DOMINGO XXI ORDINARIO “A”



«La fe de Pedro, fundamento y centro de comunión de la Iglesia»

Is 22,19-23:             «Colgaré de su hombro la llave del palacio de David»

Sal 137, 1-6:            «Señor, tu misericordia es eterna, no abandones la obra de tus manos»

Rm 11,33-36:         «Él es origen, guía y meta del universo»

Mt 16,13-20:         «Tú eres Pedro y te daré las llaves del Reino de los cielos«

 

I. LA PALABRA DE DIOS

El evangelio de hoy tiene que hacernos experimentar la maravilla de la fe. Con frecuencia, estamos demasiado «acostumbrados» a creer; hemos nacido en un ambiente cristiano y nos parece lo más natural del mundo. Sin embargo, hemos de admirarnos del regalo de la fe, de que también nosotros podamos decir a Jesús: «Tú eres el Hijo de Dios», pues eso no nos viene de la carne ni de la sangre, sino que nos ha sido revelado por el Padre que está en los cielos. La fe es el regalo más grande que hemos recibido; más grande incluso que la vida, pues la vida sin fe sería absurda y vacía.

«Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo». En la primera parte de su respuesta, Pedro confiesa la dignidad mesiánica de Jesús; en la segunda, la calidad mesiánica de Jesús: es más que «Hijo de David», está en relación completamente única con Dios-Padre. La primitiva forma del dogma cristiano es la profesión de fe, central en el Nuevo Testamento: Jesucristo es Hijo de Dios.

Por ello hemos de agradecer al Señor el don de la fe y hemos de sentirnos felices de creer. ¿Siento la dicha de ser creyente, cristiano, católico? ¿O vivo mi fe como un peso, una rutina, una costumbre? ¿Me preocupo de cultivar mi fe y hacerla crecer, de formarme bien como cristiano? Lo mismo que la gente se equivocaba al decir quién era Jesús, también en nuestra mente hay errores, opiniones o ideas equivocadas. ¿Procuro irlos corrigiendo? Y la alegría de creer ¿me lleva a dar testimonio ante los demás, a manifestarme como creyente? ¿O en cambio, me avergüenzo de Cristo?

Porque «Pedro… dijo: Tú eres el Mesías…», Jesús responde: «Tú eres Pedro…». Pedro posee todo el poder del Reino, porque se le han dado «las llaves». Por eso, es capaz de poner en sintonía las decisiones y el perdón que se otorgan en la Iglesia, aquí en la tierra, con los designios y la reconciliación de Dios en el cielo. La fe de Pedro, a una con la Palabra de Cristo o con Cristo, es el fundamento inamovible de la Iglesia, el centro de comunión entre la tierra y el cielo, la Iglesia de aquí y Dios. La Iglesia es el comienzo de la nueva creación en este mundo, a partir del Señor resucitado.

Pedro sigue estando presente hoy en el Papa Benedicto XVI, que ha recibido la autoridad de Cristo para atar o desatar. Debo escucharle como padre y pastor, seguir sus enseñanzas. ¿Me apoyo en la firmeza de la roca de Pedro? ¿Estoy contento de ser hijo de la Iglesia?

Es demasiado fuerte el contraste entre el lugar de Pedro en la Iglesia, según el Evangelio entendido por la Tradición viva de la misma Iglesia, y la actitud de algunos que se dicen cristianos y que están distanciados del sucesor de Pedro y aun opuestos a él con frecuencia. «Donde está Pedro, está la Iglesia de Cristo«.

II. LA FE DE LA IGLESIA

El ministerio ordenado en la Iglesia
(874-892)

Cristo el Señor, para dirigir al Pueblo de Dios y hacerle progresar siempre, instituyó en su Iglesia diversos ministerios que está ordenados al bien de todo el Cuerpo. En efecto, los ministros que poseen la sagrada potestad están al servicio de sus hermanos para que todos los que son miembros del Pueblo de Dios lleguen a la salvación.

Nadie se puede dar a sí mismo el mandato ni la misión de anunciar el Evangelio. El enviado del Señor habla y obra no con autoridad propia, sino en virtud de la autoridad de Cristo; no como miembro de la comunidad, sino hablando a ella en nombre de Cristo. Nadie puede conferirse a sí mismo la gracia, ella debe ser dada y ofrecida. Eso supone ministros de la gracia, autorizados y habilitados por parte de Cristo. De Él los obispos y los presbíteros reciben la misión y la facultad (el «poder sagrado») de actuar en el nombre y en la persona de Cristo Cabeza de la Iglesia.
El ministerio sacerdotal en la Iglesia se confiere por medio de un sacramento específico: el Sacramento del Orden.

