DOMINGO XXII ORDINARIO “A”


«La fe y la cruz pascual»

Jr 20,7-9:                 «La Palabra del Señor se volvió oprobio para mí»

Sal 62, 2-9:                «Mi alma está sedienta de ti, Señor, Dios mío»

Rm 12,1-2:                 «Ofrézcanse ustedes mismos como sacrificio vivo»

Mt 16,21-27:             «El que quiera venirse conmigo que se niegue a sí mismo»

 

I. LA PALABRA DE DIOS

El anuncio evangélico del domingo pasado comenzaba con la pregunta: «¿Quién… es el Hijo del hombre?». El de hoy descubre su destino y el de aquellos que le siguen: el Misterio Pascual: la cruz y la resurrección. En el Evangelio del domingo pasado, Pedro profesó la fe en Jesús, motivado por la revelación del Padre: «Tú eres el Hijo del Dios vivo». En el de hoy, Pedro habla según los puntos de vista humanos: «tú piensas como los hombres», le reprocha Jesús. Allí, Jesús le otorgaba las mayores prerrogativas en la Iglesia. Aquí, le corrige con dureza: «Quítate de mi vista, Satanás». Allí dominaban la fe y los dones de Dios para bien de su Iglesia. Aquí, en cambio, la «poca fe» y las reacciones humanas.

Pedro empezó a ejercer precipitadamente los poderes que acababa de recibir, sin esperar la gracia de Pentecostés, y chocó con el escándalo de la cruz. Cuando Jesús presenta el plan del Padre sobre su propia vida –muchos padecimientos y muerte en cruz–, Pedro se rebela y se pone a increpar a Jesús; se escandaliza de la manera como Dios actúa, y se pone a decir que eso no puede ser. ¿Acaso no es también esta nuestra postura muchas veces cuando la cruz se presenta en nuestra vida?

Pedro, olvidado de la revelación del Padre, es el prototipo de los humanos. No comprende la cruz. «¡No lo permita Dios, Señor! Eso no puede pasarte». Nosotros pedimos a Dios con frecuencia ser liberados de la cruz, sin añadir: «pero no se haga mi voluntad sino la tuya». Hacemos todo lo posible para que «eso no pueda pasar«. Somos hombres de «poca fe«.

Pero fijémonos en la respuesta de Jesús a Pedro: «¡Apártate de mi vista, Satanás!». La expresión es tremendamente dura, pues Jesús le llama a Pedro «Satanás». Y ¿por qué? porque «piensas como los hombres y no como Dios». Pedro ha vuelto a ser «Simón, hijo de Jonás» se ha hecho «adversario» de Jesús, se ha colocado «delante» del Maestro y se le ha convertido en obstáculo, en «tropiezo» en el «camino» hacia Jerusalén; para ser verdadero discípulo, Simón necesita de nuevo ponerse «detrás» de Jesús y seguirlo.

También nosotros tenemos que aprender a ver la cruz –nuestras cruces de cada día: dolores, enfermedades, problemas, incomprensiones, dificultades…– como Dios, es decir, con los ojos de la fe. De esa manera no nos rebelaremos contra Dios ni contra sus planes.

Vista la cruz con ojos de fe no es terrible. Primero, porque cruz tiene todo hombre, lo quiera o no, sea cristiano o no. Pero el cristiano la ve de manera distinta, la lleva con paz y serenidad. El cristiano no se «resigna» ante la cruz; al contrario, la toma con decisión, la abraza y la lleva con alegría. El que se ha dejado seducir por el Señor y en su corazón lleva sembrado el amor de Dios no ve la cruz como una maldición. La cruz nos hace ganar la vida, no sólo la futura, sino también la presente, en la medida en que la llevamos con fe y amor.

II. LA FE DE LA IGLESIA

La Cruz de Cristo
(606-618).

La muerte violenta de Jesús pertenece al misterio del designio de Dios. Al entregar a su Hijo por nuestros pecados, Dios manifiesta su designio de amor benevolente sobre nosotros, que precede a todo mérito por nuestra parte.

