de ellas invita al banquete del Reino, pero exige también una elección radical para alcanzar el Reino, es necesario darlo todo; las palabras no bastan, hacen falta obras. Las parábolas son como un espejo para el hombre: ¿acoge la palabra como un suelo duro o como una buena tierra? ¿Qué hace con los talentos recibidos? Jesús y la presencia del Reino en este mundo están secretamente en el corazón de las parábolas. Es preciso entrar en el Reino, es decir, hacerse discípulo de Cristo para «conocer los Misterios del Reino de los cielos». Para los que están «fuera», la enseñanza de las parábolas es algo enigmático.
Los signos del Reino de Dios:
(547- 550).
Jesús acompaña sus palabras con numerosos «milagros, prodigios y signos» que manifiestan que el Reino está presente en Él. Ellos atestiguan que Jesús es el Mesías anunciado.
Los signos que lleva a cabo Jesús testimonian que el Padre le ha enviado. Invitan a creer en Jesús. Concede lo que le piden a los que acuden a él con fe. Por tanto, los milagros fortalecen la fe en Aquél que hace las obras de su Padre: éstas testimonian que Él es Hijo de Dios. Pero también pueden ser «ocasión de escándalo» (Mt 11, 6). No pretenden satisfacer la curiosidad ni los deseos mágicos. A pesar de tan evidentes milagros, Jesús es rechazado por algunos; incluso se le acusa de obrar movido por los demonios.
Al liberar a algunos hombres de los males terrenos del hambre, de la injusticia, de la enfermedad y de la muerte, Jesús realizó unos signos mesiánicos; no obstante, no vino para abolir todos los males aquí abajo, sino a liberar a los hombres de la esclavitud más grave, la del pecado, que es el obstáculo en su vocación de hijos de Dios y causa de todas sus servidumbres humanas.
La venida del Reino de Dios es la derrota del reino de Satanás: «Pero si por el Espíritu de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios». Los exorcismos de Jesús liberan a los hombres del dominio de los demonios. Anticipan la gran victoria de Jesús sobre «el príncipe de este mundo». Por la Cruz de Cristo será definitivamente establecido el Reino de Dios: ¡Dios reinó desde el madero de la Cruz!.
La oración cristiana
centrada en la búsqueda del Reino:
(2632).
La petición cristiana está centrada en el deseo y la búsqueda del Reino que viene, conforme a las enseñanzas de Jesús. Hay una jerarquía en las peticiones: primero el Reino, a continuación lo que es necesario para acogerlo y para cooperar a su venida. Esta cooperación con la misión de Cristo y del Espíritu Santo que es ahora la de la Iglesia, es objeto de la oración de la comunidad apostólica. Es la oración de Pablo, el apóstol por excelencia, que nos revela cómo la solicitud divina por todas las Iglesias debe animar la oración cristiana. Al orar, todo bautizado trabaja en la venida del Reino.
III. EL TESTIMONIO CRISTIANO
«Entre todas las perlas no hay más que una preciosísima: el conocimiento del Salvador, el misterio de su Pasión y el arcano secreto de su Resurrección» (San Jerónimo).
«Incluso aunque esta oración no nos hubiera mandado pedir el advenimiento del Reino habríamos tenido que expresar esta petición, dirigiéndonos con premura a la meta de nuestras esperanzas. Las almas de los mártires, bajo el altar, invocan al Señor con grandes gritos: ¿Hasta cuándo, Dueño santo y veraz, vas a estar sin hacer justicia por nuestra sangre a los habitantes de la tierra? En efecto, los mártires deben alcanzar la justicia al fin de los tiempos. Señor, ¡apresura, pues, la venida de tu Reino!» (Tertuliano).
IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO
Este mundo del hombre,
en que él se afana
tras la felicidad que tanto ansía,
tu lo vistes, Señor, de luz temprana
y de radiante sol al mediodía.
Así el poder de tu presencia encierra
el secreto más hondo de esta vida;
un nuevo cielo y una nueva tierra
colmarán nuestro anhelo sin medida.
Poderoso Señor de nuestra historia,
no tardes en venir gloriosamente;
tu luz resplandeciente y tu victoria
inunden nuestra vida eternamente.
Amén.