Cristo, al instituir a los Doce, formó una especie de Colegio o grupo estable y eligiendo de entre ellos a Pedro lo puso al frente de él. Así como, por disposición del Señor, San Pedro y los demás Apóstoles forman un único Colegio apostólico, por análogas razones están unidos entre sí el Romano Pontífice, sucesor de Pedro, y los obispos, sucesores de los Apóstoles.

El ministerio petrino

El Señor hizo de Simón, al que dio el nombre de Pedro, y solamente de él, la piedra de su Iglesia. Le entregó las llaves de ella; lo instituyó pastor de todo el rebaño. Está claro que también el Colegio de los Apóstoles, unido a su Cabeza, recibió la función de atar y desatar dada a Pedro. Este oficio pastoral de Pedro y de los demás apóstoles pertenece a los cimientos de la Iglesia. Se continúa por los obispos bajo el primado del Papa.

El Papa, obispo de Roma y sucesor de San Pedro, es el principio y fundamento perpetuo y visible de unidad, tanto de los obispos como de la muchedumbre de los fieles. El Pontífice Romano, en efecto, tiene en la Iglesia, en virtud de su función de Vicario de Cristo y Pastor de toda la Iglesia, la potestad plena, suprema y universal, que puede ejercer siempre con entera libertad.

La misión del Magisterio está ligada al carácter definitivo de la Alianza instaurada por Dios en Cristo con su Pueblo; debe protegerlo de las desviaciones y de los fallos, y garantizarle la posibilidad objetiva de profesar sin error la fe auténtica. El oficio pastoral del Magisterio está dirigido, así, a velar para que el Pueblo de Dios permanezca en la verdad que libera. Para cumplir este servicio, Cristo ha dotado a los pastores con el carisma de infalibilidad en materia de fe y de costumbres.

El Romano Pontífice, Cabeza del Colegio episcopal, goza de esta infalibilidad en virtud de su ministerio cuando, como Pastor y Maestro supremo de todos los fieles que confirma en la fe a sus hermanos, proclama por un acto definitivo la doctrina en cuestiones de fe y moral. Cuando la Iglesia propone por medio de su Magisterio supremo que algo se debe aceptar «como revelado por Dios para ser creído» y como enseñanza de Cristo, hay que aceptar sus definiciones con la obediencia de la fe. Esta infalibilidad abarca todo el depósito de la Revelación divina.

El Romano Pontífice y los obispos como maestros auténticos, por estar dotados de la autoridad de Cristo, predican al pueblo que tienen confiado la fe que hay que creer y que hay que llevar a la práctica. El magisterio ordinario y universal del Papa y de los obispos en comunión con él enseña a los fieles la verdad que han de creer, la caridad que han de practicar, la bienaventuranza que han de esperar. Por tanto, no se ha de oponer la conciencia personal y la razón a la ley moral o al Magisterio de la Iglesia.

Así pues, debe crearse entre los cristianos un verdadero espíritu filial frente a la Iglesia. Es el desarrollo normal de la gracia bautismal, que nos engendró en el seno de la Iglesia y nos hizo miembros del Cuerpo de Cristo. En su solicitud materna, la Iglesia nos concede la misericordia de Dios que desborda todos nuestros pecados y actúa especialmente en el sacramento de la reconciliación. Como una madre previsora nos prodiga también en su liturgia, día tras día, el alimento de la Palabra y de la Eucaristía del Señor.

La Iglesia es apostólica: Está edificada sobre sólidos cimientos: «los doce apóstoles del Cordero» (Ap 21, 14); es indestructible (cf Mt 16, 18); se mantiene infaliblemente en la verdad: Cristo la gobierna por medio de Pedro y los demás apóstoles, presentes en sus sucesores, el Papa y el colegio de los obispos.

La única Iglesia de Cristo, de la que confesamos en el Credo que es una, santa, católica y apostólica, subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los obispos en comunión con él.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Es a la misma Iglesia, a la que ha sido confiado el «Don de Dios». Es en ella donde se ha depositado la comunión con Cristo, es decir, el Espíritu Santo, confirmación de nuestra fe y escala de nuestra ascensión hacia Dios. Porque allí donde está la Iglesia, allí está también el Espíritu de Dios; y allí donde está el Espíritu de Dios, está la Iglesia y toda gracia» (San Ireneo).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Cristo te llama, Pedro, y tú le sigues;
dejas tu barca, pescador de hombres;
roca y cimiento de la santa Iglesia
Cristo te hace.

El te pregunta:
«¿Me amas más que éstos?»;
tú le respondes: «Sabes que te quiero».
El te encomienda todo su rebaño;
tú lo apacientas.

Tienes las llaves, atas y desatas;
fiel al Maestro, amas más que niegas;
llegas a Roma, con tu magisterio;
mueres por Cristo.

Desde tu cielo, mira a nuestra tierra,
guía los pasos de tus sucesores
que en el primado del amor, sirviendo,
rigen la Iglesia. Amén.

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