Jesús aceptó libremente su Pasión y muerte por amor a su Padre y por amor a los hombres que el Padre quiere salvar. En el sufrimiento y en la muerte, su humanidad se hizo el instrumento libre y perfecto de su amor divino que quiere la salvación de los hombres. «Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos». Nos «amó hasta el extremo».

Desde el primer instante de su Encarnación el Hijo acepta libremente el designio divino de salvación en su misión redentora. Este deseo de aceptar el designio de amor redentor de su Padre anima toda la vida de Jesús. El sacrificio de Jesús «por los pecados del mundo entero», es la expresión de su comunión de amor con el Padre.

La redención de Jesucristo consiste en que Él, por amor a los hombres, ofreció su vida al Padre en el sacrificio de la cruz, obedeciendo hasta la muerte y dándose a sí mismo en expiación. Así, Jesús repara nuestras faltas y satisface al Padre por nuestros pecados, para salvarnos a todos.

Este sacrificio de Cristo es único, da plenitud y sobrepasa a todos los sacrificios. Ante todo es un don del mismo Dios Padre, que entrega a su Hijo para reconciliarnos con Él; al mismo tiempo es ofrenda del Hijo de Dios hecho hombre que, libremente y por amor, ofrece su vida a su Padre por medio del Espíritu Santo, para reparar nuestra desobediencia.

El «amor hasta el extremo» es el que confiere su valor de redención y de reparación, de expiación y de satisfacción al sacrificio de Cristo.

Llamados a ser perfectos en el amor
(2012-2015).

El centro de gravedad de Jesús es el Misterio Pascual, que Pedro en un momento de poca fe no acepta. El centro de gravedad de los seguidores de Jesús es también el Misterio Pascual del Maestro. La Eucaristía nos incorpora sacramental y existencialmente al Misterio Pascual.

Cristo quiere asociar a su sacrificio redentor a aquellos mismos que son sus primeros beneficiarios. El sacrificio de Cristo es único, y Él es el único mediador entre Dios y los hombres, pero al unirse, por su Encarnación, en cierto modo, a todo hombre, Él ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de Dios sólo conocida, se asocien a este misterio pascual. Él «sufrió por nosotros dejándonos un ejemplo para que sigamos sus huellas» e invita a todos sus discípulos a «tomar su cruz y seguirle». Esto lo realiza en forma excelsa su Madre, asociada más íntimamente que nadie al misterio de su sacrificio redentor.

Todos los fieles, de cualquier estado o régimen de vida, son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad. Todos son llamados a la santidad: «Sean perfectos como su Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48).

El camino de la perfección pasa por la cruz. No hay santidad sin renuncia y sin combate espiritual. El progreso espiritual implica el esfuerzo y la mortificación que conducen gradualmente a vivir en la paz y el gozo de las bienaventuranzas.

Para alcanzar esta perfección, los creyentes han de emplear sus fuerzas, según la medida del don de Cristo, para entregarse totalmente a la gloria de Dios y al servicio del prójimo. Lo harán siguiendo las huellas de Cristo, haciéndose conformes a su imagen, y siendo obedientes en todo a la voluntad del Padre. De esta manera, la santidad del Pueblo de Dios producirá frutos abundantes, como lo muestra claramente en la historia de la Iglesia la vida de los santos.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Esta es la única verdadera escala del paraíso, fuera de la Cruz no hay otra por donde subir al cielo» (Santa Rosa de Lima).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

En esta tarde, Cristo del Calvario,
vine a rogarte por mi carne enferma;
pero, al verte, mis ojos van y vienen
de tu cuerpo a mi cuerpo con vergüenza.

¿Cómo quejarme de mis pies cansados,
cuando veo los tuyos destrozados?
¿Cómo mostrarte mis manos vacías,
cuando las tuyas están llenas de heridas?

¿Cómo explicarte a ti mi soledad,
cuando en la cruz alzado y solo estás?
¿Cómo explicarte que no tengo amor,
cuando tienes rasgado el corazón?

Ahora ya no me acuerdo de nada,
huyeron de mi todas mis dolencias.
El ímpetu del ruego que traía
se me ahoga en la boca pedigüeña.

Y sólo pido no pedirte nada,
estar aquí, junto a tu imagen muerta,
ir aprendiendo que el dolor es sólo
la llave santa de tu santa puerta. Amén.

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